La obra de Sir Edward Elgar (1857-1934) quizá no sea muy conocida fuera del Reino Unido, donde ha sido el compositor nacional durante mucho tiempo, autor de la banda sonora de la decadencia imperial, con letra de Kipling y el cortejo fúnebre de la reina Victoria al fondo. Muchos reconocerán enseguida su célebre marcha Pompa y circunstancia, concebida para pasear con chaqué, sin saber que se trata de una creación suya. Pero más allá de los decorados y las cortesías, Elgar es uno de los músicos más fascinantes y complejos de su época, un oído decimonónico y romántico que, sin embargo, llevó la sonoridad en la que se había formado a una nueva dimensión tanto espiritual como confesional.
Sus obras más difundidas son su Concierto para chelo, que en el siglo pasado popularizó la prodigiosa y malograda Jacqueline du Pré, y las Variaciones enigma, una suite orquestal, cuyo principal tema, «Nimrod» (el cazador ante Dios del Antiguo Testamento), sobre todo en la versión lentísima y revolucionaria de Leonard Bernstein, es unas de las páginas más bellas e inagotables jamás escritas. Pero es que, además, Elgar es autor de dos maravillosas sinfonías –Barenboim hizo una grabación espléndida con la Staatskapelle de Berlín– y de un oratorio inmenso, El sueño de Gerontius, basado en un poema del cardenal Newman sobre el peregrinaje de un alma desde el trance de la muerte hasta su ingreso en los cielos. ¿Quién necesita creer en Dios y en el paraíso si se tiene esa música, la prueba más fehaciente de su existencia? Barenboim también publicó hace poco una grabación estupenda de la obra, aunque aquí la versión de referencia sea la de Sir John Barbirolli.
Igualmente memorables son su poema sinfónico Falstaff –la mejor descripción de aquel inolvidable personaje, encarnación de todo lo que queda fuera de las constricciones del Estado– o su música de cámara, especialmente su tardía Sonata para violín y piano o su cuarteto de cuerdas. Y su Concierto para violín, aunque no tan popular como el de chelo, es una obra maestra, superior incluso, a mi juicio, al de Beethoven para el mismo instrumento. Compuesto a lo largo de muchos años, Elgar lo estrenó finalmente en 1910, dirigiéndolo él mismo aquel año en el Queen’s Hall de Londres, con el violinista Fritz Kreisler, a quien está dedicada la partitura. Fue un éxito inmediato y se convirtió, al menos en su país, en una de sus piezas más populares.
A Elgar le gustaban los acertijos y siempre dejaba misteriosas pistas de su biografía sentimental en sus partituras, como en las Variaciones, repletas de enigmas que sus biógrafos llevan años tratando de desentrañar, un tanto infructuosamente. El Concierto para violín no fue una excepción y al principio lleva una inscripción en español que reza: «Aquí está encerrada el alma de…..», así, con cinco puntos. Se trata una cita del Gil Blas de Lesage y se supone que esos cinco puntos encierran el nombre de alguna amada que no era su mujer. Desde hace un siglo se han propuesto varias candidatas, deporte favorito de los ingleses, que siempre están fisgando en las alcobas de sus genios. Pero qué más da. Como dijo Oscar Wilde de la misteriosa dedicatoria de los Sonetos de Shakespeare (To the only begetter of these ensuing sonnetts, Mr. W. H.), las famosas iniciales probablemente escondían a William Himself.
El concierto es una pieza larga que suele llegar a los 50 minutos, muy difícil y agotadora para el solista, que está tocando casi todo el tiempo. Dividida en tres partes, un poco al modo de Brahms y Bruch, empieza con un Allegro en forma de sonata que introduce y complica el tema de Windflower –la misteriosa amada– en un juego malabar entre violín y orquesta. Viene luego un Andante sereno y lírico, más breve, bellísimo. Y acaba con un Allegro molto que recapitula los temas iniciales, tremendamente exigente para el solista, lleno de dobles cuerdas y vertiginosos arpegios que conducen a una inesperada cadenza accompagnata, punto álgido de toda la secuencia.
Channel Classics acaba de publicar una interesante grabación del concierto con Nicolas Dautricourt como solista y Fréderic Chaslin al frente de la orquesta nacional de la BBC de Gales. El resultado es sólido y a ratos brillante, pero la ejecución de Dautricourt sirve para tomar conciencia de los peligros que entraña la partitura. Al tratarse de una obra muy exigente, es ideal para los virtuosos, que suelen utilizarla para exhibir su técnica. Pero al mismo tiempo es una pieza muy emocional, llena de matices, modulaciones, nuances, transiciones delicadísimas de lo lírico a lo grave, que a menudo quedan sepultadas por el empeño del solista en hacer florituras efectistas que encantan al público y traicionan al autor.
No es del todo el caso de Dautricourt, pero si se compara su versión con otras remotas y contemporáneas, se aprecia la diferencia. Una de las más antiguas que nos ha quedado es la de EMI de 1932, con el propio Elgar al frente de la orquesta del Royal Albert Hall y un Yehudi Menuhin de dieciséis años, prodigiosa. La profundidad de la ejecución del joven violinista es casi inverosímil, por mucho que contara con la ayuda del compositor. Siempre conmueve oír a músicos precoces capaces de transmitir la profundidad de una experiencia que no tienen. ¿Cómo pudo Menuhin entender tan bien esa partitura a su edad imberbe?
Hay otra grabación reciente, también modélica, publicada por Warner, con la violinista noruega Vilde Frang y el británico Robin Ticciati al frente de la Deutsches Symphonie-Orchester. Desde el acompañamiento mesurado y equilibrado, a la vez que expresivo, de la orquesta, hasta la finísima ejecución de la violinista, capaz de conservar todos los matices sin jugarse la tensión ni el fraseo, todo en el disco es memorable. Ahí donde Dautricourt se vence a veces del lado del virtuosismo gratuito, Frang preserva toda la intensidad del canto, replicado de forma suave, modesta y sabia por la batuta de Ticciati. De un siglo a otro, Menuhin y Frang convergen en la expresión perfecta de una obra que no ha dejado de engrandecerse con el paso del tiempo.
La obra de Sir Edward Elgar (1857-1934) quizá no sea muy conocida fuera del Reino Unido, donde ha sido el compositor nacional durante mucho tiempo, autor
La obra de Sir Edward Elgar (1857-1934) quizá no sea muy conocida fuera del Reino Unido, donde ha sido el compositor nacional durante mucho tiempo, autor de la banda sonora de la decadencia imperial, con letra de Kipling y el cortejo fúnebre de la reina Victoria al fondo. Muchos reconocerán enseguida su célebre marcha Pompa y circunstancia, concebida para pasear con chaqué, sin saber que se trata de una creación suya. Pero más allá de los decorados y las cortesías, Elgar es uno de los músicos más fascinantes y complejos de su época, un oído decimonónico y romántico que, sin embargo, llevó la sonoridad en la que se había formado a una nueva dimensión tanto espiritual como confesional.
Sus obras más difundidas son su Concierto para chelo, que en el siglo pasado popularizó la prodigiosa y malograda Jacqueline du Pré, y las Variaciones enigma, una suite orquestal, cuyo principal tema, «Nimrod» (el cazador ante Dios del Antiguo Testamento), sobre todo en la versión lentísima y revolucionaria de Leonard Bernstein, es unas de las páginas más bellas e inagotables jamás escritas. Pero es que, además, Elgar es autor de dos maravillosas sinfonías –Barenboim hizo una grabación espléndida con la Staatskapelle de Berlín– y de un oratorio inmenso, El sueño de Gerontius, basado en un poema del cardenal Newman sobre el peregrinaje de un alma desde el trance de la muerte hasta su ingreso en los cielos. ¿Quién necesita creer en Dios y en el paraíso si se tiene esa música, la prueba más fehaciente de su existencia? Barenboim también publicó hace poco una grabación estupenda de la obra, aunque aquí la versión de referencia sea la de Sir John Barbirolli.
Igualmente memorables son su poema sinfónico Falstaff –la mejor descripción de aquel inolvidable personaje, encarnación de todo lo que queda fuera de las constricciones del Estado– o su música de cámara, especialmente su tardía Sonata para violín y piano o su cuarteto de cuerdas. Y su Concierto para violín, aunque no tan popular como el de chelo, es una obra maestra, superior incluso, a mi juicio, al de Beethoven para el mismo instrumento. Compuesto a lo largo de muchos años, Elgar lo estrenó finalmente en 1910, dirigiéndolo él mismo aquel año en el Queen’s Hall de Londres, con el violinista Fritz Kreisler, a quien está dedicada la partitura. Fue un éxito inmediato y se convirtió, al menos en su país, en una de sus piezas más populares.
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A Elgar le gustaban los acertijos y siempre dejaba misteriosas pistas de su biografía sentimental en sus partituras, como en las Variaciones, repletas de enigmas que sus biógrafos llevan años tratando de desentrañar, un tanto infructuosamente. El Concierto para violín no fue una excepción y al principio lleva una inscripción en español que reza: «Aquí está encerrada el alma de…..», así, con cinco puntos. Se trata una cita del Gil Blas de Lesage y se supone que esos cinco puntos encierran el nombre de alguna amada que no era su mujer. Desde hace un siglo se han propuesto varias candidatas, deporte favorito de los ingleses, que siempre están fisgando en las alcobas de sus genios. Pero qué más da. Como dijo Oscar Wilde de la misteriosa dedicatoria de los Sonetos de Shakespeare (To the only begetter of these ensuing sonnetts, Mr. W. H.), las famosas iniciales probablemente escondían a William Himself.
El concierto es una pieza larga que suele llegar a los 50 minutos, muy difícil y agotadora para el solista, que está tocando casi todo el tiempo. Dividida en tres partes, un poco al modo de Brahms y Bruch, empieza con un Allegro en forma de sonata que introduce y complica el tema de Windflower –la misteriosa amada– en un juego malabar entre violín y orquesta. Viene luego un Andante sereno y lírico, más breve, bellísimo. Y acaba con un Allegro molto que recapitula los temas iniciales, tremendamente exigente para el solista, lleno de dobles cuerdas y vertiginosos arpegios que conducen a una inesperada cadenza accompagnata, punto álgido de toda la secuencia.
Channel Classics acaba de publicar una interesante grabación del concierto con Nicolas Dautricourt como solista y Fréderic Chaslin al frente de la orquesta nacional de la BBC de Gales. El resultado es sólido y a ratos brillante, pero la ejecución de Dautricourt sirve para tomar conciencia de los peligros que entraña la partitura. Al tratarse de una obra muy exigente, es ideal para los virtuosos, que suelen utilizarla para exhibir su técnica. Pero al mismo tiempo es una pieza muy emocional, llena de matices, modulaciones, nuances, transiciones delicadísimas de lo lírico a lo grave, que a menudo quedan sepultadas por el empeño del solista en hacer florituras efectistas que encantan al público y traicionan al autor.
No es del todo el caso de Dautricourt, pero si se compara su versión con otras remotas y contemporáneas, se aprecia la diferencia. Una de las más antiguas que nos ha quedado es la de EMI de 1932, con el propio Elgar al frente de la orquesta del Royal Albert Hall y un Yehudi Menuhin de dieciséis años, prodigiosa. La profundidad de la ejecución del joven violinista es casi inverosímil, por mucho que contara con la ayuda del compositor. Siempre conmueve oír a músicos precoces capaces de transmitir la profundidad de una experiencia que no tienen. ¿Cómo pudo Menuhin entender tan bien esa partitura a su edad imberbe?
Hay otra grabación reciente, también modélica, publicada por Warner, con la violinista noruega Vilde Frang y el británico Robin Ticciati al frente de la Deutsches Symphonie-Orchester. Desde el acompañamiento mesurado y equilibrado, a la vez que expresivo, de la orquesta, hasta la finísima ejecución de la violinista, capaz de conservar todos los matices sin jugarse la tensión ni el fraseo, todo en el disco es memorable. Ahí donde Dautricourt se vence a veces del lado del virtuosismo gratuito, Frang preserva toda la intensidad del canto, replicado de forma suave, modesta y sabia por la batuta de Ticciati. De un siglo a otro, Menuhin y Frang convergen en la expresión perfecta de una obra que no ha dejado de engrandecerse con el paso del tiempo.
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