VÍDEO | Film Boutique: La quimera del oro

 

Perdonen que sea directo, incluso un poco autoritario: esta semana tienen que ir al cine. Y es que no deben dejar escapar la oportunidad de ver —restaurada y en 4K— La quimera del oro, de Charles Chaplin.

¿Y por qué? Pues porque se cumplen cien años de su estreno, porque la película es divertidísima, porque contiene algunas secuencias fundamentales de la historia del cine y porque Chaplin es, sin ningún género de dudas, el mejor cineasta de todos los tiempos.

Para La quimera del oro, Chaplin se inspiró en historias reales de su tiempo, concretamente en la fiebre del oro que llevó a miles de aventureros a probar fortuna en las gélidas montañas de Alaska. Las noticias de la época relataban pavorosas historias de exploradores atrapados en tormentas de nieve, sufriendo calamidades; terribles relatos de supervivencia en los que se daban, incluso, casos desesperados de canibalismo. Como en otras ocasiones, Chaplin supo traducir el drama al humor, con la pericia de quien ha experimentado cosas parecidas en carne propia: su infancia estuvo marcada por el hambre y las privaciones.

De ahí surgen secuencias tan imitadas posteriormente en toda clase de dibujos animados, como la cena en la que Charlot y su compañero, al borde de la inanición, se comen una bota cocida. O cuando a aquel se le nubla el juicio y cree ver en el pobre Chaplin a un pollo gigante, al que perseguirá inmisericordemente para zampárselo.

Estas secuencias, como tantas otras, forman parte del reguero de hallazgos que hacen de Chaplin, él sí, un verdadero «cazador de oro». Su principal veta fue, sin duda, la más evidente: el icono de Charlot. Es verle aparecer en pantalla y brota la chispa del relato: algo va a suceder. ¿Qué pinta un tipo así en mitad de las montañas de Alaska, perseguido por un oso?

La mera silueta del personaje contiene en sí misma una humanidad que comprendemos de forma inmediata, niños y mayores, de ayer y de hoy. Eso es lo fundamental. Pero hay más, mucho más. Porque tras la aparente sencillez de su puesta en escena se oculta un método de trabajo complejo e inédito.

Charlie era su propio productor, y como sus películas generaban montañas de dinero, se podía permitir alargar los rodajes sine die, repitiendo tomas, probando acrobacias, reescribiendo el guion en el propio set de rodaje. Todo en función de una sola cosa: limar y pulir la narración, como un químico que refina el oro para desprenderlo de las impurezas que lo rodean. Su puesta en escena tiende a parecer sencilla, pero en realidad encierra una pericia comparable a la rotunda simplicidad del oro.

   Perdonen que sea directo, incluso un poco autoritario: esta semana tienen que ir al cine. Y es que no deben dejar escapar la oportunidad de  

Perdonen que sea directo, incluso un poco autoritario: esta semana tienen que ir al cine. Y es que no deben dejar escapar la oportunidad de ver —restaurada y en 4K— La quimera del oro, de Charles Chaplin.

¿Y por qué? Pues porque se cumplen cien años de su estreno, porque la película es divertidísima, porque contiene algunas secuencias fundamentales de la historia del cine y porque Chaplin es, sin ningún género de dudas, el mejor cineasta de todos los tiempos.

Para La quimera del oro, Chaplin se inspiró en historias reales de su tiempo, concretamente en la fiebre del oro que llevó a miles de aventureros a probar fortuna en las gélidas montañas de Alaska. Las noticias de la época relataban pavorosas historias de exploradores atrapados en tormentas de nieve, sufriendo calamidades; terribles relatos de supervivencia en los que se daban, incluso, casos desesperados de canibalismo. Como en otras ocasiones, Chaplin supo traducir el drama al humor, con la pericia de quien ha experimentado cosas parecidas en carne propia: su infancia estuvo marcada por el hambre y las privaciones.

De ahí surgen secuencias tan imitadas posteriormente en toda clase de dibujos animados, como la cena en la que Charlot y su compañero, al borde de la inanición, se comen una bota cocida. O cuando a aquel se le nubla el juicio y cree ver en el pobre Chaplin a un pollo gigante, al que perseguirá inmisericordemente para zampárselo.

Estas secuencias, como tantas otras, forman parte del reguero de hallazgos que hacen de Chaplin, él sí, un verdadero «cazador de oro». Su principal veta fue, sin duda, la más evidente: el icono de Charlot. Es verle aparecer en pantalla y brota la chispa del relato: algo va a suceder. ¿Qué pinta un tipo así en mitad de las montañas de Alaska, perseguido por un oso?

La mera silueta del personaje contiene en sí misma una humanidad que comprendemos de forma inmediata, niños y mayores, de ayer y de hoy. Eso es lo fundamental. Pero hay más, mucho más. Porque tras la aparente sencillez de su puesta en escena se oculta un método de trabajo complejo e inédito.

Charlie era su propio productor, y como sus películas generaban montañas de dinero, se podía permitir alargar los rodajes sine die, repitiendo tomas, probando acrobacias, reescribiendo el guion en el propio set de rodaje. Todo en función de una sola cosa: limar y pulir la narración, como un químico que refina el oro para desprenderlo de las impurezas que lo rodean. Su puesta en escena tiende a parecer sencilla, pero en realidad encierra una pericia comparable a la rotunda simplicidad del oro.

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