A mediados del siglo XIX, el género sinfónico empezó a dar muestras de agotamiento, sobre todo tras el paso del huracán Beethoven que, como Brahms comprobaría en sus propias carnes, dejó tras de sí una tierra quemada de difícil cultivo. La «música absoluta» del romanticismo había alcanzado su cota más alta y parecía que nada nuevo podía añadirse. Es entonces cuando los mejores compositores, con Franz Liszt a la cabeza, vuelven a la «música programática», dependiente de un modelo exterior, a menudo literario, que les permite mantener un punto de apoyo imaginativo para sus composiciones. La sinfonía había nacido como Vorspiel –como preludio de óperas– y como tal había tenido la obligación de describir ambientes, anticipar atmósferas y presentar personajes, pero luego, al emanciparse del drama, se había constituido en un lenguaje autónomo, expresión privilegiada de la subjetividad abstracta.
Al empezar a agotarse esa vena, Liszt y otros contemporáneos inventaron el llamado «poema sinfónico», que habitualmente consistía en un solo movimiento ancilar de una obra dramática o incluso plástica. El modelo, en realidad, no dejaba de ser beethoveniano, pues las oberturas del maestro –Coriolano, Egmont– constituyeron un claro precedente del nuevo género. Sería interesante trazar una historia de la música atendiendo a la tensión que se ha vivido desde siempre entre el objeto y el sujeto, entre la exterioridad y la interioridad, para tratar de entender la extraña capacidad eidética de ese arte. En cualquier caso, es evidente que el poema sinfónico, el Tondichtung del mundo germánico, supone un antes y un después en Europa. La música se volvió mucho más figurativa y el género fomentó una promiscuidad imaginativa que, de Liszt, Berlioz y Mendelssohn llega hasta Dvorák, Strauss, Mahler, Debussy, Sibelius, Janacék, Turina o Rodrigo.
El sello Gramola acaba de publicar un interesante álbum con Don Juan y Una vida de héroe, dos de los mejores poemas sinfónicos de Richard Strauss, uno de sus máximos valedores. Rémy Ballot (1977), director francés afincado en Austria, dirige a la Orquesta Filarmónica de Pilsen en el festival dedicado al compositor que cada año se celebra en Garmisch-Partenkirchen, ciudad de la Alta Baviera, en la frontera austríaca, donde Strauss tenía una casa como de cuento –su residencia de verano– en la que escribió buena parte de su obra y en la que murió en 1949 como una reliquia de un mundo desaparecido.
Nacido en 1864 –como Unamuno–, Richard Strauss es quizá el compositor que con mayor destreza, encanto e intuición logró mantener con vida la estética del XIX en el siglo XX, burlando tanto el Escila de la vanguardia como el Caribdis de la pesada herencia decimonónica. Strauss, como dirían los franceses, tuvo le courage d’être vulgaire, que habría que traducir como «el coraje de ser popular». Fuertemente influido por Nietzsche en su juventud –no en vano otro de sus grandes poemas sinfónicos, uno de los más pegadizos en su primer tema, lleva por título Así habló Zaratustra–, él es el puente que une la gracia sobrehumana de Mozart con la grandiosidad orquestal de Wagner pero sin las ínfulas metafísicas de este último. De hecho, podría decirse que Strauss es la venganza póstuma de Nietzsche contra el Wagner de Parsifal. Su obra está al servicio del mercado sin complejos ni melindres, anticipándose con una presciencia asombrosa a lo que será la música del cine comercial y, en general, a la cultura de masas. Su fenomenal aparato compositivo, transgresor y deslumbrante como pocos, llevó a cabo una suerte de transvalorización estética, patente en el giro que se observa desde Tristán e Isolda a Salomé. Su impresionante habilidad cromática y melódica, lo mismo que sus disonancias progresivas, su dominio de las posibilidades de la orquesta y su infalible instinto dramático y lírico, lo convirtieron en una máquina de agradar al público.
Hoy, sin embargo, cuando estamos rodeados, no ya de una «cultura de masas», sino de unas «masas sin necesidad de cultura», la música de Richard Strauss resuena con un timbre distinto, como si resonara en un enorme teatro vacío y nos mostrara las ruinas de un gusto sumergido. Avezado nuestro oído a sonoridades y estrategias narrativas que él anticipó, su obra se nos aparece como una Atlántida perdida de la industria cultural europea, por eso mismo llena de pecios y tesoros escondidos. El poema Don Juan, basado en un drama olvidado de Nikolaus Lenan, constituye un buen y temprano ejemplo de ese particular proyecto antimetafísico.
No hay duda de que Strauss tenía en mente el Don Giovanni de Mozart al componer la pieza, que por lo demás recrea la atmósfera de seducción, engaño y muerte propia del mito. El triunfal arranque orquestal describe la afirmación vital y nietzscheana del personaje, cuyas aventuras amorosas se dibujan con el violín solista, mientras que el solo de oboe acompaña el encuentro nocturno. Las trompas cantan luego las conquistas del burlador de Sevilla. Y más tarde la orquesta representa, con un dramatismo cinematográfico, el baile de máscaras en que el protagonista seduce a varias mujeres. Llega luego el golpe fúnebre de la muerte de Don Juan, pero al final Strauss retoma con los metales el tema inicial, auroral y luminoso. El conjunto es una obra maestra de una belleza y una alegría compositivas verdaderamente admirable. Estrenado en 1889 en el Hoftheater de Weimar, bajo la dirección del propio compositor, Don Juan obtuvo un sonado éxito y desde entonces es una de las piezas favoritas del repertorio.
Diez años después, en 1899, Strauss compuso Una vida de héroe (Ein Heldenleben), una obra más larga y compleja, en forma sonata, muy elocuente con respecto a la personalidad del autor. Harto de la popularidad de la Eroica de Beethoven, Strauss, según admitió en sus cartas, decidió componer una épica burlesca sobre sí mismo, que en la época se leyó como una muestra de egotismo, cuando en realidad era ya una caricatura del héroe romántico tal y como se había concebido en la poesía, desde el Childe Harold de Byron hasta su traducción musical en el poema sinfónico de Berlioz Harold en Italia. Pero aquí, en lugar de las peregrinaciones de un joven wertheriano, Strauss ofrece un retrato de las tribulaciones de un compositor de éxito, envidiado, celebrado y vilipendiado por igual.
Las distintas secciones llevan por título «El héroe», «Los enemigos del héroe», «La compañera del héroe», «El héroe en el campo de batalla», «Las obras del héroe en la paz» y «La retirada del héroe y su consumación». En el primero, Strauss se divierte autorretratándose chulescamente a sí mismo, en el segundo, describe las voces ridículas de los críticos que habían censurado su lenguaje innovador, en el tercero, según le confirmó a Roman Rollain, quiso contar la relación con su mujer, Pauline, «un poco depravada, también coqueta, siempre cambiando de ánimo y de forma de ser», en el cuarto, el héroe y su compañera luchan contra sus adversarios en un fabuloso despliegue contrapuntístico, en el quinto, tras el triunfo, el héroe contempla sus logros y cita motivos de otros poemas sinfónicos suyos, todos magistrales, como Don Juan, Así habló Zaratustra, Muerte y transfiguración, Don Quijote o Till Eulenspiegel, y en el sexto y último, el héroe, tras ganar todas las batallas contra sus detractores, encuentra por fin la paz.
Si bien se mira, en esta obra, Strauss no solo certificó la defunción del héroe romántico sino que también anunció y ridiculizó lo que sería la vida del artista en el siglo XX, un individuo al que no le ocurre nada salvo su propia dedicación, enfrentado a la prensa, obligado a defenderse y promocionarse en un mundo cada vez más pequeño y desustanciado, al servicio del arte subvencionado. All passion spent, sin embargo, hoy podemos disfrutar de la obra prescindiendo de la anécdota y admirar su impresionante arquitectura musical, el ensamblaje de tonos, la audacia instrumental, el desafío compositivo en cada compás.
Rémy Ballot es uno de los directores más interesantes de la nueva hornada europea. Fue uno de los últimos alumnos de Celibidache, a quien se parece incluso físicamente y de quien replica, con una reverencia conmovedora, su inconfundible gestualidad en el podio. Con su orquesta Altomonte de San Florian, Ballot ha grabado una ambiciosa y a ratos excelente integral de Bruckner, a menudo demasiado mimética de Celibidache –tempi dilatadísimos, extrema morosidad en las transiciones– pero que, sin embargo, le ha servido para abordar esta otra deriva de la sonoridad wagneriana que es Richard Strauss y que, como él mismo ha admitido, sirve para «limpiar» las orquestas. La ejecución, tanto en Don Juan como en Una vida de héroe, es notable, rigurosa, atenta a los detalles y transparente, sobre todo si tenemos en cuenta que la de Pilsen no es una orquesta de primer nivel. Quien quiera comparar esta grabación con otra de referencia, que no se pierda la que hizo Otto Klemperer con su Philarmonia de Londres.
A mediados del siglo XIX, el género sinfónico empezó a dar muestras de agotamiento, sobre todo tras el paso del huracán Beethoven que, como Brahms comprobaría
A mediados del siglo XIX, el género sinfónico empezó a dar muestras de agotamiento, sobre todo tras el paso del huracán Beethoven que, como Brahms comprobaría en sus propias carnes, dejó tras de sí una tierra quemada de difícil cultivo. La «música absoluta» del romanticismo había alcanzado su cota más alta y parecía que nada nuevo podía añadirse. Es entonces cuando los mejores compositores, con Franz Liszt a la cabeza, vuelven a la «música programática», dependiente de un modelo exterior, a menudo literario, que les permite mantener un punto de apoyo imaginativo para sus composiciones. La sinfonía había nacido como Vorspiel –como preludio de óperas– y como tal había tenido la obligación de describir ambientes, anticipar atmósferas y presentar personajes, pero luego, al emanciparse del drama, se había constituido en un lenguaje autónomo, expresión privilegiada de la subjetividad abstracta.
Al empezar a agotarse esa vena, Liszt y otros contemporáneos inventaron el llamado «poema sinfónico», que habitualmente consistía en un solo movimiento ancilar de una obra dramática o incluso plástica. El modelo, en realidad, no dejaba de ser beethoveniano, pues las oberturas del maestro –Coriolano, Egmont– constituyeron un claro precedente del nuevo género. Sería interesante trazar una historia de la música atendiendo a la tensión que se ha vivido desde siempre entre el objeto y el sujeto, entre la exterioridad y la interioridad, para tratar de entender la extraña capacidad eidética de ese arte. En cualquier caso, es evidente que el poema sinfónico, el Tondichtung del mundo germánico, supone un antes y un después en Europa. La música se volvió mucho más figurativa y el género fomentó una promiscuidad imaginativa que, de Liszt, Berlioz y Mendelssohn llega hasta Dvorák, Strauss, Mahler, Debussy, Sibelius, Janacék, Turina o Rodrigo.
El sello Gramola acaba de publicar un interesante álbum con Don Juan y Una vida de héroe, dos de los mejores poemas sinfónicos de Richard Strauss, uno de sus máximos valedores. Rémy Ballot (1977), director francés afincado en Austria, dirige a la Orquesta Filarmónica de Pilsen en el festival dedicado al compositor que cada año se celebra en Garmisch-Partenkirchen, ciudad de la Alta Baviera, en la frontera austríaca, donde Strauss tenía una casa como de cuento –su residencia de verano– en la que escribió buena parte de su obra y en la que murió en 1949 como una reliquia de un mundo desaparecido.
Nacido en 1864 –como Unamuno–, Richard Strauss es quizá el compositor que con mayor destreza, encanto e intuición logró mantener con vida la estética del XIX en el siglo XX, burlando tanto el Escila de la vanguardia como el Caribdis de la pesada herencia decimonónica. Strauss, como dirían los franceses, tuvo le courage d’être vulgaire, que habría que traducir como «el coraje de ser popular». Fuertemente influido por Nietzsche en su juventud –no en vano otro de sus grandes poemas sinfónicos, uno de los más pegadizos en su primer tema, lleva por título Así habló Zaratustra–, él es el puente que une la gracia sobrehumana de Mozart con la grandiosidad orquestal de Wagner pero sin las ínfulas metafísicas de este último. De hecho, podría decirse que Strauss es la venganza póstuma de Nietzsche contra el Wagner de Parsifal. Su obra está al servicio del mercado sin complejos ni melindres, anticipándose con una presciencia asombrosa a lo que será la música del cine comercial y, en general, a la cultura de masas. Su fenomenal aparato compositivo, transgresor y deslumbrante como pocos, llevó a cabo una suerte de transvalorización estética, patente en el giro que se observa desde Tristán e Isolda a Salomé. Su impresionante habilidad cromática y melódica, lo mismo que sus disonancias progresivas, su dominio de las posibilidades de la orquesta y su infalible instinto dramático y lírico, lo convirtieron en una máquina de agradar al público.
Hoy, sin embargo, cuando estamos rodeados, no ya de una «cultura de masas», sino de unas «masas sin necesidad de cultura», la música de Richard Strauss resuena con un timbre distinto, como si resonara en un enorme teatro vacío y nos mostrara las ruinas de un gusto sumergido. Avezado nuestro oído a sonoridades y estrategias narrativas que él anticipó, su obra se nos aparece como una Atlántida perdida de la industria cultural europea, por eso mismo llena de pecios y tesoros escondidos. El poema Don Juan, basado en un drama olvidado de Nikolaus Lenan, constituye un buen y temprano ejemplo de ese particular proyecto antimetafísico.
No hay duda de que Strauss tenía en mente el Don Giovanni de Mozart al componer la pieza, que por lo demás recrea la atmósfera de seducción, engaño y muerte propia del mito. El triunfal arranque orquestal describe la afirmación vital y nietzscheana del personaje, cuyas aventuras amorosas se dibujan con el violín solista, mientras que el solo de oboe acompaña el encuentro nocturno. Las trompas cantan luego las conquistas del burlador de Sevilla. Y más tarde la orquesta representa, con un dramatismo cinematográfico, el baile de máscaras en que el protagonista seduce a varias mujeres. Llega luego el golpe fúnebre de la muerte de Don Juan, pero al final Strauss retoma con los metales el tema inicial, auroral y luminoso. El conjunto es una obra maestra de una belleza y una alegría compositivas verdaderamente admirable. Estrenado en 1889 en el Hoftheater de Weimar, bajo la dirección del propio compositor, Don Juan obtuvo un sonado éxito y desde entonces es una de las piezas favoritas del repertorio.
Diez años después, en 1899, Strauss compuso Una vida de héroe (Ein Heldenleben), una obra más larga y compleja, en forma sonata, muy elocuente con respecto a la personalidad del autor. Harto de la popularidad de la Eroica de Beethoven, Strauss, según admitió en sus cartas, decidió componer una épica burlesca sobre sí mismo, que en la época se leyó como una muestra de egotismo, cuando en realidad era ya una caricatura del héroe romántico tal y como se había concebido en la poesía, desde el Childe Harold de Byron hasta su traducción musical en el poema sinfónico de Berlioz Harold en Italia. Pero aquí, en lugar de las peregrinaciones de un joven wertheriano, Strauss ofrece un retrato de las tribulaciones de un compositor de éxito, envidiado, celebrado y vilipendiado por igual.
Las distintas secciones llevan por título «El héroe», «Los enemigos del héroe», «La compañera del héroe», «El héroe en el campo de batalla», «Las obras del héroe en la paz» y «La retirada del héroe y su consumación». En el primero, Strauss se divierte autorretratándose chulescamente a sí mismo, en el segundo, describe las voces ridículas de los críticos que habían censurado su lenguaje innovador, en el tercero, según le confirmó a Roman Rollain, quiso contar la relación con su mujer, Pauline, «un poco depravada, también coqueta, siempre cambiando de ánimo y de forma de ser», en el cuarto, el héroe y su compañera luchan contra sus adversarios en un fabuloso despliegue contrapuntístico, en el quinto, tras el triunfo, el héroe contempla sus logros y cita motivos de otros poemas sinfónicos suyos, todos magistrales, como Don Juan, Así habló Zaratustra, Muerte y transfiguración, Don Quijote o Till Eulenspiegel, y en el sexto y último, el héroe, tras ganar todas las batallas contra sus detractores, encuentra por fin la paz.
Si bien se mira, en esta obra, Strauss no solo certificó la defunción del héroe romántico sino que también anunció y ridiculizó lo que sería la vida del artista en el siglo XX, un individuo al que no le ocurre nada salvo su propia dedicación, enfrentado a la prensa, obligado a defenderse y promocionarse en un mundo cada vez más pequeño y desustanciado, al servicio del arte subvencionado. All passion spent, sin embargo, hoy podemos disfrutar de la obra prescindiendo de la anécdota y admirar su impresionante arquitectura musical, el ensamblaje de tonos, la audacia instrumental, el desafío compositivo en cada compás.
Rémy Ballot es uno de los directores más interesantes de la nueva hornada europea. Fue uno de los últimos alumnos de Celibidache, a quien se parece incluso físicamente y de quien replica, con una reverencia conmovedora, su inconfundible gestualidad en el podio. Con su orquesta Altomonte de San Florian, Ballot ha grabado una ambiciosa y a ratos excelente integral de Bruckner, a menudo demasiado mimética de Celibidache –tempi dilatadísimos, extrema morosidad en las transiciones– pero que, sin embargo, le ha servido para abordar esta otra deriva de la sonoridad wagneriana que es Richard Strauss y que, como él mismo ha admitido, sirve para «limpiar» las orquestas. La ejecución, tanto en Don Juan como en Una vida de héroe, es notable, rigurosa, atenta a los detalles y transparente, sobre todo si tenemos en cuenta que la de Pilsen no es una orquesta de primer nivel. Quien quiera comparar esta grabación con otra de referencia, que no se pierda la que hizo Otto Klemperer con su Philarmonia de Londres.
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