Otros «80 mundos» son posibles

En su segundo libro, titulado Nieve sucia (Córdoba, Editorial Cántico, 2023), el poeta Adrián Fauro (nacido en Alicante en 1994) incluyó un poema titulado Esquivar a guiris ocupa la mayor parte de mi tiempo libre, y en sus cuatro versos se lee, simplemente, que «A veces sueño que / empieza a llover o nevar / y se sienten como en casa / y se van».

Es un poema-chiste, por supuesto, pero eso no quiere decir que no sea un poema muy serio. Del hartazgo profundo nace una broma amarga (dos, de hecho, si se tiene en cuenta el título), y también el único poema que yo conozco que aborda el candente y desesperante asunto del turismo masivo, algo que no solo está vaciándonos la paciencia, sino que, definitivamente, está arrebatando el alma a las ciudades, no solo aplanándolas sino más bien apagándolas, agotándolas, convirtiéndolas en una mala réplica de sí mismas.

De un tiempo a esta parte nuestro planeta se ha ido convirtiendo en algo así como un álbum de cromos que un asombroso número de personas ociosas, pueriles y privilegiadas quiere completar a toda costa. «Me falta el cromo de la isla de Gozo», parecen pensar (concretamente contra ellos, con tanta mala leche como gracia, ya reaccionó Azahara Alonso en Gozo), o «me queda la cima del Kilimanjaro», y entonces van para allá, me temo que más por «obligación» que por ilusión, a juzgar por las grises expresiones y las siniestras actitudes que vemos en muchos de ellos. Los más inmaduros, adinerados y presumidos están dispuestos a ser lanzados hacia el espacio o a desintegrarse junto a sus muy maleducados hijos camino de los restos del Titanic, con una actitud competitiva no por ver quién llega más alto o más lejos, sino por descubrir quién es más ridículo.

No solo es un problema social, sino matemático. Hace tiempo un amigo se preguntaba cuántos cientos de millones de pollos son devorados cada día en el mundo. Si lo pensamos, y si entendemos que eso es así todos los días, pensaba él, parece claro que algo falla, que simplemente no puede ser… Con lo del turismo pasa algo parecido, porque no es que haya tres o cuatro ciudades que por lo que sea se han puesto de moda y se ven literalmente invadidas, sino que lo son… todas. Mientras escribo esto oigo los ruedines de las maletas que pasan bajo mi ventana (y que contribuirán a que los propietarios de pisos, ante la indiferencia o incluso la complicidad de las autoridades, puedan incrementar ese matonismo con el que muchas veces nos tratan, esa amenaza siempre latente, siempre tácita, siempre presente en todos los encuentros, conversaciones o correspondencias entre inquilinos y huéspedes…), pero no es que Madrid esté llena de gente: también lo están Málaga, y La Coruña, y Cáceres, y Chinchón, y hasta Zaragoza, y por supuesto Barcelona o París o Venecia. Hace poco alguien me contaba en serio que Logroño se ha puesto imposible… ¿De dónde sale tanta gente? Por lógica, deberían vaciarse algunas ciudades los fines de semana, sitios cuyas poblaciones se desplazasen siempre a otros sitios supuestamente más atractivos o convenientes, pero no: todas nuestras ciudades están siempre llenas, desbordantes, codiciosas, frenéticas, nerviosas.

Sucede, en fin, que el mencionado y citado Adrián Fauro es desde hace años librero en 80 Mundos, la librería más conocida y activa de Alicante, que, según se ha sabido la semana pasada, va a tener que abandonar el local que ha ocupado durante cuarenta años porque todo el edificio en el que está ha sido vendido a una empresa inmobiliaria y va a ser destinado a pisos turísticos. Todo el edificio: esa es otra peculiaridad muy característica del absurdo nuevo mundo en el que vamos a tener que vivir: no se compran ya un piso, o un local, para hacer sus negocios y sus planes, sino que se compran bloques enteros, o pueblos enteros, o islas…, y pronto comprarán en pack esos barrios o distritos o calles que, por otro lado, tienen ya totalmente controlados y condicionadas, como una anaconda que comprime a un conejo.

Supongo que en ese edificio alicantino hay personas y familias que llevan allí toda la vida, y que van a ser desalojadas, y de las que nadie está hablando, pero puede estar bien que el énfasis se ponga en la librería, porque es una metonimia del problema y tiene un eficaz poder simbólico. Yo no comparto exactamente esa beatería irreflexiva en la que cae mucha gente al hablar de las librerías (conozco a libreros que odian la literatura y desprecian la cultura de un modo meticuloso, indisimulado y hondo, y pocas soplapolleces ha habido más perfectas que aquello tan sobre-citado de Margarit de que «la libertad es una librería»), pero a la vez tengo claro que las librerías son sitios donde, sin exageración alguna, suceden cosas importantes, y que, como los museos, los cines o las galerías de arte, de algún modo contribuyen a tejer el alma de un lugar, su vida secreta, su historia íntima. Si las pescaderías o las fruterías colorean nuestro cuerpo y acompañan nuestras rutinas, las buenas librerías alimentan, refuerzan y elevan los sueños, y se convierten en espacios especiales, reconfortantes, insustituibles.

80 Mundos es una de estas. Alguno de sus actuales propietarios es, creo, más joven que la propia librería: los visité y conocí en 2020, un año en el que todas las librerías vivieron ya un momento crítico, y me encontré con un lugar lleno de buenas ideas, muy vivo, muy crítico, muy sano y muy alegre. Me gustan las librerías en las que te recibe, nada más entrar, la sección de poesía, toda una declaración de que en ese sitio no se pone el lucro por encima de todo, sino la esperanza (y, una vez más, no es que yo sobrevalore la poesía, pero es desde luego un acto de fe bastante necesario seguir creyendo en ella), y aquellas en que los libros se colocan siguiendo itinerarios especiales, creativos, desafiantes… no a bulto, no de forma previsible o perezosa, sino estratégica (y estratégica no en el sentido comercial, sino en sentidos secretos).

El espacio que Carmen Juan, Sara Trigueros, Marina Vicente, Ralph del Valle y Adrián Fauro han creado, tras tomar el testigo del fundador, tiene un clima propio, una personalidad distinta, algo que cae bien inmediatamente, donde es facilísimo estar a gusto. Y digo bien lo de «espacio», porque posiblemente la librería se trasladará a otro local, donde seguro que enseguida vuelven a ser lo que fueron (u otra cosa diferente, pero igualmente bonita), pero es como cuando los frisos del Partenón son llevados a Londres o un poema de Juan Ramón Jiménez conoce una versión en griego: inevitablemente, algo se pierde. Por poco conservadores que seamos, lo genuino importa, que las cosas se mantengan y perduren cuenta, y eso pasa también por lo material, por la ubicación, por el suelo, por las señas. Creo que es importante entender que lo que están viviendo los amigos de 80 Mundos no es algo que les esté pasando, sino algo que les están haciendo, que nos están haciendo a todos y a todas, y que empobrece nuestras vidas. Si 80 Mundos acaba trasladándose (o desde luego desapareciendo), no solo los alicantinos, sino todos habremos perdido algo importante en un momento en el que las cosas dan cada vez más igual, algo verdadero en un mundo cada vez más postizo, algo de todos y para todos en un contexto en el que todo lo que conocíamos y estimábamos ya no es de nadie ni para nadie.

 En su segundo libro, titulado Nieve sucia (Córdoba, Editorial Cántico, 2023), el poeta Adrián Fauro (nacido en Alicante en 1994) incluyó un poema titulado Esquivar a  

En su segundo libro, titulado Nieve sucia (Córdoba, Editorial Cántico, 2023), el poeta Adrián Fauro (nacido en Alicante en 1994) incluyó un poema titulado Esquivar a guiris ocupa la mayor parte de mi tiempo libre, y en sus cuatro versos se lee, simplemente, que «A veces sueño que / empieza a llover o nevar / y se sienten como en casa / y se van».

Es un poema-chiste, por supuesto, pero eso no quiere decir que no sea un poema muy serio. Del hartazgo profundo nace una broma amarga (dos, de hecho, si se tiene en cuenta el título), y también el único poema que yo conozco que aborda el candente y desesperante asunto del turismo masivo, algo que no solo está vaciándonos la paciencia, sino que, definitivamente, está arrebatando el alma a las ciudades, no solo aplanándolas sino más bien apagándolas, agotándolas, convirtiéndolas en una mala réplica de sí mismas.

De un tiempo a esta parte nuestro planeta se ha ido convirtiendo en algo así como un álbum de cromos que un asombroso número de personas ociosas, pueriles y privilegiadas quiere completar a toda costa. «Me falta el cromo de la isla de Gozo», parecen pensar (concretamente contra ellos, con tanta mala leche como gracia, ya reaccionó Azahara Alonso en Gozo), o «me queda la cima del Kilimanjaro», y entonces van para allá, me temo que más por «obligación» que por ilusión, a juzgar por las grises expresiones y las siniestras actitudes que vemos en muchos de ellos. Los más inmaduros, adinerados y presumidos están dispuestos a ser lanzados hacia el espacio o a desintegrarse junto a sus muy maleducados hijos camino de los restos del Titanic, con una actitud competitiva no por ver quién llega más alto o más lejos, sino por descubrir quién es más ridículo.

No solo es un problema social, sino matemático. Hace tiempo un amigo se preguntaba cuántos cientos de millones de pollos son devorados cada día en el mundo. Si lo pensamos, y si entendemos que eso es así todos los días, pensaba él, parece claro que algo falla, que simplemente no puede ser… Con lo del turismo pasa algo parecido, porque no es que haya tres o cuatro ciudades que por lo que sea se han puesto de moda y se ven literalmente invadidas, sino que lo son… todas. Mientras escribo esto oigo los ruedines de las maletas que pasan bajo mi ventana (y que contribuirán a que los propietarios de pisos, ante la indiferencia o incluso la complicidad de las autoridades, puedan incrementar ese matonismo con el que muchas veces nos tratan, esa amenaza siempre latente, siempre tácita, siempre presente en todos los encuentros, conversaciones o correspondencias entre inquilinos y huéspedes…), pero no es que Madrid esté llena de gente: también lo están Málaga, y La Coruña, y Cáceres, y Chinchón, y hasta Zaragoza, y por supuesto Barcelona o París o Venecia. Hace poco alguien me contaba en serio que Logroño se ha puesto imposible… ¿De dónde sale tanta gente? Por lógica, deberían vaciarse algunas ciudades los fines de semana, sitios cuyas poblaciones se desplazasen siempre a otros sitios supuestamente más atractivos o convenientes, pero no: todas nuestras ciudades están siempre llenas, desbordantes, codiciosas, frenéticas, nerviosas.

Sucede, en fin, que el mencionado y citado Adrián Fauro es desde hace años librero en 80 Mundos, la librería más conocida y activa de Alicante, que, según se ha sabido la semana pasada, va a tener que abandonar el local que ha ocupado durante cuarenta años porque todo el edificio en el que está ha sido vendido a una empresa inmobiliaria y va a ser destinado a pisos turísticos. Todo el edificio: esa es otra peculiaridad muy característica del absurdo nuevo mundo en el que vamos a tener que vivir: no se compran ya un piso, o un local, para hacer sus negocios y sus planes, sino que se compran bloques enteros, o pueblos enteros, o islas…, y pronto comprarán en pack esos barrios o distritos o calles que, por otro lado, tienen ya totalmente controlados y condicionadas, como una anaconda que comprime a un conejo.

Supongo que en ese edificio alicantino hay personas y familias que llevan allí toda la vida, y que van a ser desalojadas, y de las que nadie está hablando, pero puede estar bien que el énfasis se ponga en la librería, porque es una metonimia del problema y tiene un eficaz poder simbólico. Yo no comparto exactamente esa beatería irreflexiva en la que cae mucha gente al hablar de las librerías (conozco a libreros que odian la literatura y desprecian la cultura de un modo meticuloso, indisimulado y hondo, y pocas soplapolleces ha habido más perfectas que aquello tan sobre-citado de Margarit de que «la libertad es una librería»), pero a la vez tengo claro que las librerías son sitios donde, sin exageración alguna, suceden cosas importantes, y que, como los museos, los cines o las galerías de arte, de algún modo contribuyen a tejer el alma de un lugar, su vida secreta, su historia íntima. Si las pescaderías o las fruterías colorean nuestro cuerpo y acompañan nuestras rutinas, las buenas librerías alimentan, refuerzan y elevan los sueños, y se convierten en espacios especiales, reconfortantes, insustituibles.

80 Mundos es una de estas. Alguno de sus actuales propietarios es, creo, más joven que la propia librería: los visité y conocí en 2020, un año en el que todas las librerías vivieron ya un momento crítico, y me encontré con un lugar lleno de buenas ideas, muy vivo, muy crítico, muy sano y muy alegre. Me gustan las librerías en las que te recibe, nada más entrar, la sección de poesía, toda una declaración de que en ese sitio no se pone el lucro por encima de todo, sino la esperanza (y, una vez más, no es que yo sobrevalore la poesía, pero es desde luego un acto de fe bastante necesario seguir creyendo en ella), y aquellas en que los libros se colocan siguiendo itinerarios especiales, creativos, desafiantes… no a bulto, no de forma previsible o perezosa, sino estratégica (y estratégica no en el sentido comercial, sino en sentidos secretos).

El espacio que Carmen Juan, Sara Trigueros, Marina Vicente, Ralph del Valle y Adrián Fauro han creado, tras tomar el testigo del fundador, tiene un clima propio, una personalidad distinta, algo que cae bien inmediatamente, donde es facilísimo estar a gusto. Y digo bien lo de «espacio», porque posiblemente la librería se trasladará a otro local, donde seguro que enseguida vuelven a ser lo que fueron (u otra cosa diferente, pero igualmente bonita), pero es como cuando los frisos del Partenón son llevados a Londres o un poema de Juan Ramón Jiménez conoce una versión en griego: inevitablemente, algo se pierde. Por poco conservadores que seamos, lo genuino importa, que las cosas se mantengan y perduren cuenta, y eso pasa también por lo material, por la ubicación, por el suelo, por las señas. Creo que es importante entender que lo que están viviendo los amigos de 80 Mundos no es algo que les esté pasando, sino algo que les están haciendo, que nos están haciendo a todos y a todas, y que empobrece nuestras vidas. Si 80 Mundos acaba trasladándose (o desde luego desapareciendo), no solo los alicantinos, sino todos habremos perdido algo importante en un momento en el que las cosas dan cada vez más igual, algo verdadero en un mundo cada vez más postizo, algo de todos y para todos en un contexto en el que todo lo que conocíamos y estimábamos ya no es de nadie ni para nadie.

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