Salvo mi corazón, todo está bien nos tranquilizó a los admiradores del genio colombiano que se presenta con dos apellidos: Héctor Abad Faciolince. Pero inquieto, como parece ser, al poco de haberse recuperado de la operación a corazón abierto, se dejó arrastrar por el empuje de esa fuerza de la naturaleza que debe ser Sergio Jaramillo. Este buen amigo, y hasta conciencia del escritor, intervino muy activamente en las negociaciones con las FARC que tuvieron lugar en Cuba y que acabaron en un plebiscito fallido, aunque de hecho sus efectos no fueron vinculantes, pues el presidente Santos continuó con su plan.
La excusa que encontró Héctor Abad para dejarse arrastrar a un viaje de altísimo riesgo fue la invitación que sus editoras ucranianas (Maryna y Anabell) le hicieron para acudir a la Feria del Libro de Arsenal en Kiev, al final de la primavera de 2023. Venció la resistencia (plausible e imaginable) de su mujer y de sus dos hijos, y se dejó convencer por la solidaridad, de un lado, y el temor, de otro, por la suerte de las dos entrañables (según deducimos de la correspondencia cruzada con ellas) editoras. Por entonces, el enorme país del este europeo llevaba año y medio soportando la invasión «masiva e ilegal contra un país soberano e independiente, Ucrania, ordenada por el líder supremo de la Federación Rusa, Vladimir Putin (pág. 16), en quien, por cierto, se inspira otra obra absolutamente recomendable, El mago del Kremlin, de Giuliano D’Empoli.
Abad Faciolince, como la inmensa mayoría, desconocía prácticamente todo de ese país que, hasta 1991, habría formado parte de la URSS, pero solo toma conciencia precisa de la identidad ucraniana (que ya había perdido una parte de su territorio, Crimea, en 2014) con la propuesta de traducir al ucraniano su venerada novela El olvido que seremos. Empezó a descubrir los nexos entre su mundo cultural y literario y ese mundo lejano e ignoto en el que habían nacido, entre otros, Nikolaï Gogol o Vasili Grossman. La aceptación de la invitación para viajar a un país en guerra puede hacernos creer que Abad Faciolince es un viajero intrépido, un amante del riesgo o un valiente corresponsal en búsqueda de nuevos argumentos. Nada de estos caracteres iluminan su faz tranquila y profesional: «Me repetía que había aceptado ir a Kiev porque allí estarían mis editoras arriesgando su vida y si ellas no tenían miedo, yo no tengo derecho a mi cobardía habitual» (pág. 37).
Con todo, el personaje que ilumina el libro se llamaba Victoria Amelina, una escritora ucraniana nacida en Leópolis (en la región de Galitzia), una tierra «en la que se habían cometido en el pasado terribles exterminios y crímenes y asesinatos» y en la que se basa su novela, Un hogar para Dom. Victoria Amelina estaba, claro, en la Feria del Libro el día de San Juan de 2023, y se sentó con el escritor y con Jaramillo –entre otros–, en un acto que se celebró para presentar la campaña Aguanta Ucrania.

Fue esa noche en la que los hados planearon completar el viaje hacia el este ucraniano, hacia el Donetsk y el Donbás «para no limitarnos a ser testigos de la guerra atenuada de la capital y dar testimonio de la guerra de verdad» (pág. 51). ¿Inconsciencia, locura, curiosidad? La exploración del horror caminando a un paso del frente de batalla que emprende Abad Faciolince con otras cuatro personas, entre las que se encontraba Victoria Amelina, no es el núcleo de la narración del colombiano.
El último día de su temeroso deambular por el Donetsk, el grupo decide celebrar la vida en una pizzería llamada Ría Pizza, en Kramatorsk. Un azaroso cambio de ubicación a la mesa salva la vida del escritor, pero la bomba lanzada por el ejército de Putin acaba con la de Victoria Amelina. Es ella la única de la mesa que perece, aunque otros doce clientes y empleados del restaurante mueren por el efecto de un misil ruso con seiscientos kilos de explosivos.
La narración de Abad Faciolince se vuelve más intensa, emerge de lo más profundo de su ser el dolor, la desesperación y un inoculto sentimiento de culpabilidad. La guerra y la muerte transmutan el carácter, convierten casi todo en una nadería ante su poder devastador. Victoria tenía la misma edad que su hija y había dedicado su vida «a documentar el secuestro, la tortura y la muerte de inocentes… Si mi hija tuviera que dedicarse a algo así, a mí me darían ganas de golpear, de gritar, de matar a dentelladas» (pág. 93). Roto Abad Faciolince, camina desnortado y en su mente se acumulan fotografías, abrazos, charlas fragmentarías, miedo, mucho miedo y mucho dolor, indignación y frustración en esta experiencia límite.
El escritor va y viene porque los recuerdos no son lineales, porque las crónicas cronológicas no rememoran una desnuda narración de hechos. El escritor se libera de alguna forma de sus fantasmas contando lo que ha presenciado y reflexionando sobre las vidas de sus compañeros, la muerte de su recién amiga y su supervivencia: «quienes creen en la providencia lo interpretan como un milagro. Yo que creo en la existencia del azar, lo veo como una casualidad.» (pág. 156).
Desconozco si el colombiano es agnóstico o creyente, pero ha elegido la frase final del Ave María para titular su obra. Quizás en las proximidades de la muerte la religión se acerca más que nunca. Ahora y en la hora es un libro desgarrador, una liberación para quien lo escribe y un disfrute (sufriente, naturalmente) para quien lo lee. Faciolince convierte sus fantasías, sus miedos y sus límites… en palabras. No escribe –confiesa– para que le quieran más, como ya dijo García Márquez, aunque quizás, también, «sino por amor a los que quiero».
Salvo mi corazón, todo está bien nos tranquilizó a los admiradores del genio colombiano que se presenta con dos apellidos: Héctor Abad Faciolince. Pero inquieto, como
Salvo mi corazón, todo está bien nos tranquilizó a los admiradores del genio colombiano que se presenta con dos apellidos: Héctor Abad Faciolince. Pero inquieto, como parece ser, al poco de haberse recuperado de la operación a corazón abierto, se dejó arrastrar por el empuje de esa fuerza de la naturaleza que debe ser Sergio Jaramillo. Este buen amigo, y hasta conciencia del escritor, intervino muy activamente en las negociaciones con las FARC que tuvieron lugar en Cuba y que acabaron en un plebiscito fallido, aunque de hecho sus efectos no fueron vinculantes, pues el presidente Santos continuó con su plan.
La excusa que encontró Héctor Abad para dejarse arrastrar a un viaje de altísimo riesgo fue la invitación que sus editoras ucranianas (Maryna y Anabell) le hicieron para acudir a la Feria del Libro de Arsenal en Kiev, al final de la primavera de 2023. Venció la resistencia (plausible e imaginable) de su mujer y de sus dos hijos, y se dejó convencer por la solidaridad, de un lado, y el temor, de otro, por la suerte de las dos entrañables (según deducimos de la correspondencia cruzada con ellas) editoras. Por entonces, el enorme país del este europeo llevaba año y medio soportando la invasión «masiva e ilegal contra un país soberano e independiente, Ucrania, ordenada por el líder supremo de la Federación Rusa, Vladimir Putin (pág. 16), en quien, por cierto, se inspira otra obra absolutamente recomendable, El mago del Kremlin, de Giuliano D’Empoli.
Abad Faciolince, como la inmensa mayoría, desconocía prácticamente todo de ese país que, hasta 1991, habría formado parte de la URSS, pero solo toma conciencia precisa de la identidad ucraniana (que ya había perdido una parte de su territorio, Crimea, en 2014) con la propuesta de traducir al ucraniano su venerada novela El olvido que seremos. Empezó a descubrir los nexos entre su mundo cultural y literario y ese mundo lejano e ignoto en el que habían nacido, entre otros, Nikolaï Gogol o Vasili Grossman. La aceptación de la invitación para viajar a un país en guerra puede hacernos creer que Abad Faciolince es un viajero intrépido, un amante del riesgo o un valiente corresponsal en búsqueda de nuevos argumentos. Nada de estos caracteres iluminan su faz tranquila y profesional: «Me repetía que había aceptado ir a Kiev porque allí estarían mis editoras arriesgando su vida y si ellas no tenían miedo, yo no tengo derecho a mi cobardía habitual» (pág. 37).
Con todo, el personaje que ilumina el libro se llamaba Victoria Amelina, una escritora ucraniana nacida en Leópolis (en la región de Galitzia), una tierra «en la que se habían cometido en el pasado terribles exterminios y crímenes y asesinatos» y en la que se basa su novela, Un hogar para Dom. Victoria Amelina estaba, claro, en la Feria del Libro el día de San Juan de 2023, y se sentó con el escritor y con Jaramillo –entre otros–, en un acto que se celebró para presentar la campaña Aguanta Ucrania.

Fue esa noche en la que los hados planearon completar el viaje hacia el este ucraniano, hacia el Donetsk y el Donbás «para no limitarnos a ser testigos de la guerra atenuada de la capital y dar testimonio de la guerra de verdad» (pág. 51). ¿Inconsciencia, locura, curiosidad? La exploración del horror caminando a un paso del frente de batalla que emprende Abad Faciolince con otras cuatro personas, entre las que se encontraba Victoria Amelina, no es el núcleo de la narración del colombiano.
El último día de su temeroso deambular por el Donetsk, el grupo decide celebrar la vida en una pizzería llamada Ría Pizza, en Kramatorsk. Un azaroso cambio de ubicación a la mesa salva la vida del escritor, pero la bomba lanzada por el ejército de Putin acaba con la de Victoria Amelina. Es ella la única de la mesa que perece, aunque otros doce clientes y empleados del restaurante mueren por el efecto de un misil ruso con seiscientos kilos de explosivos.
La narración de Abad Faciolince se vuelve más intensa, emerge de lo más profundo de su ser el dolor, la desesperación y un inoculto sentimiento de culpabilidad. La guerra y la muerte transmutan el carácter, convierten casi todo en una nadería ante su poder devastador. Victoria tenía la misma edad que su hija y había dedicado su vida «a documentar el secuestro, la tortura y la muerte de inocentes… Si mi hija tuviera que dedicarse a algo así, a mí me darían ganas de golpear, de gritar, de matar a dentelladas» (pág. 93). Roto Abad Faciolince, camina desnortado y en su mente se acumulan fotografías, abrazos, charlas fragmentarías, miedo, mucho miedo y mucho dolor, indignación y frustración en esta experiencia límite.
El escritor va y viene porque los recuerdos no son lineales, porque las crónicas cronológicas no rememoran una desnuda narración de hechos. El escritor se libera de alguna forma de sus fantasmas contando lo que ha presenciado y reflexionando sobre las vidas de sus compañeros, la muerte de su recién amiga y su supervivencia: «quienes creen en la providencia lo interpretan como un milagro. Yo que creo en la existencia del azar, lo veo como una casualidad.» (pág. 156).
Desconozco si el colombiano es agnóstico o creyente, pero ha elegido la frase final del Ave María para titular su obra. Quizás en las proximidades de la muerte la religión se acerca más que nunca. Ahora y en la hora es un libro desgarrador, una liberación para quien lo escribe y un disfrute (sufriente, naturalmente) para quien lo lee. Faciolince convierte sus fantasías, sus miedos y sus límites… en palabras. No escribe –confiesa– para que le quieran más, como ya dijo García Márquez, aunque quizás, también, «sino por amor a los que quiero».
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