‘Baltimore’, la rica heredera británica que se convirtió en terrorista del IRA

Probablemente les suene la historia de Patty Hearst. La nieta de William Randolph Hearst fue secuestrada por el estrambótico Ejército Simbionés de Liberación, un grupo terrorista de la izquierda radical, liderado por un supremacista negro. A la pobre chica le agarró un síndrome de Estocolmo de caballo y acabó robando bancos con ellos.  Su imagen empuñando un rifle de asalto, con boina de guerrillera, dio la vuelta al mundo. Eran los locos años setenta del pasado siglo y sucedían estas cosas.

En cambio, es menos probable que les suene otra historia setentera igual de disparatada, la de Rose Dugdale, pese a algún periódico le dedicó un obituario cuando falleció el año pasado. Se la resumo: la chica era una pija británica cuyo padre tenía una auténtica fortuna y varias mansiones. De jovencita se codeó con lo más selecto de la alta sociedad londinense. A modo de ejemplo, su puesta de largo en el baile de debutantes fue en Buckingham Palace, invitada por la mismísima reina. Pero desde pequeña Rose era un espíritu rebelde.

En Oxford -donde se doctoró con una tesis sobre Wittgenstein, tonta no era- abrazó el feminismo y participó en el acto de protesta contra el sindicato de estudiantes, que no admitía a mujeres. Ella y una compañera entraron en el club del sindicato estudiantil disfrazadas de chicos y, una vez dentro, se quitaron el disfraz y lanzaron proclamas y panfletos. Del feminismo pasó al marxismo -con la inestimable ayuda de un novio revolucionario-, hizo un viaje a Cuba para recibir doctrina y decidió pasar a la acción. Su primer gesto heroico fue vender el piso que le habían comprado sus progenitores en Chelsea y retirar la parte del fondo familiar que le correspondía para repartir el dinero entre los pobres de los barrios desfavorecidos del norte de Londres.

Su siguiente paso fue más radical: entró a hurtadillas en la mansión familiar acompañada por el novio revolucionario y robó a sus propios padres cuadros y cubertería de plata. Cuando pillaron a los cacos, a él le cayó condena de prisión y ella se libró contando la trola de que lo había hecho presionada. Los horrorizados papás hicieron ver que se lo tragaban, confiando en estar todavía a tiempo de enderezarla.

No lo consiguieron ni por asomo. Rose decidió nada menos que alistarse en el IRA irlandés, que luchaba contra los británicos como ella. Se hizo experta en fabricación de explosivos y participó en dos acciones a cuál más delirante. Formó parte del comando terrorista que robó un helicóptero y lanzó sobre una comisaría bombas caseras, que por suerte no explotaron. La otra hazaña, más célebre, fue el asalto con dos compinches a la mansión Rossborugh, en la campiña irlandesa. Objetivo: robar las pinturas que poseía la aristocrática familia propietaria. Hablamos de obras maestras del arte europeo. Se llevaron 19 lienzos de artistas como Velázquez, Goya, Rubens, Gainsborough, y el más valioso de todos: Dama escribiendo una carta con su criada de Vermeer. A cambio de devolverlos, pedían un rescate económico y el traslado de varios presos del IRA que cumplían condena en Inglaterra a cárceles irlandesas.

Saltos adelante y atrás

Es en esta segunda acción en la que se centra Baltimore, dirigida por el matrimonio de cineastas irlandeses formado por Joe Lawlor y Christine Molloy. A Rose Dugdale la interpreta con ímpetu la actriz Imogen Poots, que sabe transmitir las agallas y el fanatismo del personaje. En cuanto al título, que puede desconcertar, hace referencia a un pequeño pueblo del condado de Cork, donde Rose debía encontrarse con su amante y también miembro del IRA una vez concluyera la operación.

El largometraje tiene una estructura peculiar, no lineal, con continuos saltos adelante y atrás y escenas que alternan los sucesivos pasos del robo en la mansión y la posterior espera en una aislada granja, aguardando una respuesta de las autoridades a sus peticiones. Además, se van intercalando escenas del pasado a modo de flashbacks: desde un trauma infantil al verse obligada a participar en la caza del zorro hasta su radicalización juvenil en grupúsculos marxistas. A priori puede parecer una estructura enrevesada y difícil de seguir, pero no lo es. Funciona y ayuda a mantener el ritmo y la tensión de la cinta.

Sin embargo, el mayor reto es cómo retratar a su protagonista, moviéndose en la cuerda floja de generar cierta empatía por el personaje en el espectador, sin dejar de mostrar su fanatismo y la violencia que ejerció. Habrá quien acusará a los directores de idealizar su figura, pero lo cierto es que muestran sin paños calientes su frío dogmatismo. Por ejemplo, cuando se plantea sin ningún tipo de escrúpulos asesinar a sangre fría a un anciano granjero -que además se está quedando ciego- del que sospecha que puede haber visto algo que no debía y tener la tentación de delatarla. Las escenas en que ambos interactúan se cuentan entre las mejores de la película.

Lo que la pareja de cineastas solo consigue a medias es explicar en toda su complejidad cómo una niñata posh que ha crecido entre algodones se radicaliza hasta el extremo de militar en una organización terrorista y participar en acciones armadas.

De pija a fanática

Este asunto, escalofriante, lo abordaban con más enjundia dos obras muy destacadas sobre los desafueros ideológicos de la juventud de los años setenta, que trajeron mucho dolor a las sociedades occidentales. En Las hermanas alemanas, Margarethe von Trotta contaba la historia de las dos hijas de un pastor protestante, diáfanamente inspiradas en las hermanas Johanna y Gudrun Ensslin. La primera se convirtió en periodista y activista radical, mientras que la segunda acabó como miembro de la Fracción del Ejército Rojo, más conocida como banda Baader-Meinhof, que sembró el terror en Alemania occidental, con 34 asesinatos. Gudrun Ensslin fue uno de los terroristas que se suicidaron -o fueron suicidados, según sus simpatizantes- en la prisión de Stammheim en 1977. Von Trotta consigue desentrañar los mecanismos del autoengaño delirante que lleva a una joven inteligente y con inquietudes intelectuales a convertirse en una fanática despiadada.

El otro ejemplo notable de exploración del proceso de radicalización hasta perder cualquier contacto con la realidad y con los más básicos sentimientos humanos es el que lleva a cabo Marco Bellocchio en la estupenda serie Exterior noche (disponible en Filmin), sobre el secuestro y asesinato de Aldo Moro. Cada uno de los seis capítulos está narrador desde una perspectiva diferente y el que corresponde a los miembros de las Brigadas Rojas que lo mantuvieron secuestrado y lo mataron a sangre fría muestra de un modo espeluznante la indigencia intelectual y la miseria moral de esos jóvenes embebidos de un supuesto idealismo tan imbécil como criminal.

Baltimore no logra desentrañar del todo el enigma de Rose Duglade, aunque funciona como una brillante heist movie (película de robo) en su narración de la increíble historia del secuestro terrorista de un Vermeer y otras 18 obras de arte.

 Probablemente les suene la historia de Patty Hearst. La nieta de William Randolph Hearst fue secuestrada por el estrambótico Ejército Simbionés de Liberación, un grupo terrorista  

Probablemente les suene la historia de Patty Hearst. La nieta de William Randolph Hearst fue secuestrada por el estrambótico Ejército Simbionés de Liberación, un grupo terrorista de la izquierda radical, liderado por un supremacista negro. A la pobre chica le agarró un síndrome de Estocolmo de caballo y acabó robando bancos con ellos.  Su imagen empuñando un rifle de asalto, con boina de guerrillera, dio la vuelta al mundo. Eran los locos años setenta del pasado siglo y sucedían estas cosas.

En cambio, es menos probable que les suene otra historia setentera igual de disparatada, la de Rose Dugdale, pese a algún periódico le dedicó un obituario cuando falleció el año pasado. Se la resumo: la chica era una pija británica cuyo padre tenía una auténtica fortuna y varias mansiones. De jovencita se codeó con lo más selecto de la alta sociedad londinense. A modo de ejemplo, su puesta de largo en el baile de debutantes fue en Buckingham Palace, invitada por la mismísima reina. Pero desde pequeña Rose era un espíritu rebelde.

En Oxford -donde se doctoró con una tesis sobre Wittgenstein, tonta no era- abrazó el feminismo y participó en el acto de protesta contra el sindicato de estudiantes, que no admitía a mujeres. Ella y una compañera entraron en el club del sindicato estudiantil disfrazadas de chicos y, una vez dentro, se quitaron el disfraz y lanzaron proclamas y panfletos. Del feminismo pasó al marxismo -con la inestimable ayuda de un novio revolucionario-, hizo un viaje a Cuba para recibir doctrina y decidió pasar a la acción. Su primer gesto heroico fue vender el piso que le habían comprado sus progenitores en Chelsea y retirar la parte del fondo familiar que le correspondía para repartir el dinero entre los pobres de los barrios desfavorecidos del norte de Londres.

Su siguiente paso fue más radical: entró a hurtadillas en la mansión familiar acompañada por el novio revolucionario y robó a sus propios padres cuadros y cubertería de plata. Cuando pillaron a los cacos, a él le cayó condena de prisión y ella se libró contando la trola de que lo había hecho presionada. Los horrorizados papás hicieron ver que se lo tragaban, confiando en estar todavía a tiempo de enderezarla.

No lo consiguieron ni por asomo. Rose decidió nada menos que alistarse en el IRA irlandés, que luchaba contra los británicos como ella. Se hizo experta en fabricación de explosivos y participó en dos acciones a cuál más delirante. Formó parte del comando terrorista que robó un helicóptero y lanzó sobre una comisaría bombas caseras, que por suerte no explotaron. La otra hazaña, más célebre, fue el asalto con dos compinches a la mansión Rossborugh, en la campiña irlandesa. Objetivo: robar las pinturas que poseía la aristocrática familia propietaria. Hablamos de obras maestras del arte europeo. Se llevaron 19 lienzos de artistas como Velázquez, Goya, Rubens, Gainsborough, y el más valioso de todos: Dama escribiendo una carta con su criada de Vermeer. A cambio de devolverlos, pedían un rescate económico y el traslado de varios presos del IRA que cumplían condena en Inglaterra a cárceles irlandesas.

Es en esta segunda acción en la que se centra Baltimore, dirigida por el matrimonio de cineastas irlandeses formado por Joe Lawlor y Christine Molloy. A Rose Dugdale la interpreta con ímpetu la actriz Imogen Poots, que sabe transmitir las agallas y el fanatismo del personaje. En cuanto al título, que puede desconcertar, hace referencia a un pequeño pueblo del condado de Cork, donde Rose debía encontrarse con su amante y también miembro del IRA una vez concluyera la operación.

El largometraje tiene una estructura peculiar, no lineal, con continuos saltos adelante y atrás y escenas que alternan los sucesivos pasos del robo en la mansión y la posterior espera en una aislada granja, aguardando una respuesta de las autoridades a sus peticiones. Además, se van intercalando escenas del pasado a modo de flashbacks: desde un trauma infantil al verse obligada a participar en la caza del zorro hasta su radicalización juvenil en grupúsculos marxistas. A priori puede parecer una estructura enrevesada y difícil de seguir, pero no lo es. Funciona y ayuda a mantener el ritmo y la tensión de la cinta.

Sin embargo, el mayor reto es cómo retratar a su protagonista, moviéndose en la cuerda floja de generar cierta empatía por el personaje en el espectador, sin dejar de mostrar su fanatismo y la violencia que ejerció. Habrá quien acusará a los directores de idealizar su figura, pero lo cierto es que muestran sin paños calientes su frío dogmatismo. Por ejemplo, cuando se plantea sin ningún tipo de escrúpulos asesinar a sangre fría a un anciano granjero -que además se está quedando ciego- del que sospecha que puede haber visto algo que no debía y tener la tentación de delatarla. Las escenas en que ambos interactúan se cuentan entre las mejores de la película.

Lo que la pareja de cineastas solo consigue a medias es explicar en toda su complejidad cómo una niñata posh que ha crecido entre algodones se radicaliza hasta el extremo de militar en una organización terrorista y participar en acciones armadas.

Este asunto, escalofriante, lo abordaban con más enjundia dos obras muy destacadas sobre los desafueros ideológicos de la juventud de los años setenta, que trajeron mucho dolor a las sociedades occidentales. En Las hermanas alemanas, Margarethe von Trotta contaba la historia de las dos hijas de un pastor protestante, diáfanamente inspiradas en las hermanas Johanna y Gudrun Ensslin. La primera se convirtió en periodista y activista radical, mientras que la segunda acabó como miembro de la Fracción del Ejército Rojo, más conocida como banda Baader-Meinhof, que sembró el terror en Alemania occidental, con 34 asesinatos. Gudrun Ensslin fue uno de los terroristas que se suicidaron -o fueron suicidados, según sus simpatizantes- en la prisión de Stammheim en 1977. Von Trotta consigue desentrañar los mecanismos del autoengaño delirante que lleva a una joven inteligente y con inquietudes intelectuales a convertirse en una fanática despiadada.

El otro ejemplo notable de exploración del proceso de radicalización hasta perder cualquier contacto con la realidad y con los más básicos sentimientos humanos es el que lleva a cabo Marco Bellocchio en la estupenda serie Exterior noche (disponible en Filmin), sobre el secuestro y asesinato de Aldo Moro. Cada uno de los seis capítulos está narrador desde una perspectiva diferente y el que corresponde a los miembros de las Brigadas Rojas que lo mantuvieron secuestrado y lo mataron a sangre fría muestra de un modo espeluznante la indigencia intelectual y la miseria moral de esos jóvenes embebidos de un supuesto idealismo tan imbécil como criminal.

Baltimore no logra desentrañar del todo el enigma de Rose Duglade, aunque funciona como una brillante heist movie (película de robo) en su narración de la increíble historia del secuestro terrorista de un Vermeer y otras 18 obras de arte.

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