En entregas pasadas de Ilustres olvidados hemos repasado la vida de numerosos inventores españoles. Francisco Salvá Campillo fue precursor del telégrafo y Julio Cervera, de la radio. Emilio Herrera nos dejó el primer traje espacial y Leonardo Torres-Quevedo, un modelo de dirigible, un teleférico o una máquina que jugaba al ajedrez. Pero, bastante antes que todos ellos, España ya contaba con genio en los anales de la historia. Eso sí, injustamente desconocido por muchos a pesar de su carácter innovador. Hablamos de Jerónimo de Ayanz.
Nos trasladamos al siglo XVI, en pleno Renacimiento, un periodo de gran florecimiento de la razón y la técnica. El lugar, la pequeña localidad navarra de Guenduláin, a unos 15 kilómetros de Pamplona, hoy deshabitada. Allí vino al mundo en 1553 Jerónimo de Ayanz y Beaumont. Ese año, por cierto, fue constituida oficialmente la primera universidad de América, iniciativa de fray Tomás de San Martín, de quien ya hablamos en otra ocasión. Y ese mismo año murió en la hoguera otro genio español, Miguel Servet.
El caso es que Jerónimo nació en una familia de alta alcurnia por partida doble. Su padre era militar, capitán de la guarnición de Pamplona, y su madre pertenecía a los Beaumont, una de las familias más importantes de Navarra. Dada su posición, a los catorce años, marchó a la Corte para servir a Felipe II como paje real.
Militar destacadísimo
En aquellos años, el joven Jerónimo recibió una formación de primera, entre otros campos en matemáticas, unos conocimientos que le serían de gran utilidad en el futuro. Pero, por entonces, Jerónimo no parecía destinado a brillar en las ciencias, sino más bien en el terreno de las armas. Así fue, desde luego, durante muchos años. Siguiendo la estela de su padre, que estuvo en la jornada de San Quintín, se fue a combatir por Europa y el Mediterráneo a las órdenes de algunos de los más grandes comandantes de la historia militar española. En Túnez, luchó al lado de Don Juan de Austria; en Lombardía, con Alejandro Farnesio; en Flandes, con el Gran Duque de Alba; en Portugal, con el Rayo de la Guerra, Sancho Dávila; y en la batalla de la Isla Terceira, bajo el mando del invencible Álvaro de Bazán.
Esta espectacular hoja de servicios no se limitó a coincidir con muchos de los grandes genios de las armas españolas. Ayanz se ganó por sí mismo las medallas en varias acciones heroicas. Por ejemplo, en la ciudad holandesa de Zierikzee, fue herido de gravedad, pese a lo cual siguió peleando contra los numerosos enemigos que lo rodeaban.
Otro hecho destacado de estos años tuvo lugar en 1581 en Portugal, recientemente incorporada a la Corona española. Allí, Ayanz frustró un atentado contra Felipe II, por la que el monarca le premió con la Orden de Calatrava y con varias encomiendas de esa orden. El navarro puso el broche a su carrera militar en la defensa de La Coruña, en 1589, con la que el pirata Drake pretendía contestar a la expedición de la mal llamada Armada Invencible. Digamos que la flota del corsario inglés fue tan exitosa como aquella a la que trataba de hacer sombra.
Ante esta retahíla de hazañas, el mismo Lope de Vega menciona al soldado navarro en una de sus comedias para burlarse de la muerte, que sólo pudo alcanzarlo ya de viejo, pese a todos los peligros que le propuso en el campo de batalla: «Tú sola peregrina, no te humillas, / ¡oh Muerte! A don Gerónimo de Ayanza. / Tu flecha opones a su espalda y lanza / y a sus dedos de bronce tus costillas. / Pues, Muerte, no fue mucha valentía / si has tardado en vencerle sesenta años / quitándole las fuerzas cada día».
Soldado… y pintor, músico e inventor
Por aquellos años, Ayanz había fijado su residencia en Murcia, ciudad de la que fue regidor. Más tarde, la Corona lo envió a Martos (Jaén) como gobernador, villa en la que permaneció hasta 1597. Ese año, el rey le confió las más de 500 minas que España poseía diseminadas por todos sus territorios, muchas de ellas en América. Fue en este puesto donde Ayanz, que hasta entonces se había destacado en el campo de batalla, dio rienda suelta a su faceta de inventor.
En realidad, cabría describir a nuestro navarro como una perfecta encarnación del modelo renacentista del soldado que se interesaba por las artes y los saberes. Tanto es así que Ayanz no sólo fue un gran militar y un gran inventor, sino que también era conocido en la Corte por sus dotes para la pintura y la música. Él mismo cantaba las canciones que componía, mientras que en el terreno del pincel trató de poner en marcha un museo-academia para albergar la colección real y para formar a artistas. Esa pinacoteca, que por su intención bien podría haberse adelantado 250 años a la fundación el Museo del Prado, iba a estar situada en Valladolid, pero el proyecto se descartó cuando el Duque de Lerma movió la Corte de vuelta a Madrid.
Jerónimo de Ayanz, el Leonardo da Vinci español
Pero centrémonos ya en la vertiente por la que Jerónimo de Ayanz ha pasado a la historia, la de inventor. Como decíamos, fue en su capacidad de administrador general de minas cuando una serie de problemas llevaron a Ayanz a desarrollar su genio creativo. Así lo hizo, por ejemplo, al inventar un sistema para expulsar los gases tóxicos, tan peligrosos para los mineros.
Por otra parte, era habitual que las minas se inundasen, lo que muchas veces llevaba a su cierre, con la consiguiente pérdida económica para la Corona. Nuestro inventor, sin embargo, construyó y patentó una revolucionaria máquina de vapor con la que bombear el agua. Este artefacto se adelantó dos siglos a la famosa máquina de vapor de James Watt, que dio inicio a la Revolución Industrial. Por cierto, que para zonas anegadas o ríos Ayanz inventó también un equipo de buceo y, todavía más espectacular, un antepasado del submarino. Ambos aparatos se probaron en el río Pisuerga enfrente del rey Felipe III y de toda la Corte. A todo esto, como muchos de ustedes ya sabrán, el submarino moderno lo inventó otro español, Isaac Peral.
Jerónimo de Ayanz logró a lo largo de su trayectoria más de cincuenta privilegios de invención, lo que hoy llamaríamos patentes. Entre sus aportaciones figuran, además de las ya comentadas, hornos, balanzas, distintas clases de molino, bombas hidráulicas o sistemas metalúrgicos. Murió en Madrid en 1613.
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En entregas pasadas de Ilustres olvidados hemos repasado la vida de numerosos inventores españoles. Francisco Salvá Campillo fue precursor del telégrafo y Julio Cervera, de la
En entregas pasadas de Ilustres olvidados hemos repasado la vida de numerosos inventores españoles. Francisco Salvá Campillo fue precursor del telégrafo y Julio Cervera, de la radio. Emilio Herrera nos dejó el primer traje espacial y Leonardo Torres-Quevedo, un modelo de dirigible, un teleférico o una máquina que jugaba al ajedrez. Pero, bastante antes que todos ellos, España ya contaba con genio en los anales de la historia. Eso sí, injustamente desconocido por muchos a pesar de su carácter innovador. Hablamos de Jerónimo de Ayanz.
Nos trasladamos al siglo XVI, en pleno Renacimiento, un periodo de gran florecimiento de la razón y la técnica. El lugar, la pequeña localidad navarra de Guenduláin, a unos 15 kilómetros de Pamplona, hoy deshabitada. Allí vino al mundo en 1553 Jerónimo de Ayanz y Beaumont. Ese año, por cierto, fue constituida oficialmente la primera universidad de América, iniciativa de fray Tomás de San Martín, de quien ya hablamos en otra ocasión. Y ese mismo año murió en la hoguera otro genio español, Miguel Servet.
El caso es que Jerónimo nació en una familia de alta alcurnia por partida doble. Su padre era militar, capitán de la guarnición de Pamplona, y su madre pertenecía a los Beaumont, una de las familias más importantes de Navarra. Dada su posición, a los catorce años, marchó a la Corte para servir a Felipe II como paje real.
En aquellos años, el joven Jerónimo recibió una formación de primera, entre otros campos en matemáticas, unos conocimientos que le serían de gran utilidad en el futuro. Pero, por entonces, Jerónimo no parecía destinado a brillar en las ciencias, sino más bien en el terreno de las armas. Así fue, desde luego, durante muchos años. Siguiendo la estela de su padre, que estuvo en la jornada de San Quintín, se fue a combatir por Europa y el Mediterráneo a las órdenes de algunos de los más grandes comandantes de la historia militar española. En Túnez, luchó al lado de Don Juan de Austria; en Lombardía, con Alejandro Farnesio; en Flandes, con el Gran Duque de Alba; en Portugal, con el Rayo de la Guerra, Sancho Dávila; y en la batalla de la Isla Terceira, bajo el mando del invencible Álvaro de Bazán.
Esta espectacular hoja de servicios no se limitó a coincidir con muchos de los grandes genios de las armas españolas. Ayanz se ganó por sí mismo las medallas en varias acciones heroicas. Por ejemplo, en la ciudad holandesa de Zierikzee, fue herido de gravedad, pese a lo cual siguió peleando contra los numerosos enemigos que lo rodeaban.
Otro hecho destacado de estos años tuvo lugar en 1581 en Portugal, recientemente incorporada a la Corona española. Allí, Ayanz frustró un atentado contra Felipe II, por la que el monarca le premió con la Orden de Calatrava y con varias encomiendas de esa orden. El navarro puso el broche a su carrera militar en la defensa de La Coruña, en 1589, con la que el pirata Drake pretendía contestar a la expedición de la mal llamada Armada Invencible. Digamos que la flota del corsario inglés fue tan exitosa como aquella a la que trataba de hacer sombra.
Ante esta retahíla de hazañas, el mismo Lope de Vega menciona al soldado navarro en una de sus comedias para burlarse de la muerte, que sólo pudo alcanzarlo ya de viejo, pese a todos los peligros que le propuso en el campo de batalla: «Tú sola peregrina, no te humillas, / ¡oh Muerte! A don Gerónimo de Ayanza. / Tu flecha opones a su espalda y lanza / y a sus dedos de bronce tus costillas. / Pues, Muerte, no fue mucha valentía / si has tardado en vencerle sesenta años / quitándole las fuerzas cada día».
Por aquellos años, Ayanz había fijado su residencia en Murcia, ciudad de la que fue regidor. Más tarde, la Corona lo envió a Martos (Jaén) como gobernador, villa en la que permaneció hasta 1597. Ese año, el rey le confió las más de 500 minas que España poseía diseminadas por todos sus territorios, muchas de ellas en América. Fue en este puesto donde Ayanz, que hasta entonces se había destacado en el campo de batalla, dio rienda suelta a su faceta de inventor.
En realidad, cabría describir a nuestro navarro como una perfecta encarnación del modelo renacentista del soldado que se interesaba por las artes y los saberes. Tanto es así que Ayanz no sólo fue un gran militar y un gran inventor, sino que también era conocido en la Corte por sus dotes para la pintura y la música. Él mismo cantaba las canciones que componía, mientras que en el terreno del pincel trató de poner en marcha un museo-academia para albergar la colección real y para formar a artistas. Esa pinacoteca, que por su intención bien podría haberse adelantado 250 años a la fundación el Museo del Prado, iba a estar situada en Valladolid, pero el proyecto se descartó cuando el Duque de Lerma movió la Corte de vuelta a Madrid.
Pero centrémonos ya en la vertiente por la que Jerónimo de Ayanz ha pasado a la historia, la de inventor. Como decíamos, fue en su capacidad de administrador general de minas cuando una serie de problemas llevaron a Ayanz a desarrollar su genio creativo. Así lo hizo, por ejemplo, al inventar un sistema para expulsar los gases tóxicos, tan peligrosos para los mineros.
Por otra parte, era habitual que las minas se inundasen, lo que muchas veces llevaba a su cierre, con la consiguiente pérdida económica para la Corona. Nuestro inventor, sin embargo, construyó y patentó una revolucionaria máquina de vapor con la que bombear el agua. Este artefacto se adelantó dos siglos a la famosa máquina de vapor de James Watt, que dio inicio a la Revolución Industrial. Por cierto, que para zonas anegadas o ríos Ayanz inventó también un equipo de buceo y, todavía más espectacular, un antepasado del submarino. Ambos aparatos se probaron en el río Pisuerga enfrente del rey Felipe III y de toda la Corte. A todo esto, como muchos de ustedes ya sabrán, el submarino moderno lo inventó otro español, Isaac Peral.
Jerónimo de Ayanz logró a lo largo de su trayectoria más de cincuenta privilegios de invención, lo que hoy llamaríamos patentes. Entre sus aportaciones figuran, además de las ya comentadas, hornos, balanzas, distintas clases de molino, bombas hidráulicas o sistemas metalúrgicos. Murió en Madrid en 1613.
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