<p>Fue Borges, siempre él, el que dijo aquello de que el olvido es la única venganza y el único perdón. Existe algo doloroso, y hasta cruel, en el hecho de que uno de los más célebres, brillantes y auténtico responsable de una de las mayores revoluciones que vivió el pop español de los 60 haya sido abandonado a su suerte hasta el punto de que la memoria de todos haya acabado por ignorarle con ese desdén por lo suyo tan español. Pero a la vez consuela que la muerte siempre tan injusta, y en su caso más, de ese mismo hombre <strong>y que tanto hedor de titulares sensacionales generó en su momento</strong> haya sufrido exactamente la misma mala suerte. El olvido, en efecto, sana y envenena; exige venganza y otorga perdón.</p>
Charlie Arnaiz y Alberto Ortega reconstruyen con una precisión terrorífica la vida del músico que tras lograr el mayor de los éxitos se quitó la vida, perseguido por los demonios de su homosexualidad oculta
Fue Borges, siempre él, el que dijo aquello de que el olvido es la única venganza y el único perdón. Existe algo doloroso, y hasta cruel, en el hecho de que uno de los más célebres, brillantes y auténtico responsable de una de las mayores revoluciones que vivió el pop español de los 60 haya sido abandonado a su suerte hasta el punto de que la memoria de todos haya acabado por ignorarle con ese desdén por lo suyo tan español. Pero a la vez consuela que la muerte siempre tan injusta, y en su caso más, de ese mismo hombre y que tanto hedor de titulares sensacionales generó en su momento haya sufrido exactamente la misma mala suerte. El olvido, en efecto, sana y envenena; exige venganza y otorga perdón.
Waldo de los Ríos, de él hablamos, se suicidó la mañana del 28 de marzo de 1977. Tras un fin semana feroz de ansiolíticos en su mansión de El Olivar, en la urbanización Conde Orgaz de Madrid, el compositor vanguardista, que también fue el Phil Spector de la casa Hispavox que vio nacer a Jeanette, Karina o Raphael, además de autor de bandas sonoras tan célebres como la de la serie ‘Curro Jiménez’ o la película ‘¿Quién puede matar a un niño?’, sin olvidar por encima de casi todo su éxito mundial al adaptar para Miguel Ríos el ‘Himno a la Alegría‘ de Beethoven… ese día, Waldo de los Ríos, decíamos, se descerrajó un tiro con su escopeta Fabarm, un disparo que entró por el mentón y salió por todas partes. Tenía apenas 42 años, lo había sido todo y, en apenas un instante, desapareció para siempre. Tras el escándalo, el olvido. Y ahora quizá, gracias al documental firmado por Charlie Arnaiz y Alberto Ortega recién presentado en la Seminci de Valladolid y que atiende al simple nombre de ‘Waldo’ la venganza primero y, quizá, el perdón después.
«Cuesta trabajo», comenta Arnaiz, «darse cuenta de hasta qué punto era conocido en la España de finales de los 60 y principios de los 70. ‘La hora de Waldo’ era un programa de televisión, cuando solo había una, que él presentaba y dirigía». A su lado, Ortega le da la razón e intenta razonar sobre la pregunta que abre la película: ¿Por qué lo hiciste Waldo? «Es complicado responder. Quizá lo más sensato es pensar que fue un conjunto de factores. Quizá sentía que ya no pertenecía a un mundo, el musical, que había cambiado y había dejado de apreciarle. Quizá fuera su homosexualidad escondida y negada por él y por todos durante toda la vida. Quizá el amor no correspondido de un hombre que era mucho más joven que él y del que estaba profundamente enamorado. Quizá fuera la herencia de una familia donde tanto su padre como su tío acabaron con su vida del mismo modo. O quizá algo tuviera que ver la influencia de una madre exigente y posesiva. O quizá la siempre difícil relación con la que fue su mujer y actual heredera Isabel Pisano… O todo ello junto», afirma en una especie de nota al pie a su propia película.
Waldo de los Ríos y Karina en una imagen del documental ‘Waldo’.MUNDO
En efecto, la película intenta responder esa pregunta y lo hace, en un giro metalingüístico, con la persona interpuesta de Miguel Fernández, periodista y biógrafo del compositor, arreglista y músico total. En el documental, él se convierte en el narrador en primera persona no tanto de una historia como de una búsqueda personal. ‘Waldo’, la película, hace coincidir el sufrimiento de uno con la salvación del otro. Y todo ello a través de una desproporcionada acumulación de imágenes y voces completamente inéditas procedentes de mil fuentes que resucitan a un gigante de un olvido tan cercano. «Es curioso», comenta Arnaiz, «que todo lo que surge en las grabaciones caseras y del cineasta aficionado que era De los Ríos, sea una España de hace apenas unas décadas y que parezca que hablamos de otro planeta en la que ser homosexual era un delito».
Waldo se grababa compulsivamente en vídeo como si intuyera que el poco tiempo del que finalmente dispondrá se batía en duelo contra la posteridad que ansiaba. Y tanto era su empeño que, probablemente, llegó a grabar su propia muerte, su más íntima y salvaje despedida. «Cada vez que veíamos una cinta temíamos encontrarnos con el suicidio», dice Ortega. Y sigue: «No es una leyenda urbana. Es muy probable que esa cinta exista puesto que encaja perfectamente con todo lo que hizo y con el momento tan terrible que vivía cuando se quitó la vida. Se disparó abrazado a la foto de su amante Juan y escuchando en bucle una grabación con su voz. Se especula que se hizo con ella Rafael Trabucchelli, su compañero de viaje ya fallecido en la aventura Hispavox». Es solo un detalle, probablemente el más morboso de todos, pero a su manera da la medida de la desproporción de una vida exageradamente desproporcionada.
Imagen del documental ‘Waldo’.MUNDO
Waldo, nacido Osvaldo Nicolás Ferraro en Buenos Aires en 1934, acabó en una España depauperada en 1962 cuando se dirigía a Alemania para convertirse en músico experimental, su verdadera vocación. Aquí, como él mismo confesó, cayó en la cuenta de que «el tuerto es el rey». Existían los medios, pero no el talento para hacerlos valer. La orquestación de Waldo hizo que el sonido de Torrelaguna convirtiera en éxito todo lo que tocaba. El primer tercio del documental cuenta todo esto, una historia inaudita y feliz en un país condenado. Y así hasta llegar al ‘Himno a la Alegría’ transformado en el éxito mundial que fue gracias no a su versión española sino a la inglesa. Las dos cantadas por Miguel Ríos. De nuevo, España aprecia si antes es validado fuera. Waldo fue llamado por Stanley Kubrick para la banda sonora de ‘La naranja mecánica’ a la vez que ponía música a España entera: al programa ‘1, 2, 3’, a ‘Historias para no dormir’, a ‘En un mundo nuevo’ de Karina en Eurovisión, a todo lo que hacía Chicho Ibáñez Serrador…
Cuando orquestó a los mayores autores de la música clásica con Mozart a la cabeza ya no hubo marcha atrás, Waldo, ese Waldo que ya olvidamos, lo fue todo. El mayor de los triunfos y, acto seguido, el más doloroso de los fracasos. Lo que sigue es el misterio de un descenso a la más oscura de las oscuridades. El infierno, solo el infierno. «Cuando murió, la prensa se volvió loca con todo tipo de especulaciones. Que si le habían asesinado, que si la influencia de fuerzas esotéricas porque practicaba la Ouija, que si Pisano era la responsable de todo… No es arriesgado decir que la prensa más salvajemente sensacionalista y amarillista nació con él», afirma Ortega.
«Llama la atención», replica ahora Arnaiz, «que hay un momento de la historia de España que parece que está ahí al lado, que se diría que es la historia misma de nuestros padres (no olvidemos que, de vivir, Waldo tendría 90 años) y que hemos borrado. No hablo de antes de la guerra, habló de ayer mismo». No en balde, junto con Ortega, los dos llevan años dándole vueltas a ese tiempo tan nuestro tan cercano y tan lejano a la vez. Documentales como ‘Raphaelismo’, sobre Raphael, y ‘Anatomía de un dandy‘, sobre Umbral, son dos buenas pruebas de estos directores empeñados en memorizar nuestro más íntimo olvido. Nuestra venganza y nuestro perdón.
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