El amigo americano ataca en Oriente Medio

Sadam Hussein era el niño bonito de Occidente en los años 80. Frente a algunas monarquías que estaban en la Edad Media, como la saudita, representaba la modernidad dentro del mundo árabe, pues su ideología era la del Baas, un partido nacionalista pan-árabe y, lo más importante, laico, ya que lo había fundado un cristiano.

¿Qué importaba que fuera un dictador? En aquella época a nadie se le ocurría la utopía de implantar la democracia en Oriente Medio, y la dictadura de Sadam en Iraq, junto a la de la familia Assad en Siria —también eran del Baas— eran el muro de contención de una nueva fuerza subversiva que amenazaba a Occidente, el fundamentalismo islámico, que en 1979 había proclamado la República Islámica en Irán.

Sadam Hussein vivía una auténtica luna de miel con la izquierda española, a la que había dado generosas ayudas desde la transición, hasta el punto de que el gobierno español le regaló ¡un molino de viento en la Mancha! Algo más que un molino fue lo que le ofreció a Sadam el veterano político Donald Rumsfeld, asesor especial para Oriente Medio del presidente Reagan: «apoyo táctico» para la guerra contra Irán.

Así, con el armamento americano y el dinero y respaldo político de Arabia Saudita, Sadam lanzó al ejército iraquí a la invasión de la República Islámica de Irán en septiembre de 1980. El caos político en que vivía Teherán en los primeros tiempos de la revolución islámica hacía pensar que sería un paseo militar, pero la agresión exterior sirvió para cohesionar al país en torno al régimen islámico, y resistieron el primer embate. Frustrada la guerra-relámpago con la que había especulado Sadam Hussein, aquello se convirtió en una guerra de trincheras que duró ocho años y provocó un millón de muertos entre ambos bandos. Al final, agotados los dos contendientes, en agosto de 1988 se produjo el alto el fuego y cada cual se quedó en sus posiciones iniciales. El millón de muertos no había servido para nada.

Es lógico que Sadam Hussein pensara que merecía una compensación por haberle hecho el trabajo sucio a Estados Unidos y Arabia Saudita, y decidió que ese premio de consolación sería Kuwait. Kuwait era un pequeño estado creado por los ingleses para asegurarse un proveedor de petróleo, pues el emirato se asentaba en una zona riquísima en hidrocarburos, hasta el punto de que en 1953 se convirtió en el mayor exportador de petróleo del Golfo Pérsico.

El 2 de agosto de 1990 el ejército iraquí ocupó sin resistencia Kuwait y Sadam Hussein proclamó que en realidad era una provincia iraquí que volvía al seno materno. Pero no calculó la conmoción que esto iba a provocar en el mundo, que alcanzó una extraña unanimidad en condenar la anexión, y se mostró dispuesto a poner a Iraq en su sitio. Se formó una coalición armada de 42 países capitaneada, naturalmente, por Estados Unidos. Incluso la Unión Soviética, que siempre había apoyado a los adversarios de Estados Unidos en Oriente Medio, dio el visto bueno. En realidad, la Unión Soviética de Gorbachov estaba en las últimas y desaparecería en un año.

Sin la amenaza de una reacción rusa, y con el apoyo de todo el mundo árabe, aparte del de Occidente, Estados Unidos se dispuso a librar su primera guerra medio-oriental de la Historia. Desde la Segunda Guerra Mundial y durante toda la Guerra Fría, Washington había dejado que fuesen los británicos los encargados de defender los intereses occidentales en Oriente Medio.

Excepcionalmente, hubo una intervención militar en el Líbano en 1958, cuando el presidente libanés solicitó a Eisenhower que pusiera orden en un país al borde de la guerra civil. Estados Unidos acudió en fuerza, con un contingente de 14.000 hombres, pero no se puede decir que aquello fuese una guerra. Cuando los marines americanos lanzaron sobre las playas de Beirut una operación de desembarco digna de la Segunda Guerra Mundial, encontraron un ejército, pero no de soldados hostiles, sino de vendedores que les ofrecían bebidas frías y souvenirs. Los americanos solamente permanecieron tres meses en el Líbano, asegurando exclusivamente el funcionamiento del puerto y el aeropuerto, para que se mantuvieran en marcha los negocios, que es la primera preocupación de los libaneses. Mientras tanto, las distintas fuerzas políticas llegaron a un acuerdo, resolvieron la crisis, y los marines volvieron a casa.

Mucho peor les fue en la segunda visita que hicieron las fuerzas americanas al Líbano, en 1982, y eso que fueron en misión de paz. Israel invadió el Líbano en 1982, y Estados Unidos formó parte, junto a Francia e Italia, de una fuerza pacificadora que substituyó a los israelíes en el control de Beirut. Intentar poner paz en Líbano en aquella época era misión imposible, y las fuerzas multinacionales se vieron implicadas en enfrentamientos con distintas facciones y con el ejército sirio, en las que sufrieron algunas bajas. Pero el 23 de octubre de 1983, dos camiones-bomba arremetieron contra los cuarteles americano y francés, matando a 241 marines americanos y 58 paracaidistas franceses. Eso marcó el final de aquella «misión de paz» y la retirada de sus efectivos.

Tormenta del desierto

Entre los dos escenarios libaneses, en 1980 los americanos habían tenido una mini-operación militar en Irán. Mini porque se frustró desde el primer momento y resultó un fracaso tan vergonzoso que le costó perder la reelección al presidente Jimmy Carter.

El 4 de noviembre de 1979, en pleno paroxismo de la revolución islámica, una turba de estudiantes islamistas asaltó la Embajada de Estados Unidos en Teherán y apresó a 52 diplomáticos y funcionarios, que se convirtieron en rehenes de un secuestro que duraría 444 días, el mayor bochorno de la Historia de Estados Unidos.

El presidente Carter era un pacifista convencido —ganaría en Premio Nobel de la Paz en 2002— y perdió meses y meses en inútiles negociaciones. Cuando finalmente se decidió a actuar por la fuerza, le encargó un plan de rescate al jefe de la Delta Force (operaciones especiales de la Marina) que era una especie de Rambo descerebrado, y diseñó una operación que solo podía salir bien en una película. Implicaba montar tres bases operativas dentro del territorio iraní, empleando aviones, helicópteros y autobuses para desplazarse por terreno hostil. La operación, presuntuosamente bautizada Garra de Águila, abortó en su primera fase, en una base en el desierto iraní llamada Desert One, donde las supuestas fuerzas de elite abandonaron seis helicópteros y un avión Hércules, además de los cadáveres de 8 compañeros, muertos en un choque entre un avión y un helicóptero.

El recuerdo del suicidio político de Carter en su aventura militar en Oriente Medio fue tenido en cuenta por el presidente Bush, el padre, que decidió actuar con extremada prudencia en la reconquista de Iraq. Bush padre era un político muy bregado, pero además había sido director de la CIA y sabía muy bien como funcionaba el escenario internacional.

En la primera fase del conflicto, llamada Operación Escudo del Desierto, Bush fue acumulando en las bases de Arabia Saudita una fuerza militar aplastante, como no se había visto desde la Segunda Guerra Mundial: 969.000 soldados, de los que la mitad eran americanos, y 2.250 aviones, de los que 1.800 era también de Estados Unidos.

No le importó tardar seis meses en estos preparativos, aunque su parsimonia fue tomada por algunos como indecisión y falta de ganas de luchar. Sadam Hussein fue uno de estos y lo pagaría muy caro, porque el 17 de enero de 1991 el Escudo del Desierto se convertiría en Tormenta del Desierto. Empezó con un diluvio de misiles Tomahawk lanzados desde barcos y submarinos, seguido por el ataque de los «aviones invisibles» F-117A Nighthawk, y los misiles «anti-radar» Harm. Al terminar la jornada, prácticamente no existía sistema de defensa antiaérea iraquí. Los pilotos iraquíes que pudieron se escaparon al vecino Irán, adonde llegaron 115 aviones de combate y 33 aviones comerciales, mientras que el poderoso ejército de tierra de Sadam, medio millón de hombres y 4.500 tanques, intentó esconderse bajo tierra.

A partir de ahí fue una masacre aérea. Durante tres meses, la aviación aliada, principalmente norteamericana, realizó 110.000 salidas contra territorio enemigo, en las que destrozaron 2.435 tanques, 1.443 vehículos blindados y 1649 piezas de artillería, y mataron entre 20.000 y 35.000 personas. Todas las ciudades importantes de Iraq fueron bombardeadas y sufrieron graves daños.

Cuando se lanzó la campaña terrestre para reconquistar Kuwait, los americanos no encontraron prácticamente resistencia. Sin embargo, Bush padre, que tenía toda la sabiduría política que le faltaría a su hijo, no quiso invadir Iraq y derrocar a Sadam Hussein, que seguía siendo una barrera frente al islamismo. George H.W. Bush había logrado en 1991 el sueño de Churchill, dominar oriente Medio desde el aire.

 Sadam Hussein era el niño bonito de Occidente en los años 80. Frente a algunas monarquías que estaban en la Edad Media, como la saudita, representaba  

Sadam Hussein era el niño bonito de Occidente en los años 80. Frente a algunas monarquías que estaban en la Edad Media, como la saudita, representaba la modernidad dentro del mundo árabe, pues su ideología era la del Baas, un partido nacionalista pan-árabe y, lo más importante, laico, ya que lo había fundado un cristiano.

¿Qué importaba que fuera un dictador? En aquella época a nadie se le ocurría la utopía de implantar la democracia en Oriente Medio, y la dictadura de Sadam en Iraq, junto a la de la familia Assad en Siria —también eran del Baas— eran el muro de contención de una nueva fuerza subversiva que amenazaba a Occidente, el fundamentalismo islámico, que en 1979 había proclamado la República Islámica en Irán.

Sadam Hussein vivía una auténtica luna de miel con la izquierda española, a la que había dado generosas ayudas desde la transición, hasta el punto de que el gobierno español le regaló ¡un molino de viento en la Mancha! Algo más que un molino fue lo que le ofreció a Sadam el veterano político Donald Rumsfeld, asesor especial para Oriente Medio del presidente Reagan: «apoyo táctico» para la guerra contra Irán.

Así, con el armamento americano y el dinero y respaldo político de Arabia Saudita, Sadam lanzó al ejército iraquí a la invasión de la República Islámica de Irán en septiembre de 1980. El caos político en que vivía Teherán en los primeros tiempos de la revolución islámica hacía pensar que sería un paseo militar, pero la agresión exterior sirvió para cohesionar al país en torno al régimen islámico, y resistieron el primer embate. Frustrada la guerra-relámpago con la que había especulado Sadam Hussein, aquello se convirtió en una guerra de trincheras que duró ocho años y provocó un millón de muertos entre ambos bandos. Al final, agotados los dos contendientes, en agosto de 1988 se produjo el alto el fuego y cada cual se quedó en sus posiciones iniciales. El millón de muertos no había servido para nada.

Es lógico que Sadam Hussein pensara que merecía una compensación por haberle hecho el trabajo sucio a Estados Unidos y Arabia Saudita, y decidió que ese premio de consolación sería Kuwait. Kuwait era un pequeño estado creado por los ingleses para asegurarse un proveedor de petróleo, pues el emirato se asentaba en una zona riquísima en hidrocarburos, hasta el punto de que en 1953 se convirtió en el mayor exportador de petróleo del Golfo Pérsico.

El 2 de agosto de 1990 el ejército iraquí ocupó sin resistencia Kuwait y Sadam Hussein proclamó que en realidad era una provincia iraquí que volvía al seno materno. Pero no calculó la conmoción que esto iba a provocar en el mundo, que alcanzó una extraña unanimidad en condenar la anexión, y se mostró dispuesto a poner a Iraq en su sitio. Se formó una coalición armada de 42 países capitaneada, naturalmente, por Estados Unidos. Incluso la Unión Soviética, que siempre había apoyado a los adversarios de Estados Unidos en Oriente Medio, dio el visto bueno. En realidad, la Unión Soviética de Gorbachov estaba en las últimas y desaparecería en un año.

Sin la amenaza de una reacción rusa, y con el apoyo de todo el mundo árabe, aparte del de Occidente, Estados Unidos se dispuso a librar su primera guerra medio-oriental de la Historia. Desde la Segunda Guerra Mundial y durante toda la Guerra Fría, Washington había dejado que fuesen los británicos los encargados de defender los intereses occidentales en Oriente Medio.

Excepcionalmente, hubo una intervención militar en el Líbano en 1958, cuando el presidente libanés solicitó a Eisenhower que pusiera orden en un país al borde de la guerra civil. Estados Unidos acudió en fuerza, con un contingente de 14.000 hombres, pero no se puede decir que aquello fuese una guerra. Cuando los marines americanos lanzaron sobre las playas de Beirut una operación de desembarco digna de la Segunda Guerra Mundial, encontraron un ejército, pero no de soldados hostiles, sino de vendedores que les ofrecían bebidas frías y souvenirs. Los americanos solamente permanecieron tres meses en el Líbano, asegurando exclusivamente el funcionamiento del puerto y el aeropuerto, para que se mantuvieran en marcha los negocios, que es la primera preocupación de los libaneses. Mientras tanto, las distintas fuerzas políticas llegaron a un acuerdo, resolvieron la crisis, y los marines volvieron a casa.

Mucho peor les fue en la segunda visita que hicieron las fuerzas americanas al Líbano, en 1982, y eso que fueron en misión de paz. Israel invadió el Líbano en 1982, y Estados Unidos formó parte, junto a Francia e Italia, de una fuerza pacificadora que substituyó a los israelíes en el control de Beirut. Intentar poner paz en Líbano en aquella época era misión imposible, y las fuerzas multinacionales se vieron implicadas en enfrentamientos con distintas facciones y con el ejército sirio, en las que sufrieron algunas bajas. Pero el 23 de octubre de 1983, dos camiones-bomba arremetieron contra los cuarteles americano y francés, matando a 241 marines americanos y 58 paracaidistas franceses. Eso marcó el final de aquella «misión de paz» y la retirada de sus efectivos.

Entre los dos escenarios libaneses, en 1980 los americanos habían tenido una mini-operación militar en Irán. Mini porque se frustró desde el primer momento y resultó un fracaso tan vergonzoso que le costó perder la reelección al presidente Jimmy Carter.

El 4 de noviembre de 1979, en pleno paroxismo de la revolución islámica, una turba de estudiantes islamistas asaltó la Embajada de Estados Unidos en Teherán y apresó a 52 diplomáticos y funcionarios, que se convirtieron en rehenes de un secuestro que duraría 444 días, el mayor bochorno de la Historia de Estados Unidos.

El presidente Carter era un pacifista convencido —ganaría en Premio Nobel de la Paz en 2002— y perdió meses y meses en inútiles negociaciones. Cuando finalmente se decidió a actuar por la fuerza, le encargó un plan de rescate al jefe de la Delta Force (operaciones especiales de la Marina) que era una especie de Rambo descerebrado, y diseñó una operación que solo podía salir bien en una película. Implicaba montar tres bases operativas dentro del territorio iraní, empleando aviones, helicópteros y autobuses para desplazarse por terreno hostil. La operación, presuntuosamente bautizada Garra de Águila, abortó en su primera fase, en una base en el desierto iraní llamada Desert One, donde las supuestas fuerzas de elite abandonaron seis helicópteros y un avión Hércules, además de los cadáveres de 8 compañeros, muertos en un choque entre un avión y un helicóptero.

El recuerdo del suicidio político de Carter en su aventura militar en Oriente Medio fue tenido en cuenta por el presidente Bush, el padre, que decidió actuar con extremada prudencia en la reconquista de Iraq. Bush padre era un político muy bregado, pero además había sido director de la CIA y sabía muy bien como funcionaba el escenario internacional.

En la primera fase del conflicto, llamada Operación Escudo del Desierto, Bush fue acumulando en las bases de Arabia Saudita una fuerza militar aplastante, como no se había visto desde la Segunda Guerra Mundial: 969.000 soldados, de los que la mitad eran americanos, y 2.250 aviones, de los que 1.800 era también de Estados Unidos.

No le importó tardar seis meses en estos preparativos, aunque su parsimonia fue tomada por algunos como indecisión y falta de ganas de luchar. Sadam Hussein fue uno de estos y lo pagaría muy caro, porque el 17 de enero de 1991 el Escudo del Desierto se convertiría en Tormenta del Desierto. Empezó con un diluvio de misiles Tomahawk lanzados desde barcos y submarinos, seguido por el ataque de los «aviones invisibles» F-117A Nighthawk, y los misiles «anti-radar» Harm. Al terminar la jornada, prácticamente no existía sistema de defensa antiaérea iraquí. Los pilotos iraquíes que pudieron se escaparon al vecino Irán, adonde llegaron 115 aviones de combate y 33 aviones comerciales, mientras que el poderoso ejército de tierra de Sadam, medio millón de hombres y 4.500 tanques, intentó esconderse bajo tierra.

A partir de ahí fue una masacre aérea. Durante tres meses, la aviación aliada, principalmente norteamericana, realizó 110.000 salidas contra territorio enemigo, en las que destrozaron 2.435 tanques, 1.443 vehículos blindados y 1649 piezas de artillería, y mataron entre 20.000 y 35.000 personas. Todas las ciudades importantes de Iraq fueron bombardeadas y sufrieron graves daños.

Cuando se lanzó la campaña terrestre para reconquistar Kuwait, los americanos no encontraron prácticamente resistencia. Sin embargo, Bush padre, que tenía toda la sabiduría política que le faltaría a su hijo, no quiso invadir Iraq y derrocar a Sadam Hussein, que seguía siendo una barrera frente al islamismo. George H.W. Bush había logrado en 1991 el sueño de Churchill, dominar oriente Medio desde el aire.

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