Entre Tintín y Spirou: una historia del cómic europeo

A lo largo del siglo XX, el cómic tomó caminos divergentes en Estados Unidos y en Europa. A grandes rasgos, en el primer caso se instauró el reinado de los superhéroes, mientras que, en el viejo continente, emergió, a partir la figura fundacional de Hergé y su Tintín, un tipo de narración en viñetas muy distinto, que combinaba aventura y humor. Hablamos de la llamada escuela franco-belga, también conocida como línea clara, cuyo legado sigue vigente. El canon franco-belga del cómic. Una historia de la historieta europea (ACyT Ediciones) de Jordi Canyissà, explica la evolución de este estilo tebeístico para jóvenes que los adultos pueden leer con idéntico placer.

ACT son las siglas de la Asociación Cultural Tebeosfera, una agrupación cultural sin ánimo de lucro –¡y sin subvenciones institucionales!– dedicada al noble empeño de divulgar el noveno arte. El libro que aquí les comento es uno de sus proyectos más ambiciosos, ya que presenta un amplio, minucioso y bien ilustrado –en blanco y negro– recorrido por la corriente más influyente del cómic europeo.

Tras unas pinceladas sobre los orígenes, la obra se centra en las dos escuelas belgas representadas por Tintín y Spirou. La primera crece en torno a la figura de Hergé y su intrépido reportero del mechón y los bombachos. Un personaje nacido en 1929, en una revista infantil católica vinculada con el movimiento scout, cuyas primeras aventuras son visceralmente anticomunistas (Tintin en el país de los soviets) y cándidamente colonialistas (Tintín en el Congo). Su autor deberá superar después la sombra de la acusación –bastante injusta–, de haber sido colaboracionista durante la ocupación nazi. Pese a este revés, consolida a su héroe como el más relevante e influyente del cómic europeo. Del taller de Hergé surgirán figuras de gran relevancia como el elegante Edgar P. Jacobs, autor de las aventuras de Blake y Mortimer. Es la llamada escuela de Bruselas, en la que prima la aventura y cuyos estandartes son la revista Tintín y las editoriales Casterman y Lombard.

En cambio, en la denominada escuela de Marcinelle o de Charleroi –por el lugar donde estaban ubicadas originalmente las oficinas de Spirou, la revista de la competencia– prima el humor, aunque sin renunciar a la aventura. En este caso el motor es el dibujante Jijé, con sus tres asistentes Franquin, Morris y Will, conocidos como «la banda de los cuatro», a los que se unirá Peyo, el creador de Los Pitufos. Este grupo se aglutina en torno a la revista Spirou y el personaje que le da nombre. Su editorial de referencia es Dupuis.

Creado por Robert Velter, el botones Spirou –al que se unirá su inseparable amigo periodista Fantasio– es impulsado por Jijé, que pronto se lo cede a su aventajado ayudante André Franquin. Es él quien lo llevará a sus más altas cotas creativas, con guiones repletos de giros ingeniosos y un dibujo dinámico y de una brillantez caricaturesca sin parangón. Otro de los ayudantes de Jijé, Morris, pondrá en marcha la jugosa recreación humorística del universo del western protagonizada por el solitario cowboy Lucky Luke.

Encuentro con Goscinny

Forma parte de la leyenda del cómic franco-belga el viaje que en 1948 emprendieron a América Jijé y su familia, Franquin y Morris, para huir de las estrecheces de la posguerra europea y tratar de abrirse camino en el país de Walt Disney. Una parte de ese periplo está ficcionalizada –con bastantes licencias– en el delicioso álbum Gringos locos de Schwartz y Yann. Curiosamente, el encuentro más importante de ese viaje fue con otro europeo de lengua francesa: René Goscinny, judío francés que había pasado buena parte de su vida en Argentina y en aquel entonces residía en Nueva York.

Goscinny empezó a colaborar con Morris como guionista de Lucky Luke y elevó su calidad a la estratosfera. Es una de las figuras clave que conecta Bruselas con París y permite hablar de escuela franco-belga. Goscinny –al que el Canyissà dedica menos espacio del que su inmensa relevancia merecería– es el genio cómico que, como guionista, está detrás de Astérix (con dibujo de Uderzo) y de otras series injustamente olvidadas –que el libro apenas menciona de pasada o directamente ignora– como Espagueti (con dibujo de Dino Attanasio) y Florencio (con dibujo de Berck).

Goscinny estuvo al frente de la revista parisina Pilote, adquirida por Dargaud, otra de las editoriales imprescindibles del cómic franco-belga. Su colega y cofundador de la publicación era el guionista belga Jean-Michael Charlier, con el que se dividían el trabajo de forma muy clara: Goscinny era el maestro del humor y Charlier el rey de la aventura. Compartían a algún dibujante versátil, como Uderzo, que daba rienda suelta a su vena caricaturesca en Astérix y mostraba su trazo más realista en las andanzas de los aviadores de la fuerza aérea francesa Tanguy y Laverdure. Pero la serie que le aseguró a Charlier la inmortalidad fue el western El teniente Blueberry, dibujado por Jean Giraud, después conocido como Moebius.

Moebius fue uno de los jóvenes dibujantes que, tras las sacudidas sociales del mayo del 68, se sublevaron contra el empeño de Goscinny de mantener la línea editorial de humor blanco y aventuras sin carga política. Dejó Pilote y fundó –con colegas como Philippe Drulliet y Jean-Pierre Dionnet– la editorial Les Humanoïdes Asociés, que publicó la muy influyente revista Métal Hurlant, centrada en la ciencia ficción y abierta a todo tipo de experimentos formales.

Algunas de las viñetas recogidas en ‘El canon franco-belga’. | ACyT Ediciones

Influencia en España

¿La contracultura y las barricadas sesentayochistas arrasaron con la candidez de la línea clara y la abocaron a su desaparición? No exactamente. Su llama siguió viva, adaptándose a los nuevos tiempos, en autores como Jacques Tardi, el exquisito y anglófilo Floc’h, el italiano Vittorio Giardino y después en el posmoderno Yves Chaland. Este último, autor de Freddy Lombard, un suculento pastiche tintinesco que es mucho más que un simple pastiche, murió demasiado pronto, con solo 33 años, en un accidente automovilístico.

La herencia del cómic franco-belga también es rastreable en España, en dibujantes como Mique Beltrán, Sentó o Daniel Torres, y en la revista Cairo, que en los años ochenta del pasado siglo fue el bastión de la línea clara frente a la llamada línea chunga, heredera del underground estadounidense, que representaba El Víbora, ambas con sede en Barcelona.

Me parece interesante, para concluir, hacer un apunte sobre el disparejo destino de los personajes más influyentes de la historieta franco-belga: el Tintín de Hergé y el Spirou de Franquin. Ambos tuvieron un desarrollo paralelo ejemplar: desde los ingenuos y titubeantes planteamientos iniciales hasta culminar en las muy sofisticadas tramas y la maestría gráfica de las últimas aventuras. Hergé, con conciencia de artista, dejó un testamento en el que prohibía que nadie retomase a su héroe. Sus herederos han exprimido al máximo todo tipo de merchandising, pero han respetado su voluntad de no resucitar a Tintín. Es algo inusual en el mundo del cómic, con pocos casos similares: el de Charles Schulz y sus Peanuts y el de Bill Watterson y Calvin y Hobbes (el suyo es un caso extremo, ya que además el autor ha prohibido siempre la explotación de cualquier tipo de merchandising con sus creaciones).

En cambio, Spirou, propiedad de la editorial Dupuis, siguió su andadura después de que Franquin lo abandonara (para explorar terrenos más adultos como el de sus feroces Ideas negras). Tras su marcha, la calidad descendió y la explotación llegó a cotas bochornosas con la serie El pequeño Spirou. Sin embargo, como el público que creció con esos tebeos se ha hecho mayor y mantiene un vínculo emocional con ellos, se ha abierto el negocio de la nostalgia. Nada que objetar si se hace con seriedad y creatividad.

Del mismo modo que los superhéroes se han complejizado para ganarse al público adulto –un ejemplo: el simplón Batman original acabó dando pie a sagaces reescrituras como las de Frank Miller en El regreso del caballero oscuro y Batman: año uno–, la editorial Dupuis ha ido ofreciendo a diversos dibujantes la posibilidad de hacer su versión de Spirou, poniendo su sello personal. La iniciativa ha dado pie a un puñado de álbumes muy sugestivos. Los de mayor ambición son los de Émile Bravo: Diario de un ingenuo y los cuatro tomos de La esperanza pese a todo, que colocan al personaje en el contexto de la ocupación nazi. La línea clara se reinventa y sigue viva.

 A lo largo del siglo XX, el cómic tomó caminos divergentes en Estados Unidos y en Europa. A grandes rasgos, en el primer caso se instauró  

A lo largo del siglo XX, el cómic tomó caminos divergentes en Estados Unidos y en Europa. A grandes rasgos, en el primer caso se instauró el reinado de los superhéroes, mientras que, en el viejo continente, emergió, a partir la figura fundacional de Hergé y su Tintín, un tipo de narración en viñetas muy distinto, que combinaba aventura y humor. Hablamos de la llamada escuela franco-belga, también conocida como línea clara, cuyo legado sigue vigente. El canon franco-belga del cómic. Una historia de la historieta europea (ACyT Ediciones) de Jordi Canyissà, explica la evolución de este estilo tebeístico para jóvenes que los adultos pueden leer con idéntico placer.

ACT son las siglas de la Asociación Cultural Tebeosfera, una agrupación cultural sin ánimo de lucro –¡y sin subvenciones institucionales!– dedicada al noble empeño de divulgar el noveno arte. El libro que aquí les comento es uno de sus proyectos más ambiciosos, ya que presenta un amplio, minucioso y bien ilustrado –en blanco y negro– recorrido por la corriente más influyente del cómic europeo.

Tras unas pinceladas sobre los orígenes, la obra se centra en las dos escuelas belgas representadas por Tintín y Spirou. La primera crece en torno a la figura de Hergé y su intrépido reportero del mechón y los bombachos. Un personaje nacido en 1929, en una revista infantil católica vinculada con el movimiento scout, cuyas primeras aventuras son visceralmente anticomunistas (Tintin en el país de los soviets) y cándidamente colonialistas (Tintín en el Congo). Su autor deberá superar después la sombra de la acusación –bastante injusta–, de haber sido colaboracionista durante la ocupación nazi. Pese a este revés, consolida a su héroe como el más relevante e influyente del cómic europeo. Del taller de Hergé surgirán figuras de gran relevancia como el elegante Edgar P. Jacobs, autor de las aventuras de Blake y Mortimer. Es la llamada escuela de Bruselas, en la que prima la aventura y cuyos estandartes son la revista Tintín y las editoriales Casterman y Lombard.

En cambio, en la denominada escuela de Marcinelle o de Charleroi –por el lugar donde estaban ubicadas originalmente las oficinas de Spirou, la revista de la competencia– prima el humor, aunque sin renunciar a la aventura. En este caso el motor es el dibujante Jijé, con sus tres asistentes Franquin, Morris y Will, conocidos como «la banda de los cuatro», a los que se unirá Peyo, el creador de Los Pitufos. Este grupo se aglutina en torno a la revista Spirou y el personaje que le da nombre. Su editorial de referencia es Dupuis.

Creado por Robert Velter, el botones Spirou –al que se unirá su inseparable amigo periodista Fantasio– es impulsado por Jijé, que pronto se lo cede a su aventajado ayudante André Franquin. Es él quien lo llevará a sus más altas cotas creativas, con guiones repletos de giros ingeniosos y un dibujo dinámico y de una brillantez caricaturesca sin parangón. Otro de los ayudantes de Jijé, Morris, pondrá en marcha la jugosa recreación humorística del universo del western protagonizada por el solitario cowboy Lucky Luke.

Forma parte de la leyenda del cómic franco-belga el viaje que en 1948 emprendieron a América Jijé y su familia, Franquin y Morris, para huir de las estrecheces de la posguerra europea y tratar de abrirse camino en el país de Walt Disney. Una parte de ese periplo está ficcionalizada –con bastantes licencias– en el delicioso álbum Gringos locos de Schwartz y Yann. Curiosamente, el encuentro más importante de ese viaje fue con otro europeo de lengua francesa: René Goscinny, judío francés que había pasado buena parte de su vida en Argentina y en aquel entonces residía en Nueva York.

Goscinny empezó a colaborar con Morris como guionista de Lucky Luke y elevó su calidad a la estratosfera. Es una de las figuras clave que conecta Bruselas con París y permite hablar de escuela franco-belga. Goscinny –al que el Canyissà dedica menos espacio del que su inmensa relevancia merecería– es el genio cómico que, como guionista, está detrás de Astérix (con dibujo de Uderzo) y de otras series injustamente olvidadas –que el libro apenas menciona de pasada o directamente ignora– como Espagueti (con dibujo de Dino Attanasio) y Florencio (con dibujo de Berck).

Goscinny estuvo al frente de la revista parisina Pilote, adquirida por Dargaud, otra de las editoriales imprescindibles del cómic franco-belga. Su colega y cofundador de la publicación era el guionista belga Jean-Michael Charlier, con el que se dividían el trabajo de forma muy clara: Goscinny era el maestro del humor y Charlier el rey de la aventura. Compartían a algún dibujante versátil, como Uderzo, que daba rienda suelta a su vena caricaturesca en Astérix y mostraba su trazo más realista en las andanzas de los aviadores de la fuerza aérea francesa Tanguy y Laverdure. Pero la serie que le aseguró a Charlier la inmortalidad fue el western El teniente Blueberry, dibujado por Jean Giraud, después conocido como Moebius.

Moebius fue uno de los jóvenes dibujantes que, tras las sacudidas sociales del mayo del 68, se sublevaron contra el empeño de Goscinny de mantener la línea editorial de humor blanco y aventuras sin carga política. Dejó Pilote y fundó –con colegas como Philippe Drulliet y Jean-Pierre Dionnet– la editorial Les Humanoïdes Asociés, que publicó la muy influyente revista Métal Hurlant, centrada en la ciencia ficción y abierta a todo tipo de experimentos formales.

Algunas de las viñetas recogidas en ‘El canon franco-belga’. | ACyT Ediciones

¿La contracultura y las barricadas sesentayochistas arrasaron con la candidez de la línea clara y la abocaron a su desaparición? No exactamente. Su llama siguió viva, adaptándose a los nuevos tiempos, en autores como Jacques Tardi, el exquisito y anglófilo Floc’h, el italiano Vittorio Giardino y después en el posmoderno Yves Chaland. Este último, autor de Freddy Lombard, un suculento pastiche tintinesco que es mucho más que un simple pastiche, murió demasiado pronto, con solo 33 años, en un accidente automovilístico.

La herencia del cómic franco-belga también es rastreable en España, en dibujantes como Mique Beltrán, Sentó o Daniel Torres, y en la revista Cairo, que en los años ochenta del pasado siglo fue el bastión de la línea clara frente a la llamada línea chunga, heredera del underground estadounidense, que representaba El Víbora, ambas con sede en Barcelona.

Me parece interesante, para concluir, hacer un apunte sobre el disparejo destino de los personajes más influyentes de la historieta franco-belga: el Tintín de Hergé y el Spirou de Franquin. Ambos tuvieron un desarrollo paralelo ejemplar: desde los ingenuos y titubeantes planteamientos iniciales hasta culminar en las muy sofisticadas tramas y la maestría gráfica de las últimas aventuras. Hergé, con conciencia de artista, dejó un testamento en el que prohibía que nadie retomase a su héroe. Sus herederos han exprimido al máximo todo tipo de merchandising, pero han respetado su voluntad de no resucitar a Tintín. Es algo inusual en el mundo del cómic, con pocos casos similares: el de Charles Schulz y sus Peanuts y el de Bill Watterson y Calvin y Hobbes (el suyo es un caso extremo, ya que además el autor ha prohibido siempre la explotación de cualquier tipo de merchandising con sus creaciones).

En cambio, Spirou, propiedad de la editorial Dupuis, siguió su andadura después de que Franquin lo abandonara (para explorar terrenos más adultos como el de sus feroces Ideas negras). Tras su marcha, la calidad descendió y la explotación llegó a cotas bochornosas con la serie El pequeño Spirou. Sin embargo, como el público que creció con esos tebeos se ha hecho mayor y mantiene un vínculo emocional con ellos, se ha abierto el negocio de la nostalgia. Nada que objetar si se hace con seriedad y creatividad.

Del mismo modo que los superhéroes se han complejizado para ganarse al público adulto –un ejemplo: el simplón Batman original acabó dando pie a sagaces reescrituras como las de Frank Miller en El regreso del caballero oscuro y Batman: año uno–, la editorial Dupuis ha ido ofreciendo a diversos dibujantes la posibilidad de hacer su versión de Spirou, poniendo su sello personal. La iniciativa ha dado pie a un puñado de álbumes muy sugestivos. Los de mayor ambición son los de Émile Bravo: Diario de un ingenuo y los cuatro tomos de La esperanza pese a todo, que colocan al personaje en el contexto de la ocupación nazi. La línea clara se reinventa y sigue viva.

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