‘Bala perdida’, un ‘thriller’ neoyorquino que no da respiro

¿Qué puede pasar si tu vecino punk, metido en algunos trapicheos, te pide que le cuides al gato porque tiene que volar con urgencia a Londres por un grave asunto familiar? Pues que te empiecen a acosar dos matones rusos con rasgos psicopáticos, su jefe puertorriqueño con tendencias sádicas, una policía negra especialista en hacer preguntas incómodas y dos judíos jasídicos con los que es mejor no cruzarse. Es lo que le sucede a Hank Thompson, el protagonista de Bala perdida, ambientada en el Nueva York de 1998.

Al principio el pobre solo recibe patadas y puñetazos, sin saber por qué. Con esto tenemos al típico antihéroe al que el mundo se le cae encima y, mientras trata de mantenerse a salvo, trata de averiguar qué demonios pasa, en qué lío lo ha metido su vecino. Hasta que descubre qué es lo que todos buscan: una maldita llave que supuestamente le ha dejado con el gato, sin decirle nada al respecto. Lo del personaje que lleva una vida normal y corriente y de pronto se ve envuelto en un lío morrocotudo sin comerlo ni beberlo es un punto de partida de eficacia probada. Ha dado pie a grandes títulos, desde 39 escalones y Con la muerte en los talones de Hitchcock hasta Marathon Man de Schlesinger (aquella en la que Dustin Hoffman se veía sometido a un dentista muy particular. Si la han visto, seguro que esa escena se les quedó grabada a fuego).

El ritmo de Bala perdida es trepidante, no da respiro, y eso evita que el enganchado espectador se haga algunas preguntas incómodas: ¿Por qué presuponen todos que el protagonista tiene la llave? ¿Por qué no se la ha llevado consigo el vecino punk? ¿Para qué les va a servir a quienes la buscan con tanto ahínco, si no saben dónde está el local que abre? Y si ya lo saben, ¿por qué la necesitan, cuando todo indica que podrían forzar la entrada? Pero si nos ponemos así de quisquillosos, acabaríamos desmontando el 80% de las novelas y películas, así que mejor dejémonos llevar y disfrutemos.

Al pobre Hank Thompson, acosado y apaleado, lo interpreta con medidas dosis de desconcierto y magnetismo Austin Butler, que ha sabido llevar una carrera interesante después de convertirse en estrella interpretando al Elvis de Baz Luhrmann. A su sufrida amiga con derecho a roce le da vida Zoë Kravitz, y al puertorriqueño, Bad Bunny, que como actor no es gran cosa. El resto del reparto sí está a la altura. Todos bordan sus personajes lumpen, en especial unos casi irreconocibles Liev Schrieber y Vincent D’Onofrio como los temibles judíos jasídicos asesinos.

Nueva York en crudo

Bala perdida ni inventa la pólvora ni reinventa el género policiaco, pero se desempeña con impecable eficacia. Hace un retrato vistoso del Nueva York de los noventa (fotografía nocturna y fría de Matthew Libatique), cuando el alcalde era Rudy Giuliani, las Torres Gemelas todavía existían y el Lower East Side de Manhattan –donde vive y trabaja el protagonista– todavía era una zona bohemia y un poco cutre, en la que solo empezaba a asomar la gentrificación. Hay incluso una simpática pincelada cinéfila para iniciados: en un plano aparece el mítico y ya desaparecido videoclub Kim’s Video, famoso por su infinito catálogo con abundantes rarezas, que dio incluso pie a un documental (El videoclub de Kim, de 2023).

El guion es obra de Charlie Huston, autor de la novela original, que forma parte de una trilogía dedicada al personaje de Hank Thompson. El tipo es un pobre diablo que trabaja en un bar, después de que su prometedora carrera en el béisbol descarrilara por un accidente en el que algo tuvo que ver el alcohol y que le genera un sentimiento de culpa por sus trágicas consecuencias. Es interesante el uso que hace la película del personaje de la madre, que lo conecta con ese pasado, y con la que el protagonista habla continuamente por teléfono, preocupado por su salud (la madre solo aparece fugazmente al final, un cameo de Laura Dern). Y hay otro buen personaje recurrente: el vecino diseñador de páginas web que siempre se queja por el ruido.

Dirige Darren Aronofsky, un cineasta que tiene tantos admiradores como haters militantes, sobre todo por sus obras más personales y extremas. Esas que exploran, con un estilo un poco histérico e hiperbólico, psiques atormentadas o directamente enfermas: Réquiem por un sueño, Cisne negro y la muy vilipendiada y sin embargo reivindicable Madre!... Para tranquilidad de los haters, esta es seguramente la película menos Aronofsky de Darren Aronofsky, que aquí se limita a urdir un thriller muy eficaz y resultón, con altas dosis de violencia y un ritmo endiablado. Esta agilidad narrativa que no da tregua recuerda a la que saben imprimir a sus largometrajes los de los hermanos Safdie –Good Time y Diamantes en bruto– y Sean Baker en Anora. Como estos títulos, Bala perdida consigue retratar un Nueva York en crudo, alejado de la postal.

 ¿Qué puede pasar si tu vecino punk, metido en algunos trapicheos, te pide que le cuides al gato porque tiene que volar con urgencia a Londres  

¿Qué puede pasar si tu vecino punk, metido en algunos trapicheos, te pide que le cuides al gato porque tiene que volar con urgencia a Londres por un grave asunto familiar? Pues que te empiecen a acosar dos matones rusos con rasgos psicopáticos, su jefe puertorriqueño con tendencias sádicas, una policía negra especialista en hacer preguntas incómodas y dos judíos jasídicos con los que es mejor no cruzarse. Es lo que le sucede a Hank Thompson, el protagonista de Bala perdida, ambientada en el Nueva York de 1998.

Al principio el pobre solo recibe patadas y puñetazos, sin saber por qué. Con esto tenemos al típico antihéroe al que el mundo se le cae encima y, mientras trata de mantenerse a salvo, trata de averiguar qué demonios pasa, en qué lío lo ha metido su vecino. Hasta que descubre qué es lo que todos buscan: una maldita llave que supuestamente le ha dejado con el gato, sin decirle nada al respecto. Lo del personaje que lleva una vida normal y corriente y de pronto se ve envuelto en un lío morrocotudo sin comerlo ni beberlo es un punto de partida de eficacia probada. Ha dado pie a grandes títulos, desde 39 escalones y Con la muerte en los talones de Hitchcock hasta Marathon Man de Schlesinger (aquella en la que Dustin Hoffman se veía sometido a un dentista muy particular. Si la han visto, seguro que esa escena se les quedó grabada a fuego).

El ritmo de Bala perdida es trepidante, no da respiro, y eso evita que el enganchado espectador se haga algunas preguntas incómodas: ¿Por qué presuponen todos que el protagonista tiene la llave? ¿Por qué no se la ha llevado consigo el vecino punk? ¿Para qué les va a servir a quienes la buscan con tanto ahínco, si no saben dónde está el local que abre? Y si ya lo saben, ¿por qué la necesitan, cuando todo indica que podrían forzar la entrada? Pero si nos ponemos así de quisquillosos, acabaríamos desmontando el 80% de las novelas y películas, así que mejor dejémonos llevar y disfrutemos.

Al pobre Hank Thompson, acosado y apaleado, lo interpreta con medidas dosis de desconcierto y magnetismo Austin Butler, que ha sabido llevar una carrera interesante después de convertirse en estrella interpretando al Elvis de Baz Luhrmann. A su sufrida amiga con derecho a roce le da vida Zoë Kravitz, y al puertorriqueño, Bad Bunny, que como actor no es gran cosa. El resto del reparto sí está a la altura. Todos bordan sus personajes lumpen, en especial unos casi irreconocibles Liev Schrieber y Vincent D’Onofrio como los temibles judíos jasídicos asesinos.

Bala perdida ni inventa la pólvora ni reinventa el género policiaco, pero se desempeña con impecable eficacia. Hace un retrato vistoso del Nueva York de los noventa (fotografía nocturna y fría de Matthew Libatique), cuando el alcalde era Rudy Giuliani, las Torres Gemelas todavía existían y el Lower East Side de Manhattan –donde vive y trabaja el protagonista– todavía era una zona bohemia y un poco cutre, en la que solo empezaba a asomar la gentrificación. Hay incluso una simpática pincelada cinéfila para iniciados: en un plano aparece el mítico y ya desaparecido videoclub Kim’s Video, famoso por su infinito catálogo con abundantes rarezas, que dio incluso pie a un documental (El videoclub de Kim, de 2023).

El guion es obra de Charlie Huston, autor de la novela original, que forma parte de una trilogía dedicada al personaje de Hank Thompson. El tipo es un pobre diablo que trabaja en un bar, después de que su prometedora carrera en el béisbol descarrilara por un accidente en el que algo tuvo que ver el alcohol y que le genera un sentimiento de culpa por sus trágicas consecuencias. Es interesante el uso que hace la película del personaje de la madre, que lo conecta con ese pasado, y con la que el protagonista habla continuamente por teléfono, preocupado por su salud (la madre solo aparece fugazmente al final, un cameo de Laura Dern). Y hay otro buen personaje recurrente: el vecino diseñador de páginas web que siempre se queja por el ruido.

Dirige Darren Aronofsky, un cineasta que tiene tantos admiradores como haters militantes, sobre todo por sus obras más personales y extremas. Esas que exploran, con un estilo un poco histérico e hiperbólico, psiques atormentadas o directamente enfermas: Réquiem por un sueño, Cisne negro y la muy vilipendiada y sin embargo reivindicable Madre!... Para tranquilidad de los haters, esta es seguramente la película menos Aronofsky de Darren Aronofsky, que aquí se limita a urdir un thriller muy eficaz y resultón, con altas dosis de violencia y un ritmo endiablado. Esta agilidad narrativa que no da tregua recuerda a la que saben imprimir a sus largometrajes los de los hermanos Safdie –Good Time y Diamantes en bruto– y Sean Baker en Anora. Como estos títulos, Bala perdida consigue retratar un Nueva York en crudo, alejado de la postal.

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