A finales de los años veinte, Óscar Domínguez (San Cristóbal de La Laguna, Tenerife, 1906-París, 1957) dejó la casa familiar de Tacoronte para instalarse en París. Su misión consistía en intentar reflotar el negocio paterno de venta de plátanos del que hasta entonces habían vivido. Tenía 21 años, muchos pájaros en la cabeza, una gran afición al alcohol y una pasmosa facilidad para el dibujo. Fracasadas sus gestiones como empresario platanero, decidió convertirse en uno más entre los muchos artistas que se apretaban en Montparnasse, y en 1932 se instaló definitivamente en París.
El Museo de Málaga resucita la amistad entre los dos creadores con una retrospectiva del canario con más de cien obras
A finales de los años veinte, Óscar Domínguez (San Cristóbal de La Laguna, Tenerife, 1906-París, 1957) dejó la casa familiar de Tacoronte para instalarse en París. Su misión consistía en intentar reflotar el negocio paterno de venta de plátanos del que hasta entonces habían vivido. Tenía 21 años, muchos pájaros en la cabeza, una gran afición al alcohol y una pasmosa facilidad para el dibujo. Fracasadas sus gestiones como empresario platanero, decidió convertirse en uno más entre los muchos artistas que se apretaban en Montparnasse, y en 1932 se instaló definitivamente en París.
En la capital francesa conectó muy pronto con los surrealistas (André Breton, Salvador Dalí) y poco después con el artista que ya reinaba en el mundo del arte: Pablo Picasso. La relación entre ambos se intensificó durante la Resistencia y fue mucho más allá de la pintura y de la política. En el año en el que prosiguen las conmemoraciones del centenario del Manifiesto del surrealismo, el Museo Picasso de Málaga dedica una completa retrospectiva al gran artista canario con más de un centenar de pinturas. Titulada sencillamente Óscar Domínguez, se podrá ver desde este viernes hasta el 13 de octubre. La exposición ha sido realizada en colaboración con el TEA (Tenerife Espacio de las Artes) y comisariada por el historiador y conservador Isidro Hernández.
La muestra se despliega en orden cronológico por las salas temporales del palacio de Buenavista. Hay paradas dedicadas a la poesía y vitrinas cargadas de libros y documentos que ponen contexto a la peculiar obra de Domínguez.
Junto a la antológica con la que el Reina Sofía le homenajeó en 1996, esta sería la exposición más importante centrada en el canario. Aquella, también con un centenar de obras, estuvo comisariada por Ana Vázquez de Parga y a su memoria está dedicada esta.
Pese a la prematura muerte de Domínguez a los 51 años, su obra es abundantísima. Inmaculada Abolafío, coordinadora de la muestra, habla de unas 1.500 pinturas que en gran parte se encuentran en manos de coleccionistas extranjeros. La procedencia de los cuadros del Picasso de Málaga sirve para ilustrar esa dispersión porque los préstamos proceden de unos 50 coleccionistas públicos y privados.

En el concepto expositivo con el que ha trabajado Hernández está la recuperación de Domínguez como una figura clave para el mundo surrealista a la altura de Joan Miró o Salvador Dalí, las tres luminarias españolas más sobresalientes del movimiento surrealista. La narración de la evolución de su arte se exhibe vinculada a la complicada y dolorosa salud de Domínguez. Los cambios físicos tienen que ver con los apabullantes dragos, los árboles jurásicos de impresionantes copas de hojas coriáceas que pueden sobrepasar los mil años y que son difíciles de ver fuera de las Islas Canarias. Autorretratado como drago, Domínguez interpretaba que ese árbol sanador desafiaba a las alturas con su peso y se reía del tiempo con su longevidad.
El crítico de arte francoestadounidense Patrick Waldberg, conocido por sus perfiles de artistas surrealistas, describió a Domínguez como un extraño príncipe: “Nacido el día de Reyes, muerto una Nochevieja, toda su vida corrobora que unas fuerzas nativas lo inclinaban hacia el riesgo, el derroche, y hacia esas festividades peligrosas en las que el instinto de conservación cede ante el gusto por el entusiasmo y por el brillo. Nobleza natural, por otra parte, sin más barrio que los de la luna, y que puede engendrar tanto al príncipe de locos, al pícaro, o al dandy tal como lo definía Baudelaire”.
En las pinturas del canario abundan los paisajes plagados de verdes y azules que crecen sobre la negrura volcánica. El comisario explica que Domínguez convirtió este mundo mágico y primitivo en un lenguaje propio, “inspirado quizás por la mitología prehispánica, de leyendas y civilizaciones antiguas transmitidas de generación en generación”. “Esta mitología insular se funde con los códigos del surrealismo europeo, pero filtrada por una sensibilidad volcánica, por una intuición atlántica. Así surgen sus artefactos en transformación, objetos de funcionamiento simbólico que parecen escapar de toda lógica utilitaria para abrirse como ventanas hacia lo imprevisto y lo irracional. Por ello, la obra de Domínguez posee un gran poder iconográfico. Cada trazo, cada ensamblaje de formas dispares, cada cuerpo roto o figura zoomórfica encierra una capacidad innata para crear imágenes visionarias y sorprendentes”.
Los retratos, paisajes y conjunciones de objetos se mezclan con los resultados de sus investigaciones artísticas más personales. Hay abundantes ejemplos de su teoría de la solidificación del tiempo o “litocronismo”, que elaboró junto al escritor Ernesto Sabato, y trabajos en los que aplicó la decalcomanía: técnica automática que consiste en introducir témpera negra líquida entre dos hojas de papel y presionar suavemente.

Lienzos como El piano (1933) o La máquina de coser electrosexual (1934) muestran la fecunda relación de Domínguez con el surrealismo, movimiento al que se incorporó a finales de 1934. Breton le definió como un genuino surrealista y no solo le recibió en su casa, sino que viajó hasta Tenerife. En 1935 la isla se convirtió en uno de los lugares de preferencia del surrealismo en su proyecto de internacionalización, y Óscar Domínguez, junto con Miró y Dalí, en uno de los artistas españoles que, por mérito propio, se incorporaría a la constelación del movimiento surrealista, cuenta el comisario. El idilio con Breton se acabó rompiendo después de que el canario le mandara “a la mierda” delante de mucha gente. Además, Domínguez no quiso disimular su amistad con Paul Éluard y Pablo Picasso, “dos peligrosos comunistas”, a juicio de Breton. Después de la expulsión, Domínguez vinculó su obra a la Escuela de París.
Picasso, “el más sensacional”
La amistad con Picasso se intensificó bajo la ocupación nazi. Los dos artistas compartían su condición de españoles y su gusto por la seducción. Recuerda el comisario que el canario reconoció en una carta a su amigo Eduardo Westerdahl que Picasso era “el hombre más sensacional de la época” y que estaba “cien por cien con Picasso”.
Desde pequeño, Domínguez sufrió de una frágil salud, que empeoró con el tiempo cuando fue víctima de elefantiasis aguda. Su afición desmedida por el alcohol y el sexo no contribuyeron a mejorar su estado. Los excesos le llevaron al manicomio en un par de ocasiones. Fue encontrado tirado en el suelo de su estudio parisino con las venas de las muñecas cortadas. Era el 31 de diciembre de 1957 y sus amigos le estaban esperando para festejar la noche.
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