El año pasado Alex Garland estrenó Civil War, una distopía ambientada en unos Estados Unidos sumidos en una guerra civil. La película se centraba en un grupo de reporteros que emprenden un viaje rumbo a Washington plagado de peligros. Había en el planteamiento una decisión llamativa: se obviaba cualquier tipo de pista sobre la ideología de los dos bandos enfrentados. Este detalle desconcertó a algunos e hizo que otros -suspicaces- sospecharan que se había evitado cualquier referencia política por miedo a incomodar a los votantes de Trump y perder potenciales espectadores.
A los desconcertados y a los suspicaces es posible que les deje todavía más perplejos Warfare. Tiempo de guerra, situada en la campaña de Irak y basada en hechos reales. Porque se trata de una película bélica diferente a todas las demás, que retrata las acciones de combate como nunca se han visto en la pantalla. El proyecto nació durante la filmación de Civil War, en la que trabajó como asesor militar un exmarine veterano de Irak llamado Ray Mendoza. Él y Garland hicieron buenas migas y ambos firman Warfare como coguionistas y codirectores.
El largometraje recrea -de forma milimétrica y casi en tiempo real- la misión de un pelotón de los Navy Seals en la provincia de Ambar en 2006. El plan consistía en tomar una posición de vigilancia en una casa, en una zona controlada por el enemigo. La cosa se torció porque los detectaron, los sitiaron y los atacaron. Hubo que organizar un plan de evacuación en una operación muy arriesgada. Uno de los marines que formaba parte del pelotón era Ray Mendoza, en funciones de operador de radio.
Al inicio una nota advierte de que lo que el espectador va a ver se basa exclusivamente en los recuerdos de los marines que participaron en la operación. Traducido: nada de licencias dramáticas, nada de toques peliculeros ni épicos, ni media concesión a la emotividad o el sentimentalismo, ni asomo de edulcoración o de estetización de la violencia. La guerra a pelo, en crudo, tal cual.
La representación de la violencia bélica en el cine ha evolucionado a lo largo del tiempo y ha dado pie a debates éticos y morales. ¿Es lícito suavizarla para que el espectador pueda digerirla? ¿Es legítimo estilizarla hasta convertirla en un espectáculo? En las viejas películas clásicas no solo la sangre era en blanco y negro, sino que los personajes morían siempre después de pronunciar alguna frase solemne y asumiendo con estoicismo lo de diñarla por la patria o por la democracia. Y acto seguido cerraban los ojos para morirse sin sobresaltar demasiado a los espectadores.
Aires de documental
Hombre, muy realista no era. A partir de los años sesenta, el cine empezó a abandonar los decorados y los estudios y a sacar las cámaras a la calle. Y la desaparición o relajación de la censura permitió que la violencia -y sexo- fueran más explícitos y hasta hubiera cierto regodeo. En las décadas posteriores, se fue ganando en veracidad. Hasta que llegó Salvar al soldado Ryan de Spielberg, cuya primera media hora marcó un hito. Aquello parecía insuperable. Era como si el espectador desembarcase en Normandía con las tropas americanas.
Bueno, pues Warfare va un paso más allá. Nunca se había visto así la guerra en el cine. No se trata solo del hiperrealismo con aires de documental -ayuda que no haya banda sonora- y hasta de experiencia inmersiva, sino de la decisión sobre qué se cuenta, qué se muestra. La película se limita a operación en sí, desde la toma de la casa hasta el rescate de los sitiados.

Como ya sucedía en Civil War, aquí el contexto es apenas un telón de fondo. Sí, estamos en Irak, pero no hay ningún apunte geopolítico que siquiera esboce las causas de la guerra o a sus posibles consecuencias. Tampoco hay historias personales -la foto de la novia, la videollamada a la esposa, la añoranza de los hijos…- que permitan empatizar con los marines. De hecho, ninguno de ellos adquiere un protagonismo destacado sobre los demás. El propio Mendoza aparece en pantalla interpretado por D’PharaohWoon-A-Tai, pero no es la estrella de la función, sino uno más del pelotón. Es una decisión clave: tenemos ante nosotros a un grupo de profesionales en su desempeño laboral. Como si siguiéramos a unos lampistas arreglando un fregadero, solo que el de marine es un oficio de alto riesgo y en lugar de enfrentarse a escapes de agua entran en combate.
Habrá quien diga que este modo de presentar la guerra es demasiado parecido a un videojuego. Y la verdad es que cuando se nos muestran las imágenes aéreas del dron que localiza las siluetas de los enemigos puede parecerlo. Habrá quien diga que todo se centra en los marines, sin empatía alguna por los iraquíes. Y sin duda la historia también se podría haber contado desde la perspectiva de la aterrada familia cuya casa ocupan los marines como puesto de observación. Los habitantes de la casa, incluidos varios niños, son retenidos en una habitación y quedan expuestos a las consecuencias de los combates. Y es cierto que tanto ellos como los dos soldados iraquíes que acompañan a los americanos no tienen otro papel que el de comparsas.
Ni héroes ni denuncia
Todo esto se puede sin duda discutir, pero el planteamiento de la película es claro: centrarse en el pelotón de marines en plena acción como profesionales de la guerra. Y eso es lo que la hace tan diferente de todas las demás cintas bélicas. No hay estilización de la violencia -como en el Peckinpah de La cruz de hierro o el Tarantino de Malditos bastardos-, ni hay un drama humano como en El cazador de Cimino, ni una denuncia del horror absoluto como en Masacre. Ven y mira de Klimov, ni una crítica a la deshumanización de los soldados como en Senderos de gloria o La chaqueta metálica de Kubrick, ni hay héroes con los que empatizar como en Un puente lejano, Black Hawk derribado o En tierra hostil, ni el trascendentalismo de Apocalypse Now o La delgada línea roja, ni mucho menos la épica de clásicos como El día más largo.
Tampoco busca atraparnos con acción trepidante, y de hecho son tan interesantes las escenas de la tensa espera, con el francotirador observando cómo delante de la casa empieza a congregarse gente con actitud sospechosa, como las crudas secuencias de los combates, con heridos al borde de la muerte.
Durante los créditos finales aparecen, junto a los actores que los interpretan, los verdaderos marines -los que siguen en activo con el rostro difuminado- y unas imágenes de su reencuentro durante el rodaje. ¿Estamos ante una exaltación del poderío militar estadounidense? ¿Estamos ante un largometraje antibelicista? Lo curioso es que ambas interpretaciones son posibles, pero ninguna hace justicia a Warfare. Estamos ante una película que muestra a los profesionales de la guerra con un verismo nunca visto. Y sobre todo ante una película que cinematográficamente es extraordinaria. Yo creo que de la tensión con la que viví la hora y media de proyección debí de perder un par de kilos. No les digo más.
El año pasado Alex Garland estrenó Civil War, una distopía ambientada en unos Estados Unidos sumidos en una guerra civil. La película se centraba en un
El año pasado Alex Garland estrenó Civil War, una distopía ambientada en unos Estados Unidos sumidos en una guerra civil. La película se centraba en un grupo de reporteros que emprenden un viaje rumbo a Washington plagado de peligros. Había en el planteamiento una decisión llamativa: se obviaba cualquier tipo de pista sobre la ideología de los dos bandos enfrentados. Este detalle desconcertó a algunos e hizo que otros -suspicaces- sospecharan que se había evitado cualquier referencia política por miedo a incomodar a los votantes de Trump y perder potenciales espectadores.
A los desconcertados y a los suspicaces es posible que les deje todavía más perplejos Warfare. Tiempo de guerra, situada en la campaña de Irak y basada en hechos reales. Porque se trata de una película bélica diferente a todas las demás, que retrata las acciones de combate como nunca se han visto en la pantalla. El proyecto nació durante la filmación de Civil War, en la que trabajó como asesor militar un exmarine veterano de Irak llamado Ray Mendoza. Él y Garland hicieron buenas migas y ambos firman Warfare como coguionistas y codirectores.
El largometraje recrea -de forma milimétrica y casi en tiempo real- la misión de un pelotón de los Navy Seals en la provincia de Ambar en 2006. El plan consistía en tomar una posición de vigilancia en una casa, en una zona controlada por el enemigo. La cosa se torció porque los detectaron, los sitiaron y los atacaron. Hubo que organizar un plan de evacuación en una operación muy arriesgada. Uno de los marines que formaba parte del pelotón era Ray Mendoza, en funciones de operador de radio.
Al inicio una nota advierte de que lo que el espectador va a ver se basa exclusivamente en los recuerdos de los marines que participaron en la operación. Traducido: nada de licencias dramáticas, nada de toques peliculeros ni épicos, ni media concesión a la emotividad o el sentimentalismo, ni asomo de edulcoración o de estetización de la violencia. La guerra a pelo, en crudo, tal cual.
La representación de la violencia bélica en el cine ha evolucionado a lo largo del tiempo y ha dado pie a debates éticos y morales. ¿Es lícito suavizarla para que el espectador pueda digerirla? ¿Es legítimo estilizarla hasta convertirla en un espectáculo? En las viejas películas clásicas no solo la sangre era en blanco y negro, sino que los personajes morían siempre después de pronunciar alguna frase solemne y asumiendo con estoicismo lo de diñarla por la patria o por la democracia. Y acto seguido cerraban los ojos para morirse sin sobresaltar demasiado a los espectadores.
Hombre, muy realista no era. A partir de los años sesenta, el cine empezó a abandonar los decorados y los estudios y a sacar las cámaras a la calle. Y la desaparición o relajación de la censura permitió que la violencia -y sexo- fueran más explícitos y hasta hubiera cierto regodeo. En las décadas posteriores, se fue ganando en veracidad. Hasta que llegó Salvar al soldado Ryan de Spielberg, cuya primera media hora marcó un hito. Aquello parecía insuperable. Era como si el espectador desembarcase en Normandía con las tropas americanas.
Bueno, pues Warfare va un paso más allá. Nunca se había visto así la guerra en el cine. No se trata solo del hiperrealismo con aires de documental -ayuda que no haya banda sonora- y hasta de experiencia inmersiva, sino de la decisión sobre qué se cuenta, qué se muestra. La película se limita a operación en sí, desde la toma de la casa hasta el rescate de los sitiados.

Como ya sucedía en Civil War, aquí el contexto es apenas un telón de fondo. Sí, estamos en Irak, pero no hay ningún apunte geopolítico que siquiera esboce las causas de la guerra o a sus posibles consecuencias. Tampoco hay historias personales -la foto de la novia, la videollamada a la esposa, la añoranza de los hijos…- que permitan empatizar con los marines. De hecho, ninguno de ellos adquiere un protagonismo destacado sobre los demás. El propio Mendoza aparece en pantalla interpretado por D’PharaohWoon-A-Tai, pero no es la estrella de la función, sino uno más del pelotón. Es una decisión clave: tenemos ante nosotros a un grupo de profesionales en su desempeño laboral. Como si siguiéramos a unos lampistas arreglando un fregadero, solo que el de marine es un oficio de alto riesgo y en lugar de enfrentarse a escapes de agua entran en combate.
Habrá quien diga que este modo de presentar la guerra es demasiado parecido a un videojuego. Y la verdad es que cuando se nos muestran las imágenes aéreas del dron que localiza las siluetas de los enemigos puede parecerlo. Habrá quien diga que todo se centra en los marines, sin empatía alguna por los iraquíes. Y sin duda la historia también se podría haber contado desde la perspectiva de la aterrada familia cuya casa ocupan los marines como puesto de observación. Los habitantes de la casa, incluidos varios niños, son retenidos en una habitación y quedan expuestos a las consecuencias de los combates. Y es cierto que tanto ellos como los dos soldados iraquíes que acompañan a los americanos no tienen otro papel que el de comparsas.
Todo esto se puede sin duda discutir, pero el planteamiento de la película es claro: centrarse en el pelotón de marines en plena acción como profesionales de la guerra. Y eso es lo que la hace tan diferente de todas las demás cintas bélicas. No hay estilización de la violencia -como en el Peckinpah de La cruz de hierro o el Tarantino de Malditos bastardos-, ni hay un drama humano como en El cazador de Cimino, ni una denuncia del horror absoluto como en Masacre. Ven y mira de Klimov, ni una crítica a la deshumanización de los soldados como en Senderos de gloria o La chaqueta metálica de Kubrick, ni hay héroes con los que empatizar como en Un puente lejano, Black Hawk derribado o En tierra hostil, ni el trascendentalismo de Apocalypse Now o La delgada línea roja, ni mucho menos la épica de clásicos como El día más largo.
Tampoco busca atraparnos con acción trepidante, y de hecho son tan interesantes las escenas de la tensa espera, con el francotirador observando cómo delante de la casa empieza a congregarse gente con actitud sospechosa, como las crudas secuencias de los combates, con heridos al borde de la muerte.
Durante los créditos finales aparecen, junto a los actores que los interpretan, los verdaderos marines -los que siguen en activo con el rostro difuminado- y unas imágenes de su reencuentro durante el rodaje. ¿Estamos ante una exaltación del poderío militar estadounidense? ¿Estamos ante un largometraje antibelicista? Lo curioso es que ambas interpretaciones son posibles, pero ninguna hace justicia a Warfare. Estamos ante una película que muestra a los profesionales de la guerra con un verismo nunca visto. Y sobre todo ante una película que cinematográficamente es extraordinaria. Yo creo que de la tensión con la que viví la hora y media de proyección debí de perder un par de kilos. No les digo más.
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