Todos sabemos que lo más parecido a esa biblioteca capaz de contener todos los libros del mundo fue la biblioteca de Alejandría. Sin embargo, son muchos los cabos sueltos que al día de hoy existen al momento de reconstruir su historia: ¿cuándo y quién la destruyó? ¿Fue Julio César? ¿Fueron los árabes por orden del califa Umar? El nuevo libro del historiador del mundo antiguo y filólogo italiano, Luciano Canfora, La biblioteca desaparecida, editado por Siruela, buscará responder estos interrogantes con una investigación que, a su vez, se inicia con dos preguntas provocadoras: ¿Fue un incendio lo que acabó con la biblioteca? Y, yendo un paso más allá: ¿existió verdaderamente la biblioteca?
La pregunta es tramposa pues es claro que la biblioteca existió. Sin embargo, también es cierto que ésta se encuentra lejos de cualquier representación que podamos hacernos tomando en cuenta las bibliotecas modernas. Este punto es relevante porque permite confrontar con las fuentes que adjudican su desaparición al incendio provocado por Julio César.
El relato de Canfora comienza con el viaje de Hecateo a Tebas para visitar el palacio de Ramsés II donde queda en evidencia que la biblioteca real de aquel palacio no era un edificio autónomo, que recibiera tal nombre, sino una serie de estantes que contenían los rollos y que eran parte del mismo palacio. A partir de este hecho, Canfora señala: «El modelo persa de palacio real inaccesible (…) había pasado, por medio de Alejandro, a la monarquía helénica. También en Egipto la corte ptolemaica se sumaba al remoto modelo faraónico».
La biblioteca de Alejandría, en tanto conjunto de estantes incluidos dentro del palacio real, fue un proyecto inaugurado por la dinastía helénica de Ptolomeo Sóter, algunas décadas después de la fundación de la ciudad realizada por Alejandro. Con Demetrio, quien pertenecía a la escuela aristotélica, como encargado plenipotenciario, se avanzó en el plan de incluir allí todos los libros de los pueblos de la Tierra, los cuales, se calculaba, alcanzarían unos 500.000 rollos.
En el momento de esplendor, por ejemplo, Demetrio adquirió los «libros de la ley judaica» para los cuales contrató a 72 traductores encargados de llevar aquellos textos al griego, como así también los textos iranios atribuidos a Zoroastro, con más de dos millones de versos.
Dominio y prestigio
«Los griegos no aprendieron las lenguas de sus nuevos súbditos, pero comprendieron que, para dominarlos, era necesario entenderlos, y para entenderlos era necesario recoger sus libros y traducirlos. Así nacieron las bibliotecas reales en las capitales helénicas; no solo como factores de prestigio, sino como instrumento de dominio. En esta obra sistemática de recopilación y traducción, los libros sagrados de los pueblos dominados tenían un puesto relevante: la religión era, para quien intentaba gobernarlos, la puerta de su alma», escribe Luciano Canfora, autor también de La democracia, historia de una ideología (Crítica, 2004) y El mundo de Atenas (Anagrama, 2014).
Con la hegemonía romana llega el episodio de Julio César que da lugar a un gran malentendido: mientras él se encontraba en el palacio real donde estaba la biblioteca, hay un intento de asesinarlo que luego deriva en una insurrección de esclavos y un ataque por mar contra el palacio. Sin embargo, su carácter inexpugnable, más el plan de César de incendiar las 60 naves ptolemaicas que estaban en el puerto, le permitió escapar hasta la isla de Faro. Con todo, el viento y la mala fortuna hicieron que el fuego se propagase hacia otras zonas de la ciudad alcanzando arsenales y almacenes donde había granos y libros. Si bien hay una discusión entre los historiadores, Canfora expone que esos rollos quemados (unos 40.000), o bien no pertenecían a la biblioteca o bien eran un regalo de la dinastía hacia algún ciudadano romano rico y ostentador. En cualquier caso, se trataría solo de una parte menor de los rollos de la biblioteca.
Descartado este episodio como el causante de la desaparición, restaría mencionar aquel que buena parte de la historiografía oficial señala. Se trata, claro está, del ocurrido a partir de la llegada de los árabes a Alejandría, allá por el 640 d. C., esto es, casi 1.000 años después de la creación de la biblioteca.
Es entonces cuando el comentarista de Aristóteles, Juan Filopón, el infatigable, le pide a Amr, responsable de la conquista, que protegiera los libros de la biblioteca, pero éste, tras consultarlo con el califa Umar, recibe la siguiente contestación:
Sólo se salvó Aristóteles
«En cuanto a los libros a los que has hecho referencia (…) [los de la biblioteca]: si su contenido está de acuerdo con el libro de Alá, podemos despreciarlos, puesto que, en tal caso, el libro de Alá es más que suficiente. Si, en cambio, contienen cualquier cosa disconforme respecto al libro de Alá, no hay ninguna necesidad de conservarlos. Procede y destrúyelos».
Se dice que el proceso de destrucción de todo el material llevó seis meses y que solo se salvó un autor: Aristóteles. A propósito de él, Canfora narra algunas de las vicisitudes por las que tuvo que atravesar la obra del filósofo, esto es: la decisión de Teofrasto de delegarle los libros de Aristóteles a Neleo, quien al no haber sido elegido maestro de la escuela peripatética se retira ofendido con los libros a su ciudad natal, Escepsis; el modo en el que éste engaña a los emisarios de la biblioteca de Alejandría que ofrecieron comprárselos cuando, gracias a una ambigüedad del lenguaje, afirma «estos son los libros de Aristóteles» para referirse a los libros que eran propiedad del estagirita y no los de su autoría; la decisión de los herederos de Neleo de enterrar los originales, arruinándolos, gracias a la humedad y a las polillas, la posterior venta a la biblioteca competidora, la de Pérgamo, y su destino final, aparentemente pasando a manos privadas, antes de perderse.
A propósito de Pérgamo, la biblioteca que surgió un siglo después de la de Alejandría, la rivalidad fue tal que dio lugar a turbas de estafadores que ofrecían rollos falsos o remendados que ambas bibliotecas aceptaban por el simple hecho de no favorecer a la otra.
La rivalidad escaló a tal punto que Egipto prohibió la exportación de papiro para perjudicar a Pérgamo, la cual se vio obligada a perfeccionar la técnica de origen oriental del tratamiento de las pieles para así crear el pergamino que luego acabaría imponiéndose.
Ignorancia y desidia
Aunque Canfora entiende que, a lo largo de la historia, las grandes bibliotecas parecen estar condenadas a perecer en el fuego, lo cierto es que el ocaso de la biblioteca de Alejandría estaría vinculado, más bien, a un largo declive: «Destrucciones, ruinas, saqueos, incendios, arruinaron, sobre todo, las grandes concentraciones de libros ubicados habitualmente en el centro del poder (…) Por ello aquello que ha perdurado no procede de los grandes centros sino de lugares marginales (los conventos) o de esporádicas copias privadas».
Es más, para Canfora, independientemente de la intervención de Umar (que habría sido sobre los «pocos» libros que quedaban, los cuales, a su vez, ni siquiera eran los originales de la época de Ptolomeo), hacia el final del siglo III d. C. ya se había dado el auténtico final de la biblioteca. Este habría sido durante el conflicto entre Zenobia y Aureliano, cuando Alejandría perdió el barrio donde tiempo atrás estaba la biblioteca y donde «ahora está el desierto».
Dividido en dos mitades de 100 páginas, con una primera en la que el relato es casi detectivesco, y una segunda donde se discute con las fuentes, La biblioteca desaparecida es un texto que logra satisfacer tanto a neófitos como a especialistas y que brinda argumentos sólidos para desentrañar el destino de uno de los proyectos más ambiciosos de la civilización; destino cuyo final habría sido mucho menos épico de lo que se suponía, gracias a un largo languidecer de 1.000 años en los que la destrucción, la ignorancia y la desidia ofrecieron una combinación fatal.
Todos sabemos que lo más parecido a esa biblioteca capaz de contener todos los libros del mundo fue la biblioteca de Alejandría. Sin embargo, son muchos
Todos sabemos que lo más parecido a esa biblioteca capaz de contener todos los libros del mundo fue la biblioteca de Alejandría. Sin embargo, son muchos los cabos sueltos que al día de hoy existen al momento de reconstruir su historia: ¿cuándo y quién la destruyó? ¿Fue Julio César? ¿Fueron los árabes por orden del califa Umar? El nuevo libro del historiador del mundo antiguo y filólogo italiano, Luciano Canfora, La biblioteca desaparecida, editado por Siruela, buscará responder estos interrogantes con una investigación que, a su vez, se inicia con dos preguntas provocadoras: ¿Fue un incendio lo que acabó con la biblioteca? Y, yendo un paso más allá: ¿existió verdaderamente la biblioteca?
La pregunta es tramposa pues es claro que la biblioteca existió. Sin embargo, también es cierto que ésta se encuentra lejos de cualquier representación que podamos hacernos tomando en cuenta las bibliotecas modernas. Este punto es relevante porque permite confrontar con las fuentes que adjudican su desaparición al incendio provocado por Julio César.
El relato de Canfora comienza con el viaje de Hecateo a Tebas para visitar el palacio de Ramsés II donde queda en evidencia que la biblioteca real de aquel palacio no era un edificio autónomo, que recibiera tal nombre, sino una serie de estantes que contenían los rollos y que eran parte del mismo palacio. A partir de este hecho, Canfora señala: «El modelo persa de palacio real inaccesible (…) había pasado, por medio de Alejandro, a la monarquía helénica. También en Egipto la corte ptolemaica se sumaba al remoto modelo faraónico».
La biblioteca de Alejandría, en tanto conjunto de estantes incluidos dentro del palacio real, fue un proyecto inaugurado por la dinastía helénica de Ptolomeo Sóter, algunas décadas después de la fundación de la ciudad realizada por Alejandro. Con Demetrio, quien pertenecía a la escuela aristotélica, como encargado plenipotenciario, se avanzó en el plan de incluir allí todos los libros de los pueblos de la Tierra, los cuales, se calculaba, alcanzarían unos 500.000 rollos.
En el momento de esplendor, por ejemplo, Demetrio adquirió los «libros de la ley judaica» para los cuales contrató a 72 traductores encargados de llevar aquellos textos al griego, como así también los textos iranios atribuidos a Zoroastro, con más de dos millones de versos.
«Los griegos no aprendieron las lenguas de sus nuevos súbditos, pero comprendieron que, para dominarlos, era necesario entenderlos, y para entenderlos era necesario recoger sus libros y traducirlos. Así nacieron las bibliotecas reales en las capitales helénicas; no solo como factores de prestigio, sino como instrumento de dominio. En esta obra sistemática de recopilación y traducción, los libros sagrados de los pueblos dominados tenían un puesto relevante: la religión era, para quien intentaba gobernarlos, la puerta de su alma», escribe Luciano Canfora, autor también de La democracia, historia de una ideología (Crítica, 2004) y El mundo de Atenas (Anagrama, 2014).
Con la hegemonía romana llega el episodio de Julio César que da lugar a un gran malentendido: mientras él se encontraba en el palacio real donde estaba la biblioteca, hay un intento de asesinarlo que luego deriva en una insurrección de esclavos y un ataque por mar contra el palacio. Sin embargo, su carácter inexpugnable, más el plan de César de incendiar las 60 naves ptolemaicas que estaban en el puerto, le permitió escapar hasta la isla de Faro. Con todo, el viento y la mala fortuna hicieron que el fuego se propagase hacia otras zonas de la ciudad alcanzando arsenales y almacenes donde había granos y libros. Si bien hay una discusión entre los historiadores, Canfora expone que esos rollos quemados (unos 40.000), o bien no pertenecían a la biblioteca o bien eran un regalo de la dinastía hacia algún ciudadano romano rico y ostentador. En cualquier caso, se trataría solo de una parte menor de los rollos de la biblioteca.
Descartado este episodio como el causante de la desaparición, restaría mencionar aquel que buena parte de la historiografía oficial señala. Se trata, claro está, del ocurrido a partir de la llegada de los árabes a Alejandría, allá por el 640 d. C., esto es, casi 1.000 años después de la creación de la biblioteca.
Es entonces cuando el comentarista de Aristóteles, Juan Filopón, el infatigable, le pide a Amr, responsable de la conquista, que protegiera los libros de la biblioteca, pero éste, tras consultarlo con el califa Umar, recibe la siguiente contestación:
«En cuanto a los libros a los que has hecho referencia (…) [los de la biblioteca]: si su contenido está de acuerdo con el libro de Alá, podemos despreciarlos, puesto que, en tal caso, el libro de Alá es más que suficiente. Si, en cambio, contienen cualquier cosa disconforme respecto al libro de Alá, no hay ninguna necesidad de conservarlos. Procede y destrúyelos».
Se dice que el proceso de destrucción de todo el material llevó seis meses y que solo se salvó un autor: Aristóteles. A propósito de él, Canfora narra algunas de las vicisitudes por las que tuvo que atravesar la obra del filósofo, esto es: la decisión de Teofrasto de delegarle los libros de Aristóteles a Neleo, quien al no haber sido elegido maestro de la escuela peripatética se retira ofendido con los libros a su ciudad natal, Escepsis; el modo en el que éste engaña a los emisarios de la biblioteca de Alejandría que ofrecieron comprárselos cuando, gracias a una ambigüedad del lenguaje, afirma «estos son los libros de Aristóteles» para referirse a los libros que eran propiedad del estagirita y no los de su autoría; la decisión de los herederos de Neleo de enterrar los originales, arruinándolos, gracias a la humedad y a las polillas, la posterior venta a la biblioteca competidora, la de Pérgamo, y su destino final, aparentemente pasando a manos privadas, antes de perderse.
A propósito de Pérgamo, la biblioteca que surgió un siglo después de la de Alejandría, la rivalidad fue tal que dio lugar a turbas de estafadores que ofrecían rollos falsos o remendados que ambas bibliotecas aceptaban por el simple hecho de no favorecer a la otra.
La rivalidad escaló a tal punto que Egipto prohibió la exportación de papiro para perjudicar a Pérgamo, la cual se vio obligada a perfeccionar la técnica de origen oriental del tratamiento de las pieles para así crear el pergamino que luego acabaría imponiéndose.
Aunque Canfora entiende que, a lo largo de la historia, las grandes bibliotecas parecen estar condenadas a perecer en el fuego, lo cierto es que el ocaso de la biblioteca de Alejandría estaría vinculado, más bien, a un largo declive: «Destrucciones, ruinas, saqueos, incendios, arruinaron, sobre todo, las grandes concentraciones de libros ubicados habitualmente en el centro del poder (…) Por ello aquello que ha perdurado no procede de los grandes centros sino de lugares marginales (los conventos) o de esporádicas copias privadas».
Es más, para Canfora, independientemente de la intervención de Umar (que habría sido sobre los «pocos» libros que quedaban, los cuales, a su vez, ni siquiera eran los originales de la época de Ptolomeo), hacia el final del siglo III d. C. ya se había dado el auténtico final de la biblioteca. Este habría sido durante el conflicto entre Zenobia y Aureliano, cuando Alejandría perdió el barrio donde tiempo atrás estaba la biblioteca y donde «ahora está el desierto».
Dividido en dos mitades de 100 páginas, con una primera en la que el relato es casi detectivesco, y una segunda donde se discute con las fuentes, La biblioteca desaparecida es un texto que logra satisfacer tanto a neófitos como a especialistas y que brinda argumentos sólidos para desentrañar el destino de uno de los proyectos más ambiciosos de la civilización; destino cuyo final habría sido mucho menos épico de lo que se suponía, gracias a un largo languidecer de 1.000 años en los que la destrucción, la ignorancia y la desidia ofrecieron una combinación fatal.
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