Y Javier Peña consiguió llorar la muerte de su padre tres años después: «Necesitaba perdonarme por no ser capaz de decirle las cosas sin ser demasiado tarde»

<p>En <i>Patrimonio</i>, <a href=»https://www.elmundo.es/la-lectura/2022/05/20/62865724fdddffa94a8b4573.html»>Philip Roth relata los dos últimos años de agonía</a> de su padre afectado por un tumor cerebral: «Él seguirá vivo no sólo como padre mío, sino como padre, en permanente juicio de todas mis acciones». En <i>Tiempo de vida</i>, <a href=»https://www.elmundo.es/la-lectura/2023/04/25/643fdbd9fc6c83cc1a8b45d6.html»>Marcos Giralt Torrent</a> va reconstruyendo la compleja relación que mantuvo con su difunto padre poniendo «la culpa en primer plano» para llegar a «la redención que la aliviara». En el extenso género literario de relaciones paternofiliales, más o menos tortuosas, que también engrosan Paul Auster, Cormac McCarthy, Mary Shelley…ha encontrado hueco ahora <strong>Javier Peña</strong> (A Coruña, 1979).</p>

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 Javier Peña recupera en ‘Tinta invisible’ la relación que mantuvo con su progrenitor a través de las historias literarias que les unieron  

En Patrimonio, Philip Roth relata los dos últimos años de agonía de su padre afectado por un tumor cerebral: «Él seguirá vivo no sólo como padre mío, sino como padre, en permanente juicio de todas mis acciones». En Tiempo de vida, Marcos Giralt Torrent va reconstruyendo la compleja relación que mantuvo con su difunto padre poniendo «la culpa en primer plano» para llegar a «la redención que la aliviara». En el extenso género literario de relaciones paternofiliales, más o menos tortuosas, que también engrosan Paul Auster, Cormac McCarthy, Mary Shelley…ha encontrado hueco ahora Javier Peña (A Coruña, 1979).

Con una particularidad. Tinta invisible, su tercer libro publicado por Blackie Books, no es una novela al uso sobre Fernando. Todo gira sobre su figura, sí. Todo lo impregna quien dedicó su vida al mar y murió por una fibrosis pulmonar. Pero son las historias, que ese padre fue contando al hijo en su infancia, y sus protagonistas las que conducen el relato. Como ya sucede en su podcast, Grandes infelices, centrado en figuras históricas de la literatura. «Mi padre es el cuentacuentos original de mi vida y durante mucho tiempo lamenté no tener con él una relación más cercana, de acudir a él con mis problemas. Nunca lo hice, pero las historias nos conectaban como otra gente lo hace a través de las emociones», relata Peña, sentado en un café de Madrid.

Porque lo que subyace en este medio ensayo literario medio panegírico familiar es la búsqueda de la redención del hijo, en el estricto sentido cristiano del perdón, tres años después de la pérdida. Por los cuatro años sin hablar con el padre a causa de «un problema menor» que sigue sin tener nombre. Por no estar presente en el momento de su muerte. Y, sobre todo, por no llorarla más allá de unas leves lágrimas en el momento de la incineración. «Me sentía mal por no llorar. Lo hablé con un amigo psicólogo y no llorar esa muerte demostraba que algo me pasaba. Me faltaba entender que esos últimos días en lugar de ser decepcionantes porque no habíamos hablado de los grandes temas, como los cuatro años sin hablarnos, habían sido muy plenos porque habíamos hablado de las cosas que nos unían: los libros».

Y Javier Peña lloró, a lágrima viva. Con Father and Son de Cat Stevens en los cascos, bajo la lluvia del paseo marítimo de la localidad pontevedresa de A Guarda, donde se retiró a escribir, junto al mar que de niño dos veces al año le arrebataba a su padre, marinero de profesión. «Eso forjó mucho mi carácter, pero para un niño de 7 u 8 años esos cuatro meses eran un mundo y yo estaba de luto. Además esos meses en mi casa solo había tristeza y cuando volvía todo era alegría de nuevo. Eso me ha hecho tener siempre el miedo de que en cualquier momento llegará la tristeza incluso cuando mejor me van las cosas».

Todo eso está en Tinta invisible, que le llevó a su autor tres años de reflexión, junto a los recuerdos: que él fue hijo por «un error profiláctico», que no guarda ni una foto en casa de su padre, los cuatro años sin hablar y el posterior deshielo tras tres citas en un restaurante como territorio neutral y los últimos días de vida del padre en una habitación de hospital resumidos en una frase -«Como dos personas que se gustan pero no se atreven a confesarlo, fuimos acercando las manos y finalmente nos las cogimos y nos las apretamos sin fuerza»-.

ÁNGEL NAVARRETE

«Necesitaba perdonarme por no ser capaz de decir las cosas sin ser demasiado tarde. Necesité esos tres años para darme cuenta de que cuando me despedí de mi padre quería darle las gracias por todo lo que me había dado y no fui capaz. De alguna forma este libro es una forma tardía de hacerlo, que es mejor que no hacerlo nunca», relata ahora Javier Peña. Y sigue: «Me hubiese gustado hacerlo en persona, pero creo que no éramos capaces. Tampoco él se habría sentido cómodo si yo le hubiese dicho gracias […] Tardé 45 años en darme cuenta de que soy escritor gracias a él. Y si hubiese muerto cuando yo tuviera 65, probablemente hubiera tardado 65».

De hecho, Fernando nunca leyó ninguna de las dos novelas publicadas por Javier. Lo intentó con la segunda, Agnes, pero la enfermedad lo impidió. Nunca acudió a una presentación de su hijo, el enfado lo impidió. «Yo había dejado a un padre sano de 72 años y lo volví a ver con 76 enchufado a un respirador muy encorvado, sin poder juntar tres o cuatro frases con una voz aspirada, completamente consumido». A Tinta invisible, por supuesto, tampoco llegó. «Uno de mis sueños era compartir mi faceta de escritor con él. Y seguramente para él sería una de las cosas que le haría más ilusión. Pero fíjate que por una tontería no vino a la presentación del primero cuando estaba sano. Fíjate el orgullo, piensas que ya se arreglará e irá la siguiente. Pues no hubo una siguiente vez».

La tragedia -«quizás porque soy gallego»- siempre ha acompañado la carrera literaria de Javier Peña. Su mejor amiga se murió hace seis años sin llegar a ver su primera novela, Infelices, en el mercado. De la ausencia de su padre, en la segunda, ya se ha hablado. «La infelicidad es el motor de mi vida para poder escribir», reconoce este coruñés, cuya madre está inmersa ahora en plena lectura de Tinta invisible. Esta no es solo la historia de un padre, es también la de un marido que cayó en la familia sin previo aviso. «Le había preguntado algunas cosas sobre el barco de mi padre sin decirle que quería escribir esto».

Se enteró escuchando, como siempre, el episodio especial del podcast que Javier dedicó a contar la historia que devendría en este libro. «A mí no me ha dicho nada, pero a mi mujer sí le dijo que lloró al escucharlo y me consta que ahora lo está leyendo. Tiene que ser duro, lo entiendo, pero en este libro no hay nada de rencor ni de reproche. Si hay alguna de ambas cosas, es solo hacia mí. He obviado las tonterías que nos separaron y he pensado en todas las historias y los libros que nos han unido».

Porque, igual que Philip Roth, el padre aún sigue siendo padre.

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