Azaña en su ocaso: arrepentido y frustrado

El 5 de febrero de 1939, Manuel Azaña, presidente de la República, cruzó la frontera francesa acompañado de su mujer Dolores, de Juan Negrín, que presidía el gobierno, y del ministro José Giral. Llegaron a la aduana de Chable-Beaumont a pie porque uno de los coches se estropeó. Descendieron a buen paso hasta Les Illes, donde tomaron dos automóviles hasta Collonges. Rivas Cherif telefoneó entonces al embajador español en París para anunciarle la llegada del presidente de la República. La respuesta fue: «¿Con qué propósito viene?». Aquella frase era el resumen perfecto de la situación personal de Azaña.

A esas alturas, Manuel Azaña se sentía fracasado por el hundimiento de su idea de la República como un proyecto nacional de modernización, traicionado por los republicanos, frustrado en su proyecto de paz, e inútil para la política activa. Ya solo deseaba dedicarse a escribir.

Empecemos diciendo que Manuel Azaña se ha convertido en un mito porque la Segunda República sigue siendo el relato de otro mito con las características exactas que definió George Sorel; es decir, como un relato del pasado que se falsea para movilizar a los incautos del presente para deslegitimar lo existente. Esta mitificación se debe a que en la Universidad y en la política españolas se instaló hace décadas una interpretación de la historia contemporánea de nuestro país victimista, que alternaba fracasos con ocasiones perdidas. Entre estas últimas, por supuesto, estaba la Segunda República. Se construyó un relato a modo de martirologio de grandes hombres, con un pueblo abnegado, unido en la esperanza de sacar a este triste país del pozo en el que la monarquía, la Iglesia y el Ejército lo habían tirado para su propio beneficio. Todavía hoy se oye esta historieta entre los doctorandos y, por supuesto, entre los periodistas menos instruidos.

La clave de la Segunda República es que no se concibió como una democracia que garantizase los derechos individuales y la fiscalización institucional del poder. Ese régimen se pensó como una forma de hacer la revolución en España, y para eso sobraba la mitad del país y hubo que orillar las costumbres democráticas. Manuel Azaña tuvo un papel muy importante en esta consideración del republicanismo como una fórmula revolucionaria y, por tanto, poco democrática.

Azaña convirtió en ideología lo que era una simple forma de Estado como es la República. Su republicanismo adquirió el aspecto de una religión secular, de un dogma con su culto colectivo, sus santos padres, su parusía, sus hechos milagrosos, mandamientos y pecados, virtuosos a los que exaltar, y pecadores a los que marginar o liquidar. Su República necesitaba un gobierno exclusivo para transformar el país, de ahí que considerase que el régimen era suyo y que los resultados de las urnas fueran secundarios. De esta manera, la República de Azaña era el altar en el cual se sacrificaba la misma libertad con la que legitimaba su proyecto.

En su pensamiento, la República debía servir para una sociedad nueva a cualquier coste, por lo que consideraba 1931 poco menos que el punto cero de la Historia. Esto explica que se aliara con los partidos que tenían otros objetivos, como el PSOE, que pensaba en la República como una transición al socialismo y la dictadura del proletariado, o que pactara en ERC, que tenía como objetivo la independencia de Cataluña, y que confundiera a los catalanes en su conjunto solo con los nacionalistas, que eran una parte. Pero también permite comprender que despreciara a los republicanos moderados como Niceto Alcalá-Zamora y Alejandro Lerroux, que podrían haber sido sus aliados naturales. Ese Azaña de la República era un mesías político. Traía las tablas de la salvación a través de la ordenación social, la rectificación de lo que era el país según sus ideas.

Azaña había debatido con la generación del 98 sobre el «problema español», y las reformas necesarias. Estaba muy influenciado por el radicalismo francés, por lo que unía la verdadera nación con su idea republicana, bajo un gobierno que utilizara el Estado para las grandes reformas en la educación, la administración, la economía y la cultura. Y, siguiendo la tradición de la izquierda, alejar a la Iglesia católica de la esfera pública, porque, en su opinión, era la causante de la ignorancia y el atraso. 

Azaña puso su concepto de República por encima de los derechos individuales y de la libertad. Esto hizo que permitiera la quema de conventos en mayo de 1931, y que lo usara como pretexto para intensificar la política anticlerical. La secularización se convirtió en anticlericalismo. Era el conocido principio totalitario de adecuar la sociedad a la ideología a través de la legislación que impone, corrige y prohíbe. No era cierto que España hubiera dejado de ser católica, como dijo Azaña, sino que él quería que dejara de serlo. Si la realidad no se ajustaba al molde ideológico, peor para la realidad.

Esto es visible, por ejemplo, en uno de los ejes de la política azañista: la reforma del Ejército. Su concepto de la milicia estaba en 1931 tan anticuado como fundado en una ensoñación sobre la República francesa pasada por la Primera Guerra Mundial, la de una nación armada para su defensa. Azaña reorganizó el Ejército sin conocerlo ni haber hablado con nadie, con el propósito de sustituir la lealtad al Rey por la obediencia a «la razón republicana». Podría considerarse un intento de despolitizar la institución si su República no hubiera sido un régimen de partido, y esa “razón” no se confundiera con una nueva forma de politizar el Ejército.

Pero la democracia deparó en 1933 una victoria de la CEDA y del Partido Radical de Alejandro Lerroux, la derecha. Esto fue insoportable para la izquierda y para Azaña, que creyó que los cedistas de Gil Robles no tenían derecho a gobernar aunque ganaran las elecciones. Los definió como «asaltantes» del poder. Por eso planearon dar un golpe de Estado en 1934 que forzara la caída del Gobierno en el que iban a entrar diputados de la CEDA, y «rectificar» así la República. Azaña conoció los planes golpistas del PSOE y ERC en 1934, no los denunció, y se apartó, como en 1917, para esperar el resultado. Es más; llegó a decir que el golpe del 34 fue provocado por la derecha.

Fracasado y preso, Azaña postuló un Frente Popular en 1936 para devolver la situación a 1931, pero más violenta y revolucionaria. En realidad, el espíritu de modernización pacífica e ilusionante en convivencia para una nación democrática ya había muerto. No obstante, y de forma paradójica después de haberse sublevado, Azaña sostuvo que la República dejó de existir desde julio de 1936, cuando el Ejército republicano se vio desbordado por la distribución gubernamental de armas a los sindicatos. Su sueño republicano no fue defendido ni siquiera por aquellos a quienes su Gobierno repartió armas. Azaña vio impotente la influencia creciente del comunismo soviético, el Terror en Madrid y en Barcelona, el ninguneo de las estructuras republicanas, y el control de la economía en manos de UGT y CNT.

A partir de septiembre de 1937, Azaña dio por perdida la guerra e inició contactos diplomáticos para terminar el conflicto. Su plan de paz requería la intervención de Francia y el Reino Unido para un alto el fuego, y planteaba la convocatoria de un plebiscito sobre la forma de gobierno. El plan fue rechazado por ambos países y por el gobierno Negrín. Azaña aseguró que si no se admitía su propuesta, iba a dimitir antes de que Francia y el Reino Unido reconocieran al gobierno de Franco. El cónsul británico anunció a Rivas Cherif que el reconocimiento tendría lugar entre el 27 y 28 de febrero de 1939, por lo que Azaña marchó el 26 a Collonges y desde allí presentó su dimisión.

Entonces los republicanos se le echaron despiadadamente encima. La Diputación Permanente del Congreso de los Diputados se reunió en París el 31 de marzo de 1939. Allí Negrín declaró que Azaña era culpable de la descomposición del ejército del Centro, y que «traicionó sus deberes –decía- abandonando a este pueblo que durante tres años había estado vertiendo su sangre en defensa de la República». De los reunidos, solo Dolores Ibárruri, ‘La Pasionaria’, insistió en la traición de Azaña.

Traicionado por los suyos, derrotado, y frustrado en su republicanismo, declaró su inutilidad para la política. No quiso saber nada de las cuitas entre Prieto y Negrín, ni de las instituciones de la República en el exilio. Sintió que no debía restaurarse el régimen, sino el espíritu que llevó a los españoles a una empresa común de modernización. A partir de ahí, se dedicó a la literatura. La editorial Gallimard publicó en francés La velada de Benicarló; y la editorial Losada lo hizo en Buenos Aires. Pero los editores no acabaron de ver negocio en la edición de sus memorias, y las dejó sin terminar. De hecho, The World Review le comunicó que no publicaría más sus artículos porque la Guerra Civil española había pasado a un segundo plano tras la invasión alemana de Polonia. La República se había perdido, decía en aquellos textos, por el olvido de Francia y el Reino Unido, la intervención de la URSS, la revolución social, y el papel de los nacionalistas catalanes y vascos.

Azaña se retiró a la villa L’Éden. En enero de 1940 cogió un catarro que afectó su dolencia cardiaca. Entre marzo y mayo estuvo postrado en un sofá, con continuos ataques de tos, sin sueño, pero con alucinaciones por la fiebre. Los intentos de Serrano Suñer para la extradición fueron infructuosos. «Sé que me persiguen –dijo-, tratan de llevarme a Madrid; no lo lograrán». Le protegía el Convenio de Extradición franco-español de 1877. Ya muy enfermo, el 3 de noviembre de 1940 murió rodeado de tradición: su esposa, un militar, un pintor, un mayordomo, un obispo y una monja. Falleció arrepentido y frustrado. Tras una República que lejos de transformar España hacia el progreso y la democracia, exacerbó el conflicto entre españoles y desembocó en una guerra civil.

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 El 5 de febrero de 1939, Manuel Azaña, presidente de la República, cruzó la frontera francesa acompañado de su mujer Dolores, de Juan Negrín, que presidía  

El 5 de febrero de 1939, Manuel Azaña, presidente de la República, cruzó la frontera francesa acompañado de su mujer Dolores, de Juan Negrín, que presidía el gobierno, y del ministro José Giral. Llegaron a la aduana de Chable-Beaumont a pie porque uno de los coches se estropeó. Descendieron a buen paso hasta Les Illes, donde tomaron dos automóviles hasta Collonges. Rivas Cherif telefoneó entonces al embajador español en París para anunciarle la llegada del presidente de la República. La respuesta fue: «¿Con qué propósito viene?». Aquella frase era el resumen perfecto de la situación personal de Azaña.

A esas alturas, Manuel Azaña se sentía fracasado por el hundimiento de su idea de la República como un proyecto nacional de modernización, traicionado por los republicanos, frustrado en su proyecto de paz, e inútil para la política activa. Ya solo deseaba dedicarse a escribir.

Empecemos diciendo que Manuel Azaña se ha convertido en un mito porque la Segunda República sigue siendo el relato de otro mito con las características exactas que definió George Sorel; es decir, como un relato del pasado que se falsea para movilizar a los incautos del presente para deslegitimar lo existente. Esta mitificación se debe a que en la Universidad y en la política españolas se instaló hace décadas una interpretación de la historia contemporánea de nuestro país victimista, que alternaba fracasos con ocasiones perdidas. Entre estas últimas, por supuesto, estaba la Segunda República. Se construyó un relato a modo de martirologio de grandes hombres, con un pueblo abnegado, unido en la esperanza de sacar a este triste país del pozo en el que la monarquía, la Iglesia y el Ejército lo habían tirado para su propio beneficio. Todavía hoy se oye esta historieta entre los doctorandos y, por supuesto, entre los periodistas menos instruidos.

La clave de la Segunda República es que no se concibió como una democracia que garantizase los derechos individuales y la fiscalización institucional del poder. Ese régimen se pensó como una forma de hacer la revolución en España, y para eso sobraba la mitad del país y hubo que orillar las costumbres democráticas. Manuel Azaña tuvo un papel muy importante en esta consideración del republicanismo como una fórmula revolucionaria y, por tanto, poco democrática.

Azaña convirtió en ideología lo que era una simple forma de Estado como es la República. Su republicanismo adquirió el aspecto de una religión secular, de un dogma con su culto colectivo, sus santos padres, su parusía, sus hechos milagrosos, mandamientos y pecados, virtuosos a los que exaltar, y pecadores a los que marginar o liquidar. Su República necesitaba un gobierno exclusivo para transformar el país, de ahí que considerase que el régimen era suyo y que los resultados de las urnas fueran secundarios. De esta manera, la República de Azaña era el altar en el cual se sacrificaba la misma libertad con la que legitimaba su proyecto.

En su pensamiento, la República debía servir para una sociedad nueva a cualquier coste, por lo que consideraba 1931 poco menos que el punto cero de la Historia. Esto explica que se aliara con los partidos que tenían otros objetivos, como el PSOE, que pensaba en la República como una transición al socialismo y la dictadura del proletariado, o que pactara en ERC, que tenía como objetivo la independencia de Cataluña, y que confundiera a los catalanes en su conjunto solo con los nacionalistas, que eran una parte. Pero también permite comprender que despreciara a los republicanos moderados como Niceto Alcalá-Zamora y Alejandro Lerroux, que podrían haber sido sus aliados naturales. Ese Azaña de la República era un mesías político. Traía las tablas de la salvación a través de la ordenación social, la rectificación de lo que era el país según sus ideas.

Azaña había debatido con la generación del 98 sobre el «problema español», y las reformas necesarias. Estaba muy influenciado por el radicalismo francés, por lo que unía la verdadera nación con su idea republicana, bajo un gobierno que utilizara el Estado para las grandes reformas en la educación, la administración, la economía y la cultura. Y, siguiendo la tradición de la izquierda, alejar a la Iglesia católica de la esfera pública, porque, en su opinión, era la causante de la ignorancia y el atraso. 

Azaña puso su concepto de República por encima de los derechos individuales y de la libertad. Esto hizo que permitiera la quema de conventos en mayo de 1931, y que lo usara como pretexto para intensificar la política anticlerical. La secularización se convirtió en anticlericalismo. Era el conocido principio totalitario de adecuar la sociedad a la ideología a través de la legislación que impone, corrige y prohíbe. No era cierto que España hubiera dejado de ser católica, como dijo Azaña, sino que él quería que dejara de serlo. Si la realidad no se ajustaba al molde ideológico, peor para la realidad.

Esto es visible, por ejemplo, en uno de los ejes de la política azañista: la reforma del Ejército. Su concepto de la milicia estaba en 1931 tan anticuado como fundado en una ensoñación sobre la República francesa pasada por la Primera Guerra Mundial, la de una nación armada para su defensa. Azaña reorganizó el Ejército sin conocerlo ni haber hablado con nadie, con el propósito de sustituir la lealtad al Rey por la obediencia a «la razón republicana». Podría considerarse un intento de despolitizar la institución si su República no hubiera sido un régimen de partido, y esa “razón” no se confundiera con una nueva forma de politizar el Ejército.

Pero la democracia deparó en 1933 una victoria de la CEDA y del Partido Radical de Alejandro Lerroux, la derecha. Esto fue insoportable para la izquierda y para Azaña, que creyó que los cedistas de Gil Robles no tenían derecho a gobernar aunque ganaran las elecciones. Los definió como «asaltantes» del poder. Por eso planearon dar un golpe de Estado en 1934 que forzara la caída del Gobierno en el que iban a entrar diputados de la CEDA, y «rectificar» así la República. Azaña conoció los planes golpistas del PSOE y ERC en 1934, no los denunció, y se apartó, como en 1917, para esperar el resultado. Es más; llegó a decir que el golpe del 34 fue provocado por la derecha.

Fracasado y preso, Azaña postuló un Frente Popular en 1936 para devolver la situación a 1931, pero más violenta y revolucionaria. En realidad, el espíritu de modernización pacífica e ilusionante en convivencia para una nación democrática ya había muerto. No obstante, y de forma paradójica después de haberse sublevado, Azaña sostuvo que la República dejó de existir desde julio de 1936, cuando el Ejército republicano se vio desbordado por la distribución gubernamental de armas a los sindicatos. Su sueño republicano no fue defendido ni siquiera por aquellos a quienes su Gobierno repartió armas. Azaña vio impotente la influencia creciente del comunismo soviético, el Terror en Madrid y en Barcelona, el ninguneo de las estructuras republicanas, y el control de la economía en manos de UGT y CNT.

A partir de septiembre de 1937, Azaña dio por perdida la guerra e inició contactos diplomáticos para terminar el conflicto. Su plan de paz requería la intervención de Francia y el Reino Unido para un alto el fuego, y planteaba la convocatoria de un plebiscito sobre la forma de gobierno. El plan fue rechazado por ambos países y por el gobierno Negrín. Azaña aseguró que si no se admitía su propuesta, iba a dimitir antes de que Francia y el Reino Unido reconocieran al gobierno de Franco. El cónsul británico anunció a Rivas Cherif que el reconocimiento tendría lugar entre el 27 y 28 de febrero de 1939, por lo que Azaña marchó el 26 a Collonges y desde allí presentó su dimisión.

Entonces los republicanos se le echaron despiadadamente encima. La Diputación Permanente del Congreso de los Diputados se reunió en París el 31 de marzo de 1939. Allí Negrín declaró que Azaña era culpable de la descomposición del ejército del Centro, y que «traicionó sus deberes –decía- abandonando a este pueblo que durante tres años había estado vertiendo su sangre en defensa de la República». De los reunidos, solo Dolores Ibárruri, ‘La Pasionaria’, insistió en la traición de Azaña.

Traicionado por los suyos, derrotado, y frustrado en su republicanismo, declaró su inutilidad para la política. No quiso saber nada de las cuitas entre Prieto y Negrín, ni de las instituciones de la República en el exilio. Sintió que no debía restaurarse el régimen, sino el espíritu que llevó a los españoles a una empresa común de modernización. A partir de ahí, se dedicó a la literatura. La editorial Gallimard publicó en francés La velada de Benicarló; y la editorial Losada lo hizo en Buenos Aires. Pero los editores no acabaron de ver negocio en la edición de sus memorias, y las dejó sin terminar. De hecho, The World Review le comunicó que no publicaría más sus artículos porque la Guerra Civil española había pasado a un segundo plano tras la invasión alemana de Polonia. La República se había perdido, decía en aquellos textos, por el olvido de Francia y el Reino Unido, la intervención de la URSS, la revolución social, y el papel de los nacionalistas catalanes y vascos.

Azaña se retiró a la villa L’Éden. En enero de 1940 cogió un catarro que afectó su dolencia cardiaca. Entre marzo y mayo estuvo postrado en un sofá, con continuos ataques de tos, sin sueño, pero con alucinaciones por la fiebre. Los intentos de Serrano Suñer para la extradición fueron infructuosos. «Sé que me persiguen –dijo-, tratan de llevarme a Madrid; no lo lograrán». Le protegía el Convenio de Extradición franco-español de 1877. Ya muy enfermo, el 3 de noviembre de 1940 murió rodeado de tradición: su esposa, un militar, un pintor, un mayordomo, un obispo y una monja. Falleció arrepentido y frustrado. Tras una República que lejos de transformar España hacia el progreso y la democracia, exacerbó el conflicto entre españoles y desembocó en una guerra civil.

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