El magnicidio de un presidente: Cánovas

El Gobierno sanchista, como ha ratificado incluso el periódico británico The Times, soltó el bulo del intento de magnicidio del presidente del Gobierno con una bomba lapa. Lo hizo a través de un medio que financia el PSOE con la publicación de unos whatsapps mutilados de un exagente de la UCO para desautorizar al cuerpo de la Guardia Civil y anular así el procedimiento judicial que acongoja a la familia de Sánchez y a su círculo político. THE OBJECTIVE, el periódico donde está alojado este podcast, desmontó la mentira publicando los whatsapps originales. A día de hoy -escribo esto el 6 de junio de 2025- los ministros sanchistas que se hicieron eco de la noticia no han pedido perdón por el bulo. Lo cierto es que el Gobierno, como hizo el dictador Maduro en su día, ha fingido que se había preparado un magnicidio contra Sánchez para atacar a quienes investigan su corrupción y a la oposición.

La cuestión es tan patética como triste, porque el magnicidio ha sido muy frecuente en la historia de España. Hubo intentos de asesinar a Isabel II, Amadeo de Saboya, Alfonso XII, Alfonso XIII e incluso Juan Carlos I. También al presidente José María Aznar. En otros casos se llegó al asesinato, como fueron los del general Prim, José Canalejas, Eduardo Dato y Luis Carrero Blanco. No se nos olvida Antonio Cánovas del Castillo, el líder del conservadurismo liberal español del siglo XIX, y de cuyo asesinato vamos a hablar hoy. Por cierto, todos los atentados -salvo el más grave sufrido por Isabel II, que fue un apuñalamiento en 1852- fueron cometidos por gente de izquierdas.

Antonio Cánovas era a finales del siglo XIX el gran líder del conservadurismo liberal español. Junto a Sagasta había tomado las riendas del régimen de la Restauración, consiguiendo por fin la conciliación entre los partidos de gobierno, con la idea de lograr la estabilidad con libertad que permitiera el progreso del país. Fue presidente del Gobierno en seis ocasiones, cuatro de ellas durante el reinado de Alfonso XII, tiempo en el que construyó el sistema constitucional, forjó un partido conservador absorbiendo a otras facciones, y llegó a un entente cordial con los liberales progresistas. Todo esto permitió la alternancia tras la muerte del rey, en lo que se ha llamado Pacto de El Pardo, aunque el turno responsable y pacífico se había establecido tiempo atrás.

Su último gobierno se inició el 23 de marzo de 1895, un mes después del Grito de Baire que dio comienzo a la última guerra de independencia de Cuba. A este problema se unió una gran ola de violencia en España de la mano de anarquistas y socialistas. Es preciso señalar que los anarquistas se había decidido por lo que llamaban «la propaganda por el hecho», que no era otra cosa que el terrorismo. Voy a citar algunos de sus actos criminales. El 20 de junio de 1893 intentaron asesinar a Cánovas tirando una bomba en su casa. No pasó nada porque el explosivo le estalló en las manos al terrorista anarquista. En septiembre de 1893 intentaron asesinar a Martínez Campos, y ese mismo año, el 7 de noviembre, lanzaron una bomba en el Teatro Liceo de Barcelona causando 22 muertos y 35 heridos. A esto le siguió otro atentado contra el gobernador civil de Barcelona en 1894, y dos años después, el 7 de junio de 1896 el atentado contra la procesión del Corpus, también en Barcelona, asesinando a doce personas corrientes.

Ante esta ola de violencia criminal, el gobierno de Cánovas promulgó la ley antiterrorista del 2 de septiembre de 1896, que endurecía las penas y aumentaba la represión. Con la nueva norma detuvieron a 400 anarquistas y los procesaron. De ellos, cinco fueron ejecutados el 4 de mayo de 1897, lo que generó una protesta internacional por la falta de garantías procesales. Por cierto, la historiografía de izquierdas siempre ha justificado este terrorismo por las condiciones de vida de los obreros, como si la pobreza condujera a la violencia y exculpara a los delincuentes. El caso es que algunos anarquistas juraron vengar la muerte de los cinco de Montjuic matando a Cánovas.

Michelle Angiolillo cumplió 26 años en 1897. Había nacido el 5 de junio de 1871 en la ciudad italiana de Foggia, cerca de Nápoles, en una familia humilde. Su padre era sastre; la madre, María Lombardi, ama de casa. En 1892 el ejército italiano lo reclutó como cadete, pero fue degradado y expulsado por desobediencia. Entonces se ganó la vida como tipógrafo. Tuvo que huir de Italia para no cumplir una condena por libelo. Un abogado, Orestes Ferrara, aconsejó a Angiolillo que se fuera del país. En diciembre de 1895 viajó clandestinamente a Marsella. Semanas más tarde se trasladó a Barcelona donde había una colonia grande de emigrantes italianos. Temiendo ser deportado se refugió en Francia, de donde fue expulsado. Pasó entonces a residir en Bruselas y luego en Londres. Allí trabajó como tipógrafo y conoció a Francisco Gana y a Cayetano Oller, anarquistas españoles que habían sido torturados en los calabozos del Castillo de Montjuich.

A juzgar por la descripción de Pío Baroja, Angiolillo era fino de modales y hablaba con fuerte acento extranjero. Era elegante en el vestir, alto, de barba corta, y serio. Rudolf Rocker, un anarquista alemán, conoció a Angiolillo en el Reino Unido. Lo describió como un joven de ojos reflexivos que miraban a través de unos lentes, por lo que daba la impresión «de ser un hombre instruido… al que más bien se habría podido tomar por un médico». Rocker coincidía con Baroja en que Angiolillo era  un tipo serio, que infundía respeto porque hablaba siempre en voz baja y tenía un trato «en extremo amable».

En suma, Angiolillo era un anarquista instruido, rebotado en varios países, que encontró en Londres a varios españoles represaliados durante el gobierno de Cánovas. ¿Fue entonces cuando pensó en atentar contra el jefe conservador español o hubo un inductor? Luis de Bonafoux, un periodista español de la época, viajero y pendenciero, contó que hubo un inductor, una persona que animó a Angiolillo al magnicidio. Fue Ramón Emeterio Betances, un puertorriqueño instalado en París, médico, millonario, hijo de terrateniente azucarero con esclavos, e independentista, que por entonces residía en París, como también lo hacían parte de la Junta Revolucionaria Cubana en guerra contra España.

Betances indujo a Angiolillo a atentar contra Cánovas, no contra la Casa Real como había pensado en un principio. Costeó el atentado sin dejar rastro. Cuando fue interrogado por estar involucrado en el caso del asesinato Cánovas, Betances dijo: «No aplaudimos, pero tampoco lloramos», y añadió: «Los revolucionarios verdaderos hacen lo que deben hacer».

Cánovas había decidido descansar durante una corta temporada fuera de Madrid para tratar su glucosuria, que es la presencia de glucosa en la orina, y hacerlo con la habitual cura de aguas. Después de visitar en San Sebastián a la reina regente, María Cristina de Habsburgo, Cánovas fue a tomar las aguas termales de Santa Águeda junto a su esposa, Joaquina de Osma.

Angiolillo lo supo por la prensa, y con el dinero del puertorriqueño Betances se instaló también en Santa Agueda como un burgués. Salió de Londres, pasó por París, Burdeos, Madrid, Zumárraga y de allí en coche de caballos a Mondragón. Ya en el balneario Angiolillo se registró como corresponsal de un periódico italiano. Y una vez dentro tuvo varias ocasiones para haber matado a Cánovas. La primera, el 6 de agosto, en la cuesta de Garagarza donde no disparó para no ocasionar más muertes. La segunda fue el día 7 en la ermita de la Esperanza en Mondragón, donde no atentó por respeto a Joaquina, la esposa de Cánovas, presente en ese momento.

Finalmente el 8 de agosto, tras haber escuchado misa, el presidente del Gobierno regresó al balneario y se puso a descansar leyendo un periódico. Allí, sin la presencia de su mujer ni de los guardaespaldas, Angiolillo descerrajó tres tiros mortales de necesidad a Cánovas del Castillo.

La primera bala le atravesó la cabeza, entrando por la sien derecha. Cánovas se incorporó, y Angiolillo, con una frialdad increíble, subió el revólver y disparó de nuevo. La segunda bala le entró por el pecho y salió por la espalda, cerca de la columna vertebral. El tercer y último disparo se hizo estando Cánovas en el suelo. El proyectil le entró por la espalda y se alojó en su pecho.

Al escuchar los disparos, Joaquina bajó apresuradamente las escaleras del balneario. Aterrada, encontró a su esposo tendido boca abajo en medio de un charco de sangre y al asesino junto a él, con el revólver todavía en su mano. Sin alterarse, el italiano se dirigió a ella diciendo: «He cumplido mi deber y estoy tranquilo. He vengado a mis hermanos de Montjuich». La policía acudió al ruido de los disparos y detuvo al asesino sin que opusiera resistencia. Angiolillo entregó su arma cuando aún le quedaban dos balas en la recámara del revólver. Durante todo momento el joven italiano mantuvo una frialdad digna de  un psicópata.

El domingo 15 de agosto de 1897, siete días después del magnicidio, Angiolillo que apenas había cumplido los 26 años de edad, fue sentenciado a morir en el garrote vil. Luego de recibir los santos sacramentos, su última voluntad quedó cumplida con el permiso para escribir una carta a su madre en Italia.

La sentencia se ejecutó a las once de la mañana del viernes 20 de agosto. Sentado en la silla del suplicio, mientras el verdugo Gregorio Mayoral Sendino le ceñía la corbata de acero, Angiolillo gritó con voz clara y firme una palabra emblemática: «¡Germinal!», título de una novela de Emilio Zola, el grito de guerra del movimiento anarquista internacional.

Ahí no acabó el asunto. La policía investigó el asesinato para descubrir al inductor. Ya hemos contado que interrogaron a Betances, cosa que está ratificado por Luis de Bonafoux, como indiqué, y también por Juan Montseny Carrito, teórico del anarquismo catalán, conocido como Federico Urales, que contó que Angiolillo había recibido dinero de Betances y también del periodista francés Henri Rochefort y del ingeniero cubano Fernando Tárrida del Mármol. La policía descubrió a su vez que Angiolillo había estado en Madrid pocos meses antes del atentado en contacto con el periodista republicano y anticlerical José Nakens. El italiano se presentó como periodista con el falso nombre de Emilio Rinaldini. Nakens le dio algún dinero pero, según su declaración, desconocía que tramaba emplearlo para realizar el magnicidio.

Hay quien dice que también pudo estar detrás del magnicidio el gobierno de Estados Unidos. No hay pruebas de eso. La Justicia española no quiso ir más allá de la autoría material del crimen. No quiso entrar en los peligrosos pliegues internacionales que habían financiado al italiano. Pocos se pararon a pensar a esas alturas en la posible relación de Betances, que había residido en EEUU y mantenía importantes relaciones allí, con representantes del gobierno norteamericano. Y sea cierto o no que hubo dinero estadounidense respaldando al anarquista, paradójicamente el mismo presidente que metió a EEUU en la Guerra de Cuba, William McKinley, fue asesinado por otro anarquista en 1901.

[¿Eres anunciante y quieres patrocinar este programa? Escríbenos a comercial@theobjective.com]

 El Gobierno sanchista, como ha ratificado incluso el periódico británico The Times, soltó el bulo del intento de magnicidio del presidente del Gobierno con una bomba  

El Gobierno sanchista, como ha ratificado incluso el periódico británico The Times, soltó el bulo del intento de magnicidio del presidente del Gobierno con una bomba lapa. Lo hizo a través de un medio que financia el PSOE con la publicación de unos whatsapps mutilados de un exagente de la UCO para desautorizar al cuerpo de la Guardia Civil y anular así el procedimiento judicial que acongoja a la familia de Sánchez y a su círculo político.THE OBJECTIVE, el periódico donde está alojado este podcast, desmontó la mentira publicando los whatsapps originales. A día de hoy -escribo esto el 6 de junio de 2025- los ministros sanchistas que se hicieron eco de la noticia no han pedido perdón por el bulo. Lo cierto es que el Gobierno, como hizo el dictador Maduro en su día, ha fingido que se había preparado un magnicidio contra Sánchez para atacar a quienes investigan su corrupción y a la oposición.

La cuestión es tan patética como triste, porque el magnicidio ha sido muy frecuente en la historia de España. Hubo intentos de asesinar a Isabel II, Amadeo de Saboya, Alfonso XII, Alfonso XIII e incluso Juan Carlos I. También al presidente José María Aznar. En otros casos se llegó al asesinato, como fueron los del general Prim, José Canalejas, Eduardo Dato y Luis Carrero Blanco. No se nos olvida Antonio Cánovas del Castillo, el líder del conservadurismo liberal español del siglo XIX, y de cuyo asesinato vamos a hablar hoy. Por cierto, todos los atentados -salvo el más grave sufrido por Isabel II, que fue un apuñalamiento en 1852- fueron cometidos por gente de izquierdas.

Antonio Cánovas era a finales del siglo XIX el gran líder del conservadurismo liberal español. Junto a Sagasta había tomado las riendas del régimen de la Restauración, consiguiendo por fin la conciliación entre los partidos de gobierno, con la idea de lograr la estabilidad con libertad que permitiera el progreso del país. Fue presidente del Gobierno en seis ocasiones, cuatro de ellas durante el reinado de Alfonso XII, tiempo en el que construyó el sistema constitucional, forjó un partido conservador absorbiendo a otras facciones, y llegó a un entente cordial con los liberales progresistas. Todo esto permitió la alternancia tras la muerte del rey, en lo que se ha llamado Pacto de El Pardo, aunque el turno responsable y pacífico se había establecido tiempo atrás.

Su último gobierno se inició el 23 de marzo de 1895, un mes después del Grito de Baire que dio comienzo a la última guerra de independencia de Cuba. A este problema se unió una gran ola de violencia en España de la mano de anarquistas y socialistas. Es preciso señalar que los anarquistas se había decidido por lo que llamaban «la propaganda por el hecho», que no era otra cosa que el terrorismo. Voy a citar algunos de sus actos criminales. El 20 de junio de 1893 intentaron asesinar a Cánovas tirando una bomba en su casa. No pasó nada porque el explosivo le estalló en las manos al terrorista anarquista. En septiembre de 1893 intentaron asesinar a Martínez Campos, y ese mismo año, el 7 de noviembre, lanzaron una bomba en el Teatro Liceo de Barcelona causando 22 muertos y 35 heridos. A esto le siguió otro atentado contra el gobernador civil de Barcelona en 1894, y dos años después, el 7 de junio de 1896 el atentado contra la procesión del Corpus, también en Barcelona, asesinando a doce personas corrientes.

Ante esta ola de violencia criminal, el gobierno de Cánovas promulgó la ley antiterrorista del 2 de septiembre de 1896, que endurecía las penas y aumentaba la represión. Con la nueva norma detuvieron a 400 anarquistas y los procesaron. De ellos, cinco fueron ejecutados el 4 de mayo de 1897, lo que generó una protesta internacional por la falta de garantías procesales. Por cierto, la historiografía de izquierdas siempre ha justificado este terrorismo por las condiciones de vida de los obreros, como si la pobreza condujera a la violencia y exculpara a los delincuentes. El caso es que algunos anarquistas juraron vengar la muerte de los cinco de Montjuic matando a Cánovas.

Michelle Angiolillo cumplió 26 años en 1897. Había nacido el 5 de junio de 1871 en la ciudad italiana de Foggia, cerca de Nápoles, en una familia humilde. Su padre era sastre; la madre, María Lombardi, ama de casa. En 1892 el ejército italiano lo reclutó como cadete, pero fue degradado y expulsado por desobediencia. Entonces se ganó la vida como tipógrafo. Tuvo que huir de Italia para no cumplir una condena por libelo. Un abogado, Orestes Ferrara, aconsejó a Angiolillo que se fuera del país. En diciembre de 1895 viajó clandestinamente a Marsella. Semanas más tarde se trasladó a Barcelona donde había una colonia grande de emigrantes italianos. Temiendo ser deportado se refugió en Francia, de donde fue expulsado. Pasó entonces a residir en Bruselas y luego en Londres. Allí trabajó como tipógrafo y conoció a Francisco Gana y a Cayetano Oller, anarquistas españoles que habían sido torturados en los calabozos del Castillo de Montjuich.

A juzgar por la descripción de Pío Baroja, Angiolillo era fino de modales y hablaba con fuerte acento extranjero. Era elegante en el vestir, alto, de barba corta, y serio. Rudolf Rocker, un anarquista alemán, conoció a Angiolillo en el Reino Unido. Lo describió como un joven de ojos reflexivos que miraban a través de unos lentes, por lo que daba la impresión «de ser un hombre instruido… al que más bien se habría podido tomar por un médico». Rocker coincidía con Baroja en que Angiolillo era  un tipo serio, que infundía respeto porque hablaba siempre en voz baja y tenía un trato «en extremo amable».

En suma, Angiolillo era un anarquista instruido, rebotado en varios países, que encontró en Londres a varios españoles represaliados durante el gobierno de Cánovas. ¿Fue entonces cuando pensó en atentar contra el jefe conservador español o hubo un inductor? Luis de Bonafoux, un periodista español de la época, viajero y pendenciero, contó que hubo un inductor, una persona que animó a Angiolillo al magnicidio. Fue Ramón Emeterio Betances, un puertorriqueño instalado en París, médico, millonario, hijo de terrateniente azucarero con esclavos, e independentista, que por entonces residía en París, como también lo hacían parte de la Junta Revolucionaria Cubana en guerra contra España.

Betances indujo a Angiolillo a atentar contra Cánovas, no contra la Casa Real como había pensado en un principio. Costeó el atentado sin dejar rastro. Cuando fue interrogado por estar involucrado en el caso del asesinato Cánovas, Betances dijo: «No aplaudimos, pero tampoco lloramos», y añadió: «Los revolucionarios verdaderos hacen lo que deben hacer».

Cánovas había decidido descansar durante una corta temporada fuera de Madrid para tratar su glucosuria, que es la presencia de glucosa en la orina, y hacerlo con la habitual cura de aguas. Después de visitar en San Sebastián a la reina regente, María Cristina de Habsburgo, Cánovas fue a tomar las aguas termales de Santa Águeda junto a su esposa, Joaquina de Osma.

Angiolillo lo supo por la prensa, y con el dinero del puertorriqueño Betances se instaló también en Santa Agueda como un burgués. Salió de Londres, pasó por París, Burdeos, Madrid, Zumárraga y de allí en coche de caballos a Mondragón. Ya en el balneario Angiolillo se registró como corresponsal de un periódico italiano. Y una vez dentro tuvo varias ocasiones para haber matado a Cánovas. La primera, el 6 de agosto, en la cuesta de Garagarza donde no disparó para no ocasionar más muertes. La segunda fue el día 7 en la ermita de la Esperanza en Mondragón, donde no atentó por respeto a Joaquina, la esposa de Cánovas, presente en ese momento.

Finalmente el 8 de agosto, tras haber escuchado misa, el presidente del Gobierno regresó al balneario y se puso a descansar leyendo un periódico. Allí, sin la presencia de su mujer ni de los guardaespaldas, Angiolillo descerrajó tres tiros mortales de necesidad a Cánovas del Castillo.

La primera bala le atravesó la cabeza, entrando por la sien derecha. Cánovas se incorporó, y Angiolillo, con una frialdad increíble, subió el revólver y disparó de nuevo. La segunda bala le entró por el pecho y salió por la espalda, cerca de la columna vertebral. El tercer y último disparo se hizo estando Cánovas en el suelo. El proyectil le entró por la espalda y se alojó en su pecho.

Al escuchar los disparos, Joaquina bajó apresuradamente las escaleras del balneario. Aterrada, encontró a su esposo tendido boca abajo en medio de un charco de sangre y al asesino junto a él, con el revólver todavía en su mano. Sin alterarse, el italiano se dirigió a ella diciendo: «He cumplido mi deber y estoy tranquilo. He vengado a mis hermanos de Montjuich». La policía acudió al ruido de los disparos y detuvo al asesino sin que opusiera resistencia. Angiolillo entregó su arma cuando aún le quedaban dos balas en la recámara del revólver. Durante todo momento el joven italiano mantuvo una frialdad digna de  un psicópata.

El domingo 15 de agosto de 1897, siete días después del magnicidio, Angiolillo que apenas había cumplido los 26 años de edad, fue sentenciado a morir en el garrote vil. Luego de recibir los santos sacramentos, su última voluntad quedó cumplida con el permiso para escribir una carta a su madre en Italia.

La sentencia se ejecutó a las once de la mañana del viernes 20 de agosto. Sentado en la silla del suplicio, mientras el verdugo Gregorio Mayoral Sendino le ceñía la corbata de acero, Angiolillo gritó con voz clara y firme una palabra emblemática: «¡Germinal!», título de una novela de Emilio Zola, el grito de guerra del movimiento anarquista internacional.

Ahí no acabó el asunto. La policía investigó el asesinato para descubrir al inductor. Ya hemos contado que interrogaron a Betances, cosa que está ratificado por Luis de Bonafoux, como indiqué, y también por Juan Montseny Carrito, teórico del anarquismo catalán, conocido como Federico Urales, que contó que Angiolillo había recibido dinero de Betances y también del periodista francés Henri Rochefort y del ingeniero cubano Fernando Tárrida del Mármol. La policía descubrió a su vez que Angiolillo había estado en Madrid pocos meses antes del atentado en contacto con el periodista republicano y anticlerical José Nakens. El italiano se presentó como periodista con el falso nombre de Emilio Rinaldini. Nakens le dio algún dinero pero, según su declaración, desconocía que tramaba emplearlo para realizar el magnicidio.

Hay quien dice que también pudo estar detrás del magnicidio el gobierno de Estados Unidos. No hay pruebas de eso. La Justicia española no quiso ir más allá de la autoría material del crimen. No quiso entrar en los peligrosos pliegues internacionales que habían financiado al italiano. Pocos se pararon a pensar a esas alturas en la posible relación de Betances, que había residido en EEUU y mantenía importantes relaciones allí, con representantes del gobierno norteamericano. Y sea cierto o no que hubo dinero estadounidense respaldando al anarquista, paradójicamente el mismo presidente que metió a EEUU en la Guerra de Cuba, William McKinley, fue asesinado por otro anarquista en 1901.

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