Un hombre llamado Luis, acompañado por su hijo pequeño, busca en una rave en pleno desierto marroquí a su hija adolescente, de la que hace tiempo que no tiene noticias. Allí conocen a un grupo de raveros que no han visto a la chica, pero les cuentan que en unos días habrá otra rave mucho más al sur, en la frontera con Mauritania. Tal vez la hija perdida pueda aparecer allí.
Poco después aparece el ejército y disuelve la fiesta, porque, según dicen, la zona es peligrosa. Ha estallado una guerra en la región, que amenaza con escalar a nivel mundial. Cuando los raveros a los que acaban de conocer sortean a los militares y se adentran en el desierto rumbo a la fiesta mauritana, Luis, en un impulso, decide seguirlos. Su modesta furgoneta no está ni remotamente preparada para afrontar un viaje tan duro, que implica cruzar ríos y transitar por precarias y empinadas pistas de montaña, pero le puede el deseo de encontrar a su hija.
Los raveros sí cuentan con enormes y potentes vehículos –un camión y un autobús–, preparados para enfrentar el desierto. Forman una singular tribu nómada que va de rave en rave. Son seres rotos y descastados, que viven al margen de la sociedad y han creado una extraña familia disfuncional. Son tres hombres y dos mujeres de rostros curtidos por la vida y el sol africano, que lucen heridas visibles: a uno le falta una pierna; a otro, una mano. En una escena, uno de ellos lleva puesta una camiseta con una imagen de Freaks de Tod Browning. Toda una declaración de intenciones. Los raveros de la película no son actores metidos en el papel, sino auténticos raveros, reclutados en varias fiestas por Europa. El único actor profesional es Sergi López, que interpreta a Luis.
Durante la travesía por el desierto, el improvisado grupo obligado a convivir vence los recelos iniciales y supera algunos incidentes –la intoxicación del perro del hijo de Luis, que se come restos de LSD de los raveros– y unos y otros acaban confraternizando. Por momentos, Sirât adquiere un tono de cinta de aventuras: búsqueda de gasolina, gente que huye de los combates que hay en la zona, vehículos que quedan bloqueados en un socavón… Hay escenas que recuerdan a El salario del miedo, la obra maestra de Clouzot, y sobre todo al desquiciado remake que rodó William Friedkin: Carga maldita (convertida en película maldita por su desbocado presupuesto, desastrosa taquilla e inclemente varapalo de la crítica en su estreno). La búsqueda de la hija perdida evoca a Centauros del desierto de John Ford y los áridos paisajes, las pintas de los raveros y sus vehículos nos hacen imaginar una versión indie y sin acción trepidante de Mad Max.
Sin embargo, a mitad de la película, sin previo aviso, sucede algo inesperado. Un horror inasumible. Y a partir de ahí el tono cambia y la cinta se convierte en otra cosa: en un descenso a los infiernos del dolor. Y todavía se guarda en la recámara un nuevo giro igualmente impactante, que hace aún más profundo el desgarro. Se hace difícil abordar la película sin poder concretar de qué estoy hablando, pero desvelarlo sería hacer un espóiler criminal. El cineasta maneja con habilidad el impacto emocional con el que escenas sacuden al espectador. Busca conmocionar para despertar la conciencia, para que el público se adentre con los personajes en otra dimensión.
Un director singular
Sirât es una palabra árabe que significa camino o sendero en un doble sentido de viaje físico e interior, y en el contexto islámico hace referencia a la vía que conduce a la verdad y al puente que une el infierno y el paraíso. Evidentemente, su elección como título no es azarosa.
El gallego Óliver Laxe (París, 1982) es un personaje singular en el panorama del cine español. Nacido en París, hijo de gallegos emigrantes, regresó con ellos a la tierra de origen. Estudió cine en Barcelona, pasó por Londres y después vivió muchos años en Marruecos, donde se interesó por el sufismo y lo estudió. De sus cuatro largometrajes, tres –el documental Todos vosotros sois capitanes, el wéstern contemporáneo ambientado en las montañas del Atlas Mimosas y Sirât– están filmados en Marruecos (aunque en realidad, la parte de la rave inicial de Sirât está rodada en Aragón). Solo su película más conocida hasta ahora, Lo que arde –sobre un pirómano que, tras cumplir condena, regresa a la casa de su anciana madre en el lugar en el que incendió el bosque– tiene como escenario la Galicia interior de sus raíces familiares.
Lo que arde deslumbraba por la belleza de sus imágenes, y en Sirât ese listón se supera. El mérito es del director de fotografía Mauro Herce, con el que Laxe ha rodado todas sus obras desde Mimosas. En Sirât ambos se recrean en las imágenes de los vehículos avanzado por los infinitos paisajes desérticos, en el crepúsculo, con los faros encendidos, con lo que crean una suerte de ballet motorizado. Un recurso que ya habían utilizado en las escenas de los taxis en Mimosas.
En la parte final de Sirât, cuando la trama se precipita hacia el abismo, el paisaje desértico adquiere una dimensión casi abstracta, irreal, que acompaña la transformación de ese viaje físico en un viaje espiritual hacia el dolor y su asunción como parte de la vida. A la construcción de este clima contribuye de forma fundamental la música electrónica de Kangding Ray.
Sirât, el largometraje más ambicioso, duro y deslumbrante de Óliver Laxe hasta ahora, ha ganado ex aequo –compartido con l Sound of Falling de a alemana Masha Schilinski– el Premio del Jurado en el reciente festival de Cannes. Y todo apunta a que está llamado a convertirse en uno de los títulos españoles más destacados del año (le auguro un montón de nominaciones en los próximos Goyas). Aun así –aviso a navegantes y timoratos– tal vez no sea apta para todos los paladares e incomodará a más de uno. El motivo: la radicalidad de su propuesta, que mezcla raves, música electrónica, alucinógenos y trascendencia espiritual, en un descenso a los infiernos del dolor más inasumible como vía de autoconocimiento y asunción de la realidad de la vida y la muerte.
Un hombre llamado Luis, acompañado por su hijo pequeño, busca en una rave en pleno desierto marroquí a su hija adolescente, de la que hace tiempo
Un hombre llamado Luis, acompañado por su hijo pequeño, busca en una rave en pleno desierto marroquí a su hija adolescente, de la que hace tiempo que no tiene noticias. Allí conocen a un grupo de raveros que no han visto a la chica, pero les cuentan que en unos días habrá otra rave mucho más al sur, en la frontera con Mauritania. Tal vez la hija perdida pueda aparecer allí.
Poco después aparece el ejército y disuelve la fiesta, porque, según dicen, la zona es peligrosa. Ha estallado una guerra en la región, que amenaza con escalar a nivel mundial. Cuando los raveros a los que acaban de conocer sortean a los militares y se adentran en el desierto rumbo a la fiesta mauritana, Luis, en un impulso, decide seguirlos. Su modesta furgoneta no está ni remotamente preparada para afrontar un viaje tan duro, que implica cruzar ríos y transitar por precarias y empinadas pistas de montaña, pero le puede el deseo de encontrar a su hija.
Los raveros sí cuentan con enormes y potentes vehículos –un camión y un autobús–, preparados para enfrentar el desierto. Forman una singular tribu nómada que va de rave en rave. Son seres rotos y descastados, que viven al margen de la sociedad y han creado una extraña familia disfuncional. Son tres hombres y dos mujeres de rostros curtidos por la vida y el sol africano, que lucen heridas visibles: a uno le falta una pierna; a otro, una mano. En una escena, uno de ellos lleva puesta una camiseta con una imagen de Freaks de Tod Browning. Toda una declaración de intenciones. Los raveros de la película no son actores metidos en el papel, sino auténticos raveros, reclutados en varias fiestas por Europa. El único actor profesional es Sergi López, que interpreta a Luis.
Durante la travesía por el desierto, el improvisado grupo obligado a convivir vence los recelos iniciales y supera algunos incidentes –la intoxicación del perro del hijo de Luis, que se come restos de LSD de los raveros– y unos y otros acaban confraternizando. Por momentos, Sirât adquiere un tono de cinta de aventuras: búsqueda de gasolina, gente que huye de los combates que hay en la zona, vehículos que quedan bloqueados en un socavón… Hay escenas que recuerdan a El salario del miedo, la obra maestra de Clouzot, y sobre todo al desquiciado remake que rodó William Friedkin: Carga maldita (convertida en película maldita por su desbocado presupuesto, desastrosa taquilla e inclemente varapalo de la crítica en su estreno). La búsqueda de la hija perdida evoca a Centauros del desierto de John Ford y los áridos paisajes, las pintas de los raveros y sus vehículos nos hacen imaginar una versión indie y sin acción trepidante de Mad Max.
Sin embargo, a mitad de la película, sin previo aviso, sucede algo inesperado. Un horror inasumible. Y a partir de ahí el tono cambia y la cinta se convierte en otra cosa: en un descenso a los infiernos del dolor. Y todavía se guarda en la recámara un nuevo giro igualmente impactante, que hace aún más profundo el desgarro. Se hace difícil abordar la película sin poder concretar de qué estoy hablando, pero desvelarlo sería hacer un espóiler criminal. El cineasta maneja con habilidad el impacto emocional con el que escenas sacuden al espectador. Busca conmocionar para despertar la conciencia, para que el público se adentre con los personajes en otra dimensión.
Sirât es una palabra árabe que significa camino o sendero en un doble sentido de viaje físico e interior, y en el contexto islámico hace referencia a la vía que conduce a la verdad y al puente que une el infierno y el paraíso. Evidentemente, su elección como título no es azarosa.
El gallego Óliver Laxe (París, 1982) es un personaje singular en el panorama del cine español. Nacido en París, hijo de gallegos emigrantes, regresó con ellos a la tierra de origen. Estudió cine en Barcelona, pasó por Londres y después vivió muchos años en Marruecos, donde se interesó por el sufismo y lo estudió. De sus cuatro largometrajes, tres –el documental Todos vosotros sois capitanes, el wéstern contemporáneo ambientado en las montañas del Atlas Mimosas y Sirât– están filmados en Marruecos (aunque en realidad, la parte de la rave inicial de Sirât está rodada en Aragón). Solo su película más conocida hasta ahora, Lo que arde –sobre un pirómano que, tras cumplir condena, regresa a la casa de su anciana madre en el lugar en el que incendió el bosque– tiene como escenario la Galicia interior de sus raíces familiares.
Lo que arde deslumbraba por la belleza de sus imágenes, y en Sirât ese listón se supera. El mérito es del director de fotografía Mauro Herce, con el que Laxe ha rodado todas sus obras desde Mimosas. En Sirât ambos se recrean en las imágenes de los vehículos avanzado por los infinitos paisajes desérticos, en el crepúsculo, con los faros encendidos, con lo que crean una suerte de ballet motorizado. Un recurso que ya habían utilizado en las escenas de los taxis en Mimosas.
En la parte final de Sirât, cuando la trama se precipita hacia el abismo, el paisaje desértico adquiere una dimensión casi abstracta, irreal, que acompaña la transformación de ese viaje físico en un viaje espiritual hacia el dolor y su asunción como parte de la vida. A la construcción de este clima contribuye de forma fundamental la música electrónica de Kangding Ray.
Sirât, el largometraje más ambicioso, duro y deslumbrante de Óliver Laxe hasta ahora, ha ganado ex aequo –compartido con l Sound of Falling de a alemana Masha Schilinski– el Premio del Jurado en el reciente festival de Cannes. Y todo apunta a que está llamado a convertirse en uno de los títulos españoles más destacados del año (le auguro un montón de nominaciones en los próximos Goyas). Aun así –aviso a navegantes y timoratos– tal vez no sea apta para todos los paladares e incomodará a más de uno. El motivo: la radicalidad de su propuesta, que mezcla raves, música electrónica, alucinógenos y trascendencia espiritual, en un descenso a los infiernos del dolor más inasumible como vía de autoconocimiento y asunción de la realidad de la vida y la muerte.
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