Postdam, el castigo de Alemania

La guerra había terminado en Europa, el ejército alemán se había rendido formalmente el 8 de mayo de 1945, seis días después del suicidio de Hitler. Había llegado la hora de ajustar cuentas con el culpable de aquel apocalipsis llamado Segunda Guerra Mundial, Alemania tenía que pagar por sus pecados. Alemania entera como nación, porque aquí no valía echarle las culpas a un dictador loco, ni a un régimen tiránico, ni a unos militares ávidos de batallas. Prácticamente, todo el pueblo alemán había respaldado a Hitler, lo había aceptado como su indiscutible «conductor» (ése es el significado de Führer), se había complacido con sus conquistas y había luchado a su lado hasta el final.

Los máximos dirigentes de los tres grandes Aliados –Inglaterra, Estados Unidos y Rusia- tenían que reunirse para ejecutar el castigo. Ya lo habían hecho dos veces durante la guerra, la primera en Teherán, a finales de 1943, donde Churchill, Roosevelt y Stalin habían tratado principalmente de cuestiones militares, de cómo ganarle la guerra a Alemania. La segunda en Yalta, a principios del 45, había servido para repartirse Europa entre la Unión Soviética y Estados Unidos. En Yalta, Churchill, el caudillo político que había combatido en solitario a Hitler en 1940, había comprendido que ya no era más que un comparsa.

Roosevelt había muerto en abril y le había sucedido su vicepresidente Truman. No tenía la brillante inteligencia política de Roosevelt, pero era más astuto, no se dejaba engañar por Stalin como había hecho su predecesor. Cuando Churchill llamó a Truman y le dijo que tenían que reunirse en una nueva cumbre tripartita, el americano le dijo al inglés: «Deja que sea Stalin quien lo proponga». Y efectivamente, Stalin no había tardado en proponer una reunión en Berlín, el escenario dantesco del gran triunfo soviético, pues había sido el Ejército Rojo quien conquistara la capital del Reich. «Vamos a reunirnos en Berlín,,, en lo que quede de él», comentó irónicamente Churchill.

Pero todo el centro de Berlín era una auténtica ruina, y los rusos decidieron habilitar el lugar de encuentro en un suburbio de la capital. Pero no un suburbio cualquiera, sino al más aristocrático e histórico, Postdam, sede de la Corte de verano, donde Federico el Grande había construido su palacio rococó de Sanssoucy, y el padre de la potencia prusiana –y por tanto alemana- se reunía con Voltaire para discutir de filósofo a filósofo.

Sin embargo, la conferencia no tendría lugar en el histórico Sanssouci, el Versalles prusiano, sino en el palacio imperial más extravagante de Alemania, en Schloss Cecilienhof, el Castillo de Cecilia. Aquella había sido la última mansión de la Familia Imperial alemana, pero lo había sido hasta hacía pocas semanas, porque la princesa Cecilia, nuera del Káiser Guillermo II, el último emperador, había vivido allí hasta febrero de 1945, cuando la proximidad del Ejército Rojo la obligó a salir corriendo.

Ceciliehof era también el último palacio construido por la monarquía imperial, pues se había levantado en plena Primera Guerra Mundial, entre 1914 y 1917, cuando estaba a punto de caer el Imperio. Estaba destinando a residencia del Kronprinz, es decir, el príncipe heredero Guillermo y su esposa, Cecilia de Mecklemburgo-Schwerin, pero extrañamente tenía todo el aspecto de una mansión rural inglesa. No era casualidad, se había copiado el modelo de una famosa mansión en estilo Tudor construida en Inglaterra para un fabricante de jabones. Que el heredero del orgulloso Imperio alemán, en guerra con Inglaterra, quisiera vivir en una casa copiada a un vulgar comerciante inglés, tenía su morbo.

Pese a su modelo burgués, Cecilienhof era un auténtico palacio con sus 176 habitaciones, y sus 55 chimeneas de ladrillo, formando un bosque en los tejados. Su mobiliario fue obra de Paul Troost, famoso interiorista de trasatlánticos, que luego sería el arquitecto favorito de Hitler hasta su muerte en 1934. La enorme mansión ofrecía la posibilidad de montar la sala de conferencias en un espacio con tres accesos diferentes del mismo rango para los tres líderes mundiales. En aquellas fechas los Aliados eran todavía compañeros de viaje y Stalin estaba obsesionado por mantener el pie de igualdad en todos los aspectos. Incluso ordenó fabricar en Rusia una mesa redonda, inspirándose en la leyenda del rey Arturo y los caballeros de la Tabla Redonda, donde todos eran iguales cuando se sentaban allí.

La mesa de Stalin, que se conserva en la sala de la conferencia, acogía democráticamente a 15 personas, de modo que junto a cada líder mundial estaban su ministro de exteriores, sus asesores e intérpretes. Para darle un toque soviético, los rusos la habían fabricado en madera roja, y los jardineros habían conseguido plantar en el jardín una estrella roja de cinco puntas, emblema del Ejército Rojo.

La bomba atómica

Las extravagancias del lugar de encuentro debieron estimular ese carácter travieso que a veces muestra la Historia, y en la Conferencia del Postdam ocurrieron varios acontecimientos extraordinarios. La Conferencia comenzó el 17 de julio de 1945 y terminaría el 2 de agosto, pero nada más iniciada, el presidente Truman recibió un mensaje de alto secreto: «Trinity ha sido un éxito». Trinity era el nombre en clave de una prueba que se estaba realizando en el desierto de Nuevo México, la explosión de la primera bomba atómica. En un momento dado, el presidente americano pudo anunciarle muy ufano a Stalin que disponía de un arma terrible y que estaba dispuesto a lanzarla sobre el Japón. Y el 26 de Julio Truman y Churchill realizaron la Declaración de Postdam, en la que amenazaban a Japón con su «destrucción inmediata y total» si no se rendía incondicionalmente. Al mismo tiempo, Truman daba órdenes para la operación de bombardeo atómico sobre Hiroshima y Nagasaki, pues ya sabía que Japón no se iba a rendir hasta que no experimentase los efectos del arma total americana.

Esa Declaración de Postdam fue, por otra parte, el último acto de Churchill en la Segunda Guerra Mundial, porque en Ceciliehof también estalló una bomba. El 5 de julio se habían celebrado elecciones generales en Gran Bretaña, pero el resultado iba a tardar mucho tiempo en conocerse, porque había que esperar que llegaran los votos emitidos por millones de soldados y marinos británicos desplegados por todo el mundo. Cuando por fin se pudo hacer el recuento total fue la gran sorpresa. Winston Churchill, el héroe de la Batalla de Inglaterra, el líder que había mantenido alta la moral de combate británica cuando todo parecía perdido, el personaje público más popular que ha habido en Gran Bretaña, había perdido las elecciones frente al obscuro Clement Attle, jefe del Partido Laborista.

La Conferencia de Postdam se suspendió durante dos días para que se efectuase el relevo en el campo británico y en la foto final, un supersatisfecho Stalin, que en Yalta y Teherán se las había visto frente a brillantísimos políticos como Roosevelt y Churchill, aparecía flanqueado por dos mediocridades, cuya hoja de servicios en la guerra no presentaba nada destacable.

Pese a esa pérdida de glamur, lo cierto es que Postdam cumplió sus objetivos. Los tres grandes Aliados se pusieron cordialmente de acuerdo en lo que había que hacer con Alemania y el orgullo alemán: destrozarlos. Alemania perdió el 25 por 100 de su territorio, la frontera con Polonia se «corrió» hasta muy dentro del territorio alemán, la Línea Oder-Neisse, para compensar a Polonia del territorio que había tenido que ceder a la Unión Soviética. Todos los alemanes que vivían en ese territorio o en Prusia Oriental, también anexionada por Rusia, fueron deportados, así como las importantes minorías alemanas de Checoslovaquia y Hungría.

Alemania quedaría ocupada militarmente por las cuatro potencias –se había incluido a Francia en este acuerdo- y se emprendería un proceso de «desnazificación» que suponía no solo procesar a los dirigentes en los juicios de Nürenberg, sino pasar por la criba a toda la sociedad germana. Además, habría programas de democratización, descentralización, desmilitarización y desmantelamiento de los grandes complejos industriales. Naturalmente, Alemania tendría que pagar fuertes indemnizaciones.

Por cierto, Stalin se acordó de Franco en Postdam. Muchos militares rusos habían combatido en el bando republicano durante la Guerra Civil española, y en revancha Franco había enviado un cuerpo de 40,000 voluntarios a la conquista de Rusia, la División Azul, integrada en el ejército alemán como 250 División de Infantería. Parece que el dictador soviético propuso derribar al dictador español como cómplice de Hitler, aunque este aspecto no aparece en las actas. Pero Estados Unidos e Inglaterra se comprometieron a impedir que España entrase en la Organización de las Naciones Unidas, la ONU, que se estaba organizando.

Los acuerdos alcanzados en Postdam serían, sin embargo, barridos pronto por el viento de la Historia, porque año y medio después comenzó la Guerra Fría y los alemanes se convertirían en aliados necesarios frente al peligro soviético.

 La guerra había terminado en Europa, el ejército alemán se había rendido formalmente el 8 de mayo de 1945, seis días después del suicidio de Hitler.  

La guerra había terminado en Europa, el ejército alemán se había rendido formalmente el 8 de mayo de 1945, seis días después del suicidio de Hitler. Había llegado la hora de ajustar cuentas con el culpable de aquel apocalipsis llamado Segunda Guerra Mundial, Alemania tenía que pagar por sus pecados. Alemania entera como nación, porque aquí no valía echarle las culpas a un dictador loco, ni a un régimen tiránico, ni a unos militares ávidos de batallas. Prácticamente, todo el pueblo alemán había respaldado a Hitler, lo había aceptado como su indiscutible «conductor» (ése es el significado de Führer), se había complacido con sus conquistas y había luchado a su lado hasta el final.

Los máximos dirigentes de los tres grandes Aliados –Inglaterra, Estados Unidos y Rusia- tenían que reunirse para ejecutar el castigo. Ya lo habían hecho dos veces durante la guerra, la primera en Teherán, a finales de 1943, donde Churchill, Roosevelt y Stalin habían tratado principalmente de cuestiones militares, de cómo ganarle la guerra a Alemania. La segunda en Yalta, a principios del 45, había servido para repartirse Europa entre la Unión Soviética y Estados Unidos. En Yalta, Churchill, el caudillo político que había combatido en solitario a Hitler en 1940, había comprendido que ya no era más que un comparsa.

Roosevelt había muerto en abril y le había sucedido su vicepresidente Truman. No tenía la brillante inteligencia política de Roosevelt, pero era más astuto, no se dejaba engañar por Stalin como había hecho su predecesor. Cuando Churchill llamó a Truman y le dijo que tenían que reunirse en una nueva cumbre tripartita, el americano le dijo al inglés: «Deja que sea Stalin quien lo proponga». Y efectivamente, Stalin no había tardado en proponer una reunión en Berlín, el escenario dantesco del gran triunfo soviético, pues había sido el Ejército Rojo quien conquistara la capital del Reich. «Vamos a reunirnos en Berlín,,, en lo que quede de él», comentó irónicamente Churchill.

Pero todo el centro de Berlín era una auténtica ruina, y los rusos decidieron habilitar el lugar de encuentro en un suburbio de la capital. Pero no un suburbio cualquiera, sino al más aristocrático e histórico, Postdam, sede de la Corte de verano, donde Federico el Grande había construido su palacio rococó de Sanssoucy, y el padre de la potencia prusiana –y por tanto alemana- se reunía con Voltaire para discutir de filósofo a filósofo.

Sin embargo, la conferencia no tendría lugar en el histórico Sanssouci, el Versalles prusiano, sino en el palacio imperial más extravagante de Alemania, en Schloss Cecilienhof, el Castillo de Cecilia. Aquella había sido la última mansión de la Familia Imperial alemana, pero lo había sido hasta hacía pocas semanas, porque la princesa Cecilia, nuera del Káiser Guillermo II, el último emperador, había vivido allí hasta febrero de 1945, cuando la proximidad del Ejército Rojo la obligó a salir corriendo.

Ceciliehof era también el último palacio construido por la monarquía imperial, pues se había levantado en plena Primera Guerra Mundial, entre 1914 y 1917, cuando estaba a punto de caer el Imperio. Estaba destinando a residencia del Kronprinz, es decir, el príncipe heredero Guillermo y su esposa, Cecilia de Mecklemburgo-Schwerin, pero extrañamente tenía todo el aspecto de una mansión rural inglesa. No era casualidad, se había copiado el modelo de una famosa mansión en estilo Tudor construida en Inglaterra para un fabricante de jabones. Que el heredero del orgulloso Imperio alemán, en guerra con Inglaterra, quisiera vivir en una casa copiada a un vulgar comerciante inglés, tenía su morbo.

Pese a su modelo burgués, Cecilienhof era un auténtico palacio con sus 176 habitaciones, y sus 55 chimeneas de ladrillo, formando un bosque en los tejados. Su mobiliario fue obra de Paul Troost, famoso interiorista de trasatlánticos, que luego sería el arquitecto favorito de Hitler hasta su muerte en 1934. La enorme mansión ofrecía la posibilidad de montar la sala de conferencias en un espacio con tres accesos diferentes del mismo rango para los tres líderes mundiales. En aquellas fechas los Aliados eran todavía compañeros de viaje y Stalin estaba obsesionado por mantener el pie de igualdad en todos los aspectos. Incluso ordenó fabricar en Rusia una mesa redonda, inspirándose en la leyenda del rey Arturo y los caballeros de la Tabla Redonda, donde todos eran iguales cuando se sentaban allí.

La mesa de Stalin, que se conserva en la sala de la conferencia, acogía democráticamente a 15 personas, de modo que junto a cada líder mundial estaban su ministro de exteriores, sus asesores e intérpretes. Para darle un toque soviético, los rusos la habían fabricado en madera roja, y los jardineros habían conseguido plantar en el jardín una estrella roja de cinco puntas, emblema del Ejército Rojo.

Las extravagancias del lugar de encuentro debieron estimular ese carácter travieso que a veces muestra la Historia, y en la Conferencia del Postdam ocurrieron varios acontecimientos extraordinarios. La Conferencia comenzó el 17 de julio de 1945 y terminaría el 2 de agosto, pero nada más iniciada, el presidente Truman recibió un mensaje de alto secreto: «Trinity ha sido un éxito». Trinity era el nombre en clave de una prueba que se estaba realizando en el desierto de Nuevo México, la explosión de la primera bomba atómica. En un momento dado, el presidente americano pudo anunciarle muy ufano a Stalin que disponía de un arma terrible y que estaba dispuesto a lanzarla sobre el Japón. Y el 26 de Julio Truman y Churchill realizaron la Declaración de Postdam, en la que amenazaban a Japón con su «destrucción inmediata y total» si no se rendía incondicionalmente. Al mismo tiempo, Truman daba órdenes para la operación de bombardeo atómico sobre Hiroshima y Nagasaki, pues ya sabía que Japón no se iba a rendir hasta que no experimentase los efectos del arma total americana.

Esa Declaración de Postdam fue, por otra parte, el último acto de Churchill en la Segunda Guerra Mundial, porque en Ceciliehof también estalló una bomba. El 5 de julio se habían celebrado elecciones generales en Gran Bretaña, pero el resultado iba a tardar mucho tiempo en conocerse, porque había que esperar que llegaran los votos emitidos por millones de soldados y marinos británicos desplegados por todo el mundo. Cuando por fin se pudo hacer el recuento total fue la gran sorpresa. Winston Churchill, el héroe de la Batalla de Inglaterra, el líder que había mantenido alta la moral de combate británica cuando todo parecía perdido, el personaje público más popular que ha habido en Gran Bretaña, había perdido las elecciones frente al obscuro Clement Attle, jefe del Partido Laborista.

La Conferencia de Postdam se suspendió durante dos días para que se efectuase el relevo en el campo británico y en la foto final, un supersatisfecho Stalin, que en Yalta y Teherán se las había visto frente a brillantísimos políticos como Roosevelt y Churchill, aparecía flanqueado por dos mediocridades, cuya hoja de servicios en la guerra no presentaba nada destacable.

Pese a esa pérdida de glamur, lo cierto es que Postdam cumplió sus objetivos. Los tres grandes Aliados se pusieron cordialmente de acuerdo en lo que había que hacer con Alemania y el orgullo alemán: destrozarlos. Alemania perdió el 25 por 100 de su territorio, la frontera con Polonia se «corrió» hasta muy dentro del territorio alemán, la Línea Oder-Neisse, para compensar a Polonia del territorio que había tenido que ceder a la Unión Soviética. Todos los alemanes que vivían en ese territorio o en Prusia Oriental, también anexionada por Rusia, fueron deportados, así como las importantes minorías alemanas de Checoslovaquia y Hungría.

Alemania quedaría ocupada militarmente por las cuatro potencias –se había incluido a Francia en este acuerdo- y se emprendería un proceso de «desnazificación» que suponía no solo procesar a los dirigentes en los juicios de Nürenberg, sino pasar por la criba a toda la sociedad germana. Además, habría programas de democratización, descentralización, desmilitarización y desmantelamiento de los grandes complejos industriales. Naturalmente, Alemania tendría que pagar fuertes indemnizaciones.

Por cierto, Stalin se acordó de Franco en Postdam. Muchos militares rusos habían combatido en el bando republicano durante la Guerra Civil española, y en revancha Franco había enviado un cuerpo de 40,000 voluntarios a la conquista de Rusia, la División Azul, integrada en el ejército alemán como 250 División de Infantería. Parece que el dictador soviético propuso derribar al dictador español como cómplice de Hitler, aunque este aspecto no aparece en las actas. Pero Estados Unidos e Inglaterra se comprometieron a impedir que España entrase en la Organización de las Naciones Unidas, la ONU, que se estaba organizando.

Los acuerdos alcanzados en Postdam serían, sin embargo, barridos pronto por el viento de la Historia, porque año y medio después comenzó la Guerra Fría y los alemanes se convertirían en aliados necesarios frente al peligro soviético.

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