Marisa Madieri: entre Trieste y Fiume

Escritora secreta durante años, Marisa Madieri, nacida en 1938 en Fiume (la actual Rijeka, en Croacia) y fallecida en Trieste, Italia, en 1996, publicaría en 1987 Verde agua, calificado unánimemente por la crítica italiana, desde el momento de su aparición, de «pequeño clásico contemporáneo». Estremecedora y lacerante reflexión, de género autobiográfico, en torno al exilio y a la idea del paso del tiempo, Verde agua es una de esas pequeñas e inesperadas joyas que contiene cada literatura. Aparte de este libro, Marisa Madieri publicaría también en vida El claro del bosque (1996), una melancólica, amarga y terrible fábula filosófica, de difícil y engañosa clasificación. Ya de forma póstuma aparecerían recogidos cinco relatos inéditos con el título de La conchiglia (1998).

Tiempo aislado, secuestrado e incontaminado, la infancia, como se dice en Verde agua, se libera del peso del dolor y de las tragedias que la rodean: «Incluso la tragedia de la guerra –recordará Marisa Madieri– fue para mí una extraña aventura». De él, de ese tiempo confinado en lo más hondo de la conciencia, quedará y se conservará esa sensación y eco incierto de lo indescifrable, de lo que no nos es dado a conocer en su totalidad y encierra un misterio insondable, que se arrastra toda la vida como un dulce fardo pendiente de explicación. Como dice la escritora en este bellísimo libro, ese tiempo y pasado personal se convierte en una especie de «Atlántida», en el continente inexplorado de cada uno. «Mi Fiume –escribe la autora– yo soy aún aquel viento». Ahí se ha quedado detenida. Nada ha avanzado. Nada ha cambiado. Aquél y no otro es el ser y la mirada que un día vio y contempló por primera vez. Para cada uno, la verdad está siempre en un origen, en un comienzo de todo.

Libro de la memoria, de un hilo delicadamente ensartado entre un presente y un pasado que no siempre vuelve del mismo modo, en Verde agua se recuperan turbadoramente las zonas intermedias. Esas zonas bastardas que se han sumido en el olvido, sin ser rescatadas, a no ser por una encarnizada cirugía, mitad terapia reparadora, mitad ejercicio resistente y testimonial «de lo que ha sido y de lo que es». Una especie de pacto íntimo que se establece en una tierra intermedia, en esa mezcla existencial «de lo precario y lo ineluctable, de lo caduco y lo indestructible». Son zonas vacilantes, entre lo dicho y lo no dicho, que edifican con fuerza, sensiblemente, toda su carga insonora e invisible, elusiva y ausente, en una distancia mantenida y privada de figuración, hecha tan sólo de soplos intangibles de pensamientos, de «bordes del tiempo» apenas rozados, de gestos insinuados y petrificados.

Pero aparte de ser un libro sobre el exilio, la expulsión y el extrañamiento de todo lo que supone la niñez, Verde agua abordará sin cesar una recurrente y lúcida reflexión sobre la idea del destierro, de cualquier tipo de destierro. La familia de Marisa Madieri emprendería junto a otros muchos italianos un trágico y doloroso éxodo desde la ciudad de Fiume, entregada a los yugoslavos después de la guerra, convirtiéndose en la ciudad hoy croata de Rijeka. Instalados desde 1947 en barracones para refugiados de las afueras de Trieste, lo que tenía que haber sido una situación provisional, acabó convirtiéndose en una dura marginación y una lenta y dolorosa incorporación a la nueva tierra, que duró años. Precarios desde una niñez vivida durante siete largos años en un campo de refugiados, en el Silos de Trieste, en donde «entrar era entrar en un paisaje vagamente dantesco, en un nocturno y humeante purgatorio», en un tenebroso poblado estratificado y articulado a través de boxes unifamiliares, a merced de los temibles vaivenes de un futuro cuya llegada se teme sin cesar, el frágil paraíso para seres crecidos entre la angustia y el sobresalto como es el caso de familias como la de Marisa Madieri, es algo que en cualquier momento puede volverse a perder.

Poco a poco, este libro se irá convirtiendo en uno de los más emocionantes e incisivos relatos escritos sobre la herida y fractura íntima del exilio, sobre las diásporas forzadas, el éxodo, y esos tantos microéxodos sufridos por miles de desplazados y de olvidados cantos rodados de la Historia. Apenas censados entre otros grandes flujos y mareas dramáticas del continente europeo durante el sangriento y beligerante siglo XX, su éxodo, su huida, su expulsión, nunca logrará clausurarse. Claudio Magris, esposo de la autora, explicará así en el postfacio de Verde agua este éxodo de los italianos que vivían en Fiume, ciudad que en 1947 pasa a formar parte de la antigua Yugoslavia: «Alrededor de 300.000 italianos abandonaron en los primeros años de la posguerra – marcada por el miedo, la intimidación y la persecución – Istria, Fiume y otras localidades dálmatas, perdiéndolo todo y viviendo como Marisa Madieri y su familia la vida mísera y precaria del exiliado en campos de refugiados como el Silos triestino». A ello pronto se tendrá que añadir un segundo y doloroso exilio, interior y profundo, que no tardarán en conocer estos cautivos de un mundo que ha dejado de existir y de un mundo que aún no se ha inaugurado: el 5 de octubre de 1954 se firma en Londres un memorándum por el cual se cede por fin parte del territorio libre de Trieste a Italia. Y añade Marisa Madieri: «Pero en el Silos las cosas no cambiaron. La vida del poblado prosiguió durante bastantes años al ritmo de la desolación. Los refugiados continuaron siendo mirados con sospecha, considerados con frecuencia incómodos y extraños competidores para acceder a los pocos puestos de trabajo que ofrecía la ciudad. No faltaron muchos desgarradores adioses de familias que partían hacia Australia como emigrantes, en un segundo y más radical exilio».

En la angustiosa epopeya narrada por Marisa Madieri, acerca de su pequeño y desvalido pueblo de marginados a la espera de una vida nueva y verdadera, en ese mundo concentracionario de desterrados, el presente quedó suspendido durante mucho tiempo, el pasado abruptamente cancelado e interrumpido, y el futuro era aún el sueño de una promesa irrealizable. Verde agua será la crónica de esos momentos particulares, domésticos, vividos desgarradoramente a espaldas de la corriente general de la Historia, que de nuevo se ha puesto en marcha después de una guerra, y que todo absorbe, devorando a su camino el «detalle», anulando lo pequeño y los más ínfimos e invisibles estremecimientos de lo privado y lo cotidiano, del alma de las cosas, de la pura vida. En esa injusta e ininterrumpida condena dentro de un mundo ya en paz, muchos inocentes, con sus historias y sufrimientos, serán sacrificados.

En el libro de Marisa Madieri aparecerán, fragmentariamente, traídas a golpes de memoria, escenas e imágenes congeladas, sucesos cotidianos del fascismo, dentelladas de la penuria de una posguerra devastadora, de intolerantes autoritarismos que se instalaron tras la victoria aliada y que exigieron sino su tributo de sangre, sí la humillación, la revancha, el vasallaje, el reparto de las piezas de caza, esos botines humanos de guerra que alentaban rápidas e incruentas limpiezas étnicas. «Al final de la Segunda Guerra Mundial, la Yugoslavia de Tito –continuará diciendo Claudio Magris– tras su extraordinaria resistencia partisana, no sólo recuperó tierras étnicamente eslavas incorporadas con anterioridad a Italia, sino que ocupó e hizo también suyas tierras en las que vivían italianos, como Istria y Fiume donde Marisa Madieri nació y vivió de niña, con su familia.» «Mi ciudad, Fiume – recuerda Marisa Madieri hablando de esta niñez –, mi ciudad que ya no era italiana, estableció el sistema escolar yugoslavo, y el estudio obligatorio de la lengua serbocroata.» Obligados de repente a «eslavizarse» o, en su lugar, a escoger el camino forzoso del exilio, esta autora sigue diciendo: «Entre 1947 y 1948 a los italianos que estaban todavía en Fiume se les exigió que eligieran: debían decidir entre adoptar la ciudadanía yugoslava o abandonar el país. Mi familia optó por Italia y sufrió un año de marginación y persecuciones. Fuimos desalojados de nuestro piso, papá perdió su puesto de trabajo y poco antes de partir fue encarcelado».

Novela de formación y de desarrollo vital de la protagonista, Verde agua consignará también el retrato fiel y pormenorizado de algunos de los componentes de su familia que más la marcaron. Todo el libro se convierte también, de este modo, en un homenaje, en una tabla de salvación, después de tantos naufragios, de algunos seres heroicos y llenos de vigor, o bien de otros más miserables y aniquiladores. De entre todos, destaca esa madre, siempre amando y sufriendo, a un mismo tiempo, de forma indisoluble, cuya imagen le es devuelta dolorosamente a la autora «en el campamento del Silos, en Trieste, doblegada por la angustia, por la miseria, por una madre -es decir, la abuela de Marisa- tiránica, por la falta de una casa, sólo deseosa de envejecer para tener tiempo de ‘leer libros’». Un lujo para ella inalcanzable, despreciado e ignorado por tantos otros. Pero también destaca, de forma ininterrumpida, y llena de talento en las descripciones, el entrañable, y lleno de humor, retrato de personajes extravagantes, acorazados por su propio ingenio, por sus espejismos, que se protegen de la adversidad inventando continuamente su propia leyenda, hasta llegársela a creer, creando nuevas y míticas personalidades indestructibles.

Ahí, en esas memorables descripciones de Marisa Madieri, se enclavaría la figura del padre de la autora: «Mi padre –dirá la escritora – consiguió siempre modificar alegremente su pasado en el recuerdo y transformar su vida, que conoció reveses y satisfacciones reales, miserias y tenaces recuperaciones en una novela de capa y espada, llena de aventuras y empresas gloriosas, en las que acabó creyendo». Otro personaje fascinante, protagonista todo él de una pequeña y autónoma novela, será la «adoptada y ascendida a abuela» viuda del padre de Marisa Madieri. Nacida cerca de Belgrado, de madre rumana y de padre serbio, «derrelicto de una civilización oscuramente agraria y feudal» los relatos de la abuela Anka – ada de psicología, dirá Marisa Madieri, todo consecuencias patrimoniales– «eran un conglomerado de acontecimientos históricos ligados a sus tierras, el Banato, Eslavonia, Serbia, Hungría, Rumanía, de los que se desprendían un orgullo racial y de clase, prejuicios antisemitas, un odio visceral hacia Tito, nostalgias monárquicas». Personajes y vestigios todos ellos que se evaporaban día tras día ante los ojos de Marisa y los suyos.

Grandilocuentes, tenaces e inmunes, permanecían conectados a nostálgicos y remotos pulmones de acero austrohúngaros e imperiales que les permitían seguir con vida. Pero junto a ellos –junto a esos rostros amables y de frágil autoridad, reconciliados sin cesar con el mundo que les rodea, aunque sea a través de la ironía con que se les acoge– hallaremos en cambio transfiguraciones estremecedoras de los que, como auténticos terroristas domésticos legalizados por las leyes no escritas de una convivencia diaria que los legitima sin más, socavaban también sin clemencia alguna el equilibrio regido por el pánico de hogares mantenidos por ellos con mano férrea. Ahí estaría el padre que viola impunemente a sus hijas o la madre que igualmente aniquila a su propia hija y acosa y empuja al suicidio a un yerno débil, además de «eslavo».

Fantasmas familiares que un día hostigaron y atormentaron a los suyos y que ahora vuelven con su carácter marcadamente beligerante, dictatorial, desafiante. Pocas veces desde los fieros retratos que el francés Jules Renard elaborara sobre la implacable rigidez, sin sentimientos ni apenas alma, que regía la vida mezquina y sin afecto de su familia en el campo, se habían visto reflejados tan fiel y exactamente injusticias legitimadas por la costumbre y los usos aberrantes. Usos despóticos, que reparten puestos, prebendas y favores dentro del núcleo familiar, imitando a la perfección cualquier otro tipo de núcleo social y dictatorial inconmovible, no ligado por los afectos. La abuela Quarantotto, dice Marisa Madieri, «había conservado del campo la dureza y la crueldad». Uno de los más logrados y terribles rostros de la injusticia que pueblan estas memorias, esta monarca de la tribu ejercerá sin control ninguno un poder déspota que marca y rige la vida de todos a los que somete. Mujeres exterminadoras que devorarán sobre todo a otras mujeres, presumiblemente siempre más débiles, y por tanto más odiadas. Tormento y azote para los demás, la abuela Quarantotto logrará sin embargo mantener hasta el final, incólume, e indiscutido, ese poder que la legitimaba para mantener secuestrado el destino y la más mínima voluntad de inocentes y martirizadas almas como es el caso de la madre de Marisa Madieri. Alguien que le había entregado sin condiciones su piadoso respeto y la abnegación de unos cuidados más allá de todo lo exigible y todo lo soportable. Precisa y certera, llena de matices agudos y punzantes, que planean por la frase como un escalofrío, eludiendo con pocas palabras distorsiones y arrebatos grandilocuentes, Marisa Madieri, al congelar y tejer la historia suya y de su familia, proporciona el equilibrio «entre iguales» que debe prevalecer en toda memoria: por un lado, la búsqueda del estilo, de la belleza literaria de la prosa y, por otro lado, esa lealtad hacia un pasado del que nada se oculta ni se maquilla, por incómodo o brutal que vuelva a presentarse.

Mosaico fragmentado y ensartado en porciones de esencia coagulada, la poesía que recorre el libro de esta escritora compone, minuto a minuto, mojón tras mojón, una especie de ensayo subterráneo y autónomo sobre la idea del tiempo y su distribución en cualidades, esferas significantes, movimientos, pausas, éxtasis, metamorfosis, rupturas. Lo decía Montaigne en sus Ensayos: «Cada hombre encierra la forma entera de la condición humana: propongo una vida baja y sin esplendor. En ella pinto el paso de día a día, de minuto a minuto». También, como decía el viejo protagonista, habitante de la isla perdida en medio del pavoroso océano, de La conchiglia (La concha), la narración que dejó inconclusa a su muerte Marisa Madieri, sólo el amor logra que nada resulte «extraño» en un sobrecogedor espacio, rodeado de un inquietante universo por conocer: «El universo entonces -se nos dice- ya no era un vacío exterminado y mudo, sino una morada acogedora, llena de voces que adquirían significado».

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 Escritora secreta durante años, Marisa Madieri, nacida en 1938 en Fiume (la actual Rijeka, en Croacia) y fallecida en Trieste, Italia, en 1996, publicaría en 1987  

Escritora secreta durante años, Marisa Madieri, nacida en 1938 en Fiume (la actual Rijeka, en Croacia) y fallecida en Trieste, Italia, en 1996, publicaría en 1987 Verde agua, calificado unánimemente por la crítica italiana, desde el momento de su aparición, de «pequeño clásico contemporáneo». Estremecedora y lacerante reflexión, de género autobiográfico, en torno al exilio y a la idea del paso del tiempo, Verde agua es una de esas pequeñas e inesperadas joyas que contiene cada literatura. Aparte de este libro, Marisa Madieri publicaría también en vida El claro del bosque (1996), una melancólica, amarga y terrible fábula filosófica, de difícil y engañosa clasificación. Ya de forma póstuma aparecerían recogidos cinco relatos inéditos con el título de La conchiglia (1998).

Tiempo aislado, secuestrado e incontaminado, la infancia, como se dice en Verde agua, se libera del peso del dolor y de las tragedias que la rodean: «Incluso la tragedia de la guerra –recordará Marisa Madieri– fue para mí una extraña aventura». De él, de ese tiempo confinado en lo más hondo de la conciencia, quedará y se conservará esa sensación y eco incierto de lo indescifrable, de lo que no nos es dado a conocer en su totalidad y encierra un misterio insondable, que se arrastra toda la vida como un dulce fardo pendiente de explicación. Como dice la escritora en este bellísimo libro, ese tiempo y pasado personal se convierte en una especie de «Atlántida», en el continente inexplorado de cada uno. «Mi Fiume –escribe la autora– yo soy aún aquel viento». Ahí se ha quedado detenida. Nada ha avanzado. Nada ha cambiado. Aquél y no otro es el ser y la mirada que un día vio y contempló por primera vez. Para cada uno, la verdad está siempre en un origen, en un comienzo de todo.

Libro de la memoria, de un hilo delicadamente ensartado entre un presente y un pasado que no siempre vuelve del mismo modo, en Verde agua se recuperan turbadoramente las zonas intermedias. Esas zonas bastardas que se han sumido en el olvido, sin ser rescatadas, a no ser por una encarnizada cirugía, mitad terapia reparadora, mitad ejercicio resistente y testimonial «de lo que ha sido y de lo que es». Una especie de pacto íntimo que se establece en una tierra intermedia, en esa mezcla existencial «de lo precario y lo ineluctable, de lo caduco y lo indestructible». Son zonas vacilantes, entre lo dicho y lo no dicho, que edifican con fuerza, sensiblemente, toda su carga insonora e invisible, elusiva y ausente, en una distancia mantenida y privada de figuración, hecha tan sólo de soplos intangibles de pensamientos, de «bordes del tiempo» apenas rozados, de gestos insinuados y petrificados.

Pero aparte de ser un libro sobre el exilio, la expulsión y el extrañamiento de todo lo que supone la niñez, Verde agua abordará sin cesar una recurrente y lúcida reflexión sobre la idea del destierro, de cualquier tipo de destierro. La familia de Marisa Madieri emprendería junto a otros muchos italianos un trágico y doloroso éxodo desde la ciudad de Fiume, entregada a los yugoslavos después de la guerra, convirtiéndose en la ciudad hoy croata de Rijeka. Instalados desde 1947 en barracones para refugiados de las afueras de Trieste, lo que tenía que haber sido una situación provisional, acabó convirtiéndose en una dura marginación y una lenta y dolorosa incorporación a la nueva tierra, que duró años. Precarios desde una niñez vivida durante siete largos años en un campo de refugiados, en el Silos de Trieste, en donde «entrar era entrar en un paisaje vagamente dantesco, en un nocturno y humeante purgatorio», en un tenebroso poblado estratificado y articulado a través de boxes unifamiliares, a merced de los temibles vaivenes de un futuro cuya llegada se teme sin cesar, el frágil paraíso para seres crecidos entre la angustia y el sobresalto como es el caso de familias como la de Marisa Madieri, es algo que en cualquier momento puede volverse a perder.

Poco a poco, este libro se irá convirtiendo en uno de los más emocionantes e incisivos relatos escritos sobre la herida y fractura íntima del exilio, sobre las diásporas forzadas, el éxodo, y esos tantos microéxodos sufridos por miles de desplazados y de olvidados cantos rodados de la Historia. Apenas censados entre otros grandes flujos y mareas dramáticas del continente europeo durante el sangriento y beligerante siglo XX, su éxodo, su huida, su expulsión, nunca logrará clausurarse. Claudio Magris, esposo de la autora, explicará así en el postfacio de Verde agua este éxodo de los italianos que vivían en Fiume, ciudad que en 1947 pasa a formar parte de la antigua Yugoslavia: «Alrededor de 300.000 italianos abandonaron en los primeros años de la posguerra – marcada por el miedo, la intimidación y la persecución – Istria, Fiume y otras localidades dálmatas, perdiéndolo todo y viviendo como Marisa Madieri y su familia la vida mísera y precaria del exiliado en campos de refugiados como el Silos triestino». A ello pronto se tendrá que añadir un segundo y doloroso exilio, interior y profundo, que no tardarán en conocer estos cautivos de un mundo que ha dejado de existir y de un mundo que aún no se ha inaugurado: el 5 de octubre de 1954 se firma en Londres un memorándum por el cual se cede por fin parte del territorio libre de Trieste a Italia. Y añade Marisa Madieri: «Pero en el Silos las cosas no cambiaron. La vida del poblado prosiguió durante bastantes años al ritmo de la desolación. Los refugiados continuaron siendo mirados con sospecha, considerados con frecuencia incómodos y extraños competidores para acceder a los pocos puestos de trabajo que ofrecía la ciudad. No faltaron muchos desgarradores adioses de familias que partían hacia Australia como emigrantes, en un segundo y más radical exilio».

En la angustiosa epopeya narrada por Marisa Madieri, acerca de su pequeño y desvalido pueblo de marginados a la espera de una vida nueva y verdadera, en ese mundo concentracionario de desterrados, el presente quedó suspendido durante mucho tiempo, el pasado abruptamente cancelado e interrumpido, y el futuro era aún el sueño de una promesa irrealizable. Verde agua será la crónica de esos momentos particulares, domésticos, vividos desgarradoramente a espaldas de la corriente general de la Historia, que de nuevo se ha puesto en marcha después de una guerra, y que todo absorbe, devorando a su camino el «detalle», anulando lo pequeño y los más ínfimos e invisibles estremecimientos de lo privado y lo cotidiano, del alma de las cosas, de la pura vida. En esa injusta e ininterrumpida condena dentro de un mundo ya en paz, muchos inocentes, con sus historias y sufrimientos, serán sacrificados.

En el libro de Marisa Madieri aparecerán, fragmentariamente, traídas a golpes de memoria, escenas e imágenes congeladas, sucesos cotidianos del fascismo, dentelladas de la penuria de una posguerra devastadora, de intolerantes autoritarismos que se instalaron tras la victoria aliada y que exigieron sino su tributo de sangre, sí la humillación, la revancha, el vasallaje, el reparto de las piezas de caza, esos botines humanos de guerra que alentaban rápidas e incruentas limpiezas étnicas. «Al final de la Segunda Guerra Mundial, la Yugoslavia de Tito –continuará diciendo Claudio Magris– tras su extraordinaria resistencia partisana, no sólo recuperó tierras étnicamente eslavas incorporadas con anterioridad a Italia, sino que ocupó e hizo también suyas tierras en las que vivían italianos, como Istria y Fiume donde Marisa Madieri nació y vivió de niña, con su familia.» «Mi ciudad, Fiume – recuerda Marisa Madieri hablando de esta niñez –, mi ciudad que ya no era italiana, estableció el sistema escolar yugoslavo, y el estudio obligatorio de la lengua serbocroata.» Obligados de repente a «eslavizarse» o, en su lugar, a escoger el camino forzoso del exilio, esta autora sigue diciendo: «Entre 1947 y 1948 a los italianos que estaban todavía en Fiume se les exigió que eligieran: debían decidir entre adoptar la ciudadanía yugoslava o abandonar el país. Mi familia optó por Italia y sufrió un año de marginación y persecuciones. Fuimos desalojados de nuestro piso, papá perdió su puesto de trabajo y poco antes de partir fue encarcelado».

Novela de formación y de desarrollo vital de la protagonista, Verde agua consignará también el retrato fiel y pormenorizado de algunos de los componentes de su familia que más la marcaron. Todo el libro se convierte también, de este modo, en un homenaje, en una tabla de salvación, después de tantos naufragios, de algunos seres heroicos y llenos de vigor, o bien de otros más miserables y aniquiladores. De entre todos, destaca esa madre, siempre amando y sufriendo, a un mismo tiempo, de forma indisoluble, cuya imagen le es devuelta dolorosamente a la autora «en el campamento del Silos, en Trieste, doblegada por la angustia, por la miseria, por una madre -es decir, la abuela de Marisa- tiránica, por la falta de una casa, sólo deseosa de envejecer para tener tiempo de ‘leer libros’». Un lujo para ella inalcanzable, despreciado e ignorado por tantos otros. Pero también destaca, de forma ininterrumpida, y llena de talento en las descripciones, el entrañable, y lleno de humor, retrato de personajes extravagantes, acorazados por su propio ingenio, por sus espejismos, que se protegen de la adversidad inventando continuamente su propia leyenda, hasta llegársela a creer, creando nuevas y míticas personalidades indestructibles.

Ahí, en esas memorables descripciones de Marisa Madieri, se enclavaría la figura del padre de la autora: «Mi padre –dirá la escritora – consiguió siempre modificar alegremente su pasado en el recuerdo y transformar su vida, que conoció reveses y satisfacciones reales, miserias y tenaces recuperaciones en una novela de capa y espada, llena de aventuras y empresas gloriosas, en las que acabó creyendo». Otro personaje fascinante, protagonista todo él de una pequeña y autónoma novela, será la «adoptada y ascendida a abuela» viuda del padre de Marisa Madieri. Nacida cerca de Belgrado, de madre rumana y de padre serbio, «derrelicto de una civilización oscuramente agraria y feudal» los relatos de la abuela Anka – ada de psicología, dirá Marisa Madieri, todo consecuencias patrimoniales– «eran un conglomerado de acontecimientos históricos ligados a sus tierras, el Banato, Eslavonia, Serbia, Hungría, Rumanía, de los que se desprendían un orgullo racial y de clase, prejuicios antisemitas, un odio visceral hacia Tito, nostalgias monárquicas». Personajes y vestigios todos ellos que se evaporaban día tras día ante los ojos de Marisa y los suyos.

Grandilocuentes, tenaces e inmunes, permanecían conectados a nostálgicos y remotos pulmones de acero austrohúngaros e imperiales que les permitían seguir con vida. Pero junto a ellos –junto a esos rostros amables y de frágil autoridad, reconciliados sin cesar con el mundo que les rodea, aunque sea a través de la ironía con que se les acoge– hallaremos en cambio transfiguraciones estremecedoras de los que, como auténticos terroristas domésticos legalizados por las leyes no escritas de una convivencia diaria que los legitima sin más, socavaban también sin clemencia alguna el equilibrio regido por el pánico de hogares mantenidos por ellos con mano férrea. Ahí estaría el padre que viola impunemente a sus hijas o la madre que igualmente aniquila a su propia hija y acosa y empuja al suicidio a un yerno débil, además de «eslavo».

Fantasmas familiares que un día hostigaron y atormentaron a los suyos y que ahora vuelven con su carácter marcadamente beligerante, dictatorial, desafiante. Pocas veces desde los fieros retratos que el francés Jules Renard elaborara sobre la implacable rigidez, sin sentimientos ni apenas alma, que regía la vida mezquina y sin afecto de su familia en el campo, se habían visto reflejados tan fiel y exactamente injusticias legitimadas por la costumbre y los usos aberrantes. Usos despóticos, que reparten puestos, prebendas y favores dentro del núcleo familiar, imitando a la perfección cualquier otro tipo de núcleo social y dictatorial inconmovible, no ligado por los afectos. La abuela Quarantotto, dice Marisa Madieri, «había conservado del campo la dureza y la crueldad». Uno de los más logrados y terribles rostros de la injusticia que pueblan estas memorias, esta monarca de la tribu ejercerá sin control ninguno un poder déspota que marca y rige la vida de todos a los que somete. Mujeres exterminadoras que devorarán sobre todo a otras mujeres, presumiblemente siempre más débiles, y por tanto más odiadas. Tormento y azote para los demás, la abuela Quarantotto logrará sin embargo mantener hasta el final, incólume, e indiscutido, ese poder que la legitimaba para mantener secuestrado el destino y la más mínima voluntad de inocentes y martirizadas almas como es el caso de la madre de Marisa Madieri. Alguien que le había entregado sin condiciones su piadoso respeto y la abnegación de unos cuidados más allá de todo lo exigible y todo lo soportable. Precisa y certera, llena de matices agudos y punzantes, que planean por la frase como un escalofrío, eludiendo con pocas palabras distorsiones y arrebatos grandilocuentes, Marisa Madieri, al congelar y tejer la historia suya y de su familia, proporciona el equilibrio «entre iguales» que debe prevalecer en toda memoria: por un lado, la búsqueda del estilo, de la belleza literaria de la prosa y, por otro lado, esa lealtad hacia un pasado del que nada se oculta ni se maquilla, por incómodo o brutal que vuelva a presentarse.

Mosaico fragmentado y ensartado en porciones de esencia coagulada, la poesía que recorre el libro de esta escritora compone, minuto a minuto, mojón tras mojón, una especie de ensayo subterráneo y autónomo sobre la idea del tiempo y su distribución en cualidades, esferas significantes, movimientos, pausas, éxtasis, metamorfosis, rupturas. Lo decía Montaigne en sus Ensayos: «Cada hombre encierra la forma entera de la condición humana: propongo una vida baja y sin esplendor. En ella pinto el paso de día a día, de minuto a minuto». También, como decía el viejo protagonista, habitante de la isla perdida en medio del pavoroso océano, de La conchiglia (La concha), la narración que dejó inconclusa a su muerte Marisa Madieri, sólo el amor logra que nada resulte «extraño» en un sobrecogedor espacio, rodeado de un inquietante universo por conocer: «El universo entonces -se nos dice- ya no era un vacío exterminado y mudo, sino una morada acogedora, llena de voces que adquirían significado».

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