Gigamesh: 40 años de los mercaderes frikis del espacio

Alejo Cuervo, en el centro, durante la fiesta de aniversario de Gigamesh.

Es como lo de aquel tipo del anuncio que va a por pan y regresa a casa con un coche (“a ver si lo entiendo bien, tú ibas a por pan, y vuelves con un coche”). Fui a la librería barcelonesa Gigamesh, templo del vicio y la subcultura, para dar cuenta de la celebración del 40º aniversario del establecimiento y varias horas después salí de allí cuando ya cerraban cargando una bolsa llena de un montón de cosas que me habían enchufado, entre ellas, una chapa del Librero del Mal (Antonio Torrubia), un mazo de cartas del aniversario (al abrirlo el naipe que me salió fue el de “Entra en Gigamesh a felicitar y acaba comprando media tienda”), una bonita postal, la Enciclopedia galáctica y la camiseta conmemorativa (negra con la G azul de Gigamesh convertida en unos estantes con objetos alusivos dibujados, un cohete, unos dados, un dragón de Juego de Tronos, un muñeco del Papa Alejo, el avatar del fundador de la librería, Alejo Cuervo; un tentáculo…). Puede parecer un gesto de gran generosidad, porque todo eso eran regalos, pero la bolsa contenía también una fortuna en libros que me habían hecho gastar los muy canallas.

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Cristina Macía entre Alejo Cuervo y el hijo de este, Iñigo, durante el 40 º aniversario de Gigamesh, en una imagen cedida.Antonio Torrubia, librero de la libreria Gigamesh de Barcelona. La librería barcelonesa de referencia de la literatura fantástica cumple cuatro décadas con un amplio programa de festejos y sana nostalgia  

Es como lo de aquel tipo del anuncio que va a por pan y regresa a casa con un coche (“a ver si lo entiendo bien, tú ibas a por pan, y vuelves con un coche”). Fui a la librería barcelonesa Gigamesh, templo del vicio y la subcultura, para dar cuenta de la celebración del 40º aniversario del establecimiento y varias horas después salí de allí cuando ya cerraban cargando una bolsa llena de un montón de cosas que me habían enchufado, entre ellas, una chapa del Librero del Mal (Antonio Torrubia), un mazo de cartas del aniversario (al abrirlo el naipe que me salió fue el de “Entra en Gigamesh a felicitar y acaba comprando media tienda”), una bonita postal, la Enciclopedia galáctica y la camiseta conmemorativa (negra con la G azul de Gigamesh convertida en unos estantes con objetos alusivos dibujados, un cohete, unos dados, un dragón de Juego de Tronos, un muñeco del Papa Alejo, el avatar del fundador de la librería, Alejo Cuervo; un tentáculo…). Puede parecer un gesto de gran generosidad, porque todo eso eran regalos, pero la bolsa contenía también una fortuna en libros que me habían hecho gastar los muy canallas.

Llevaba La maldición del tranvía 015, de P. Djèlí Clark (Duermevela), que me había recomendado efusivamente Alejo (“¿no lo has leído?, vaya hombre, si parece escrito para ti: una historia de embrujamiento de un tranvía aéreo en un El Cairo steampunk mágico alternativo en 1912; de ahí pasas ya a El señor de los djinn, magnífica”); Ring Shout, del mismo autor y editorial, recomendado a su vez por Torrubia (“ah, te chiflará, una mezcla de El nacimiento de una nación con terror lovecraftiano»); El horror de réquiem de Víctor Negro/ Marc Pastor (Runas) en edición limitada, y Bienvenido a Arkham (Minotauro), una guía ilustrada para los que deseen visitar la ominosa ciudad y otras localidades no menos tenebrosas del territorio HPL como Dunwich, Innsmouth y Kingsport. Total una pasta larga. Y suerte que no me topé con Lluís Salvador, enredado en sus tesoros de segunda mano en la trastienda. La última vez me endosó el Lovecraft anotado de Klinger cuyas dimensiones y precio harían titubear hasta al Caos reptante. Así es Gigamesh: amigos y negocio, que no es fácil mantener girando el horror y las galaxias y hay que dar de comer a los dragones.

La llibreria Gigamesh.

De hecho yo iba al Templo de la calle Bailén, decía, a dar fe del aniversario, que ya es noticia que una librería dedicada a los géneros fantásticos no solo siga después de 40 años sino que prospere (a base, sin duda, de generaciones de abnegados clientes como yo). Me encontré con que lo que había el martes era solo uno de los actos de una larga cadena de celebraciones que van a culminar el sábado 12 de julio con la visita a la librería en previsible olor de multitudes de Joe Abercrombie. En el programa especial del aniversario, sesiones especiales de los clubes de lectura de la librería (Club Lovecraft, Club Saturno, Club Pratchett, Club King), charlas con editores y autores…

Ingresé a la sala Porrúa, en recuerdo del estimado editor, y ya estaba en marcha una mesa redonda con Alejo rodeado de amigos, entre ellos Cristina Macía, traductora de Canción de hielo y de fuego de Martin, miembro de la familia gigameshiana y Madre Coraje del fantástico. “Ahora ser friki es algo que mola”, estaba diciendo Alejo, con aspecto mezcla del Obi Wan Kenobi de Ewan MacGregor, caminante blanco y fremen (por los ojos). Reflexionó de su oficio de librero galáctico que es importante “putear al cliente, cuanto más lo puteas más lo pillas”, a lo que asentí desde el fondo de la sala trabando contacto visual con un señor mayor a mi lado que resultó ser (¡así es Gigamesh!) nada menos que Ian Watson, el autor de 82 años de Empotrados, hoy Incrustados, leyenda viviente de la SF y al que entrevisté en 1989 en casa de Alejo.

Cristina Macía entre Alejo Cuervo y el hijo de este, Iñigo, durante el 40 º aniversario de Gigamesh, en una imagen cedida.

Pasó Alejo Cuervo a explicar anécdotas como cuando hicieron un juego de pistas para promocionar la publicación de Danza de dragones y él se metió en un bote en medio del estanque del parque de la Ciudadela con una pila de ejemplares. “De repente vi venir hacia mí cuatro barcas llenas de frikis y ninguno sabía remar y parecía que se iban a hundir todos y a mí de paso”. Alejo les acompañó a la orilla y les hizo recitar el juramento de la Guardia de la Noche antes de repartir los libros. Aquello le parece una bonita imagen del frikismo y le provoca una reflexión: “No es buena idea poner a remar a un grupo de frikis”, aunque, añade, “para algunos fue el mejor día de su vida”.

Encontré en otro de los presentes, el autor de cómics Cels Piñol, el creador de Fanhunter, un alma gemela. “Cuando venía a comprar libros, Alejo siempre me hacía comprar otros”, evocó con el mismo síndrome desconcertado del anuncio de Skoda. “Él venía a por timunmasadas”, apuntó Cuervo, “su conversión de lector fue extraordinaria, le educamos a conciencia, colocándole Philip K. Dick ha muerto, de Bishop, y La sombra de Hawksmoor, de Ackroyd” (esta me la enchufó a mí Lluís Salvador cuando él trabajaba en la Look de Balmes, ¡gracias Lluís!). Cels, presentado por Cristina como “un yogurín” pese a sus 55 años, continuó recordando cómo intentaba comprar los libros que le atraían, “pero Alejo me insistía en su selección —,’¿a ver?, ¡esto te llevas!, ¡pero qué haces!, mucho mejor esto, toma’—, y yo como no tenía bastante dinero me acababa llevando solo los que me recomendaba. Al final entraba en la librería cuando él estaba colocando el escaparate o ponía los precios a los libros, pero no había manera de escapar”.

Antonio Torrubia, librero de la libreria Gigamesh de Barcelona.

No obstante incluso al sufrido padawan Cels le pudo el peso de la nostalgia: “Gigamesh ha sido nuestra escuela, y nuestra casa, y Alejo nuestro segundo padre”, dijo, y todos contuvimos una lágrima como si estuviéramos en Arrakis. Otros recuerdos bonitos evocados fueron cuando se dejó de fumar dentro de la librería, gracias a la histórica visita de 1989 de Michael Moorcock, fan de las espadas pero alérgico al humo; la venida de otros grandes como Robert Silveberg, a la primera Gigamesh, la iniciática tienda que Alejo compartía con la venta de cerámica de su madre (lo que explica que Watson tenga una pieza de Manises). O cuando en la Hispacon de 2002, Alejo le enchufó a Susana al autor Andrzej Sapkowski, “al que solo entretenías con la palabra culo”. Hubo un momento también para acordarnos de la fiebre de las cartas Magic, o de la política de tolerancia cero con los bolsos en la primera Gigamesh (una vez hasta me impidieron entrar con la mochila para entrevistar a Alejo). El acto sirvió para que Alejo Cuervo, que se jubila a sus 65 años, escenificara su traspaso de poderes a su hijo Iñigo, una sucesión digna de los Atreides. El joven aseguró que no va a haber grandes cambios, o sea que a seguir saliendo cargados de libros. Cristina evocó una imagen del nuevo jefe de niño persiguiendo a un gato despavorido armado de una metralleta (“de juguete”, precisó Alejo), que dio que pensar si estamos realmente en buenas manos. Confiemos que sí. En todo caso, como recalcó la misma Cristina poniéndose seria, “en estos tiempos de reacción, como no reivindiquemos el terreno del vicio y la subcultura, nos van a arrollar”. Al final, hubo pastel y un brindis con cava, que se acabó rápidamente, así que Alejo y yo lo hicimos él con leche y yo con Fanta, y que viva el frikismo en la galaxia, en la mansión Marsten y en el bosque Mitago.

Llegado a casa de noche y asaltado por una oleada de nostalgia, me puse a escarbar en la sección de fantástico de mi biblioteca y empezaron a aparecer muchas cosas que salieron un día de Gigamesh. Libros (muchísimos), juegos, viejos ejemplares de la revista, incluido el número 1, de septiembre/ octubre de 1985, dedicado la memoria de Calvino y que daba noticia de la muerte de Sturgeon; otros de Minotauro, Locus e Interzone, una extensión de Joc/ Chaosium para La llamada de Cthulhu, un número del tiraje limitado de Troll sobre juegos de rol (1987)… Como los personajes de Lovecraft que descubrían un día acerbo su propia endemoniada locura, yo me creía un simple observador de Gigamesh, su historia, su mundo y su gente; pero soy, irremediablemente, uno de ellos.

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