Morante de la Puebla, el mayor intérprete vivo que hay en el mundo

Dedicado al antimorantismo que me rodea.

Cómo se lo explico yo a Richard Sennett… Cómo lo hago para explicarle a este sociólogo norteamericano, totalmente alejado de ciertos mundos, que Morante de la Puebla es el mayor intérprete vivo que hay en el mundo. ¿Y por qué a Sennett? Realmente ya lo dije hace poco en algún lugar. Uno de los mejores libros de toros que se han público recientemente es El intérprete. Arte, vida y política, de este escritor y científico estadounidense. Y lo peor es que ni el libro sabe que trata la tauromaquia ni el autor tiene pajolera idea de haber logrado tanto. En todo caso, voy a intentar explicar con algunos vericuetos mi aserto sobre este torero único y total, y lo haré con varios de los argumentos propios del brill ante texto que he mencionado del autor del ya clásico El declive del hombre público.

Hace tiempo, y de ahí la lectura de Sennett, ando peleándome muy seriamente con varias ideas que echan a reñir los conceptos de arte, interpretación, experiencia y ritual. Es un combate muy duro –entiéndanme, en su pequeñez egoísta–. Y en esta tarea tontona e inconstante he detectado que desde hace bastante tiempo solo me interesa verdaderamente aquello que tiene la cualidad de interrogarme. El caso es que eso desgraciadamente me pasa muy pocas veces, solo ante una buena lectura y con una corrida de toros, sea la que sea. Dejando a un lado los libros y artículos –entre ellos, lo confieso, mi afición un poco enfermiza por la crónica taurina–, que ahora no vienen al caso, desde hace tiempo pienso que el interrogante que me supone mi propia querencia por la tauromaquia obedece a su distinción como verdadera experiencia.

No sé si puedo llamar experiencia, así, llana y plenamente, a lo que me llevo de una proyección de cine, de una sala de exposiciones, de un concierto musical, una sesión circense o incluso de una ópera. Por cuanto lo que se le presupone a la experiencia de autenticidad, veo en todas estas representaciones un factor demasiado mediado, consensuado, cosificado e invariable que me hace rendir mis expectativas y, de alguna manera, cuantifica mis emociones, las hace prosaicas y previsibles. En definitiva, sé a lo que voy. Sin embargo, mi actitud emocional y sensitiva cuando voy a los toros está siempre renovada y altamente vigilante. Por inexplicable que parezca, acudo a los toros con verdadera tensión emotiva, a veces, de forma inexplicable; quizás porque no sé por completo a lo que voy. 

Hago otra consideración previa y necesaria para que se entienda lo anterior. Para mí la tauromaquia no solo no es cultura, sino tampoco arte. No es Cultura en el sentido domesticado y hegemónico del término, sino cultura que aún guarda pequeños residuos, tan necesarios y resistentes, que escapan a toda forma de dominio. Y no es arte porque sobrepasa con sus dosis de verdad y presentismo la propia idea de representación inherente al arte. Hay amigos que me dicen que es un ritual, pero no se aguanta esa especie de interpretación de una verdad cerrada y repetitiva que implica una ceremonia, un sacramento. Convertiría la corrida en un espacio cerrado u oculto, cosa que no es. La definición perfecta de la tauromaquia sigue siendo la que surge de una decantación de variables que lo convierten en acontecimiento mistérico y lúdico, es decir, experiencia que por muy reglamentada y medida que esté, resulta única y singular cada vez que se da, una simbiosis perfecta entre el juego y la liturgia. Ese es el verdadero atractivo de la tauromaquia, el que, al menos a mí, me sigue interrogando. 

Entonces surge la pregunta fundamental. ¿Qué elementos provocan esa singularidad? Sin duda, uno de ellos es su cualidad como juego interpretativo. Y aquí es donde entra Morante de la Puebla. Más allá de galardones, este torero viene haciendo evidente estos días en diversas plazas de toros que es el rey de ese juego. Curiosamente, el hecho de asistir a sus últimas actuaciones, y de volver a ver alguna de ellas en televisión, me lo viene ratificando. He podido apreciar entonces con mayor detalle su vis cómico-trágica y su transición inexplicable mientras torea entre lo rumboso y lo extasiado.

«Si en el Renacimiento la cultura pasó a secularizarse desde el ritual al teatro, en España se dio la particularidad de la tauromaquia»

Y comentando esto hace escasos días en un corrillo, un buen amigo mío sentenció: «Morante es el mayor artista vivo que hay en el mundo». Hice un mohín, pero no por la exageración de mi amigo –sé perfectamente lo que quiso decir y estoy de acuerdo con él–, sino por la consideración como artista, para mí dudosa y hasta devaluadora. Le respondí: «No, artista no, es el mayor intérprete que hay en el mundo». Cuando intenté afinar esta matización, y mis propias dudas sobre la misma –no saben ustedes lo exigente que puede ser una tertulia de toros–, de ahí surgió, precisamente, lo que para muchos fue el chocante hallazgo que concuerda con el más reciente libro de Sennett. Por culpa de la torpe defensa que hice de mis argumentaciones, en un ambiente algo mareante, ahora me veo obligado a abusar de la amabilidad de los lectores para exponer mi quisquillosa distinción.

La interpretación consensuada en las artes modernas, desde que se seculariza la propia acción teatral con el ideal ilustrado, se convierte muy pronto en un hecho a controlar. Cualquier historia del espectáculo moderno está llena de pistas sobre este proceso. De ahí viene la trabajada sanción disciplinaria de la hegemonía ilustrada, que en buena medida en un hecho de clases. El decoro y la invariabilidad que se van imponiendo en cualquier escenario desde el siglo XVIII guardan un sustrato implícito de dominación, de imaginación controlada. Implican la autodisciplina del público, la invariabilidad de la interpretación escénica –la célebre paradoja del comediante, según Diderot– y la consideración del propio escenario como coto vedado. De alguna manera, la idea ilustrada de arte eliminó poco a poco la porción de calle y de efecto no regulado de las manifestaciones humanas en el marco urbano y optó por la regulación despótica de dichos accidentes no deseados, normalmente identificados con lo plebeyo. Y en España, en los albores del periodo que conocemos como Ilustración, tuvimos la suerte de tener dos manifestaciones, vivas y con larga tradición, que ilustran perfectamente una extraña bifurcación: el teatro y la corrida. Si como se cree habitualmente, en el Renacimiento europeo la cultura pasó a secularizarse desde el ritual al teatro, en España se dio la particularidad añadida de la tauromaquia, y eso es algo que los estudios culturales dominantes, los del mundo anglosajón, por cierta miopía prejuiciosa y territorial, no han querido ver.

En cuanto al teatro, este progresó, nunca mejor dicho, y lo hizo adecuadamente en el momento en que las esferas hegemónicas transitaron con sus gustos y su economía desde los aburridos y cosificados usos de la escena cortesana a las formas atractivas y bullangueras de la comedia ciudadana. El proceso de disciplinamiento del teatro eliminó los últimos rastros de esa consustancial permeabilidad entre calle y escenario que se daba en sus funciones, y que como señaló Montesquieu en sus Cartas persas, fueron el verdadero atractivo para que lo hegemónico, es decir, lo cortesano y sus gentes adyacentes, acabara trasladándose a sus sillas, celosías, palcos y patios en busca de experiencias más perturbadoras, y expulsando con sus potentes economías a su público habitual, la plebe ciudadana. Este proceso, una especie de gentrificación de las plateas, sigue siendo hoy una de las mejores metáforas de la construcción de la esfera pública burguesa y del divorcio entre «artes» y público.

En el mismo momento en que, por decirlo de forma coloquial, el teatro se dejaba dominar, existía en España una manifestación pública única que, aun sufriendo una claro proceso de disciplinamiento –qué otra cosa si no son las tauromaquias y las prohibiciones, legislaciones y reglamentos, y qué mejor metáfora que el despeje de la plaza-, sin embargo, siempre supo blandir sus armas para evitar ser domesticada del todo. ¿Se imaginan ustedes a una autoridad pública regulando el comportamiento de un actuante y la compostura de un público en un teatro o una ópera? Pues esa vigilancia sigue existiendo en un palco presidencial de cualquier plaza de toros. Los toros siempre mantuvieron –y mantienen– una indeterminación como hecho escénico. Su procedencia y desarrollo es un complejo proceso de decantación sociológica, con enormes e ingobernables elementos de la esfera pública plebeya que mantienen aún en guardia a los estudiosos y a los poderosos. Sin duda, el hecho aleatorio e imprevisible del protagonista animal colabora de forma esencial a todo ello, y esta consideración merecería varias tesis doctorales, y no el pobre espacio de este escrito. Pero, de todos esos elementos de incertidumbre surge un hecho único, el intercambio auténtico y simultáneo entre el que actúa, el que embiste y los que lo ven.

«Ese público, por suerte aún no eclipsado del todo, es crítico y juez para aplaudirle, pitarle o concederle dos orejas»

Morante de la Puebla nos viene enseñando cómo el mejor intérprete siempre debe conocer el nexo con su audiencia, debe buscar formas de conectar su ejecución para hacer de su tarea un hecho verdaderamente dialogante, democrático y resistente a la dominación. Y sabe, quizás de forma intuitiva o hereditaria, sin tanta retórica ni chalaneo como el de este mismo artículo, que sus espectadores no son un cuerpo inmóvil que se limita a recibir y asimilar sensaciones. Ese público, por suerte aún no eclipsado del todo, es crítico y juez para aplaudirle, pitarle o concederle dos orejas; incluso más allá de consideraciones críticas objetivas sobre una faena que podrían poner en solfa tamaño galardón o tamaña bronca o simplemente la indiferencia. Por tanto, sabe que el público taurino mantiene ese orthos, ese orgullo que le hace superar una y otra vez la pasividad y la vulnerabilidad que se le presupone al público en general, ya acostumbrado por el arte a ser mera audiencia sometida. Por fortuna, ese tendido todavía sigue evitando el eclipsado papel del espectador común, y logra mantener la corrida como «un espectáculo abierto», logra participar en el progreso de la expresión en lugar «de contemplar pasivamente el viaje de los intérpretes».

Richard Sennett lo dice en algún momento de su libro: los espectadores deberían volver a participar «como críticos, como jueces». La propia y singular conformación del público de la corrida –que no debe ser olvidada por críticos y puristas que cíclicamente pretenden la supuesta decadencia y la falta de compostura de las aficiones y plazas–, implica la simultaneidad, el parloteo de códigos, la claque, el movimiento de los cuerpos, la efusividad o el silencio. De esos intercambios más propios de la calle, del hacinamiento urbano, de la multitud, que generan y rompen esos códigos, salen unos fragmentos de sentido continuado que posibilitan un diálogo amplio con la expresión que se está dando y hacen que un ágora completa de miles de almas, en un gesto soberano como pocos, premie, por ejemplo, «a toda una tarde», sin los elementos objetivos y precisos para otorgar un premio puntual y reglamentado. De alguna manera, se da entonces una llamativa legitimidad autoconstruida en la que todo adquiere sentido y que no hace falta que esté fijada; en la que, a pesar de que se puedan cometer inocentes contrasentidos –no lo olviden, se trata de un juego–, apenas suele suceder el verdadero atropello. 

Creo que Morante de la Puebla es consciente de todo ello. En su interesante proceso de autoconstrucción, ha superado todos los corsés de la tradición, del intérprete y de la audiencia y se dedica a dejar más una impronta que una ejecución. Y no lo tomen como un impresionismo, un quite que ya ha pagado la entrada. Nada de eso. Es pura expresión. Simplemente, este torero ya no está obsesionado con la impasibilidad del actor ante una representación diaria en el teatro o con la adecuación de la audiencia de un concierto de piano. Él sabe que puede pasar del gesto de majeza a la profunda expresión emocional sin ningún problema y transmitiendo al público que acude a la plaza mucho más que cualquier otro intérprete en cualquier otra manifestación y ante cualquier otra audiencia. Es profundamente consciente de ese diálogo entre calle y escenario y lo maneja desde hace tiempo como yo no he visto nunca a nadie hacerlo. Porque juega con la muerte, con su destreza y con la escena, porque mejora y dignifica a su antagonista, sea de la condición que sea, y con todo ello, emociona a su público; por eso, es el mayor intérprete vivo que hay ahora mismo en el mundo. 

 Dedicado al antimorantismo que me rodea. Cómo se lo explico yo a Richard Sennett… Cómo lo hago para explicarle a este sociólogo norteamericano, totalmente alejado de  

Dedicado al antimorantismo que me rodea.

Cómo se lo explico yo a Richard Sennett… Cómo lo hago para explicarle a este sociólogo norteamericano, totalmente alejado de ciertos mundos, que Morante de la Puebla es el mayor intérprete vivo que hay en el mundo. ¿Y por qué a Sennett? Realmente ya lo dije hace poco en algún lugar. Uno de los mejores libros de toros que se han público recientemente es El intérprete. Arte, vida y política, de este escritor y científico estadounidense. Y lo peor es que ni el libro sabe que trata la tauromaquia ni el autor tiene pajolera idea de haber logrado tanto. En todo caso, voy a intentar explicar con algunos vericuetos mi aserto sobre este torero único y total, y lo haré con varios de los argumentos propios del brill ante texto que he mencionado del autor del ya clásico El declive del hombre público.

Hace tiempo, y de ahí la lectura de Sennett, ando peleándome muy seriamente con varias ideas que echan a reñir los conceptos de arte, interpretación, experiencia y ritual. Es un combate muy duro –entiéndanme, en su pequeñez egoísta–. Y en esta tarea tontona e inconstante he detectado que desde hace bastante tiempo solo me interesa verdaderamente aquello que tiene la cualidad de interrogarme. El caso es que eso desgraciadamente me pasa muy pocas veces, solo ante una buena lectura y con una corrida de toros, sea la que sea. Dejando a un lado los libros y artículos –entre ellos, lo confieso, mi afición un poco enfermiza por la crónica taurina–, que ahora no vienen al caso, desde hace tiempo pienso que el interrogante que me supone mi propia querencia por la tauromaquia obedece a su distinción como verdadera experiencia.

No sé si puedo llamar experiencia, así, llana y plenamente, a lo que me llevo de una proyección de cine, de una sala de exposiciones, de un concierto musical, una sesión circense o incluso de una ópera. Por cuanto lo que se le presupone a la experiencia de autenticidad, veo en todas estas representaciones un factor demasiado mediado, consensuado, cosificado e invariable que me hace rendir mis expectativas y, de alguna manera, cuantifica mis emociones, las hace prosaicas y previsibles. En definitiva, sé a lo que voy. Sin embargo, mi actitud emocional y sensitiva cuando voy a los toros está siempre renovada y altamente vigilante. Por inexplicable que parezca, acudo a los toros con verdadera tensión emotiva, a veces, de forma inexplicable; quizás porque no sé por completo a lo que voy. 

Hago otra consideración previa y necesaria para que se entienda lo anterior. Para mí la tauromaquia no solo no es cultura, sino tampoco arte. No es Cultura en el sentido domesticado y hegemónico del término, sino cultura que aún guarda pequeños residuos, tan necesarios y resistentes, que escapan a toda forma de dominio. Y no es arte porque sobrepasa con sus dosis de verdad y presentismo la propia idea de representación inherente al arte. Hay amigos que me dicen que es un ritual, pero no se aguanta esa especie de interpretación de una verdad cerrada y repetitiva que implica una ceremonia, un sacramento. Convertiría la corrida en un espacio cerrado u oculto, cosa que no es. La definición perfecta de la tauromaquia sigue siendo la que surge de una decantación de variables que lo convierten en acontecimiento mistérico y lúdico, es decir, experiencia que por muy reglamentada y medida que esté, resulta única y singular cada vez que se da, una simbiosis perfecta entre el juego y la liturgia. Ese es el verdadero atractivo de la tauromaquia, el que, al menos a mí, me sigue interrogando. 

Entonces surge la pregunta fundamental. ¿Qué elementos provocan esa singularidad? Sin duda, uno de ellos es su cualidad como juego interpretativo. Y aquí es donde entra Morante de la Puebla. Más allá de galardones, este torero viene haciendo evidente estos días en diversas plazas de toros que es el rey de ese juego. Curiosamente, el hecho de asistir a sus últimas actuaciones, y de volver a ver alguna de ellas en televisión, me lo viene ratificando. He podido apreciar entonces con mayor detalle su vis cómico-trágica y su transición inexplicable mientras torea entre lo rumboso y lo extasiado.

«Si en el Renacimiento la cultura pasó a secularizarse desde el ritual al teatro, en España se dio la particularidad de la tauromaquia»

Y comentando esto hace escasos días en un corrillo, un buen amigo mío sentenció: «Morante es el mayor artista vivo que hay en el mundo». Hice un mohín, pero no por la exageración de mi amigo –sé perfectamente lo que quiso decir y estoy de acuerdo con él–, sino por la consideración como artista, para mí dudosa y hasta devaluadora. Le respondí: «No, artista no, es el mayor intérprete que hay en el mundo». Cuando intenté afinar esta matización, y mis propias dudas sobre la misma –no saben ustedes lo exigente que puede ser una tertulia de toros–, de ahí surgió, precisamente, lo que para muchos fue el chocante hallazgo que concuerda con el más reciente libro de Sennett. Por culpa de la torpe defensa que hice de mis argumentaciones, en un ambiente algo mareante, ahora me veo obligado a abusar de la amabilidad de los lectores para exponer mi quisquillosa distinción.

La interpretación consensuada en las artes modernas, desde que se seculariza la propia acción teatral con el ideal ilustrado, se convierte muy pronto en un hecho a controlar. Cualquier historia del espectáculo moderno está llena de pistas sobre este proceso. De ahí viene la trabajada sanción disciplinaria de la hegemonía ilustrada, que en buena medida en un hecho de clases. El decoro y la invariabilidad que se van imponiendo en cualquier escenario desde el siglo XVIII guardan un sustrato implícito de dominación, de imaginación controlada. Implican la autodisciplina del público, la invariabilidad de la interpretación escénica –la célebre paradoja del comediante, según Diderot– y la consideración del propio escenario como coto vedado. De alguna manera, la idea ilustrada de arte eliminó poco a poco la porción de calle y de efecto no regulado de las manifestaciones humanas en el marco urbano y optó por la regulación despótica de dichos accidentes no deseados, normalmente identificados con lo plebeyo. Y en España, en los albores del periodo que conocemos como Ilustración, tuvimos la suerte de tener dos manifestaciones, vivas y con larga tradición, que ilustran perfectamente una extraña bifurcación: el teatro y la corrida. Si como se cree habitualmente, en el Renacimiento europeo la cultura pasó a secularizarse desde el ritual al teatro, en España se dio la particularidad añadida de la tauromaquia, y eso es algo que los estudios culturales dominantes, los del mundo anglosajón, por cierta miopía prejuiciosa y territorial, no han querido ver.

En cuanto al teatro, este progresó, nunca mejor dicho, y lo hizo adecuadamente en el momento en que las esferas hegemónicas transitaron con sus gustos y su economía desde los aburridos y cosificados usos de la escena cortesana a las formas atractivas y bullangueras de la comedia ciudadana. El proceso de disciplinamiento del teatro eliminó los últimos rastros de esa consustancial permeabilidad entre calle y escenario que se daba en sus funciones, y que como señaló Montesquieu en sus Cartas persas, fueron el verdadero atractivo para que lo hegemónico, es decir, lo cortesano y sus gentes adyacentes, acabara trasladándose a sus sillas, celosías, palcos y patios en busca de experiencias más perturbadoras, y expulsando con sus potentes economías a su público habitual, la plebe ciudadana. Este proceso, una especie de gentrificación de las plateas, sigue siendo hoy una de las mejores metáforas de la construcción de la esfera pública burguesa y del divorcio entre «artes» y público.

En el mismo momento en que, por decirlo de forma coloquial, el teatro se dejaba dominar, existía en España una manifestación pública única que, aun sufriendo una claro proceso de disciplinamiento –qué otra cosa si no son las tauromaquias y las prohibiciones, legislaciones y reglamentos, y qué mejor metáfora que el despeje de la plaza-, sin embargo, siempre supo blandir sus armas para evitar ser domesticada del todo. ¿Se imaginan ustedes a una autoridad pública regulando el comportamiento de un actuante y la compostura de un público en un teatro o una ópera? Pues esa vigilancia sigue existiendo en un palco presidencial de cualquier plaza de toros. Los toros siempre mantuvieron –y mantienen– una indeterminación como hecho escénico. Su procedencia y desarrollo es un complejo proceso de decantación sociológica, con enormes e ingobernables elementos de la esfera pública plebeya que mantienen aún en guardia a los estudiosos y a los poderosos. Sin duda, el hecho aleatorio e imprevisible del protagonista animal colabora de forma esencial a todo ello, y esta consideración merecería varias tesis doctorales, y no el pobre espacio de este escrito. Pero, de todos esos elementos de incertidumbre surge un hecho único, el intercambio auténtico y simultáneo entre el que actúa, el que embiste y los que lo ven.

«Ese público, por suerte aún no eclipsado del todo, es crítico y juez para aplaudirle, pitarle o concederle dos orejas»

Morante de la Puebla nos viene enseñando cómo el mejor intérprete siempre debe conocer el nexo con su audiencia, debe buscar formas de conectar su ejecución para hacer de su tarea un hecho verdaderamente dialogante, democrático y resistente a la dominación. Y sabe, quizás de forma intuitiva o hereditaria, sin tanta retórica ni chalaneo como el de este mismo artículo, que sus espectadores no son un cuerpo inmóvil que se limita a recibir y asimilar sensaciones. Ese público, por suerte aún no eclipsado del todo, es crítico y juez para aplaudirle, pitarle o concederle dos orejas; incluso más allá de consideraciones críticas objetivas sobre una faena que podrían poner en solfa tamaño galardón o tamaña bronca o simplemente la indiferencia. Por tanto, sabe que el público taurino mantiene ese orthos, ese orgullo que le hace superar una y otra vez la pasividad y la vulnerabilidad que se le presupone al público en general, ya acostumbrado por el arte a ser mera audiencia sometida. Por fortuna, ese tendido todavía sigue evitando el eclipsado papel del espectador común, y logra mantener la corrida como «un espectáculo abierto», logra participar en el progreso de la expresión en lugar «de contemplar pasivamente el viaje de los intérpretes».

Richard Sennett lo dice en algún momento de su libro: los espectadores deberían volver a participar «como críticos, como jueces». La propia y singular conformación del público de la corrida –que no debe ser olvidada por críticos y puristas que cíclicamente pretenden la supuesta decadencia y la falta de compostura de las aficiones y plazas–, implica la simultaneidad, el parloteo de códigos, la claque, el movimiento de los cuerpos, la efusividad o el silencio. De esos intercambios más propios de la calle, del hacinamiento urbano, de la multitud, que generan y rompen esos códigos, salen unos fragmentos de sentido continuado que posibilitan un diálogo amplio con la expresión que se está dando y hacen que un ágora completa de miles de almas, en un gesto soberano como pocos, premie, por ejemplo, «a toda una tarde», sin los elementos objetivos y precisos para otorgar un premio puntual y reglamentado. De alguna manera, se da entonces una llamativa legitimidad autoconstruida en la que todo adquiere sentido y que no hace falta que esté fijada; en la que, a pesar de que se puedan cometer inocentes contrasentidos –no lo olviden, se trata de un juego–, apenas suele suceder el verdadero atropello. 

Creo que Morante de la Puebla es consciente de todo ello. En su interesante proceso de autoconstrucción, ha superado todos los corsés de la tradición, del intérprete y de la audiencia y se dedica a dejar más una impronta que una ejecución. Y no lo tomen como un impresionismo, un quite que ya ha pagado la entrada. Nada de eso. Es pura expresión. Simplemente, este torero ya no está obsesionado con la impasibilidad del actor ante una representación diaria en el teatro o con la adecuación de la audiencia de un concierto de piano. Él sabe que puede pasar del gesto de majeza a la profunda expresión emocional sin ningún problema y transmitiendo al público que acude a la plaza mucho más que cualquier otro intérprete en cualquier otra manifestación y ante cualquier otra audiencia. Es profundamente consciente de ese diálogo entre calle y escenario y lo maneja desde hace tiempo como yo no he visto nunca a nadie hacerlo. Porque juega con la muerte, con su destreza y con la escena, porque mejora y dignifica a su antagonista, sea de la condición que sea, y con todo ello, emociona a su público; por eso, es el mayor intérprete vivo que hay ahora mismo en el mundo. 

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