De niños los llamábamos tebeos. De adolescentes, cómics. Ahora, con cierto esnobismo, novelas gráficas (salvo que se trate de historietas de superhéroes o de mangas). Hablamos de las narraciones en viñetas, que son objeto de estudio en un libro que recorre su evolución en nuestro país: Historia de los cómics en España (ACT Ediciones).
No es la primera vez que se aborda este asunto, pero esta propuesta tiene la virtud de ser concisa y precisa, gracias a que los autores -que se reparten el trabajo por épocas- se cuentan entre los mejores divulgadores y especialistas en la materia. Una curiosidad: esta obra se publicó primero en francés. ¿Por qué? Porque nació como un encargo para proporcionar al público galo una síntesis histórica de los cómics españoles. Como fue muy bien recibida, se ha decidido publicarla también en castellano.
Es ideal como introducción para el neófito y al aficionado siempre le proporcionará algún detalle que no conocía. La concisión -son algo menos de 200 páginas, profusamente ilustradas– funciona muy bien, salvo cuando se usa para mencionar en retahíla a los colaboradores de tal o cual publicación. ¿De qué sirve citar en una cadena de nombres a figuras tan singulares como el clásico Coll o el más moderno Tha sin una mínima pincelada sobre su estilo que pueda despertar el interés de quienes no los conozcan?
En España, como en el resto del mundo, este arte nació en la prensa a finales del siglo XIX: los chistes gráficos de dibujo único empezaron a desplegar un impulso narrativo en pequeñas historias que se desarrollaban en varias viñetas. La fecha oficial de nacimiento del cómic español suele fijarse en 1915 y un par de años después vio la luz en Barcelona la primera versión de la revista TBO, que acabaría dando pie a la palabra tebeo. Pocos logros reseñables hay en esta primera etapa de balbuceos previa a la guerra civil. Cuando estalló el conflicto, las historietas se pusieron al servicio propagandístico de uno u otro bando.
Los cómics españoles empiezan a ser verdaderamente relevantes en la posguerra, pese a que impera la censura. Sobre los hoy denostados héroes de papel de los años cuarenta, el autor que aborda esta etapa, Antonio Altarriba, deshace algunos clichés muy afianzados: «La revisión crítica de los años sesenta estableció el tópico de que los tebeos fueron sutiles inoculadores de ideología franquista. Lo cierto es que una lectura distanciada revela, si no su inocuidad, al menos una conexión mayor con los valores propios de los respectivos géneros que con los del nacionalcatolicismo. Hoy podemos afirmar que ni Roberto Alcázar es un trasunto de detective joseantoniano ni El Guerrero del Antifaz un matamoros promotor del integrismo cruzado».
Esplendor en los 50
Frente a estos personajes, estaban los humorísticos. como Doña Urraca o Carpanta, que retrataban la España de la carestía «desde una perspectiva más desenfadada que crítica». Tal vez por eso pasaron el filtro de la censura y sin embargo hoy no pasarían el de la corrección política. Los dos personajes mencionados eran de la escudería Bruguera, la editorial barcelonesa que lideró durante estos años el mercado del cómic infantil y juvenil. Y es que de esto básicamente es de lo que hablamos durante el periodo del franquismo: de tebeos dirigidos a este sector del público, que podemos dividir en tres categorías básicas: historietas de aventuras, humorísticas y románticas, estas últimas dirigidas a las niñas.
El momento álgido llega en los años cincuenta, con la aparición de los personajes más emblemáticos del tebeo clásico español. En el ámbito de la aventura, El Capitán Trueno del guionista Víctor Mora con dibujo de Ambrós (tiene poco después una réplica en El Jabato, también de Mora, pero con otros dibujantes). Y en el ámbito del humor, Mortadelo y Filemón de Francisco Ibáñez, un estajanovista, que creará también la genial 13 Rue del Percebe, El botones Sacarino, Pepe Gotera y Otilio y Rompetechos. Ibáñez se convierte en el pilar de Bruguera, con alguna ayuda del liante y vago Manuel Vázquez (Santiago Segura lo interpretó en El gran Vázquez, que contaba su vida y leyenda), creador de Anacleto, agente secreto.
En la década de los setenta, la renovación en la historieta juvenil llega con la revista Trinca, pero en los años del tardofranquismo son mucho más relevantes las publicaciones satíricas que juegan al gato y al ratón con la censura -tanto por la política como por el sexo- como Barrabás y El Papus, antecedentes del nacimiento en 1977 de El Jueves. El otro campo que empieza a abrirse es el de los cómics alternativos para adultos -los llamados cómix- inspirados en el underground estadounidense. Esta corriente arranca en 1973 con El Rrollo enmascarado y se suma un año después la revista Star. El panorama está cambiando a gran velocidad.
Muerto Franco y abolida la censura, el cómic vive un momento de efervescencia durante la transición y la década de los ochenta. Es la época dorada de las revistas para el nuevo público adulto: Tótem, 1984 y Cimoc, centradas en la ciencia ficción; El Víbora y Makoki, representantes de la llamada línea chunga (inspirada en el underground americano), y Cairo, el estandarte de la línea clara (inspirada en Hergé y sus discípulos).
Crisis de los 90
El boom de los ochenta da paso al crack de los noventa: el formato de las revistas entra en crisis y es sustituido por el comic book. El mercado se constriñe. En el siglo XXI sobreviven dos editoriales históricas barcelonesas -Norma y Cúpula-, surgen otras como la bilbaína Astiberri. Los grandes grupos -Planeta y Random- empiezan a apostar por la historieta, en un mercado que vuelve a crecer de un modo paradójico: cada vez se venden más cómics, pero a los autores cada vez les es más difícil vivir de su oficio en España. Algunos optan por trabajar para Francia o para Estados Unidos, lo cual tampoco es una novedad. En los años setenta, el editor Josep Toutain puso en marcha esta fórmula con su agencia Selecciones Ilustradas. Sus dibujantes trabajaban desde Barcelona -a precios mucho más baratos- para el mercado anglosajón. Carlos Giménez -el autor de Paracuellos, un hito de la historieta española- inició allí su carrera y lo contó en el autobiográfico Los profesionales.
En las últimas décadas, el cómic ha ganado prestigio. Álbumes como Arrugas de Paco Roca (que aborda el tema del Alzheimer) o María y yo, que exploraba la relación de su autor, Miguel Gallardo, con su hija autista, han demostrado que los tebeos -o novelas gráficas- también pueden tratar temas serios y complejos. Incluso el Ministerio de Cultura se dignó a poner en marcha en 2007 un Premio Nacional del Cómic. Pero sin duda el gesto más bonito ha sido el del Ayuntamiento de Barcelona: en 2023, tras el fallecimiento de Francisco Ibáñez, puso en la ciudad tres semáforos cuyas siluetas de viandantes son Filemón (en rojo) y Mortadelo (en verde).
De niños los llamábamos tebeos. De adolescentes, cómics. Ahora, con cierto esnobismo, novelas gráficas (salvo que se trate de historietas de superhéroes o de mangas). Hablamos
De niños los llamábamos tebeos. De adolescentes, cómics. Ahora, con cierto esnobismo, novelas gráficas (salvo que se trate de historietas de superhéroes o de mangas). Hablamos de las narraciones en viñetas, que son objeto de estudio en un libro que recorre su evolución en nuestro país: Historia de los cómics en España (ACT Ediciones).
No es la primera vez que se aborda este asunto, pero esta propuesta tiene la virtud de ser concisa y precisa, gracias a que los autores -que se reparten el trabajo por épocas- se cuentan entre los mejores divulgadores y especialistas en la materia. Una curiosidad: esta obra se publicó primero en francés. ¿Por qué? Porque nació como un encargo para proporcionar al público galo una síntesis histórica de los cómics españoles. Como fue muy bien recibida, se ha decidido publicarla también en castellano.
Es ideal como introducción para el neófito y al aficionado siempre le proporcionará algún detalle que no conocía. La concisión -son algo menos de 200 páginas, profusamente ilustradas– funciona muy bien, salvo cuando se usa para mencionar en retahíla a los colaboradores de tal o cual publicación. ¿De qué sirve citar en una cadena de nombres a figuras tan singulares como el clásico Coll o el más moderno Tha sin una mínima pincelada sobre su estilo que pueda despertar el interés de quienes no los conozcan?
En España, como en el resto del mundo, este arte nació en la prensa a finales del siglo XIX: los chistes gráficos de dibujo único empezaron a desplegar un impulso narrativo en pequeñas historias que se desarrollaban en varias viñetas. La fecha oficial de nacimiento del cómic español suele fijarse en 1915 y un par de años después vio la luz en Barcelona la primera versión de la revista TBO, que acabaría dando pie a la palabra tebeo. Pocos logros reseñables hay en esta primera etapa de balbuceos previa a la guerra civil. Cuando estalló el conflicto, las historietas se pusieron al servicio propagandístico de uno u otro bando.
Los cómics españoles empiezan a ser verdaderamente relevantes en la posguerra, pese a que impera la censura. Sobre los hoy denostados héroes de papel de los años cuarenta, el autor que aborda esta etapa, Antonio Altarriba, deshace algunos clichés muy afianzados: «La revisión crítica de los años sesenta estableció el tópico de que los tebeos fueron sutiles inoculadores de ideología franquista. Lo cierto es que una lectura distanciada revela, si no su inocuidad, al menos una conexión mayor con los valores propios de los respectivos géneros que con los del nacionalcatolicismo. Hoy podemos afirmar que ni Roberto Alcázar es un trasunto de detective joseantoniano ni El Guerrero del Antifaz un matamoros promotor del integrismo cruzado».
Frente a estos personajes, estaban los humorísticos. como Doña Urraca o Carpanta, que retrataban la España de la carestía «desde una perspectiva más desenfadada que crítica». Tal vez por eso pasaron el filtro de la censura y sin embargo hoy no pasarían el de la corrección política. Los dos personajes mencionados eran de la escudería Bruguera, la editorial barcelonesa que lideró durante estos años el mercado del cómic infantil y juvenil. Y es que de esto básicamente es de lo que hablamos durante el periodo del franquismo: de tebeos dirigidos a este sector del público, que podemos dividir en tres categorías básicas: historietas de aventuras, humorísticas y románticas, estas últimas dirigidas a las niñas.
El momento álgido llega en los años cincuenta, con la aparición de los personajes más emblemáticos del tebeo clásico español. En el ámbito de la aventura, El Capitán Trueno del guionista Víctor Mora con dibujo de Ambrós (tiene poco después una réplica en El Jabato, también de Mora, pero con otros dibujantes). Y en el ámbito del humor, Mortadelo y Filemón de Francisco Ibáñez, un estajanovista, que creará también la genial 13 Rue del Percebe, El botones Sacarino, Pepe Gotera y Otilio y Rompetechos. Ibáñez se convierte en el pilar de Bruguera, con alguna ayuda del liante y vago Manuel Vázquez (Santiago Segura lo interpretó en El gran Vázquez, que contaba su vida y leyenda), creador de Anacleto, agente secreto.
En la década de los setenta, la renovación en la historieta juvenil llega con la revista Trinca, pero en los años del tardofranquismo son mucho más relevantes las publicaciones satíricas que juegan al gato y al ratón con la censura -tanto por la política como por el sexo- como Barrabás y El Papus, antecedentes del nacimiento en 1977 de El Jueves. El otro campo que empieza a abrirse es el de los cómics alternativos para adultos -los llamados cómix- inspirados en el underground estadounidense. Esta corriente arranca en 1973 con El Rrollo enmascarado y se suma un año después la revista Star. El panorama está cambiando a gran velocidad.
Muerto Franco y abolida la censura, el cómic vive un momento de efervescencia durante la transición y la década de los ochenta. Es la época dorada de las revistas para el nuevo público adulto: Tótem, 1984 y Cimoc, centradas en la ciencia ficción; El Víbora y Makoki, representantes de la llamada línea chunga (inspirada en el underground americano), y Cairo, el estandarte de la línea clara (inspirada en Hergé y sus discípulos).
El boom de los ochenta da paso al crack de los noventa: el formato de las revistas entra en crisis y es sustituido por el comic book. El mercado se constriñe. En el siglo XXI sobreviven dos editoriales históricas barcelonesas -Norma y Cúpula-, surgen otras como la bilbaína Astiberri. Los grandes grupos -Planeta y Random- empiezan a apostar por la historieta, en un mercado que vuelve a crecer de un modo paradójico: cada vez se venden más cómics, pero a los autores cada vez les es más difícil vivir de su oficio en España. Algunos optan por trabajar para Francia o para Estados Unidos, lo cual tampoco es una novedad. En los años setenta, el editor Josep Toutain puso en marcha esta fórmula con su agencia Selecciones Ilustradas. Sus dibujantes trabajaban desde Barcelona -a precios mucho más baratos- para el mercado anglosajón. Carlos Giménez -el autor de Paracuellos, un hito de la historieta española- inició allí su carrera y lo contó en el autobiográfico Los profesionales.
En las últimas décadas, el cómic ha ganado prestigio. Álbumes como Arrugas de Paco Roca (que aborda el tema del Alzheimer) o María y yo, que exploraba la relación de su autor, Miguel Gallardo, con su hija autista, han demostrado que los tebeos -o novelas gráficas- también pueden tratar temas serios y complejos. Incluso el Ministerio de Cultura se dignó a poner en marcha en 2007 un Premio Nacional del Cómic. Pero sin duda el gesto más bonito ha sido el del Ayuntamiento de Barcelona: en 2023, tras el fallecimiento de Francisco Ibáñez, puso en la ciudad tres semáforos cuyas siluetas de viandantes son Filemón (en rojo) y Mortadelo (en verde).
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