Winston Churchill fue nombrado en 1921 secretario de Estado de Colonias, uno de los ministerios más importantes del Reino Unido, dado su carácter de vasto Imperio colonial. Estuvo algo menos de dos años en el puesto, el quinto ministerio distinto que ocupaba en una década, pero le dio tiempo a diseñar el mapa de Oriente Medio. Fichó como asesor a su amigo Lawrence de Arabia y entre ambos crearon dos monarquías de nueva planta en Iraq y Jordania, coronando a dos íntimos de Lawrence, hijos del Emir Hussein de La Meca. En Jordania todavía se mantiene en el trono aquella monarquía, pero en Iraq caería por un golpe militar en 1958.
En realidad, Churchill pensaba que Iraq era un engorro, una fuente de problemas e incluso propuso devolvérselo a Turquía, a la que los ingleses se lo habían arrebatado en la Primera Guerra Mundial. En su anterior puesto ministerial, la Secretaría de Estado de Guerra y del Aire, que ocupó entre 1919 y 1921, se encontró con una rebelión en Iraq difícil de sofocar para el ejército de ocupación británico. Churchill la resolvió enviando a Iraq dos escuadrones de aviones de bombardeo.
Incluso proyectó que esos aviones arrojasen gases asfixiantes sobre las tribus rebeldes. La guerra química se había practicado por ambos bandos en la reciente Gran Guerra, pero precisamente las terribles secuelas del gas venenoso llevaron a la comunidad internacional a firmar un convenio de prohibición de esas armas, con lo que Churchill no llegaría a emplearlas. Se planteó entonces utilizar gas lacrimógeno, del que la policía emplea para disolver manifestaciones, para «infligir castigo sobre los recalcitrantes nativos, sin provocarles daños graves», pero no llegó a ser necesario, porque el uso convencional de la aviación sofocó la rebelión.
Fue esta experiencia la que le haría concebir la idea de que era posible controlar Oriente Medio desde el aire, sin necesidad de desplegar grandes fuerzas expedicionarias terrestres, muy caras de sostener y que sufrían muchas bajas dolorosas. Todavía faltaba mucho desarrollo tecnológico de las armas aéreas para acercarse a esta idea, que en realidad estaba dentro de una línea fija de pensamiento de Churchill, casi una obsesión desde que tuvo un cargo en el gobierno, el poder aéreo.
La imagen que nos ha quedado de Winston Churchill es la de un político gordo que fumaba puros, pero en realidad, además del innegable genio político, Churchill era un experto militar. Habría que remontarse a Napoleón Bonaparte, o incluso a Julio César, para encontrar en la Historia esa clase de figura, la del gran estadista que es a la vez gran estratega.
Churchill era en realidad militar de profesión. De niño fue un mal estudiante, su padre no tenía mucha fe en su inteligencia, creyó que no podía estudiar una carrera seria en Oxford y lo envió a la Academia Militar de Sandhurst, donde, por cierto, tampoco brilló en los estudios y sacó uno de los últimos números de su promoción. En 1895 le dieron el despacho de segundo teniente de caballería. Tenía 18 años, estaba deseoso de acción, e hizo que mamá, que era muy influyente, le consiguiera una guerra.
Curiosamente su bautismo de fuego sería con el Ejército español. En el siglo XIX era usual que un país enviase «observadores militares» a la guerra de otro país amigo. El observador iba como neutral, pero el honor caballeresco exigía que esos invitados participasen en los combates junto a sus anfitriones. El joven Churchill se fue así a la Guerra de Cuba, en la que todavía no habían intervenido los Estados Unidos, y participó en combates junto a sus colegas españoles. Además adquirió dos costumbres que serían sagradas para toda su vida, dormir la siesta y fumar puros habanos.
Después fue, ya con el Ejército británico, a una expedición de castigo a la Frontera del Noroeste de la India, la única región del subcontinente que nunca llegaron a dominar los británicos. Las tribus pathanes del Noroeste eran de guerreros natos y fanáticos islámicos, tenían la guerra como diversión y forma de ganar santidad, y su mayor placer era abatir a un oficial inglés con un disparo lejano. «Dos mil libras de educación tiradas por culpa de una espingarda de diez rupias», era el tópico comentario que se hacía. Churchill estuvo cerca de perder la vida en una emboscada, pero logró salir indemne.
Su siguiente aventura bélica sería la campaña de conquista del Sudán de 1898, en la que participó en una de las últimas cargas de caballería, lanza contra lanza, aunque él se saltaría la tradición y utilizó en el combate una pistola automática alemana Mauser, el último grito en armas de fuego, porque siempre fue un innovador. Luego participó en la llamada Guerra de los Boers, contra los colonos holandeses de Sudáfrica, en la que fue hecho prisionero e internado en un campo de concentración.
Logró escaparse y regresar a las posiciones británicas, y la prensa inglesa, que no tenía buenas noticias de aquella guerra, convirtió su fuga en una hazaña heroica. Esto le hizo popular y cambiaría su vida, porque dejando el ejército se presentó a unas elecciones parlamentarias y ganó un escaño en la Cámara de los Comunes en 1901. Hasta que en 1964 dimitiera por razones de salud, Churchill tuvo la más larga carrera parlamentaria que se conoce, con solamente tres años de ausencia entre 1921 y 1924. Por burlas de la Historia, Churchill que era un hedonista adicto al champagne, perdió frente a un candidato del Partido Prohibicionista, que quería prohibir el alcohol. Nunca más en la Historia los prohibicionistas ganarían un escaño en Gran Bretaña.
Nace la aviación de combate
Cuando en 1914 estalló la Gran Guerra, que ahora llamamos Primera Guerra Mundial, Churchill ocupaba su segundo ministerio. Ya había sido ministro del Interior, pero desde 1911 era Primer Lord del Almirantazgo, rimbombante título que en Inglaterra designa al ministro de Marina. Churchill promovió una política de rearme frente al Imperio alemán, que por su parte estaba construyendo una Marina formidable.
Aunque no solamente quería barcos, también quería otro tipo de armas. Por ejemplo, fue Churchill quien impulsó desde el Almirantazgo el proyecto de construir «buques terrestres», a los que llamaron en clave «tanques», como si estuviesen fabricando depósitos para líquidos y no unos poderosos vehículos blindados que se harían los amos del campo de batalla.
Pero sobre todo el ministro de Marina quería aviones y más aviones, puede decirse que Churchill fue el padre de la aviación de combate británica. Su entusiasmo con los aviones era tan exagerado que incluso quiso aprender a volar, aunque no lo consiguió porque carecía de las condiciones físicas necesarias. Lo que sí estuvo a punto de conseguir fue morir en un avión, porque los utilizaba a la menor excusa y una vez al aparato en el que viajaba se le paró el motor en pleno vuelo. El avión estaba a punto de estrellarse en el mar cuando el piloto consiguió encender de nuevo el motor.
En 1915 tuvo que salir del gobierno a causa del fracaso del desembarco de Gallípoli, una formidable operación para invadir Turquía con medio millón de hombres de varios países aliados. Como Primer Lord del Almirantazgo era el responsable último de aquel fracaso que costó 46.000 muertos, sus enemigos políticos le bautizaron «el carnicero de Gallípoli» y Churchill se fue a purgar sus culpas en el frente de Flandes, como simple jefe de un batallón de 400 hombres. Allí, en su quinta guerra como combatiente, estaría otra vez a punto de morir bajo un bombardeo de la artillería alemana.
Cuando pasó la tormenta política, el primer ministro le llamó de nuevo al gobierno porque no había un ministro más animoso y activo que él. Ocupó el llamado Ministerio de Municiones, encargado de fabricar todo el material necesario para mantener la guerra, y de nuevo le prestó extraordinaria atención a la producción de aviones, que multiplicó con respecto a años anteriores, fabricando 2.700 aviones mensuales.
Al final de la Gran Guerra la aviación militar británica era la más poderos del mundo, contaba con 22.000 aparatos, y el propio Churchill diría orgulloso: «Así pues, me ha tocado en suerte presenciar y, en cierta medida, moldear en sus fases iniciales, el desarrollo de esta tremenda nueva arma, sin duda destinada a revolucionar la guerra por tierra y mar».
Esa predicción se cumpliría en la Segunda Guerra Mundial, especialmente en el mar, pues el enfrentamiento entre Estados Unidos Unidos y Japón por el Pacífico se decidiría por los portaviones. Y cuando la RAF logró vencer a la Luftwaffe en la llamada Batalla de Inglaterra, Churchill, refiriéndose a los pilotos británicos. pronunciaría una de sus sentencias más célebres: «Jamás tantos han debido tanto a tan pocos».
El destino de la Segunda Guerra Mundial en Europa se decidiría, no obstante, en durísimas batallas terrestres, de carros blindados e infantería, pero a Japón se le venció por el aire. Las dos bombas atómicas de Hiroshima y Nagasaki, que forzaron la rendición del emperador, se calcula que evitaron la muerte de un millón de soldados, lo que habría costado la conquista terrestre del Japón.
En Vietnam los Estados Unidos creyeron que podrían ganar la guerra con su poderosísima aviación de bombardeo estratégico, y sin embargo fracasaron. El siguiente conflicto importante que libró EEUU fue la Guerra del Golfo de 1991, en la que encabezó una coalición de 42 países unidos contra Iraq, que había invadido Kuwait, una de los principales productores de petróleo mundiales.
El Iraq de Sadam Hussein contaba con un ejército temible, numeroso, muy bien armado y fogueado en la reciente guerra contra Irán. Sin embargo no pudo utilizarlo. El primer día del conflicto los «aviones invisibles» americanos destruyeron por completo el sistema de defensa aérea iraquí, y a partir de ahí la aviación americana fue laminando una por una las divisiones iraquíes sin necesidad de utilizar el medio millón de hombres que la coalición había reunido en Arabia Saudita.
La visión de Churchill de dominar Oriente Medio desde el aire se cumplió en aquel momento.
Winston Churchill fue nombrado en 1921 secretario de Estado de Colonias, uno de los ministerios más importantes del Reino Unido, dado su carácter de vasto Imperio
Winston Churchill fue nombrado en 1921 secretario de Estado de Colonias, uno de los ministerios más importantes del Reino Unido, dado su carácter de vasto Imperio colonial. Estuvo algo menos de dos años en el puesto, el quinto ministerio distinto que ocupaba en una década, pero le dio tiempo a diseñar el mapa de Oriente Medio. Fichó como asesor a su amigo Lawrence de Arabia y entre ambos crearon dos monarquías de nueva planta en Iraq y Jordania, coronando a dos íntimos de Lawrence, hijos del Emir Hussein de La Meca. En Jordania todavía se mantiene en el trono aquella monarquía, pero en Iraq caería por un golpe militar en 1958.
En realidad, Churchill pensaba que Iraq era un engorro, una fuente de problemas e incluso propuso devolvérselo a Turquía, a la que los ingleses se lo habían arrebatado en la Primera Guerra Mundial. En su anterior puesto ministerial, la Secretaría de Estado de Guerra y del Aire, que ocupó entre 1919 y 1921, se encontró con una rebelión en Iraq difícil de sofocar para el ejército de ocupación británico. Churchill la resolvió enviando a Iraq dos escuadrones de aviones de bombardeo.
Incluso proyectó que esos aviones arrojasen gases asfixiantes sobre las tribus rebeldes. La guerra química se había practicado por ambos bandos en la reciente Gran Guerra, pero precisamente las terribles secuelas del gas venenoso llevaron a la comunidad internacional a firmar un convenio de prohibición de esas armas, con lo que Churchill no llegaría a emplearlas. Se planteó entonces utilizar gas lacrimógeno, del que la policía emplea para disolver manifestaciones, para «infligir castigo sobre los recalcitrantes nativos, sin provocarles daños graves», pero no llegó a ser necesario, porque el uso convencional de la aviación sofocó la rebelión.
Fue esta experiencia la que le haría concebir la idea de que era posible controlar Oriente Medio desde el aire, sin necesidad de desplegar grandes fuerzas expedicionarias terrestres, muy caras de sostener y que sufrían muchas bajas dolorosas. Todavía faltaba mucho desarrollo tecnológico de las armas aéreas para acercarse a esta idea, que en realidad estaba dentro de una línea fija de pensamiento de Churchill, casi una obsesión desde que tuvo un cargo en el gobierno, el poder aéreo.
La imagen que nos ha quedado de Winston Churchill es la de un político gordo que fumaba puros, pero en realidad, además del innegable genio político, Churchill era un experto militar. Habría que remontarse a Napoleón Bonaparte, o incluso a Julio César, para encontrar en la Historia esa clase de figura, la del gran estadista que es a la vez gran estratega.
Churchill era en realidad militar de profesión. De niño fue un mal estudiante, su padre no tenía mucha fe en su inteligencia, creyó que no podía estudiar una carrera seria en Oxford y lo envió a la Academia Militar de Sandhurst, donde, por cierto, tampoco brilló en los estudios y sacó uno de los últimos números de su promoción. En 1895 le dieron el despacho de segundo teniente de caballería. Tenía 18 años, estaba deseoso de acción, e hizo que mamá, que era muy influyente, le consiguiera una guerra.
Curiosamente su bautismo de fuego sería con el Ejército español. En el siglo XIX era usual que un país enviase «observadores militares» a la guerra de otro país amigo. El observador iba como neutral, pero el honor caballeresco exigía que esos invitados participasen en los combates junto a sus anfitriones. El joven Churchill se fue así a la Guerra de Cuba, en la que todavía no habían intervenido los Estados Unidos, y participó en combates junto a sus colegas españoles. Además adquirió dos costumbres que serían sagradas para toda su vida, dormir la siesta y fumar puros habanos.
Después fue, ya con el Ejército británico, a una expedición de castigo a la Frontera del Noroeste de la India, la única región del subcontinente que nunca llegaron a dominar los británicos. Las tribus pathanes del Noroeste eran de guerreros natos y fanáticos islámicos, tenían la guerra como diversión y forma de ganar santidad, y su mayor placer era abatir a un oficial inglés con un disparo lejano. «Dos mil libras de educación tiradas por culpa de una espingarda de diez rupias», era el tópico comentario que se hacía. Churchill estuvo cerca de perder la vida en una emboscada, pero logró salir indemne.
Su siguiente aventura bélica sería la campaña de conquista del Sudán de 1898, en la que participó en una de las últimas cargas de caballería, lanza contra lanza, aunque él se saltaría la tradición y utilizó en el combate una pistola automática alemana Mauser, el último grito en armas de fuego, porque siempre fue un innovador. Luego participó en la llamada Guerra de los Boers, contra los colonos holandeses de Sudáfrica, en la que fue hecho prisionero e internado en un campo de concentración.
Logró escaparse y regresar a las posiciones británicas, y la prensa inglesa, que no tenía buenas noticias de aquella guerra, convirtió su fuga en una hazaña heroica. Esto le hizo popular y cambiaría su vida, porque dejando el ejército se presentó a unas elecciones parlamentarias y ganó un escaño en la Cámara de los Comunes en 1901. Hasta que en 1964 dimitiera por razones de salud, Churchill tuvo la más larga carrera parlamentaria que se conoce, con solamente tres años de ausencia entre 1921 y 1924. Por burlas de la Historia, Churchill que era un hedonista adicto al champagne, perdió frente a un candidato del Partido Prohibicionista, que quería prohibir el alcohol. Nunca más en la Historia los prohibicionistas ganarían un escaño en Gran Bretaña.
Cuando en 1914 estalló la Gran Guerra, que ahora llamamos Primera Guerra Mundial, Churchill ocupaba su segundo ministerio. Ya había sido ministro del Interior, pero desde 1911 era Primer Lord del Almirantazgo, rimbombante título que en Inglaterra designa al ministro de Marina. Churchill promovió una política de rearme frente al Imperio alemán, que por su parte estaba construyendo una Marina formidable.
Aunque no solamente quería barcos, también quería otro tipo de armas. Por ejemplo, fue Churchill quien impulsó desde el Almirantazgo el proyecto de construir «buques terrestres», a los que llamaron en clave «tanques», como si estuviesen fabricando depósitos para líquidos y no unos poderosos vehículos blindados que se harían los amos del campo de batalla.
Pero sobre todo el ministro de Marina quería aviones y más aviones, puede decirse que Churchill fue el padre de la aviación de combate británica. Su entusiasmo con los aviones era tan exagerado que incluso quiso aprender a volar, aunque no lo consiguió porque carecía de las condiciones físicas necesarias. Lo que sí estuvo a punto de conseguir fue morir en un avión, porque los utilizaba a la menor excusa y una vez al aparato en el que viajaba se le paró el motor en pleno vuelo. El avión estaba a punto de estrellarse en el mar cuando el piloto consiguió encender de nuevo el motor.
En 1915 tuvo que salir del gobierno a causa del fracaso del desembarco de Gallípoli, una formidable operación para invadir Turquía con medio millón de hombres de varios países aliados. Como Primer Lord del Almirantazgo era el responsable último de aquel fracaso que costó 46.000 muertos, sus enemigos políticos le bautizaron «el carnicero de Gallípoli» y Churchill se fue a purgar sus culpas en el frente de Flandes, como simple jefe de un batallón de 400 hombres. Allí, en su quinta guerra como combatiente, estaría otra vez a punto de morir bajo un bombardeo de la artillería alemana.
Cuando pasó la tormenta política, el primer ministro le llamó de nuevo al gobierno porque no había un ministro más animoso y activo que él. Ocupó el llamado Ministerio de Municiones, encargado de fabricar todo el material necesario para mantener la guerra, y de nuevo le prestó extraordinaria atención a la producción de aviones, que multiplicó con respecto a años anteriores, fabricando 2.700 aviones mensuales.
Al final de la Gran Guerra la aviación militar británica era la más poderos del mundo, contaba con 22.000 aparatos, y el propio Churchill diría orgulloso: «Así pues, me ha tocado en suerte presenciar y, en cierta medida, moldear en sus fases iniciales, el desarrollo de esta tremenda nueva arma, sin duda destinada a revolucionar la guerra por tierra y mar».
Esa predicción se cumpliría en la Segunda Guerra Mundial, especialmente en el mar, pues el enfrentamiento entre Estados Unidos Unidos y Japón por el Pacífico se decidiría por los portaviones. Y cuando la RAF logró vencer a la Luftwaffe en la llamada Batalla de Inglaterra, Churchill, refiriéndose a los pilotos británicos. pronunciaría una de sus sentencias más célebres: «Jamás tantos han debido tanto a tan pocos».
El destino de la Segunda Guerra Mundial en Europa se decidiría, no obstante, en durísimas batallas terrestres, de carros blindados e infantería, pero a Japón se le venció por el aire. Las dos bombas atómicas de Hiroshima y Nagasaki, que forzaron la rendición del emperador, se calcula que evitaron la muerte de un millón de soldados, lo que habría costado la conquista terrestre del Japón.
En Vietnam los Estados Unidos creyeron que podrían ganar la guerra con su poderosísima aviación de bombardeo estratégico, y sin embargo fracasaron. El siguiente conflicto importante que libró EEUU fue la Guerra del Golfo de 1991, en la que encabezó una coalición de 42 países unidos contra Iraq, que había invadido Kuwait, una de los principales productores de petróleo mundiales.
El Iraq de Sadam Hussein contaba con un ejército temible, numeroso, muy bien armado y fogueado en la reciente guerra contra Irán. Sin embargo no pudo utilizarlo. El primer día del conflicto los «aviones invisibles» americanos destruyeron por completo el sistema de defensa aérea iraquí, y a partir de ahí la aviación americana fue laminando una por una las divisiones iraquíes sin necesidad de utilizar el medio millón de hombres que la coalición había reunido en Arabia Saudita.
La visión de Churchill de dominar Oriente Medio desde el aire se cumplió en aquel momento.
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