Jorge Freire: «Es peligrosísimo que los políticos hayan dejado de creer en la verdad»

Me confirma que siempre ha hablado así de rápido: «Tú que piensas que soy como Flash, que de repente me cayó un rayo en un laboratorio entre probetas y me dieron superpoderes». Habla así, con buena dicción y diciendo cosas inteligentes. Además es majo, educado, libre en sus criterios. Está claro que con este currículum no le van a llamar para ser tertuliano. Jorge Freire (Madrid, 1985) es escritor de prosa filosófica, y acaba de publicar el ensayo Palabra de honor.

PREGUNTA.- ¿Qué demonios es ser uno mismo?

RESPUESTA.- Pues no sé muy bien qué es ser uno mismo, entre otras cosas porque es muy fácil conocer todo lo que te rodea. Es relativamente asequible conocer el mundo que te rodea, pero es una tarea muy ímproba conocerte.

No hay un camino más difícil que el autoconocimiento, y precisamente en un momento en el que nos resulta muy fácil pasar las vacaciones en Finlandia —cuando hace dos generaciones eso habría sido impensable—, sigue siendo el camino más difícil y más tortuoso, el camino del autoconocimiento.

Con lo cual, bueno, al final todos, en el fondo, nos mentimos, y tenemos zonas en sombra cuando nos miramos al espejo: o nos idealizamos o disimulamos ciertas cosas. Con lo cual, conocerse sigue siendo una tarea muy difícil.

P.- Después hay una idealización de la sinceridad y de la persona que se muestra como muy pura. Y a veces la pureza no tiene por qué ser buena.

R.- No, es que, para empezar, la pureza nunca es buena. James Baldwin decía que «no hay personas más peligrosas que las que se toman por puras». En realidad, suelo entender eso siempre con una suerte de fanatismo. Tú sabes que me gusta jugar con las etimologías. Fanatismo viene de fanum, que es «templo».

Y precisamente los puros tratan de mantenerse en un templo impermeabilizado a la disidencia, que son precisamente los que se creen puros. Yo estoy en contra de eso. Y luego, la sinceridad, creo que vivimos en una época dominada por la sinceridad. El sincerismo, que decía Ortega. Y yo, al final, en un tiempo en el que la gente defiende la sinceridad, yo defiendo la discreción.

Y que la sinceridad es labor de uno donde buenamente le quepa. Tú imagínate que vas por la calle, so pretexto de ser muy espontáneo, y le dices al vecino que le queda muy mal el peinado y que su hija es muy fea… pues, evidentemente, acabaríamos en una contienda. Uno de los puntales sobre los que se asienta la civilización es sobre una cierta hipocresía.

P.- No se trata de mentir todo el rato, son esas mentiras piadosas.

R.- Es que no se trata ni siquiera de mentir, porque eso ya supone una cierta valoración moral. Mira, el Marqués de Vauvenargues, que es un moralista francés que me gusta mucho, decía que «la vida era un baile de máscaras».

Y si lo entiendes como un baile de máscaras, entiendes que, cuando compareces ante otra persona, ya eres un personaje. Con lo cual, esto que dicen los chavales del postureo no tiene sentido, porque siempre buscas una máscara.

Y la máscara es el antifaz, lo que se pone delante de la faz. Y detrás de esa máscara no hay nada. Somos diferentes personajes, y todas esas facetas dan lugar o dan cuerpo a lo que somos nosotros. Pero no hay un verdadero yo. Tú hablas en un registro cuando vas a merendar con la abuela y en otro registro cuando te vas a tomar unos vinos con los amigos, pero sigues siendo tú.

P.- Tengo varias expresiones: «Salir de tu zona de confort». «Lo único imposible es aquello que no intentas». «Hazlo con miedo, pero hazlo». «Si puedes soñarlo, puedes lograrlo». ¿Cuál de estas expresiones de baratillo, odia más?

R.- No odio nada. También te reconozco que, en el fondo, me resulta indiferente. Yo soy un estoico, entonces no hay nada ni que me escandalice ni que suscite mi odio.

Ahora bien, esta filosofía motivacional, en función de la cual todo depende de tu motivación o de tu esfuerzo, me parece no sólo una idiotezas, sino que también parece negligente. La cultura del esfuerzo cae en el error de olvidar que el esfuerzo tiene sentido si va encaminado a algo virtuoso. Porque si el esfuerzo se hace por sí mismo, no es más que un castigo. ¿Hay que valorar que el galeote esté remando durante 20 horas seguidas porque se esfuerza mucho?

No hay que valorarlo, no tiene ningún sentido. De hecho, no es aquello que no supone un cierto esfuerzo lo más valioso. Es decir, Nietzsche decía: «La montaña no es más bella por la dificultad de su ascenso». Oye, pues no te digo que pongan escaleras mecánicas para subir al Everest, pero una cosa que te cuesta, una tarea dolorosa, tampoco es más virtuosa por sí misma. Yo defiendo el sacrificio, no el esfuerzo.

P.- En El purgatorio siempre preguntamos por la relación con la fe de los invitados. ¿Cuál es la suya?

R.- Esta pregunta es la madre del cordero. Tengo una relación con la fe. Lo que pasa es que yo no diría, cuando me preguntan si Dios existe… yo no diría que Dios existe. Dios es. O sea, es un error pensar que Dios existe porque existimos los seres contingentes, que hoy estamos aquí y mañana estaremos en otro lado o no estaremos. Pero Dios está fuera de estas categorías. Dios no existe. Dios es. Y Dios es un sustantivo que, entre otras cosas, se lo doy a todo tipo de adjetivos. Con lo cual, ¿cuál es mi relación con la fe? Tan tortuosa como la del resto de los mortales, es tan difícil de precisar como la de cualquier otro.

P.- Se ha hablado últimamente de diversos estudios sobre cómo la generación Z —o sea, los más jóvenes— se ha vuelto más religiosa o más interesada por la espiritualidad. No sé si esto es una búsqueda de algo permanente en un mundo muy volátil. ¿Cómo interpreta este incremento de interés por la fe?

R.- Sin duda, ese incremento es un hecho palpable. Bueno, en realidad, mientras exista la naturaleza humana, va a existir la religión. Freud llamaba «el porvenir de una ilusión» a esto y decía que mientras hubiera un ser humano sobre la faz de la Tierra, habría creencias religiosas.

Lo que pasa es que la religión va mudando de piel. Nietzsche decía que «las aguas de la religión se repliegan, pero dejan charcos». Y esto se nota en la proliferación de religión sustitutoria que durante los últimos años estamos viendo.

O sea, quien hoy no te reza el Padrenuestro, sin embargo, so pretexto de ser una persona muy secular y muy racionalista, se embarca en talleres de biomagnetismo y de reiki, y se encomienda a la tarea de hacer no sé qué procesiones seculares en forma de maratones solidarios. El final viene a ser lo mismo.

Con lo cual, bueno, al final, el cariz espiritual del ser humano no puede terminar abolido. Y yo creo que el error de esta secularización exprés que hemos vivido en gran parte de los países occidentales es olvidar que la faceta espiritual del ser humano es determinante. O sea, es algo que está ahí, en la naturaleza humana, y que no puedes soslayar en aras de una razón ilustrada, en aras de un conocimiento positivo, porque no es suficiente para saciar esa sed de absoluto que tenemos todos.

Entonces, al final, vuelve. Puede volver en forma fantasmática —digamos, de dioses tiránicos o de dioses sustitutorios, o incluso de fanatismos—, pero siempre vuelve. Entonces yo creo que esas energías conviene canalizarlas adecuadamente.

P.- O sea, hay gente que no cree en Dios, pero sí cree en el partido o en el equipo de fútbol.

R.- Efectivamente. Y eso es mucho más peligroso, porque se ha sustituido la Iglesia por instituciones paratribales, como pueden ser, efectivamente, el partido. Y, además, son energías religiosas.

Y muchas veces, cuando nosotros hablamos, por ejemplo, de la cultura de la cancelación… fíjate en esta sección que tenemos, El Purgatorio. Es muy curioso, porque el purgatorio es un concepto que en la cultura calvinista no existe, porque no existe el concepto de purgación. Y, precisamente, el endurecimiento de la cultura que hemos vivido en los últimos años y la proscripción del perdón tienen mucho que ver con unos nuevos aires que vienen de los países del norte y que son aires eminentemente calvinistas.

Y que, entre otras cosas, proscriben la idea de perdón, pero se obsesionan con la idea de pecado. Con lo cual, una opinión irrecusable que tú manifestaste hace 15 años te condena para siempre. Esto, en los países del orbe católico, pues parece una cosa inaudita. Pero, sin embargo, como todo lo que viene de ultramar lo acogemos con los brazos abiertos… pues lo hemos acogido.

Jorge Freire en ‘El purgatorio’. | Carmen Suárez

P.- Jorge Freire, buen amigo de THE OBJECTIVE, ha publicado un pequeño ensayo en la colección Sapientia Cordis, titulado Palabra de Honor, y escribe: «La palabra se da, se entrega, se concede y se ofrece a título personal. La palabra se empeña, es decir, se deja como garantía. Si se falta a ella, se pierde algo más valioso que una joya empeñada. En tiempos de apuro, se pierde la cara. ¿Quién presta la palabra? La palabra sólo se entrega como se entrega el estandarte en una batalla, pero también se sostiene, se blande con firmeza, sujeta a las condiciones dadas». Es cosa seria, la palabra.

R.- Sí. Yo me planteé en este libro en qué consistía ser una persona «de palabra». Y, por lo pronto, no puede consistir sólo en «tener palabra», porque los mercachifles, los periodistas sincronizados y los intelectuales orgánicos, todos tienen palabra, y, sin embargo, la tienen —en fin— como un chamarilero que la tiene para acopiar palabras, utilizarlas como chatarra.

Con lo cual, no basta con tener palabra. Es importante poder dar la palabra y poder sostenerla efectivamente. Cuando tú sostienes tu palabra, te expones. Exponerte significa ponerte por delante. Si tú das tu palabra, tu palabra de honor, en realidad estás dando lo más importante que tienes, que es tu credibilidad, que es tu honor. Es decir, tu respetabilidad, al final. Si tú contravienes tu propia palabra, en realidad estás contraviniendo tu propio ser.

«Sánchez, a diferencia del resto de presidentes, es un personaje cómico»

A mí me interesa muchísimo la idea de honor, que es una idea hoy muy mal vista. Y, la verdad, para hacer este libro he hecho una búsqueda bastante documentada acerca de los orígenes del honor. Y es muy curioso, porque originalmente el honos romano —que es de donde se origina todo— es un linaje, por así decirlo, estético. Es decir, es un sustantivo que no tiene ninguna carga moral. Sería sencillamente una túnica en perfecto estado de revista. Es decir, es acudir a una fiesta, por así decirlo, y aparecer con el peluco más brillante de todos —da igual que sea robado—. Lo importante es que brille.

Entonces, cuando tú ves con qué sentido lo utilizan Terencio o Virgilio, el honor es, pues, humo y espejos. Es algo que sencillamente viste mucho. Pero es muy curioso, porque luego llega Cicerón y le da otra connotación, y lo junta —y perdóname por el excurso— con el timé griego, que tiene mucho que ver con la parte corajuda del alma: un tercio del alma, según Platón. Lo que es el arrojo, la valentía, las virtudes guerreras.

Entonces, acuña la palabra honestum, que luego llega Séneca y dice que es «el sumo bien». Entonces, ser honesto significa ya no tanto lucir, sino, sobre todo, poseer una virtud interior que no te pueden dar, que no te pueden regalar. Y esto hace que rompa por completo con el concepto de «honra», que muchas veces la gente confunde con el «honor», pero nada tiene que ver.

Realmente, es una confusión de larga data. Tú miras el primer diccionario de la RAE, de 1780, y ya se confunden bastante. Y miras el Covarrubias, y también se confunden. Y hasta finales del XIX no se empiezan a diferenciar. Es importante, porque la honra es algo siempre reactivo; es algo que se defiende cuando alguien lo mancilla, cuando alguien te arroja el guante o cuando alguien mancha el honor de tu mujer y tú tienes que salir a la taberna a defenderlo.

Sin embargo, el honor no es así. El honor sólo aparece cuando tú compareces ante tu conciencia. Cuando te miras al espejo y consigues sostenerte la mirada. Entonces, el honor no te lo pueden quitar, pero tampoco te lo pueden dar. No es una cosa externa que tú puedas ganar, sino que, al final, el honor sólo aparece cuando tú te lo has ganado por ti mismo, de forma virtuosa, aunque no haya testigos. Entonces, es muy interesante defender esta idea del honor y, por supuesto, rechazar por completo la honra.

P.- Vayamos a la palabra dada. ¿Cree que se le ha perdido el respeto en la sociedad española, en la conversación pública, a la palabra dada? O sea, al «Yo voy a hacer esto».

R.- Sí, sí, por supuesto que sí. Se ha quedado en segundo lugar, en buena medida por la invasión del periodismo, que ha invadido todas las esferas de la vida. Y luego, por otro lado, por la sobrepolitización de nuestra conversación. Es decir, nunca había estado tan politizada la sobremesa de los españoles. Hoy no se habla de otra cosa que no sea de política.

Al final, habría que diferenciar un poco, porque si todo es política, nada lo es. Y, además, hemos caído en un paroxismo que no nos hace mejores ciudadanos. En los tiempos del 15-M se decía aquello de que la ciudadanía no podía limitarse a votar cada cuatro años. Bien, eso podía ser un extremo del péndulo, pero ahora el péndulo se ha ido al otro lado, y de repente la política lo anega todo. Todo es política, bueno, eso es una imbecilidad: si todo es política, nada lo es.

A mí me gusta mucho esta anécdota de Jardiel Poncela —personaje que me entusiasma— que decía: «Cuando tenía ocho años, acompañé a mi padre —que era corresponsal parlamentario, era reportero, como se decía entonces, en La Correspondencia de España—. Lo que escuché de lo que sucedía entre candilejas, entre diputados, me asqueó tanto que ese día decidí retirarme solemnemente de la política». Y luego añade: «Tenía ocho años».

«Cuando se frivoliza sobre la familia, se está abocando a los españoles a la soledad»

No digo que la gente se retire de la política, pero al menos sí defiendo que se distancien un poquito, porque la vulgarización de la palabra tiene mucho que ver con eso. El problema no es que nuestros políticos mientan, como suele decirse, porque los políticos mienten desde la noche de los tiempos. Y, además, tiene un sentido. Cuando tú propones en un programa electoral una serie de medidas, tienes que confrontarlas con la práctica. Al final, una cosa escrita a priori tiene que matizarse luego en la realidad. Con lo cual, es lógico que los políticos no cumplan con sus promesas.

Ortega, en un texto muy bonito de diez páginas titulado Mirabeau o El Político, decía que la relación de un político con la verdad no era la de un ciudadano con la verdad; es más bien la de un actor. Entonces, bueno, pues tenía que hacer ciertas piruetas.

Vale, asumamos que los políticos mienten. El peligro que tenemos no es ese. El peligro es que los políticos han dejado de creer en la verdad. Y eso es peligrosísimo, porque nunca había sucedido. Siempre habían existido, por así decirlo, negacionistas de la verdad. Siempre ha habido sofistas —y tenemos que remontarnos a Gorgias, esta gente— bien, pero no dejaban de ser una excepción.

Es decir, la verdad era algo que se asumía. Era una presencia oceánica que teníamos ahí, y que al final los pensadores y los intelectuales tenían que habérselas con esa presencia que, de alguna forma, te acoquinaba. Pero nunca se había dado la situación de que las élites le dieran la espalda a esa presencia oceánica y dijeran: «No existe».

Nunca había sucedido que se dejara de creer en la verdad. Esto es muy curioso, porque al mismo tiempo yo defiendo que no existe el relativismo, sino que los que se definen como relativistas —que dicen que la verdad no existe—, en realidad buscan colarnos otro relato, como dicen ellos. Y precisamente el relativismo es la coartada de los autoritarios y de los absolutistas, que —como los sofistas en tiempos de Sócrates— siempre niegan la verdad antes de ponerse bajo el poder del autócrata. Con lo cual, hay que desconfiar de los que dicen que la verdad no existe, porque lo que quieren es colarnos su idea de verdad.

P.- Una cosa es, por ejemplo, no cumplir con un programa electoral o con cierta parte del programa electoral. Y otra cosa —creo que hay una serie de matices— es prometer: «No voy a hacer esto», y cambiar muy rápidamente el criterio, cambiar lo prometido. Me refiero, para dar nombre, al presidente del Gobierno. Si hay una constante en su carrera política —y eso le ha dado beneficios, porque sigue siendo presidente del Gobierno— es que ha ido mutando su palabra y sus promesas.

Una de las ideas que me salía al leer el libro es cómo se condena socialmente al que, de manera permanente, promete «X» y después hace lo contrario. Es decir, entendemos muy rápidamente que se condena al corrupto que mete la mano en la caja o que da dinero público a fines ilícitos. Pero, digo: ¿no hay una condena social al que dice: «No voy a dar una amnistía» y, pasado el tiempo, la da? ¿O al que dice: «No voy a indultar a esta gente», y pasado el tiempo, lo hace? ¿O al que dice: «Voy a quitar los aforamientos», y los mantiene? No hay esa condena social. Se pierde, como digo, ese valor de la palabra dada, de la promesa.

R.- Al final, Pedro Sánchez es un hijo de su tiempo. Y la ciudadanía no lo va a condenar por mentir, entre otras cosas porque tenemos la ciudadanía más desmoralizada que habíamos tenido en décadas. Uno de los males que cunde por doquier es el cinismo. Y cuando cunde el cinismo, los políticos pueden hacer cualesquiera desafueros que pretendan. Pueden mentir, decir una cosa y la contraria, y no va a pasar nada.

El cinismo es uno de los grandes males de las sociedades, porque en el fondo es la mueca de la claudicación. Es reconocer, para empezar, que no tiene sentido ni siquiera imaginar un futuro mejor, porque al fin y al cabo las cartas están echadas. Y esto es lo que hay. ¿Y qué más da?

Y al final se generaliza esto de: «Voy a votar al mal menor». También hay que reconocer una cosa: cuando cargamos las tintas contra Pedro Sánchez, también hay que cargarlas contra una oposición que sigue sin tener un proyecto constructivo, sin tener algo mínimamente propositivo.

No puedes hacer oposición sin asumir el 23-J. Es decir, hay que asumir que se perdieron las elecciones, y hay que reconocer que con el antisanchismo no basta. No basta con estar criticando todos los días la amnistía. No basta con estar criticando el deterioro institucional que ha provocado Sánchez. Porque, evidentemente, si tú no consigues ilusionar a la ciudadanía, y si además estamos en un momento de miedo generalizado, al final la gente va a seguir votando al mal menor. Y en estos momentos, para mucha gente, el mal menor es Pedro Sánchez.

Con lo cual, yo creo que urge, entre la derecha, un replanteamiento. Y sobre todo tener en cuenta que no basta con las apelaciones. Hay un libro que me gusta mucho, El retorno de los dioses fuertes, del teólogo Russell Ronald Reno, que es estadounidense —bueno, de origen polaco pero escribe desde EEUU—, y que cuenta que el pacto de posguerra, el espíritu del 45, ha terminado. Porque ya no basta con la apelación a valores débiles. Entre otras cosas, debido al shock de la Segunda Guerra Mundial, ya no basta con apelar a la ciudadanía global, al altruismo, a la empatía, a las redes más o menos débiles de colaboración, al libre mercado, etcétera.

Sino que hay que recuperar esos «dioses fuertes», que podrían ser, ¿por qué no?, una comunidad más o menos virtuosa, unos lazos vigorosos. ¿Por qué no un ideal de patriotismo que no sea ese patriotismo cívico, que no termina de encajar más que en los discursos de los constitucionalistas que dicen que la Nación, en el fondo, da igual, porque lo importante es la Constitución?

Pues creo que, al final, estamos en un momento no solo de desarraigo, sino también de anomia, en el que ese discurso puede ser —además de perentorio, porque es muy importante— útil para los partidos políticos. Pero para los dos: tanto para la derecha como para la izquierda. Creo que sería importante recuperar esas virtudes, esos «dioses fuertes». Porque en un momento de desmoralización, seguir hablando de estas ideas vacuas no interpela a nadie.

Jorge Freire en ‘El purgatorio’. | Carmen Suárez

P.- Le he escuchado decir que le interesa mucho —o que le motiva mucho— escribir contra alguien, pensar contra alguien. Y lo mencionaba antes de pasada: en España, en la política del día a día, lo normal es estar contra alguien. O sea, es el «que rabien los fachas» o el «que se jodan los rojos». Siempre se piensa contra.

R.- Sí, es verdad. Lo que pasa es que, a veces, en España el esquema mental de «peperos o socialistas” al final lo que hace es que vivamos en un mundo muy exiguo, muy reducido. Porque incluso cuestiones de geopolítica global muchas personas —y hablo de muchas personas de la élite, muchos políticos también— las abordan con ese prisma tan chico.

Entonces, al final, muchas veces… qué sé yo, cuando se habla de la cuestión rusa, o de la cuestión palestina, la gente se posiciona en función de lo que dice Feijóo o Sánchez. Y eso, en el fondo, da igual. O sea, el debate doméstico está muy bien para ciertas cosas, pero para otras convendría derribarlo. Y creo que seguimos todavía muy anquilosados en España con estas cosas. Con la importancia determinante de «la cuestión española», que —sinceramente— no es tan importante.

P.- Y de hecho, por ejemplo, en la cuestión palestina, hay una mayoría de españoles que están de acuerdo con lo que dice Sánchez. Y la gran mayoría de los españoles no es antisemita, pero, por supuesto, también somos humanos para ver lo que está pasando en Gaza.

R.- El papanatismo del PP con el tema de Israel es una cosa que le va a pasar factura, sobre todo con la gente joven, que no se informa por los medios tradicionales, sino sobre todo por las redes sociales. Y para la gente que ahora tiene veintipocos años, la cuestión de Gaza es un punto de no retorno.

Evidentemente, criticar a Israel no supone en absoluto antisemitismo, para nada. Lo que pasa es que, si tú estás viendo un genocidio en directo, tienes que defender que eso no puede suceder. Y que eso contraviene los derechos humanos y la moral más elemental.

Entonces, yo creo que lo que ha hecho el PP, en su cortedad de miras, ha sido oponerse a toda mínima crítica, pensando que de esa forma cerraban filas contra Sánchez. Yo creo que, en algunas cuestiones importantes, no pasa nada porque el PP y el PSOE coincidan.

Y, además, cuando desde Israel se insultó a ministras españolas llamándolas filoterroristas o colaboracionistas de Hamás —que es un absoluto dislate—, el PP tendría que haber sido patriota y defender a sus instituciones, a sus ministras, que estaban siendo vituperadas.

Entonces, ¿qué pasa? ¿Por ser una persona conservadora, yo no puedo decir que lo que está sucediendo en Israel es inaudito? ¿Que estamos asistiendo a una limpieza étnica, que estamos viendo imágenes que son de lo peor que hemos visto en nuestra vida? Pues eso hay que decirlo. Y hay que decirlo a las claras.

«La oposición debe entender que con el antisanchismo no basta»

P.- Una más sobre Sánchez. Le leí hace un tiempo en THE OBJECTIVE que todos los presidentes han sido personajes dramáticos, menos Sánchez, que es un personaje cómico.

R.- Es que los expresidentes son personajes tristes, siempre están como respirando por la herida, lamentándose. Y se me ocurrió tirar de Shakespeare, porque, por ejemplo, si piensas en Felipe —el último Felipe, el del 93—, es como Coriolano: esto de los tribunos… «No me reconocen, fíjate lo mal que me está tratando el partido, lo mal que me trata la sociedad, no me miran las llagas y no las valoran». Son muy trágicos.

Y luego Aznar, lo de los tres días, me acordaba, fíjate tú, de Macbeth, de la profecía de las brujas. Y durante esos tres días —los idus de marzo— Aznar desoyó lo que se le estaba diciendo y al final se hundió con el equipo.

Luego, bueno, Rajoy tiene mucho de Hamlet. Esta idea del tentetieso que piensa mucho pero no se decide. Lo de «ser o no ser»: siempre está reflexionando, pero luego te declaran un golpe en tus narices y no sabes cómo reaccionar. Y al final te embiste el golpe —el golpe en Cataluña— y no tienes cintura, no sabes moverte.

Zapatero no es tan trágico. Tiene más del personaje de Antonio, el buenista de El mercader de Venecia. Tiene ese rollo de los buenos sentimientos, pero claro… como los sentimientos no se devalúan… Es un hombre bisoño. Pero luego llegan los hombres de negro y te desmantelan la economía. Con lo cual, llegan las cosas «de adultos», como diría Rajoy, la política de adultos, y te lleva por delante.

Entonces yo creo que es interesante lo de Sánchez, porque no se le toma bien la medida: es un personaje cómico. Se ríe de sí mismo. Lo de «Perro Sánchez»… ¡Él mismo arrancaba los mítines con la canción de Rigoberta Bandini, lo de «perra»! Y al final, el hecho de que sea un «perro» hace que tenga una agilidad muy especial, que le permite, entre otras cosas, bailar sobre el alambre: decir una cosa y, al día siguiente, la contraria.

Mantenerse en el poder, aunque le llegue una guerra, una pandemia, lo que sea… Y eso, bueno, pues hace que efectivamente esa agilidad lo vuelva muy imprevisible, pero sobre todo lo convierte en un personaje cómico, que se ríe de sí mismo. Eso es interesante.

P.- Escribe en Palabra de honor que vivir en sociedad es saberse responsable. Me interesaba lo de la responsabilidad, lo de la mayoría de edad, porque uno de los fenómenos de este momento—supongo que estudiado y pensado— es el asunto del victimismo. Ya lo último es el Gobierno víctima. Se parece mucho a la idea que tenía Podemos: decían «¿Cómo nos va a permitir el Ibex entrar en el Gobierno?». Pues vaya cómo está el Ibex. Ahora el Gobierno es víctima: víctima de los medios, víctima de la conspiración…

R.- En el caso de Podemos —y en general en la nueva política— se ha visto muy claramente lo que les costaba asumir responsabilidades. Mira, vuelvo a las etimologías: responsabilidad, su red etimológica… sponsor. No solo el sponsor que lleva Fernando Alonso en su coche; en general, sponsor es el que ejerce de garantía cuando tú ofreces algo.

Es decir, para los romanos, sponsor significaba que, de alguna forma, yo te presto esto, pero mi persona queda como garantía. O al revés: la persona de quien es prestado sirve de garantía de que se va a devolver.

Entonces, con la nueva política es muy curioso porque nunca se hicieron responsables de absolutamente nada. Es decir, la ley del «solo sí es sí» era una ley absolutamente inmaculada, impoluta, sin ningún tipo de error. Y las excarcelaciones de violadores y las rebajas de penas a los abusadores era, al final, culpa de los «jueces fachas» y de la «máquina del fango» que propaga infundios. Pero nunca ellos, nunca ellos.

Entonces, efectivamente, está esta cosa de no reconocer nunca responsabilidades. Por supuesto, es una señal de infantilismo. Me acordaba del último Mundial, Infantino, el de la FIFA, en lugar de reconocer que para construir esos estadios en una monarquía infame —donde se cuelga a blogueros, disidentes, homosexuales— y donde murieron centenares de obreros, él dijo:

«Yo también soy víctima. Soy gay. Yo soy un judío en el Holocausto. Soy un negro en la esclavitud». ¡No, hombre! Usted no es ninguna de esas cosas. Usted no es víctima en absoluto. En lugar de asumir responsabilidades, lo que hizo fue colocarse en el pedestal de la víctima a la que no se le puede reprochar nada. Efectivamente, el victimismo de Podemos ha hecho que se hayan ido de rositas.

De hecho, cada vez que veo un cataclismo electoral, me hace gracia la fraseología. Siempre decía Pablo Iglesias: «Toca hacer autocrítica». Nunca decía: «Voy a hacer autocrítica». «Toca», como si fuera el toque de rebato de la mili. No porque él la apruebe o la practique.

Jorge Freire en ‘El purgatorio’. | Carmen Suárez

P.- Hemos pasado de derribar el tabú de la salud mental a casi una obsesión por la salud mental. No sé si estamos obsesionados con la salud mental, si hay políticos interesados en que se hable de salud mental y que no se hable del problema de la vivienda o del problema del trabajo precario. ¿Por qué esta obsesión con la salud mental?

R.- Bueno, en realidad esto es un tema muy interesante que, en cuanto se convirtió en asunto político, se empezó a malbaratar. Cuando Errejón —que paz descanse, políticamente hablando— empezó a colgarse la medalla de haber capitaneado la cruzada, como decía él, de la salud mental en realidad, lo que había hecho era instrumentalizar un malestar, un malestar casi generalizado, pero que en realidad, como él se empeñaba en soslayar, es un epifenómeno de una cuestión mucho mayor, que es la soledad no deseada.

Que ya digo yo que será importante tener un observatorio estatal. Ya sé que hay muchas cosas que tienen observatorios. Esto parece un mirador donde estamos todos mirando estrellas. Pero, en cualquier caso, la soledad no deseada se supone, según las estadísticas, que afecta a dos millones de personas que en España no tienen a quién recurrir si les pasa algo. Entonces, la salud mental será, digo yo, solo una puntita del iceberg, y pensar que eso se soluciona llenando las vidas de los españoles de psicólogos que de alguna forma les den consulta una vez a la semana es un dislate.

Lo que pasa es que no se quiere hablar desde la izquierda —y por eso decía El retorno de los dioses fuertes— no se quiere hablar de algo mucho más profundo, que es el lazo comunitario. No se quiere hablar de que muchas veces, cuando se frivoliza, por ejemplo, el tema de la familia, en el fondo se está abocando a los españoles a la soledad.

El decir que, en el fondo, la familia no es importante, o si acaso, si hablamos de la familia, es para hacerlo siempre con esta retórica terrorífica: «Por supuesto, la familia es una fuente de traumas, de cuestiones freudianas, edípicas, de abusos, de maltrato». Entre algunos casos, es así, pero si la denotamos como una exclusiva fuente de sinsabores, pues al final estamos abocando a la gente al desarraigo.

Porque muchas veces, sin familia, no se establecen lazos duraderos. Ojalá con tus amistades hagas lazos fuertes que te permitan, por así decirlo, sortear esta modernidad líquida de lazos superficiales. Pero generalmente no es así. Entonces, bueno, al final la salud mental ha sido algo que ha gustado mucho, sobre todo a la izquierda de Sumar, que lo que hace es utilizar, servirse de ciertos temas que luego abandonan por completo.

Porque primero fue el Estado emprendedor, utilizaron esta idea de la política industrial, pero luego se apearon de ella. Dos meses después fueron al tema de la salud mental y se olvidaron por completo de ella. Entonces, al final, son tan sumamente —por así decirlo— instrumentales en el uso de estos temas que la ciudadanía se va dando cuenta, porque muchas veces la ciudadanía es bastante más avispada que sus élites. Y entonces, bueno, al final, cuando hablamos del declive de esta izquierda indefinida, tiene mucho que ver con esto.

«La nueva política, como los de Podemos, nunca se hizo responsable de nada»

P.- Me consta que está preparando un libro sobre la comunidad.

R.- Sí, sí, estoy con un libro sobre la comunidad. Creo que es el gran tema de nuestro tiempo. Porque todos convenimos en que, aunque la comunidad quizás no ha desaparecido, al menos sí se ha ido destejiendo, por así decirlo. Y, sobre todo, me interesa saber si es posible volver a tejerla. O si final es como una telaraña que tú rompes y luego ya es imposible recomponerla.

La soledad, el aislamiento, el individualismo son males de nuestro tiempo. Y, bueno, pues convendría tomar el toro por los cuernos. Y, sobre todo, es que no se soluciona haciendo agigantar el Estado. Es decir, no vas a recuperar la comunidad haciendo crecer el Estado, y tampoco haciendo crecer el mercado, que ese es el error. O sea, como en este país está todo polarizado entre izquierda o derecha, siempre los amigos de la libertad individual son los enemigos del Estado, y al revés.

Es que no se trata de elegir entre libre mercado o estatismo. Porque, igual que critico que se aumente el número de psicólogos pensando que, como si fuera por ensalmo, vas a acabar con la soledad no deseada, tampoco basta con hacer «cajas lentas», como hacen en Inglaterra o en Suecia, para que los viejecitos tengan alguien con quien hablar en un supermercado. Entonces son cajas en las que te atienden con mucha parsimonia para que, durante cinco minutos, a lo largo de dos días, puedas hablar. Ahora lo están empezando a hacer algunas grandes superficies: espacios en los que la gente pueda relacionarse. El mercado no puede ocupar aquel lugar que en principio estaba destinado a las comunidades naturales.

P.- El Estado no te va a asignar una funcionaria o un funcionario para que venga y te dé un abracito.

R.- Sí, lo puede hacer, pero estás jodido en ese caso. El mayor problema que tiene una mujer inmigrante que sufre maltrato, por ejemplo, es que le digan: «Bueno, pues ve a la Casa de la Mujer». Pero solo a la Casa de la Mujer. Que tu única salida sea esa. O que tú seas un adolescente que sufre abusos y que solo pueda recurrir a un funcionario. Estás bien jodido si solo puedes recurrir a un funcionario.

P.- Sobre la familia, hace poco, también escribía aquí en THE OBJECTIVE, y es que se habla mucho de la independencia, se vende muy bien la independencia de la persona. Pero los seres humanos, por definición, somos seres dependientes.

R.- Cuando hablamos de independencia, es un desaguisado —ante todo— ontológico. Es un error filosófico, porque el ser humano es, por definición, un ser dependiente. Es un ser que siempre depende de los demás. No solo porque sea un mamífero que tarda mucho más en madurar que el resto de mamíferos —otros a lo mejor, a los dos días, ya están en pie, como los cervatillos, que ya están en pie desde el momento de nacer—. No: es que el ser humano prácticamente tarda… te iba a decir unos años, y a lo mejor son 30 años… en madurar, en independizarse, sobre todo ahora.

Entonces, claro, al final pensar que el ser humano se basta y se sobra, que es el único artífice de su ventura, que es «el capitán de su destino», como se dice ahora, eso es un dislate. Hay que romper con este culto a la libre determinación y la autonomía del individuo. Y, sobre todo, reconocer que no es lo más deseable la independencia o esta libertad sin frenos ni cortapisas, que es una libertad infantil, que es hacer lo que te salga de las narices. Eso no es ser libre.

Hegel decía que «la libertad es la conciencia de la necesidad». Uno es libre cuando asume, entre otras cosas, las servidumbres comunitarias que, por ser un ser humano, le corresponden. El ser humano es un animal comunitario. No puede nacer fuera de la comunidad. No es solo que tú puedas vivir —porque lo decidas— fuera de la comunidad, porque te bastas y te sobras. Inmune, originalmente, significa aquella persona que no requiere del concurso de la comunidad.

Yo soy inmune porque soy un señor feudal y vivo en el pináculo de mi torre de marfil. Y como tengo mis médicos, y tengo mis mesnadas que me defienden, no requiero de la comunidad. Con lo cual, me pongo un foso con cocodrilos alrededor. Estupendo: tú eres inmune. Pero tú eres hijo de una comunidad. Porque tú has surgido en una comunidad, en la que hay unas tradiciones, en la que hay una lengua, en la que hay una cultura, y en la que hay unas costumbres. Y eso, de alguna forma, te ha hecho a ti.

Tú no podrías haber surgido igual —de hecho, no podrías haber surgido— si te hubiera criado una loba amamantándote en la oscuridad de una cueva. Con lo cual, hay que reconocer que somos seres comunitarios. Yo creo que eso es un buen punto de partida.

P.- Tengo por aquí Agitación, que es uno de sus primeros libros, Premio Málaga de Ensayo, hablas de ese hombre en búsqueda constante de experiencias. Me hacía gracia saber que el libro surgió cuando estaba hablando con amigos de los planes de verano. Y uno decía: «Yo voy a hacer rafting en Indonesia». ¿Usted tiene planes alocados para este verano?

R.- Pero oye, ¿no te has dado cuenta de que siempre pasan esas chuminadas? Siempre se dicen en inglés. Por algo será. Bueno, mis planes alocados son: pasar el San Roque en Aragón, luego irme a Denia a dormitar y, sencillamente, comer y dormir, que es lo que me gusta. Para eso son las vacaciones, no para extenderte y luego requerir vacaciones de las vacaciones. Las vacaciones son para descansar, para leer y para comer bien.

P.- ¿Nunca ha tenido FOMO, es decir, «Fear of Missing Out», el miedo a perderse algo?

R.- Sí, sí, tengo FOMO. Todos tenemos FOMO. Me he desinstalado las redes sociales del móvil desde hace unos cuantos meses, sobre todo para luchar contra eso. En mi caso, porque limitaban mi productividad. Intento trabajar muy intensamente por las mañanas y por las tardes no hacer nada, estar con la niña y esas cosas. Y esto, vas a pensar que tengo una manía contra los periodistas, pero es que hace diez años, cuando el periodismo pensó que la salida a sus males era abrirse de brazos a las redes sociales, cayó en el error de pensar que la información instantánea podía, digamos, ocupar el lugar de la mediación, que en principio define el periodismo.

Porque el periodismo es un mediador entre lo que sucede en la sociedad y tú. Entonces, de repente, empezamos todos los ciudadanos a informarnos en tiempo real, al minuto, de ciertas cosas que no eran significativas. Por ejemplo, la prima de riesgo. Todos estábamos viendo, cada minuto, la prima de riesgo, que no significaba nada en realidad, mirarlo al minuto.

Y desde entonces pensamos que si tú estás actualizando el feed de las redes sociales te vas a enterar de algo… y luego no te enteras de nada. Con lo cual, yo recomiendo informarse, como mucho, una vez al día —que es lo que hago yo— y no más.

P.- Y leer THE OBJECTIVE.

R.- Por supuesto. Y leer además a una persona a la que admiro profundamente, que es Ketty Garat, que en un país civilizado tendría el Pulitzer y sería considerada la Woodward española.

Sin embargo, como en este país hay mucha ingratitud en el periodismo y hay muchas envidias —y yo entiendo que no se les reconozcan las cosas—, pero es una cosa que a mí me encorajina: lo ingratos que han sido muchos compañeros de profesión con Ketty Garat.

Es una persona, además de valiente, que ha hecho una tarea periodística extraordinaria, y a la que ahora empiezan a reconocérselo… pero, como siempre, a remolque.

P.- Algunos se rieron.

R.- Sí, pero hoy callan. Y no solo callan, sino que, encima, lo reconocen agachando la cabeza y cometiendo un acto de contrición. Y dicen: «Ketty tenía razón». Pues haberlo dicho entonces.

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 Me confirma que siempre ha hablado así de rápido: «Tú que piensas que soy como Flash, que de repente me cayó un rayo en un laboratorio  

Me confirma que siempre ha hablado así de rápido: «Tú que piensas que soy como Flash, que de repente me cayó un rayo en un laboratorio entre probetas y me dieron superpoderes». Habla así, con buena dicción y diciendo cosas inteligentes. Además es majo, educado, libre en sus criterios. Está claro que con este currículum no le van a llamar para ser tertuliano. Jorge Freire (Madrid, 1985) es escritor de prosa filosófica, y acaba de publicar el ensayo Palabra de honor.

PREGUNTA.- ¿Qué demonios es ser uno mismo?

RESPUESTA.- Pues no sé muy bien qué es ser uno mismo, entre otras cosas porque es muy fácil conocer todo lo que te rodea. Es relativamente asequible conocer el mundo que te rodea, pero es una tarea muy ímproba conocerte.

No hay un camino más difícil que el autoconocimiento, y precisamente en un momento en el que nos resulta muy fácil pasar las vacaciones en Finlandia —cuando hace dos generaciones eso habría sido impensable—, sigue siendo el camino más difícil y más tortuoso, el camino del autoconocimiento.

Con lo cual, bueno, al final todos, en el fondo, nos mentimos, y tenemos zonas en sombra cuando nos miramos al espejo: o nos idealizamos o disimulamos ciertas cosas. Con lo cual, conocerse sigue siendo una tarea muy difícil.

P.- Después hay una idealización de la sinceridad y de la persona que se muestra como muy pura. Y a veces la pureza no tiene por qué ser buena.

R.- No, es que, para empezar, la pureza nunca es buena. James Baldwin decía que «no hay personas más peligrosas que las que se toman por puras». En realidad, suelo entender eso siempre con una suerte de fanatismo. Tú sabes que me gusta jugar con las etimologías. Fanatismo viene de fanum, que es «templo».

Y precisamente los puros tratan de mantenerse en un templo impermeabilizado a la disidencia, que son precisamente los que se creen puros. Yo estoy en contra de eso. Y luego, la sinceridad, creo que vivimos en una época dominada por la sinceridad. El sincerismo, que decía Ortega. Y yo, al final, en un tiempo en el que la gente defiende la sinceridad, yo defiendo la discreción.

Y que la sinceridad es labor de uno donde buenamente le quepa. Tú imagínate que vas por la calle, so pretexto de ser muy espontáneo, y le dices al vecino que le queda muy mal el peinado y que su hija es muy fea… pues, evidentemente, acabaríamos en una contienda. Uno de los puntales sobre los que se asienta la civilización es sobre una cierta hipocresía.

P.- No se trata de mentir todo el rato, son esas mentiras piadosas.

R.- Es que no se trata ni siquiera de mentir, porque eso ya supone una cierta valoración moral. Mira, el Marqués de Vauvenargues, que es un moralista francés que me gusta mucho, decía que «la vida era un baile de máscaras».

Y si lo entiendes como un baile de máscaras, entiendes que, cuando compareces ante otra persona, ya eres un personaje. Con lo cual, esto que dicen los chavales del postureo no tiene sentido, porque siempre buscas una máscara.

Y la máscara es el antifaz, lo que se pone delante de la faz. Y detrás de esa máscara no hay nada. Somos diferentes personajes, y todas esas facetas dan lugar o dan cuerpo a lo que somos nosotros. Pero no hay un verdadero yo. Tú hablas en un registro cuando vas a merendar con la abuela y en otro registro cuando te vas a tomar unos vinos con los amigos, pero sigues siendo tú.

P.- Tengo varias expresiones: «Salir de tu zona de confort». «Lo único imposible es aquello que no intentas». «Hazlo con miedo, pero hazlo». «Si puedes soñarlo, puedes lograrlo». ¿Cuál de estas expresiones de baratillo, odia más?

R.- No odio nada. También te reconozco que, en el fondo, me resulta indiferente. Yo soy un estoico, entonces no hay nada ni que me escandalice ni que suscite mi odio.

Ahora bien, esta filosofía motivacional, en función de la cual todo depende de tu motivación o de tu esfuerzo, me parece no sólo una idiotezas, sino que también parece negligente. La cultura del esfuerzo cae en el error de olvidar que el esfuerzo tiene sentido si va encaminado a algo virtuoso. Porque si el esfuerzo se hace por sí mismo, no es más que un castigo. ¿Hay que valorar que el galeote esté remando durante 20 horas seguidas porque se esfuerza mucho?

No hay que valorarlo, no tiene ningún sentido. De hecho, no es aquello que no supone un cierto esfuerzo lo más valioso. Es decir, Nietzsche decía: «La montaña no es más bella por la dificultad de su ascenso». Oye, pues no te digo que pongan escaleras mecánicas para subir al Everest, pero una cosa que te cuesta, una tarea dolorosa, tampoco es más virtuosa por sí misma. Yo defiendo el sacrificio, no el esfuerzo.

P.- En El purgatorio siempre preguntamos por la relación con la fe de los invitados. ¿Cuál es la suya?

R.- Esta pregunta es la madre del cordero. Tengo una relación con la fe. Lo que pasa es que yo no diría, cuando me preguntan si Dios existe… yo no diría que Dios existe. Dios es. O sea, es un error pensar que Dios existe porque existimos los seres contingentes, que hoy estamos aquí y mañana estaremos en otro lado o no estaremos. Pero Dios está fuera de estas categorías. Dios no existe. Dios es. Y Dios es un sustantivo que, entre otras cosas, se lo doy a todo tipo de adjetivos. Con lo cual, ¿cuál es mi relación con la fe? Tan tortuosa como la del resto de los mortales, es tan difícil de precisar como la de cualquier otro.

P.- Se ha hablado últimamente de diversos estudios sobre cómo la generación Z —o sea, los más jóvenes— se ha vuelto más religiosa o más interesada por la espiritualidad. No sé si esto es una búsqueda de algo permanente en un mundo muy volátil. ¿Cómo interpreta este incremento de interés por la fe?

R.- Sin duda, ese incremento es un hecho palpable. Bueno, en realidad, mientras exista la naturaleza humana, va a existir la religión. Freud llamaba «el porvenir de una ilusión» a esto y decía que mientras hubiera un ser humano sobre la faz de la Tierra, habría creencias religiosas.

Lo que pasa es que la religión va mudando de piel. Nietzsche decía que «las aguas de la religión se repliegan, pero dejan charcos». Y esto se nota en la proliferación de religión sustitutoria que durante los últimos años estamos viendo.

O sea, quien hoy no te reza el Padrenuestro, sin embargo, so pretexto de ser una persona muy secular y muy racionalista, se embarca en talleres de biomagnetismo y de reiki, y se encomienda a la tarea de hacer no sé qué procesiones seculares en forma de maratones solidarios. El final viene a ser lo mismo.

Con lo cual, bueno, al final, el cariz espiritual del ser humano no puede terminar abolido. Y yo creo que el error de esta secularización exprés que hemos vivido en gran parte de los países occidentales es olvidar que la faceta espiritual del ser humano es determinante. O sea, es algo que está ahí, en la naturaleza humana, y que no puedes soslayar en aras de una razón ilustrada, en aras de un conocimiento positivo, porque no es suficiente para saciar esa sed de absoluto que tenemos todos.

Entonces, al final, vuelve. Puede volver en forma fantasmática —digamos, de dioses tiránicos o de dioses sustitutorios, o incluso de fanatismos—, pero siempre vuelve. Entonces yo creo que esas energías conviene canalizarlas adecuadamente.

P.- O sea, hay gente que no cree en Dios, pero sí cree en el partido o en el equipo de fútbol.

R.- Efectivamente. Y eso es mucho más peligroso, porque se ha sustituido la Iglesia por instituciones paratribales, como pueden ser, efectivamente, el partido. Y, además, son energías religiosas.

Y muchas veces, cuando nosotros hablamos, por ejemplo, de la cultura de la cancelación… fíjate en esta sección que tenemos, El Purgatorio. Es muy curioso, porque el purgatorio es un concepto que en la cultura calvinista no existe, porque no existe el concepto de purgación. Y, precisamente, el endurecimiento de la cultura que hemos vivido en los últimos años y la proscripción del perdón tienen mucho que ver con unos nuevos aires que vienen de los países del norte y que son aires eminentemente calvinistas.

Y que, entre otras cosas, proscriben la idea de perdón, pero se obsesionan con la idea de pecado. Con lo cual, una opinión irrecusable que tú manifestaste hace 15 años te condena para siempre. Esto, en los países del orbe católico, pues parece una cosa inaudita. Pero, sin embargo, como todo lo que viene de ultramar lo acogemos con los brazos abiertos… pues lo hemos acogido.

Jorge Freire en ‘El purgatorio’. | Carmen Suárez

P.- Jorge Freire, buen amigo de THE OBJECTIVE, ha publicado un pequeño ensayo en la colección Sapientia Cordis, titulado Palabra de Honor, y escribe: «La palabra se da, se entrega, se concede y se ofrece a título personal. La palabra se empeña, es decir, se deja como garantía. Si se falta a ella, se pierde algo más valioso que una joya empeñada. En tiempos de apuro, se pierde la cara. ¿Quién presta la palabra? La palabra sólo se entrega como se entrega el estandarte en una batalla, pero también se sostiene, se blande con firmeza, sujeta a las condiciones dadas». Es cosa seria, la palabra.

R.- Sí. Yo me planteé en este libro en qué consistía ser una persona «de palabra». Y, por lo pronto, no puede consistir sólo en «tener palabra», porque los mercachifles, los periodistas sincronizados y los intelectuales orgánicos, todos tienen palabra, y, sin embargo, la tienen —en fin— como un chamarilero que la tiene para acopiar palabras, utilizarlas como chatarra.

Con lo cual, no basta con tener palabra. Es importante poder dar la palabra y poder sostenerla efectivamente. Cuando tú sostienes tu palabra, te expones. Exponerte significa ponerte por delante. Si tú das tu palabra, tu palabra de honor, en realidad estás dando lo más importante que tienes, que es tu credibilidad, que es tu honor. Es decir, tu respetabilidad, al final. Si tú contravienes tu propia palabra, en realidad estás contraviniendo tu propio ser.

«Sánchez, a diferencia del resto de presidentes, es un personaje cómico»

A mí me interesa muchísimo la idea de honor, que es una idea hoy muy mal vista. Y, la verdad, para hacer este libro he hecho una búsqueda bastante documentada acerca de los orígenes del honor. Y es muy curioso, porque originalmente el honos romano —que es de donde se origina todo— es un linaje, por así decirlo, estético. Es decir, es un sustantivo que no tiene ninguna carga moral. Sería sencillamente una túnica en perfecto estado de revista. Es decir, es acudir a una fiesta, por así decirlo, y aparecer con el peluco más brillante de todos —da igual que sea robado—. Lo importante es que brille.

Entonces, cuando tú ves con qué sentido lo utilizan Terencio o Virgilio, el honor es, pues, humo y espejos. Es algo que sencillamente viste mucho. Pero es muy curioso, porque luego llega Cicerón y le da otra connotación, y lo junta —y perdóname por el excurso— con el timé griego, que tiene mucho que ver con la parte corajuda del alma: un tercio del alma, según Platón. Lo que es el arrojo, la valentía, las virtudes guerreras.

Entonces, acuña la palabra honestum, que luego llega Séneca y dice que es «el sumo bien». Entonces, ser honesto significa ya no tanto lucir, sino, sobre todo, poseer una virtud interior que no te pueden dar, que no te pueden regalar. Y esto hace que rompa por completo con el concepto de «honra», que muchas veces la gente confunde con el «honor», pero nada tiene que ver.

Realmente, es una confusión de larga data. Tú miras el primer diccionario de la RAE, de 1780, y ya se confunden bastante. Y miras el Covarrubias, y también se confunden. Y hasta finales del XIX no se empiezan a diferenciar. Es importante, porque la honra es algo siempre reactivo; es algo que se defiende cuando alguien lo mancilla, cuando alguien te arroja el guante o cuando alguien mancha el honor de tu mujer y tú tienes que salir a la taberna a defenderlo.

Sin embargo, el honor no es así. El honor sólo aparece cuando tú compareces ante tu conciencia. Cuando te miras al espejo y consigues sostenerte la mirada. Entonces, el honor no te lo pueden quitar, pero tampoco te lo pueden dar. No es una cosa externa que tú puedas ganar, sino que, al final, el honor sólo aparece cuando tú te lo has ganado por ti mismo, de forma virtuosa, aunque no haya testigos. Entonces, es muy interesante defender esta idea del honor y, por supuesto, rechazar por completo la honra.

P.- Vayamos a la palabra dada. ¿Cree que se le ha perdido el respeto en la sociedad española, en la conversación pública, a la palabra dada? O sea, al «Yo voy a hacer esto».

R.- Sí, sí, por supuesto que sí. Se ha quedado en segundo lugar, en buena medida por la invasión del periodismo, que ha invadido todas las esferas de la vida. Y luego, por otro lado, por la sobrepolitización de nuestra conversación. Es decir, nunca había estado tan politizada la sobremesa de los españoles. Hoy no se habla de otra cosa que no sea de política.

Al final, habría que diferenciar un poco, porque si todo es política, nada lo es. Y, además, hemos caído en un paroxismo que no nos hace mejores ciudadanos. En los tiempos del 15-M se decía aquello de que la ciudadanía no podía limitarse a votar cada cuatro años. Bien, eso podía ser un extremo del péndulo, pero ahora el péndulo se ha ido al otro lado, y de repente la política lo anega todo. Todo es política, bueno, eso es una imbecilidad: si todo es política, nada lo es.

A mí me gusta mucho esta anécdota de Jardiel Poncela —personaje que me entusiasma— que decía: «Cuando tenía ocho años, acompañé a mi padre —que era corresponsal parlamentario, era reportero, como se decía entonces, en La Correspondencia de España—. Lo que escuché de lo que sucedía entre candilejas, entre diputados, me asqueó tanto que ese día decidí retirarme solemnemente de la política». Y luego añade: «Tenía ocho años».

«Cuando se frivoliza sobre la familia, se está abocando a los españoles a la soledad»

No digo que la gente se retire de la política, pero al menos sí defiendo que se distancien un poquito, porque la vulgarización de la palabra tiene mucho que ver con eso. El problema no es que nuestros políticos mientan, como suele decirse, porque los políticos mienten desde la noche de los tiempos. Y, además, tiene un sentido. Cuando tú propones en un programa electoral una serie de medidas, tienes que confrontarlas con la práctica. Al final, una cosa escrita a priori tiene que matizarse luego en la realidad. Con lo cual, es lógico que los políticos no cumplan con sus promesas.

Ortega, en un texto muy bonito de diez páginas titulado Mirabeau o El Político, decía que la relación de un político con la verdad no era la de un ciudadano con la verdad; es más bien la de un actor. Entonces, bueno, pues tenía que hacer ciertas piruetas.

Vale, asumamos que los políticos mienten. El peligro que tenemos no es ese. El peligro es que los políticos han dejado de creer en la verdad. Y eso es peligrosísimo, porque nunca había sucedido. Siempre habían existido, por así decirlo, negacionistas de la verdad. Siempre ha habido sofistas —y tenemos que remontarnos a Gorgias, esta gente— bien, pero no dejaban de ser una excepción.

Es decir, la verdad era algo que se asumía. Era una presencia oceánica que teníamos ahí, y que al final los pensadores y los intelectuales tenían que habérselas con esa presencia que, de alguna forma, te acoquinaba. Pero nunca se había dado la situación de que las élites le dieran la espalda a esa presencia oceánica y dijeran: «No existe».

Nunca había sucedido que se dejara de creer en la verdad. Esto es muy curioso, porque al mismo tiempo yo defiendo que no existe el relativismo, sino que los que se definen como relativistas —que dicen que la verdad no existe—, en realidad buscan colarnos otro relato, como dicen ellos. Y precisamente el relativismo es la coartada de los autoritarios y de los absolutistas, que —como los sofistas en tiempos de Sócrates— siempre niegan la verdad antes de ponerse bajo el poder del autócrata. Con lo cual, hay que desconfiar de los que dicen que la verdad no existe, porque lo que quieren es colarnos su idea de verdad.

P.- Una cosa es, por ejemplo, no cumplir con un programa electoral o con cierta parte del programa electoral. Y otra cosa —creo que hay una serie de matices— es prometer: «No voy a hacer esto», y cambiar muy rápidamente el criterio, cambiar lo prometido. Me refiero, para dar nombre, al presidente del Gobierno. Si hay una constante en su carrera política —y eso le ha dado beneficios, porque sigue siendo presidente del Gobierno— es que ha ido mutando su palabra y sus promesas.

Una de las ideas que me salía al leer el libro es cómo se condena socialmente al que, de manera permanente, promete «X» y después hace lo contrario. Es decir, entendemos muy rápidamente que se condena al corrupto que mete la mano en la caja o que da dinero público a fines ilícitos. Pero, digo: ¿no hay una condena social al que dice: «No voy a dar una amnistía» y, pasado el tiempo, la da? ¿O al que dice: «No voy a indultar a esta gente», y pasado el tiempo, lo hace? ¿O al que dice: «Voy a quitar los aforamientos», y los mantiene? No hay esa condena social. Se pierde, como digo, ese valor de la palabra dada, de la promesa.

R.- Al final, Pedro Sánchez es un hijo de su tiempo. Y la ciudadanía no lo va a condenar por mentir, entre otras cosas porque tenemos la ciudadanía más desmoralizada que habíamos tenido en décadas. Uno de los males que cunde por doquier es el cinismo. Y cuando cunde el cinismo, los políticos pueden hacer cualesquiera desafueros que pretendan. Pueden mentir, decir una cosa y la contraria, y no va a pasar nada.

El cinismo es uno de los grandes males de las sociedades, porque en el fondo es la mueca de la claudicación. Es reconocer, para empezar, que no tiene sentido ni siquiera imaginar un futuro mejor, porque al fin y al cabo las cartas están echadas. Y esto es lo que hay. ¿Y qué más da?

Y al final se generaliza esto de: «Voy a votar al mal menor». También hay que reconocer una cosa: cuando cargamos las tintas contra Pedro Sánchez, también hay que cargarlas contra una oposición que sigue sin tener un proyecto constructivo, sin tener algo mínimamente propositivo.

No puedes hacer oposición sin asumir el 23-J. Es decir, hay que asumir que se perdieron las elecciones, y hay que reconocer que con el antisanchismo no basta. No basta con estar criticando todos los días la amnistía. No basta con estar criticando el deterioro institucional que ha provocado Sánchez. Porque, evidentemente, si tú no consigues ilusionar a la ciudadanía, y si además estamos en un momento de miedo generalizado, al final la gente va a seguir votando al mal menor. Y en estos momentos, para mucha gente, el mal menor es Pedro Sánchez.

Con lo cual, yo creo que urge, entre la derecha, un replanteamiento. Y sobre todo tener en cuenta que no basta con las apelaciones. Hay un libro que me gusta mucho, El retorno de los dioses fuertes, del teólogo Russell Ronald Reno, que es estadounidense —bueno, de origen polaco pero escribe desde EEUU—, y que cuenta que el pacto de posguerra, el espíritu del 45, ha terminado. Porque ya no basta con la apelación a valores débiles. Entre otras cosas, debido al shock de la Segunda Guerra Mundial, ya no basta con apelar a la ciudadanía global, al altruismo, a la empatía, a las redes más o menos débiles de colaboración, al libre mercado, etcétera.

Sino que hay que recuperar esos «dioses fuertes», que podrían ser, ¿por qué no?, una comunidad más o menos virtuosa, unos lazos vigorosos. ¿Por qué no un ideal de patriotismo que no sea ese patriotismo cívico, que no termina de encajar más que en los discursos de los constitucionalistas que dicen que la Nación, en el fondo, da igual, porque lo importante es la Constitución?

Pues creo que, al final, estamos en un momento no solo de desarraigo, sino también de anomia, en el que ese discurso puede ser —además de perentorio, porque es muy importante— útil para los partidos políticos. Pero para los dos: tanto para la derecha como para la izquierda. Creo que sería importante recuperar esas virtudes, esos «dioses fuertes». Porque en un momento de desmoralización, seguir hablando de estas ideas vacuas no interpela a nadie.

Jorge Freire en ‘El purgatorio’. | Carmen Suárez

P.- Le he escuchado decir que le interesa mucho —o que le motiva mucho— escribir contra alguien, pensar contra alguien. Y lo mencionaba antes de pasada: en España, en la política del día a día, lo normal es estar contra alguien. O sea, es el «que rabien los fachas» o el «que se jodan los rojos». Siempre se piensa contra.

R.- Sí, es verdad. Lo que pasa es que, a veces, en España el esquema mental de «peperos o socialistas” al final lo que hace es que vivamos en un mundo muy exiguo, muy reducido. Porque incluso cuestiones de geopolítica global muchas personas —y hablo de muchas personas de la élite, muchos políticos también— las abordan con ese prisma tan chico.

Entonces, al final, muchas veces… qué sé yo, cuando se habla de la cuestión rusa, o de la cuestión palestina, la gente se posiciona en función de lo que dice Feijóo o Sánchez. Y eso, en el fondo, da igual. O sea, el debate doméstico está muy bien para ciertas cosas, pero para otras convendría derribarlo. Y creo que seguimos todavía muy anquilosados en España con estas cosas. Con la importancia determinante de «la cuestión española», que —sinceramente— no es tan importante.

P.- Y de hecho, por ejemplo, en la cuestión palestina, hay una mayoría de españoles que están de acuerdo con lo que dice Sánchez. Y la gran mayoría de los españoles no es antisemita, pero, por supuesto, también somos humanos para ver lo que está pasando en Gaza.

R.- El papanatismo del PP con el tema de Israel es una cosa que le va a pasar factura, sobre todo con la gente joven, que no se informa por los medios tradicionales, sino sobre todo por las redes sociales. Y para la gente que ahora tiene veintipocos años, la cuestión de Gaza es un punto de no retorno.

Evidentemente, criticar a Israel no supone en absoluto antisemitismo, para nada. Lo que pasa es que, si tú estás viendo un genocidio en directo, tienes que defender que eso no puede suceder. Y que eso contraviene los derechos humanos y la moral más elemental.

Entonces, yo creo que lo que ha hecho el PP, en su cortedad de miras, ha sido oponerse a toda mínima crítica, pensando que de esa forma cerraban filas contra Sánchez. Yo creo que, en algunas cuestiones importantes, no pasa nada porque el PP y el PSOE coincidan.

Y, además, cuando desde Israel se insultó a ministras españolas llamándolas filoterroristas o colaboracionistas de Hamás —que es un absoluto dislate—, el PP tendría que haber sido patriota y defender a sus instituciones, a sus ministras, que estaban siendo vituperadas.

Entonces, ¿qué pasa? ¿Por ser una persona conservadora, yo no puedo decir que lo que está sucediendo en Israel es inaudito? ¿Que estamos asistiendo a una limpieza étnica, que estamos viendo imágenes que son de lo peor que hemos visto en nuestra vida? Pues eso hay que decirlo. Y hay que decirlo a las claras.

«La oposición debe entender que con el antisanchismo no basta»

P.- Una más sobre Sánchez. Le leí hace un tiempo en THE OBJECTIVE que todos los presidentes han sido personajes dramáticos, menos Sánchez, que es un personaje cómico.

R.- Es que los expresidentes son personajes tristes, siempre están como respirando por la herida, lamentándose. Y se me ocurrió tirar de Shakespeare, porque, por ejemplo, si piensas en Felipe —el último Felipe, el del 93—, es como Coriolano: esto de los tribunos… «No me reconocen, fíjate lo mal que me está tratando el partido, lo mal que me trata la sociedad, no me miran las llagas y no las valoran». Son muy trágicos.

Y luego Aznar, lo de los tres días, me acordaba, fíjate tú, de Macbeth, de la profecía de las brujas. Y durante esos tres días —los idus de marzo— Aznar desoyó lo que se le estaba diciendo y al final se hundió con el equipo.

Luego, bueno, Rajoy tiene mucho de Hamlet. Esta idea del tentetieso que piensa mucho pero no se decide. Lo de «ser o no ser»: siempre está reflexionando, pero luego te declaran un golpe en tus narices y no sabes cómo reaccionar. Y al final te embiste el golpe —el golpe en Cataluña— y no tienes cintura, no sabes moverte.

Zapatero no es tan trágico. Tiene más del personaje de Antonio, el buenista de El mercader de Venecia. Tiene ese rollo de los buenos sentimientos, pero claro… como los sentimientos no se devalúan… Es un hombre bisoño. Pero luego llegan los hombres de negro y te desmantelan la economía. Con lo cual, llegan las cosas «de adultos», como diría Rajoy, la política de adultos, y te lleva por delante.

Entonces yo creo que es interesante lo de Sánchez, porque no se le toma bien la medida: es un personaje cómico. Se ríe de sí mismo. Lo de «Perro Sánchez»… ¡Él mismo arrancaba los mítines con la canción de Rigoberta Bandini, lo de «perra»! Y al final, el hecho de que sea un «perro» hace que tenga una agilidad muy especial, que le permite, entre otras cosas, bailar sobre el alambre: decir una cosa y, al día siguiente, la contraria.

Mantenerse en el poder, aunque le llegue una guerra, una pandemia, lo que sea… Y eso, bueno, pues hace que efectivamente esa agilidad lo vuelva muy imprevisible, pero sobre todo lo convierte en un personaje cómico, que se ríe de sí mismo. Eso es interesante.

P.- Escribe en Palabra de honor que vivir en sociedad es saberse responsable. Me interesaba lo de la responsabilidad, lo de la mayoría de edad, porque uno de los fenómenos de este momento—supongo que estudiado y pensado— es el asunto del victimismo. Ya lo último es el Gobierno víctima. Se parece mucho a la idea que tenía Podemos: decían «¿Cómo nos va a permitir el Ibex entrar en el Gobierno?». Pues vaya cómo está el Ibex. Ahora el Gobierno es víctima: víctima de los medios, víctima de la conspiración…

R.- En el caso de Podemos —y en general en la nueva política— se ha visto muy claramente lo que les costaba asumir responsabilidades. Mira, vuelvo a las etimologías: responsabilidad, su red etimológica… sponsor. No solo el sponsor que lleva Fernando Alonso en su coche; en general, sponsor es el que ejerce de garantía cuando tú ofreces algo.

Es decir, para los romanos, sponsor significaba que, de alguna forma, yo te presto esto, pero mi persona queda como garantía. O al revés: la persona de quien es prestado sirve de garantía de que se va a devolver.

Entonces, con la nueva política es muy curioso porque nunca se hicieron responsables de absolutamente nada. Es decir, la ley del «solo sí es sí» era una ley absolutamente inmaculada, impoluta, sin ningún tipo de error. Y las excarcelaciones de violadores y las rebajas de penas a los abusadores era, al final, culpa de los «jueces fachas» y de la «máquina del fango» que propaga infundios. Pero nunca ellos, nunca ellos.

Entonces, efectivamente, está esta cosa de no reconocer nunca responsabilidades. Por supuesto, es una señal de infantilismo. Me acordaba del último Mundial, Infantino, el de la FIFA, en lugar de reconocer que para construir esos estadios en una monarquía infame —donde se cuelga a blogueros, disidentes, homosexuales— y donde murieron centenares de obreros, él dijo:

«Yo también soy víctima. Soy gay. Yo soy un judío en el Holocausto. Soy un negro en la esclavitud». ¡No, hombre! Usted no es ninguna de esas cosas. Usted no es víctima en absoluto. En lugar de asumir responsabilidades, lo que hizo fue colocarse en el pedestal de la víctima a la que no se le puede reprochar nada. Efectivamente, el victimismo de Podemos ha hecho que se hayan ido de rositas.

De hecho, cada vez que veo un cataclismo electoral, me hace gracia la fraseología. Siempre decía Pablo Iglesias: «Toca hacer autocrítica». Nunca decía: «Voy a hacer autocrítica». «Toca», como si fuera el toque de rebato de la mili. No porque él la apruebe o la practique.

Jorge Freire en ‘El purgatorio’. | Carmen Suárez

P.- Hemos pasado de derribar el tabú de la salud mental a casi una obsesión por la salud mental. No sé si estamos obsesionados con la salud mental, si hay políticos interesados en que se hable de salud mental y que no se hable del problema de la vivienda o del problema del trabajo precario. ¿Por qué esta obsesión con la salud mental?

R.- Bueno, en realidad esto es un tema muy interesante que, en cuanto se convirtió en asunto político, se empezó a malbaratar. Cuando Errejón —que paz descanse, políticamente hablando— empezó a colgarse la medalla de haber capitaneado la cruzada, como decía él, de la salud mental en realidad, lo que había hecho era instrumentalizar un malestar, un malestar casi generalizado, pero que en realidad, como él se empeñaba en soslayar, es un epifenómeno de una cuestión mucho mayor, que es la soledad no deseada.

Que ya digo yo que será importante tener un observatorio estatal. Ya sé que hay muchas cosas que tienen observatorios. Esto parece un mirador donde estamos todos mirando estrellas. Pero, en cualquier caso, la soledad no deseada se supone, según las estadísticas, que afecta a dos millones de personas que en España no tienen a quién recurrir si les pasa algo. Entonces, la salud mental será, digo yo, solo una puntita del iceberg, y pensar que eso se soluciona llenando las vidas de los españoles de psicólogos que de alguna forma les den consulta una vez a la semana es un dislate.

Lo que pasa es que no se quiere hablar desde la izquierda —y por eso decía El retorno de los dioses fuertes— no se quiere hablar de algo mucho más profundo, que es el lazo comunitario. No se quiere hablar de que muchas veces, cuando se frivoliza, por ejemplo, el tema de la familia, en el fondo se está abocando a los españoles a la soledad.

El decir que, en el fondo, la familia no es importante, o si acaso, si hablamos de la familia, es para hacerlo siempre con esta retórica terrorífica: «Por supuesto, la familia es una fuente de traumas, de cuestiones freudianas, edípicas, de abusos, de maltrato». Entre algunos casos, es así, pero si la denotamos como una exclusiva fuente de sinsabores, pues al final estamos abocando a la gente al desarraigo.

Porque muchas veces, sin familia, no se establecen lazos duraderos. Ojalá con tus amistades hagas lazos fuertes que te permitan, por así decirlo, sortear esta modernidad líquida de lazos superficiales. Pero generalmente no es así. Entonces, bueno, al final la salud mental ha sido algo que ha gustado mucho, sobre todo a la izquierda de Sumar, que lo que hace es utilizar, servirse de ciertos temas que luego abandonan por completo.

Porque primero fue el Estado emprendedor, utilizaron esta idea de la política industrial, pero luego se apearon de ella. Dos meses después fueron al tema de la salud mental y se olvidaron por completo de ella. Entonces, al final, son tan sumamente —por así decirlo— instrumentales en el uso de estos temas que la ciudadanía se va dando cuenta, porque muchas veces la ciudadanía es bastante más avispada que sus élites. Y entonces, bueno, al final, cuando hablamos del declive de esta izquierda indefinida, tiene mucho que ver con esto.

«La nueva política, como los de Podemos, nunca se hizo responsable de nada»

P.- Me consta que está preparando un libro sobre la comunidad.

R.- Sí, sí, estoy con un libro sobre la comunidad. Creo que es el gran tema de nuestro tiempo. Porque todos convenimos en que, aunque la comunidad quizás no ha desaparecido, al menos sí se ha ido destejiendo, por así decirlo. Y, sobre todo, me interesa saber si es posible volver a tejerla. O si final es como una telaraña que tú rompes y luego ya es imposible recomponerla.

La soledad, el aislamiento, el individualismo son males de nuestro tiempo. Y, bueno, pues convendría tomar el toro por los cuernos. Y, sobre todo, es que no se soluciona haciendo agigantar el Estado. Es decir, no vas a recuperar la comunidad haciendo crecer el Estado, y tampoco haciendo crecer el mercado, que ese es el error. O sea, como en este país está todo polarizado entre izquierda o derecha, siempre los amigos de la libertad individual son los enemigos del Estado, y al revés.

Es que no se trata de elegir entre libre mercado o estatismo. Porque, igual que critico que se aumente el número de psicólogos pensando que, como si fuera por ensalmo, vas a acabar con la soledad no deseada, tampoco basta con hacer «cajas lentas», como hacen en Inglaterra o en Suecia, para que los viejecitos tengan alguien con quien hablar en un supermercado. Entonces son cajas en las que te atienden con mucha parsimonia para que, durante cinco minutos, a lo largo de dos días, puedas hablar. Ahora lo están empezando a hacer algunas grandes superficies: espacios en los que la gente pueda relacionarse. El mercado no puede ocupar aquel lugar que en principio estaba destinado a las comunidades naturales.

P.- El Estado no te va a asignar una funcionaria o un funcionario para que venga y te dé un abracito.

R.- Sí, lo puede hacer, pero estás jodido en ese caso. El mayor problema que tiene una mujer inmigrante que sufre maltrato, por ejemplo, es que le digan: «Bueno, pues ve a la Casa de la Mujer». Pero solo a la Casa de la Mujer. Que tu única salida sea esa. O que tú seas un adolescente que sufre abusos y que solo pueda recurrir a un funcionario. Estás bien jodido si solo puedes recurrir a un funcionario.

P.- Sobre la familia, hace poco, también escribía aquí en THE OBJECTIVE, y es que se habla mucho de la independencia, se vende muy bien la independencia de la persona. Pero los seres humanos, por definición, somos seres dependientes.

R.- Cuando hablamos de independencia, es un desaguisado —ante todo— ontológico. Es un error filosófico, porque el ser humano es, por definición, un ser dependiente. Es un ser que siempre depende de los demás. No solo porque sea un mamífero que tarda mucho más en madurar que el resto de mamíferos —otros a lo mejor, a los dos días, ya están en pie, como los cervatillos, que ya están en pie desde el momento de nacer—. No: es que el ser humano prácticamente tarda… te iba a decir unos años, y a lo mejor son 30 años… en madurar, en independizarse, sobre todo ahora.

Entonces, claro, al final pensar que el ser humano se basta y se sobra, que es el único artífice de su ventura, que es «el capitán de su destino», como se dice ahora, eso es un dislate. Hay que romper con este culto a la libre determinación y la autonomía del individuo. Y, sobre todo, reconocer que no es lo más deseable la independencia o esta libertad sin frenos ni cortapisas, que es una libertad infantil, que es hacer lo que te salga de las narices. Eso no es ser libre.

Hegel decía que «la libertad es la conciencia de la necesidad». Uno es libre cuando asume, entre otras cosas, las servidumbres comunitarias que, por ser un ser humano, le corresponden. El ser humano es un animal comunitario. No puede nacer fuera de la comunidad. No es solo que tú puedas vivir —porque lo decidas— fuera de la comunidad, porque te bastas y te sobras. Inmune, originalmente, significa aquella persona que no requiere del concurso de la comunidad.

Yo soy inmune porque soy un señor feudal y vivo en el pináculo de mi torre de marfil. Y como tengo mis médicos, y tengo mis mesnadas que me defienden, no requiero de la comunidad. Con lo cual, me pongo un foso con cocodrilos alrededor. Estupendo: tú eres inmune. Pero tú eres hijo de una comunidad. Porque tú has surgido en una comunidad, en la que hay unas tradiciones, en la que hay una lengua, en la que hay una cultura, y en la que hay unas costumbres. Y eso, de alguna forma, te ha hecho a ti.

Tú no podrías haber surgido igual —de hecho, no podrías haber surgido— si te hubiera criado una loba amamantándote en la oscuridad de una cueva. Con lo cual, hay que reconocer que somos seres comunitarios. Yo creo que eso es un buen punto de partida.

P.- Tengo por aquí Agitación, que es uno de sus primeros libros, Premio Málaga de Ensayo, hablas de ese hombre en búsqueda constante de experiencias. Me hacía gracia saber que el libro surgió cuando estaba hablando con amigos de los planes de verano. Y uno decía: «Yo voy a hacer rafting en Indonesia». ¿Usted tiene planes alocados para este verano?

R.- Pero oye, ¿no te has dado cuenta de que siempre pasan esas chuminadas? Siempre se dicen en inglés. Por algo será. Bueno, mis planes alocados son: pasar el San Roque en Aragón, luego irme a Denia a dormitar y, sencillamente, comer y dormir, que es lo que me gusta. Para eso son las vacaciones, no para extenderte y luego requerir vacaciones de las vacaciones. Las vacaciones son para descansar, para leer y para comer bien.

P.- ¿Nunca ha tenido FOMO, es decir, «Fear of Missing Out», el miedo a perderse algo?

R.- Sí, sí, tengo FOMO. Todos tenemos FOMO. Me he desinstalado las redes sociales del móvil desde hace unos cuantos meses, sobre todo para luchar contra eso. En mi caso, porque limitaban mi productividad. Intento trabajar muy intensamente por las mañanas y por las tardes no hacer nada, estar con la niña y esas cosas. Y esto, vas a pensar que tengo una manía contra los periodistas, pero es que hace diez años, cuando el periodismo pensó que la salida a sus males era abrirse de brazos a las redes sociales, cayó en el error de pensar que la información instantánea podía, digamos, ocupar el lugar de la mediación, que en principio define el periodismo.

Porque el periodismo es un mediador entre lo que sucede en la sociedad y tú. Entonces, de repente, empezamos todos los ciudadanos a informarnos en tiempo real, al minuto, de ciertas cosas que no eran significativas. Por ejemplo, la prima de riesgo. Todos estábamos viendo, cada minuto, la prima de riesgo, que no significaba nada en realidad, mirarlo al minuto.

Y desde entonces pensamos que si tú estás actualizando el feed de las redes sociales te vas a enterar de algo… y luego no te enteras de nada. Con lo cual, yo recomiendo informarse, como mucho, una vez al día —que es lo que hago yo— y no más.

P.- Y leer THE OBJECTIVE.

R.- Por supuesto. Y leer además a una persona a la que admiro profundamente, que es Ketty Garat, que en un país civilizado tendría el Pulitzer y sería considerada la Woodward española.

Sin embargo, como en este país hay mucha ingratitud en el periodismo y hay muchas envidias —y yo entiendo que no se les reconozcan las cosas—, pero es una cosa que a mí me encorajina: lo ingratos que han sido muchos compañeros de profesión con Ketty Garat.

Es una persona, además de valiente, que ha hecho una tarea periodística extraordinaria, y a la que ahora empiezan a reconocérselo… pero, como siempre, a remolque.

P.- Algunos se rieron.

R.- Sí, pero hoy callan. Y no solo callan, sino que, encima, lo reconocen agachando la cabeza y cometiendo un acto de contrición. Y dicen: «Ketty tenía razón». Pues haberlo dicho entonces.

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