El crítico Georg Lukács solía decir que no había ni una sola nota de Mozart que pudiera utilizarse para fines innobles. Y lo cierto es que, si uno atiende a la historia de la gran música romántica que le siguió, de Beethoven a Wagner o Bruckner, no puede sino darle la razón con cierto misterioso desasosiego. ¿Qué tiene la música de Mozart para que no haya despertado jamás ninguna fuerza demoníaca? ¿Quizá estuvo a salvo, justo al borde del precipicio, del idealismo y de la subjetividad imperante que terminó por agotar una determinada idea del arte? ¿Se trata de una música benéfica, tocada por los ángeles? ¿Y por qué uno se siente siempre a salvo en sus manos, más allá de cualquier consideración religiosa?
Son preguntas sin respuesta que no dejan de resonar cada vez que escuchamos una sonata suya, una sinfonía, un cuarteto, cualquier pieza: «El cuerpo entero / de la armonía impalpable e invisible, / pero del cual oímos su pase susurrante / de linfa, con el frescor que dan lunas y auroras, / en cascadas creciendo, en ríos caudalosos», como escribió Cernuda mejor que nadie. Pero quizá sea en sus óperas donde mejor se entienda lo que Mozart hizo por nosotros, su inagotable capacidad de armonizar el caos humano, desde el habla hasta las pasiones y las mezquindades, riéndose y a la vez apiadándose de nuestras debilidades, dotando a lo inexplicable –y aquí quizá esté el secreto– no de un sentido, ya sea trascendente o inmanente, sino simplemente de una gracia inviolable.
Las óperas de Mozart, sobre todo Las bodas de Fígaro, Don Giovanni y Cosí fan tutte, con libretos de Lorenzo da Ponte, constituyen un milagro de la imaginación humana que, si uno tiene el privilegio de ser iniciado en ellas muy pronto en su vida, le acompañarán hasta el final como un paraíso artístico de felicidad y deleite. Son, de hecho, la prueba de fuego del verdadero gusto musical. Quien no tiene oído para ellas, no sabrá nunca lo que es la música.
Mozart escribió siempre comedias, que es el género más difícil y magnánimo, propio de quienes se atreven a tutear a la humanidad. Su forma de representar nuestra condición adquirió un grado de pureza edificante que, sin embargo, pulveriza cualquier convención moral preestablecida. Pasa lo mismo con las comedias de Shakespeare o con las grandes películas cómicas de la era dorada de Hollywood –las de Capra o Cukor, tan deudoras de la comedia shakespeariana, por cierto. Al final se produce una iluminación que una y otra vez amplía nuestra fe en nosotros mismos.
Mozart sirve además para protegerse de los excesos de la ópera romántica y burguesa que convirtieron el teatro de la pasión en una serie de gesticulaciones rayanas en lo ridículo, como ese Cavaradossi tirándose de las almenas del Castel Sant’Angelo en Tosca. Frente a ese exceso de pathos maquillado e hipertrofiado, uno siempre imagina la risa de Mozart, a punto de colar a uno de sus personajes con un aria malévola y mil veces más inspirada. Porque no hay descanso en el don de Mozart para crear voces, arias memorables y perfectas para cada una de sus criaturas, ideales para cada situación. En Le nozze, por ejemplo, desde ese principio en que Figaro mide el lecho en el que se va a acostar con su prometida Susanna (¡cinque, dieci, venti, trenta, trenta sei, quaranta tre!), anuncio a su vez de todo el enredo sentimental de la obra, el humanísimo e inextricable lío adquiere un orden que se mantiene en un estado de levedad hasta los últimos compases. Los recitativos hacen avanzar el argumento, que, sin embargo, no tiene tanta importancia como las arias, el espacio a salvo de la tiranía de la acción donde brota el carácter de cada personaje, lo irreductible de cada persona, a su vez caja de resonancia de una especificidad universal.
Warner acaba de reeditar una grabación canónica de Las bodas de Figaro, dirigida por Carlo Maria Giulini en 1961 al frente de la orquesta Philarmonia, con un reparto excelente que incluye a Giusseppe Taddei como Figaro, Elizabeth Schwarkopf como condesa y Fiorenza Cossotto como un gran Cherubino. Giulini, hoy un tanto injustamente olvidado, de cuya muerte se cumplen este mes cuarenta años, fue uno de los grandes directores de la segunda mitad del siglo XX. Formado como violista en la orquesta Augusteo –luego Santa Cecilia–, tuvo la inmensa fortuna de tocar en su juventud a las órdenes de Wilhelm Furtwängler, Bruno Walter, Richard Strauss y Otto Klemperer. Como director, empezó a destacar en la década de 1950, dedicándose sobre todo a la ópera en La Scala de Milán, donde vivió un sonado abucheo a Maria Callas en una función de El barbero de Sevilla.
Ya en los años 1960 y 1970, Giulini se convirtió en un director invitado por las principales orquestas europeas y americanas. Hombre discreto y modesto a la vez que exigente, desarrolló un estilo muy genuino, basado en un escrupuloso respeto a la partitura, una gran expresividad y una fuerte dimensión espiritual. Su sonoridad lleva el sello de sus primeros maestros germánicos –sobre todo de Furtwängler– sin perder la alegría y la bendita superficialidad italianas. En su discografía, destacan versiones magníficas de Verdi –el Requiem con la Philarmonia, sobre todo–, una tercera inmensa de Schumann –la «renana», con la Filarmónica de Los Ángeles–, una estratosférica novena de Bruckner –con la Filarmónica de Viena–, una soberbia octava de Dvorák –maravillosa la sinfónica de Chicago– o unas intensísimas segunda y tercera de Brahms –de nuevo con la Philarmonia. En ópera también habría que incluir su magistral grabación de 1959 de Don Giovanni, otra vez con la Schwarkopf en compañía nada menos que de Joan Sutherland.
Su disco de Las bodas de Figaro es sin duda uno de los mejores, por mucho que la bellísima y poderosa voz de la Schwarkopf sea un poco demasiado dramática y romántica para el papel. La mezzo Fiorenza Cossotto –aún entre nosotros a sus noventa años– borda en cambio a Cherubino, como en la fabulosa aria, que uno escucharía una y otra vez hasta el último aliento, Voi, che sapete che cosa è amor. La dirección de Giulini es asombrosa, clara, precisa, perfectamente acoplada al prodigioso fraseo mozartiano, con tempi muy mesurados, un tanto reminiscentes de las versiones dilatadas de Otto Klemperer. Como siempre, su batuta nos recuerda una concepción de la música que venía d’altrove, lejos de las urgencias y las servidumbres propias de la industria discográfica de hoy en día, cuando aún había tiempo.
Otras grabaciones canónicas de Le nozze son la de Erich Kleiber de 1955 con la Filarmónica de Viena –durante mucho tiempo de referencia–, la de Karl Böhm, gran mozartiano, de 1968, con Dietrich Fischer Dieskau, Gundula Janowitz y Tatiana Troyanos –quizá el par ideal de voces– o la de Georg Solti de 1982 con Samuel Ramey, Lucia Popp, Thomas Allen y Kiri Te Kanawa, una de las grandes condesas de todos los tiempos. Especialmente memorable es su interpretación del aria del tercer acto Dove sono i bei momenti («Donde están los bellos momentos»), actualización del tópico del ubi sunt, una de las cotas más altas que ha alcanzado jamás el sentimiento de nostalgia en el arte.
El aria sirve para tomar conciencia, además, de la inaudita capacidad de Mozart para prestar atención en múltiples direcciones simultáneas, como si su oído hubiera sido capaz de captar lo terrenal en lo divino. La inolvidable melodía del aria empieza de manera muy similar al Agnus dei de su Misa de la coronación, escrita bastantes años antes, en 1779. No deja de ser un enigma fascinante cómo Mozart, con prácticamente las mismas notas, pudo cantar tanto el instante sacrificial que en la misa purifica los pecados como la emoción de una mujer segura de que su felicidad ya no volverá. En un caso, se trata de una impersonal plegaria elevada a lo desconocido, y en otro, de un lamento subjetivo que desciende hacia el pasado inaprensible. Pero solo Mozart encontró el vínculo que une para siempre la redención con la pérdida.
El crítico Georg Lukács solía decir que no había ni una sola nota de Mozart que pudiera utilizarse para fines innobles. Y lo cierto es que,
El crítico Georg Lukács solía decir que no había ni una sola nota de Mozart que pudiera utilizarse para fines innobles. Y lo cierto es que, si uno atiende a la historia de la gran música romántica que le siguió, de Beethoven a Wagner o Bruckner, no puede sino darle la razón con cierto misterioso desasosiego. ¿Qué tiene la música de Mozart para que no haya despertado jamás ninguna fuerza demoníaca? ¿Quizá estuvo a salvo, justo al borde del precipicio, del idealismo y de la subjetividad imperante que terminó por agotar una determinada idea del arte? ¿Se trata de una música benéfica, tocada por los ángeles? ¿Y por qué uno se siente siempre a salvo en sus manos, más allá de cualquier consideración religiosa?
Son preguntas sin respuesta que no dejan de resonar cada vez que escuchamos una sonata suya, una sinfonía, un cuarteto, cualquier pieza: «El cuerpo entero / de la armonía impalpable e invisible, / pero del cual oímos su pase susurrante / de linfa, con el frescor que dan lunas y auroras, / en cascadas creciendo, en ríos caudalosos», como escribió Cernuda mejor que nadie. Pero quizá sea en sus óperas donde mejor se entienda lo que Mozart hizo por nosotros, su inagotable capacidad de armonizar el caos humano, desde el habla hasta las pasiones y las mezquindades, riéndose y a la vez apiadándose de nuestras debilidades, dotando a lo inexplicable –y aquí quizá esté el secreto– no de un sentido, ya sea trascendente o inmanente, sino simplemente de una gracia inviolable.
Las óperas de Mozart, sobre todo Las bodas de Fígaro, Don Giovanni y Cosí fan tutte, con libretos de Lorenzo da Ponte, constituyen un milagro de la imaginación humana que, si uno tiene el privilegio de ser iniciado en ellas muy pronto en su vida, le acompañarán hasta el final como un paraíso artístico de felicidad y deleite. Son, de hecho, la prueba de fuego del verdadero gusto musical. Quien no tiene oído para ellas, no sabrá nunca lo que es la música.
Mozart escribió siempre comedias, que es el género más difícil y magnánimo, propio de quienes se atreven a tutear a la humanidad. Su forma de representar nuestra condición adquirió un grado de pureza edificante que, sin embargo, pulveriza cualquier convención moral preestablecida. Pasa lo mismo con las comedias de Shakespeare o con las grandes películas cómicas de la era dorada de Hollywood –las de Capra o Cukor, tan deudoras de la comedia shakespeariana, por cierto. Al final se produce una iluminación que una y otra vez amplía nuestra fe en nosotros mismos.
Mozart sirve además para protegerse de los excesos de la ópera romántica y burguesa que convirtieron el teatro de la pasión en una serie de gesticulaciones rayanas en lo ridículo, como ese Cavaradossi tirándose de las almenas del Castel Sant’Angelo en Tosca. Frente a ese exceso de pathos maquillado e hipertrofiado, uno siempre imagina la risa de Mozart, a punto de colar a uno de sus personajes con un aria malévola y mil veces más inspirada. Porque no hay descanso en el don de Mozart para crear voces, arias memorables y perfectas para cada una de sus criaturas, ideales para cada situación. En Le nozze, por ejemplo, desde ese principio en que Figaro mide el lecho en el que se va a acostar con su prometida Susanna (¡cinque, dieci, venti, trenta, trenta sei, quaranta tre!), anuncio a su vez de todo el enredo sentimental de la obra, el humanísimo e inextricable lío adquiere un orden que se mantiene en un estado de levedad hasta los últimos compases. Los recitativos hacen avanzar el argumento, que, sin embargo, no tiene tanta importancia como las arias, el espacio a salvo de la tiranía de la acción donde brota el carácter de cada personaje, lo irreductible de cada persona, a su vez caja de resonancia de una especificidad universal.
Warner acaba de reeditar una grabación canónica de Las bodas de Figaro, dirigida por Carlo Maria Giulini en 1961 al frente de la orquesta Philarmonia, con un reparto excelente que incluye a Giusseppe Taddei como Figaro, Elizabeth Schwarkopf como condesa y Fiorenza Cossotto como un gran Cherubino. Giulini, hoy un tanto injustamente olvidado, de cuya muerte se cumplen este mes cuarenta años, fue uno de los grandes directores de la segunda mitad del siglo XX. Formado como violista en la orquesta Augusteo –luego Santa Cecilia–, tuvo la inmensa fortuna de tocar en su juventud a las órdenes de Wilhelm Furtwängler, Bruno Walter, Richard Strauss y Otto Klemperer. Como director, empezó a destacar en la década de 1950, dedicándose sobre todo a la ópera en La Scala de Milán, donde vivió un sonado abucheo a Maria Callas en una función de El barbero de Sevilla.
Ya en los años 1960 y 1970, Giulini se convirtió en un director invitado por las principales orquestas europeas y americanas. Hombre discreto y modesto a la vez que exigente, desarrolló un estilo muy genuino, basado en un escrupuloso respeto a la partitura, una gran expresividad y una fuerte dimensión espiritual. Su sonoridad lleva el sello de sus primeros maestros germánicos –sobre todo de Furtwängler– sin perder la alegría y la bendita superficialidad italianas. En su discografía, destacan versiones magníficas de Verdi –el Requiem con la Philarmonia, sobre todo–, una tercera inmensa de Schumann –la «renana», con la Filarmónica de Los Ángeles–, una estratosférica novena de Bruckner –con la Filarmónica de Viena–, una soberbia octava de Dvorák –maravillosa la sinfónica de Chicago– o unas intensísimas segunda y tercera de Brahms –de nuevo con la Philarmonia. En ópera también habría que incluir su magistral grabación de 1959 de Don Giovanni, otra vez con la Schwarkopf en compañía nada menos que de Joan Sutherland.
Su disco de Las bodas de Figaro es sin duda uno de los mejores, por mucho que la bellísima y poderosa voz de la Schwarkopf sea un poco demasiado dramática y romántica para el papel. La mezzo Fiorenza Cossotto –aún entre nosotros a sus noventa años– borda en cambio a Cherubino, como en la fabulosa aria, que uno escucharía una y otra vez hasta el último aliento, Voi, che sapete che cosa è amor. La dirección de Giulini es asombrosa, clara, precisa, perfectamente acoplada al prodigioso fraseo mozartiano, con tempi muy mesurados, un tanto reminiscentes de las versiones dilatadas de Otto Klemperer. Como siempre, su batuta nos recuerda una concepción de la música que venía d’altrove, lejos de las urgencias y las servidumbres propias de la industria discográfica de hoy en día, cuando aún había tiempo.
Otras grabaciones canónicas de Le nozze son la de Erich Kleiber de 1955 con la Filarmónica de Viena –durante mucho tiempo de referencia–, la de Karl Böhm, gran mozartiano, de 1968, con Dietrich Fischer Dieskau, Gundula Janowitz y Tatiana Troyanos –quizá el par ideal de voces– o la de Georg Solti de 1982 con Samuel Ramey, Lucia Popp, Thomas Allen y Kiri Te Kanawa, una de las grandes condesas de todos los tiempos. Especialmente memorable es su interpretación del aria del tercer acto Dove sono i bei momenti («Donde están los bellos momentos»), actualización del tópico del ubi sunt, una de las cotas más altas que ha alcanzado jamás el sentimiento de nostalgia en el arte.
El aria sirve para tomar conciencia, además, de la inaudita capacidad de Mozart para prestar atención en múltiples direcciones simultáneas, como si su oído hubiera sido capaz de captar lo terrenal en lo divino. La inolvidable melodía del aria empieza de manera muy similar al Agnus dei de su Misa de la coronación, escrita bastantes años antes, en 1779. No deja de ser un enigma fascinante cómo Mozart, con prácticamente las mismas notas, pudo cantar tanto el instante sacrificial que en la misa purifica los pecados como la emoción de una mujer segura de que su felicidad ya no volverá. En un caso, se trata de una impersonal plegaria elevada a lo desconocido, y en otro, de un lamento subjetivo que desciende hacia el pasado inaprensible. Pero solo Mozart encontró el vínculo que une para siempre la redención con la pérdida.
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