Héroes de la Guerra Civil | El minero que escondió a un derechista durante dos años

En la serie de capítulos que venimos dedicando a ilustres olvidados de la Guerra Civil que se destacaron fundamentalmente por acciones humanitarias, hasta ahora hemos hablado de militares, hombres de Iglesia y diplomáticos. Esta semana, sin embargo, nos fijaremos en un personaje no ya olvidado, sino absolutamente anónimo. De hecho, ni siquiera sabemos su apellido. En su figura, quedan de alguna forma representadas las innumerables historias de personas ignotas que, durante la guerra, se destacaron por su valentía a la hora de proteger al teórico enemigo.

Nos situamos a inicios de la guerra. Tras el golpe, se van configurando las zonas republicana y sublevada, en un esfuerzo por controlar el mayor territorio y recursos posibles. Uno de los escenarios clave durante las primeras semanas de la contienda es Andalucía, puerta por la que las tropas franquistas pretendían llegar a la península desde Marruecos. En efecto, el futuro dictador logró instalar un puente aéreo que permitió al ejército de África, las mejores tropas españolas, entrar en escena.

Linares, una ratonera

Fue así como, una a una, las distintas provincias andaluzas fueron cayendo bajo control sublevado, especialmente las de la mitad occidental. Las únicas que resistieron en las filas republicanas fueron Granada y Jaén. Precisamente en esta última transcurre la historia de Rafael, un minero que trabajaba en la mina de plomo Venus, en Linares. Esa explotación era propiedad de la familia Yanguas, un importante clan local que había alcanzado altas cotas de poder. El patriarca, José Yanguas Jiménez, había sido alcalde del municipio y uno de sus hijos, también llamado José, había sido ministro de Exteriores con Primo de Rivera y en ese momento se desempeñaba como embajador de España ante la Santa Sede.

Uno de sus hermanos, Luis, el segundo protagonista de nuestra historia, acababa de terminar sus estudios de Derecho y se disponía a opositar a una plaza de abogado del Estado. Antes de ponerse a estudiar, Luis viajó de Madrid a su Linares natal para pasar las vacaciones con su madre. Allí le sorprendió el estallido de la guerra.

Como narra Fernando Berlín en Héroes de ambos bandos, en las primeras semanas y meses del conflicto, Linares pasó a estar fuertemente controlada por las milicias republicanas, que con frecuencia organizaban partidas para detener a vecinos de la localidad vinculados con la Iglesia o con ideas de derecha. Debido a sus lazos familiares, Luis tenía todas las papeletas para ser detenido, por lo que buscó refugio.

Más de dos años escondido

Su salvador no fue otro que Rafa, un vecino suyo que trabajaba en la mina de la familia. Aquel hombre le abrió las puertas de su casa y de su familia, escondiéndole en la buhardilla de la vivienda. El hogar de Rafa estaba protegido de registros por el hecho de ser minero, una profesión muy respetada entre los milicianos.

Tanto Luis, el refugiado, como Rafa, el que prestaba asilo, pensaban que aquella situación no duraría más que unos días o pocas semanas. Solo hasta que se calmasen los exaltados ánimos del inicio de la guerra. Sin embargo, los milicianos republicanos demostraron un sorprendente tesón y no cesaron de peinar el pueblo en busca de elementos facciosos. Así, las semanas se convirtieron en meses y los meses en más de dos años de encierro.

Si Luis pudo aguantar aquel confinamiento forzoso sin perder la razón, fue gracias a las constantes atenciones de Rafa, desde las más escatológicas —ya que el minero se deshacía de los residuos que generaba el refugiado— hasta las intelectuales, gracias a las conversaciones que ambos mantenían y a los libros que el minero le procuró a su invitado.

Cabe añadir que no fue solo Rafa quien acogió a Luis, sino también su familia. La mujer e hijos del minero no dudaron en dar cobijo a su vecino, pese a las estrecheces económicas que sufrían —no dejaba de ser otra boca que alimentar— y a que eran perfectamente conscientes de los riesgos de prestar ayuda a un «enemigo del pueblo». Pilar, mujer de Luis, lo definía con contundencia años después: «Fue una auténtica heroicidad, porque Rafael sabía que, si en algún momento las milicias llegaban a sospecharlo, él y su familia habrían corrido la peor de las suertes».

Huida a través de la sierra

Veintisiete meses después de iniciar su encierro, Luis Yanguas pudo salir por fin de casa de Rafa y su familia. Fue gracias a las gestiones que hizo su hermano José desde su puesto en la embajada española ante la Santa Sede y a través del padre Rafael Álvarez Lara, el único sacerdote del pueblo que había sobrevivido a las matanzas de los primeros meses de la guerra.

Primero, Luis fue trasladado a Jaén capital, donde se quedó oculto en casa de un militar republicano durante un tiempo. Finalmente, en la Navidad de 1938, Yanguas se unió a un grupo de hombres que también escapaban de las milicias republicanas en una peligrosa ruta por la sierra para pasar a la zona nacional. Los guiaban unos contrabandistas. Finalmente, los fugitivos fueron acogidos por unas monjas y acompañados a territorio seguro.

Tras un tiempo de recuperación en Roma, donde conoció a su mujer, Luis luchó en la 32ª división del ejército franquista hasta el final de la contienda. Volvió entonces a su Linares natal, como si nada hubiera pasado. Murió en 1999, tras una larga vida jalonada con la amistad de Rafa, aquel humilde y valiente minero que le había acogido durante la guerra.

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 En la serie de capítulos que venimos dedicando a ilustres olvidados de la Guerra Civil que se destacaron fundamentalmente por acciones humanitarias, hasta ahora hemos hablado  

En la serie de capítulos que venimos dedicando a ilustres olvidados de la Guerra Civil que se destacaron fundamentalmente por acciones humanitarias, hasta ahora hemos hablado de militares, hombres de Iglesia y diplomáticos. Esta semana, sin embargo, nos fijaremos en un personaje no ya olvidado, sino absolutamente anónimo. De hecho, ni siquiera sabemos su apellido. En su figura, quedan de alguna forma representadas las innumerables historias de personas ignotas que, durante la guerra, se destacaron por su valentía a la hora de proteger al teórico enemigo.

Nos situamos a inicios de la guerra. Tras el golpe, se van configurando las zonas republicana y sublevada, en un esfuerzo por controlar el mayor territorio y recursos posibles. Uno de los escenarios clave durante las primeras semanas de la contienda es Andalucía, puerta por la que las tropas franquistas pretendían llegar a la península desde Marruecos. En efecto, el futuro dictador logró instalar un puente aéreo que permitió al ejército de África, las mejores tropas españolas, entrar en escena.

Fue así como, una a una, las distintas provincias andaluzas fueron cayendo bajo control sublevado, especialmente las de la mitad occidental. Las únicas que resistieron en las filas republicanas fueron Granada y Jaén. Precisamente en esta última transcurre la historia de Rafael, un minero que trabajaba en la mina de plomo Venus, en Linares. Esa explotación era propiedad de la familia Yanguas, un importante clan local que había alcanzado altas cotas de poder. El patriarca, José Yanguas Jiménez, había sido alcalde del municipio y uno de sus hijos, también llamado José, había sido ministro de Exteriores con Primo de Rivera y en ese momento se desempeñaba como embajador de España ante la Santa Sede.

Uno de sus hermanos, Luis, el segundo protagonista de nuestra historia, acababa de terminar sus estudios de Derecho y se disponía a opositar a una plaza de abogado del Estado. Antes de ponerse a estudiar, Luis viajó de Madrid a su Linares natal para pasar las vacaciones con su madre. Allí le sorprendió el estallido de la guerra.

Como narra Fernando Berlín en Héroes de ambos bandos, en las primeras semanas y meses del conflicto, Linares pasó a estar fuertemente controlada por las milicias republicanas, que con frecuencia organizaban partidas para detener a vecinos de la localidad vinculados con la Iglesia o con ideas de derecha. Debido a sus lazos familiares, Luis tenía todas las papeletas para ser detenido, por lo que buscó refugio.

Su salvador no fue otro que Rafa, un vecino suyo que trabajaba en la mina de la familia. Aquel hombre le abrió las puertas de su casa y de su familia, escondiéndole en la buhardilla de la vivienda. El hogar de Rafa estaba protegido de registros por el hecho de ser minero, una profesión muy respetada entre los milicianos.

Tanto Luis, el refugiado, como Rafa, el que prestaba asilo, pensaban que aquella situación no duraría más que unos días o pocas semanas. Solo hasta que se calmasen los exaltados ánimos del inicio de la guerra. Sin embargo, los milicianos republicanos demostraron un sorprendente tesón y no cesaron de peinar el pueblo en busca de elementos facciosos. Así, las semanas se convirtieron en meses y los meses en más de dos años de encierro.

Si Luis pudo aguantar aquel confinamiento forzoso sin perder la razón, fue gracias a las constantes atenciones de Rafa, desde las más escatológicas —ya que el minero se deshacía de los residuos que generaba el refugiado— hasta las intelectuales, gracias a las conversaciones que ambos mantenían y a los libros que el minero le procuró a su invitado.

Cabe añadir que no fue solo Rafa quien acogió a Luis, sino también su familia. La mujer e hijos del minero no dudaron en dar cobijo a su vecino, pese a las estrecheces económicas que sufrían —no dejaba de ser otra boca que alimentar— y a que eran perfectamente conscientes de los riesgos de prestar ayuda a un «enemigo del pueblo». Pilar, mujer de Luis, lo definía con contundencia años después: «Fue una auténtica heroicidad, porque Rafael sabía que, si en algún momento las milicias llegaban a sospecharlo, él y su familia habrían corrido la peor de las suertes».

Veintisiete meses después de iniciar su encierro, Luis Yanguas pudo salir por fin de casa de Rafa y su familia. Fue gracias a las gestiones que hizo su hermano José desde su puesto en la embajada española ante la Santa Sede y a través del padre Rafael Álvarez Lara, el único sacerdote del pueblo que había sobrevivido a las matanzas de los primeros meses de la guerra.

Primero, Luis fue trasladado a Jaén capital, donde se quedó oculto en casa de un militar republicano durante un tiempo. Finalmente, en la Navidad de 1938, Yanguas se unió a un grupo de hombres que también escapaban de las milicias republicanas en una peligrosa ruta por la sierra para pasar a la zona nacional. Los guiaban unos contrabandistas. Finalmente, los fugitivos fueron acogidos por unas monjas y acompañados a territorio seguro.

Tras un tiempo de recuperación en Roma, donde conoció a su mujer, Luis luchó en la 32ª división del ejército franquista hasta el final de la contienda. Volvió entonces a su Linares natal, como si nada hubiera pasado. Murió en 1999, tras una larga vida jalonada con la amistad de Rafa, aquel humilde y valiente minero que le había acogido durante la guerra.

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