La breve vida depravada de Aubrey Beardsley, el ilustrador de Oscar Wilde

Hubo un tiempo en que los británicos de genio morían en el extranjero. Preferiblemente de fiebres, enfermedades infecciosas o tragedias varias. Casi daba buen tono morir así. John Keats se apagó de tuberculosis en una casita de la Plaza de España de Roma; Lord Byron falleció de sepsis en Grecia; Oscar Wilde, de meningitis en París; Shelley, por su parte, se ahogó en la costa de Liguria, mientras regateaba con su velero Don Juan. Todos murieron jóvenes.

Pero ninguno murió tan joven como Aubrey Beardsley, que dejó de existir en Menton, en la Costa Azul francesa, rodeado por su madre y su hermana, a los 25 años de edad. De tuberculosis, claro. Fue en 1898. Pasó sus últimos días leyendo a Santa Teresa en el Hotel Cosmopolitan. Al final de su trayecto, este chico saturnal, «dandi escueto y tísico, al borde siempre de una muerte perfecta» -escribe Luis Antonio de Villena- se hizo católico. Morir era entonces una de las bellas artes, como lo era matar para otro gran esteta del XIX, Thomas de Quincey.

Si hay una autoridad en España en la amplia y dispersa hermandad de los malditos, con ramificaciones hacia el simbolismo, el dandismo y el decadentismo, ese es Luis Antonio de Villena (Madrid, 1951). El poeta ha glosado la vida y obra de Petronio, Barbey D’Aurevilly, Baudelaire, Luis II de Baviera, Óscar Wilde y un largo etcétera. Esos son los personajes que atraen a De Villena: heterodoxos, andróginos, perversos, enfermos, malditos, abismados y corsarios de sí mismo. Y ahí no podía faltar Aubrey Beardsley (1972-1898).

El ilustrador que se codeó con los prerrafaelitas y los decadentes en su breve paso por el fin de siglo es el protagonista de un pequeño volumen de la editorial Fórcola. La mitad lo ocupa una semblanza exquisita de Aubrey por parte de De Villena y un pequeño retrato (menos de diez páginas) de Rubén Darío, que lo rememora desde Dieppe y lo abraza como uno de sus «raros»; la otra mitad se completa con ilustraciones de los escasos seis años en que estuvo activo.

Aubrey, «precioso perverso» lo llamó un contemporáneo, ejemplifica el decadentismo más que ningún otro artista, según De Villena: «Fue (y pintó) al héroe perfecto del fin de siglo». Un mundo en el que prima «la enfermedad como vida y la salud como pésimo gusto». Nacido en Brighton, escapó a un destino aburrido en una compañía de seguros y, de la mano de artistas como William Morris, se internó en la atmósfera londinense. Debutó en sociedad como ilustrador de La muerte de Arturo, de Thomas Mallory.

«Lujuria enferma»

A través de un estilo frío y una «lujuria enferma», con ecos de los artistas japoneses y la línea por bandera, Beardsley tocó varios palos de la decadencia: de Wagner y sus Nibelungos a Poe y sus crímenes morbosos, pasando por la «biblia de la decadencia»: la Mademoiselle de Maupin, de Theophile Gautier. Dirigió el Arte de tres revistas breves pero renombradas de su tiempo: The Studio, The Savoy y The Yellow Book. Y fue el ilustrador del rey de la fiesta, el jefe de todo aquello: Oscar Wilde.

Parece inevitable que Beardsley, con su macfarlán y su bastón, su cara angulosa y enfermiza, llamara la atención de Wilde, y viceversa. Se conocen en el estudio de Burne-Jones, en 1891. Wilde ya es famoso y Beardsley joven y tímido. Nunca sentirán una gran pasión el uno por el otro. De Villena dice que el dibujante mantuvo un «permanente odi et amo» por el escritor. Wilde le encargó en 1893 las ilustraciones para la traducción inglesa de su Salomé, que había salido originalmente en francés.

«Pocas veces [como en ese trabajo] se ha logrado tan perfecta sensación de morbidez refinada, de lujo malsano, de atmósfera opresiva, viciada» señala De Villena. Sin embargo, Wilde nunca apreció la traslación de Aubrey de su texto a imágenes. Las encontraba demasiado independientes. Curiosamente, cuando detienen a Wilde por la denuncia de sodomía del marqués de Queensberry, Wilde sostiene el último ejemplar de la revista The Yellow Book ilustrada por Beardsley. El escándalo contagia a la revista, que se ve obligada a cerrar.

Una vez más se encontrarán Wilde y Beardsley. Una vez más y una última vez. Es el verano del 97, en Dieppe. Wilde acaba de salir de la cárcel, es otra persona. Aubrey está ya comido por la tuberculosis, en breve dejará de ser. De hecho, por su estado, sus amigos le aconsejan buscar el calor de Egipto. Beardsley opta finalmente por Menton. Allí muere en marzo del 98, en Francia, el país en el que moriría el autor de El retrato de Dorian Grey dos años después. El siglo más enfermizo declinó con ellos. El que vino después no fue mucho mejor.  

 Hubo un tiempo en que los británicos de genio morían en el extranjero. Preferiblemente de fiebres, enfermedades infecciosas o tragedias varias. Casi daba buen tono morir  

Hubo un tiempo en que los británicos de genio morían en el extranjero. Preferiblemente de fiebres, enfermedades infecciosas o tragedias varias. Casi daba buen tono morir así. John Keats se apagó de tuberculosis en una casita de la Plaza de España de Roma; Lord Byron falleció de sepsis en Grecia; Oscar Wilde, de meningitis en París; Shelley, por su parte, se ahogó en la costa de Liguria, mientras regateaba con su velero Don Juan. Todos murieron jóvenes.

Pero ninguno murió tan joven como Aubrey Beardsley, que dejó de existir en Menton, en la Costa Azul francesa, rodeado por su madre y su hermana, a los 25 años de edad. De tuberculosis, claro. Fue en 1898. Pasó sus últimos días leyendo a Santa Teresa en el Hotel Cosmopolitan. Al final de su trayecto, este chico saturnal, «dandi escueto y tísico, al borde siempre de una muerte perfecta» -escribe Luis Antonio de Villena- se hizo católico. Morir era entonces una de las bellas artes, como lo era matar para otro gran esteta del XIX, Thomas de Quincey.

Si hay una autoridad en España en la amplia y dispersa hermandad de los malditos, con ramificaciones hacia el simbolismo, el dandismo y el decadentismo, ese es Luis Antonio de Villena (Madrid, 1951). El poeta ha glosado la vida y obra de Petronio, Barbey D’Aurevilly, Baudelaire, Luis II de Baviera, Óscar Wilde y un largo etcétera. Esos son los personajes que atraen a De Villena: heterodoxos, andróginos, perversos, enfermos, malditos, abismados y corsarios de sí mismo. Y ahí no podía faltar Aubrey Beardsley (1972-1898).

El ilustrador que se codeó con los prerrafaelitas y los decadentes en su breve paso por el fin de siglo es el protagonista de un pequeño volumen de la editorial Fórcola. La mitad lo ocupa una semblanza exquisita de Aubrey por parte de De Villena y un pequeño retrato (menos de diez páginas) de Rubén Darío, que lo rememora desde Dieppe y lo abraza como uno de sus «raros»; la otra mitad se completa con ilustraciones de los escasos seis años en que estuvo activo.

Aubrey, «precioso perverso» lo llamó un contemporáneo, ejemplifica el decadentismo más que ningún otro artista, según De Villena: «Fue (y pintó) al héroe perfecto del fin de siglo». Un mundo en el que prima «la enfermedad como vida y la salud como pésimo gusto». Nacido en Brighton, escapó a un destino aburrido en una compañía de seguros y, de la mano de artistas como William Morris, se internó en la atmósfera londinense. Debutó en sociedad como ilustrador de La muerte de Arturo, de Thomas Mallory.

A través de un estilo frío y una «lujuria enferma», con ecos de los artistas japoneses y la línea por bandera, Beardsley tocó varios palos de la decadencia: de Wagner y sus Nibelungos a Poe y sus crímenes morbosos, pasando por la «biblia de la decadencia»: la Mademoiselle de Maupin, de Theophile Gautier. Dirigió el Arte de tres revistas breves pero renombradas de su tiempo: The Studio, The Savoy y The Yellow Book. Y fue el ilustrador del rey de la fiesta, el jefe de todo aquello: Oscar Wilde.

Parece inevitable que Beardsley, con su macfarlán y su bastón, su cara angulosa y enfermiza, llamara la atención de Wilde, y viceversa. Se conocen en el estudio de Burne-Jones, en 1891. Wilde ya es famoso y Beardsley joven y tímido. Nunca sentirán una gran pasión el uno por el otro. De Villena dice que el dibujante mantuvo un «permanente odi et amo» por el escritor. Wilde le encargó en 1893 las ilustraciones para la traducción inglesa de su Salomé, que había salido originalmente en francés.

«Pocas veces [como en ese trabajo] se ha logrado tan perfecta sensación de morbidez refinada, de lujo malsano, de atmósfera opresiva, viciada» señala De Villena. Sin embargo, Wilde nunca apreció la traslación de Aubrey de su texto a imágenes. Las encontraba demasiado independientes. Curiosamente, cuando detienen a Wilde por la denuncia de sodomía del marqués de Queensberry, Wilde sostiene el último ejemplar de la revista The Yellow Book ilustrada por Beardsley. El escándalo contagia a la revista, que se ve obligada a cerrar.

Una vez más se encontrarán Wilde y Beardsley. Una vez más y una última vez. Es el verano del 97, en Dieppe. Wilde acaba de salir de la cárcel, es otra persona. Aubrey está ya comido por la tuberculosis, en breve dejará de ser. De hecho, por su estado, sus amigos le aconsejan buscar el calor de Egipto. Beardsley opta finalmente por Menton. Allí muere en marzo del 98, en Francia, el país en el que moriría el autor de El retrato de Dorian Grey dos años después. El siglo más enfermizo declinó con ellos. El que vino después no fue mucho mejor.  

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