Paolo Veronese (Verona, 1528 – Venecia 1588) fue la culminación del Renacimiento. Un magnífico canto del cisne en el sentido más propiamente artístico y, por qué no decirlo, en el comercial. Ambos conceptos tenían su epicentro en la Serenísima República de Venecia, ciudad que conquistó con el Barroco ya a las puertas. El Museo del Prado y la Fundación AXA le dedican ahora una amplia exposición inteligentemente estructurada para mostrar la evolución del maestro.
Probablemente no había mejor lugar para ello. El Prado lleva tiempo embarcado en un proceso de investigación y reevaluación de su excelsa colección de pintura veneciana. El recorrido comenzó con la muestra Los Bassano en la España del Siglo de Oro (2001), tuvo una espléndida continuación con Tiziano (2003), Tintoretto (2007) y Lorenzo Lotto. Retratos (2018), y culmina de la mejor forma con esta Paolo Veronese, compuesta por un centenar de obras procedentes de instituciones internacionales como el Louvre, el Metropolitan Museum, la National Gallery de Londres, la Galleria degli Uffizi o el Kunsthistorisches Museum de Viena, que entablan un sustancioso diálogo con piezas fundamentales del Prado.
Los comisarios Miguel Falomir, director del Museo del Prado, y Enrico Maria dal Pozzolo, profesor de la Università degli Studi di Verona, contextualizan esta disección del «universo propio» de Veronese en «un momento crítico para Venecia, cuando afloraban las tensiones religiosas y se evidenciaban los primeros síntomas de una decadencia económica y política que sus pinceles camuflaron con maestría, contribuyendo decisivamente a plasmar en imágenes el ‘mito de Venecia’ que ha llegado a nuestros días».
En ese contexto nada fácil prosperó Veronese. Como explicó Falomir en la presentación de la muestra, «tuvo un tremendo éxito en vida y, desde entonces, ininterrumpidamente hasta el siglo XX». La visión más marketiniana del arte, versión hollywoodiense, jugó entonces en su contra: «En las décadas finales del siglo XX, su fama quizá se haya visto un tanto opacada porque la suya fue una vida, por lo que sabemos, bastante feliz. No tuvo grandes contratiempos, no generó grandes rivalidades pese a vivir y trabajar en uno de los ambientes más competitivos de la historia de la pintura». Al contrario, como deja claro la muestra, Veronese tuvo una legión de seguidores tanto en vida como en siglos posteriores.
La muestra se divide en seis secciones cronológicas y temáticas. La primera, «De Verona a Venecia», es la más biográfica. El pintor aparece en su Verona natal, ciudad de rico pasado romano, pero imbuida del inevitable influjo veneciano, con Tiziano como gran estrella, además del aporte de artistas del centro de la península como Rafael y Parmigianino. En este ambiente, Veronese fue gestando un estilo propio caracterizado por la elegancia formal y compositiva y un colorido contrastado. En palabras de Falomir, «un mundo fácilmente reconocible: nos hablan de Veronés y enseguida lo asociamos a un tipo de composiciones como nos puede suceder con el Bosco o Rubens».

Escenas inéditas
La segunda sección, «Maestoso teatro. Arquitectura y escenografía», crea ya el centro gravitatorio de la muestra. Cuadros de enormes dimensiones ilustran la pugna de gigantes en aquella Venecia mítica: El lavatorio de Tintoretto, por ejemplo, compite con la soberbia La cena en casa de Simón de Veronese. Este también mide su retrato a Daniele Barbaro con el equivalente al mismo personaje de nada menos que Tiziano, pero el protagonismo aquí lo acapara una forma de entender el espacio y narrar historias a partir de nociones teatrales y arquitectónicas de los maestros venecianos del momento. Una cita de André Chastel en la cartela del Disputa con los doctores en el templo sostiene que «los edificios de Paolo no son arquitecturas reales, sino teatrales, y por consiguiente simbólicas».
Tras el impacto de los grandes cuadros, la tercera sección propone un acercamiento más teórico a la inteligencia pictórica del maestro. Su capacidad para crear escenas inéditas a partir de expresiones personales y el empleo de materiales nuevos o el uso innovador de los tradicionales muestra la capacidad productiva de Veronese, que dirigió uno de los obradores más fecundos y de mayor calidad de la época. Algo posible gracias a un férreo control del proceso creativo y a una sabia distribución de funciones dentro del taller. En el bullicioso y extremadamente competitivo mercado veneciano, los clientes pedían trabajos que emularan otros anteriores, pero el genio conseguía aportar novedades tanto en el discurso narrativo como en el formato, la pincelada, la textura… La sala ofrece los análisis científicos de algunos de estos activos del pintor, e incluye un vídeo con la recreación del proceso creativo de la Magdalena penitente.
Precisamente la cuarta sección, «Alegoría y mitología» se centra en dos temáticas particularmente comerciales. Las élites, que constituían la cartera de clientes del momento, se solazaban con las estampas de las fábulas mitológicas, tan hermosas y sugerentes frente a la mayor rigidez de las religiosas, con las que demostraban su estatus mundano. En este mercado, Veronese se reveló como el único artista capaz de competir con Tiziano.
En contraste, la quinta sección afronta «El último Veronese». Incluso una vida feliz como la suya encuentra al final un momento más sombrío y dado a la reflexión. En la última década del pintor, las composiciones se tornan más inestables y de colorido más sombrío, la luz adquiere un nuevo valor, a menudo simbólico, y el paisaje cobra nuevo protagonismo. El genio barrunta así la llegada del Barroco.
A modo de epílogo, la sección «Haeredes Pauli y los admiradores de Veronese» muestra su fructífero legado. Con su presencia aún caliente, se produce un movimiento un tanto patético: sus familiares intentaron mantener el negocio durante una década con escaso éxito bajo la marca registrada «Haeredes Pauli». Afortunadamente, la genialidad de Veronese encontró pronto su correa de transmisión en pintores como El Greco, los Carracci y Pedro Pablo Rubens. Y su condición de «pintor de pintores» se prolongó hasta el siglo XX, con entusiastas admiradores como Velázquez, Tiépolo, Delacroix o Cezanne.
Paolo Veronese (Verona, 1528 – Venecia 1588) fue la culminación del Renacimiento. Un magnífico canto del cisne en el sentido más propiamente artístico y, por qué
Paolo Veronese (Verona, 1528 – Venecia 1588) fue la culminación del Renacimiento. Un magnífico canto del cisne en el sentido más propiamente artístico y, por qué no decirlo, en el comercial. Ambos conceptos tenían su epicentro en la Serenísima República de Venecia, ciudad que conquistó con el Barroco ya a las puertas. El Museo del Prado y la Fundación AXA le dedican ahora una amplia exposición inteligentemente estructurada para mostrar la evolución del maestro.
Probablemente no había mejor lugar para ello. El Prado lleva tiempo embarcado en un proceso de investigación y reevaluación de su excelsa colección de pintura veneciana. El recorrido comenzó con la muestra Los Bassano en la España del Siglo de Oro (2001), tuvo una espléndida continuación con Tiziano (2003), Tintoretto (2007) y Lorenzo Lotto. Retratos (2018), y culmina de la mejor forma con esta Paolo Veronese, compuesta por un centenar de obras procedentes de instituciones internacionales como el Louvre, el Metropolitan Museum, la National Gallery de Londres, la Galleria degli Uffizi o el Kunsthistorisches Museum de Viena, que entablan un sustancioso diálogo con piezas fundamentales del Prado.
Los comisarios Miguel Falomir, director del Museo del Prado, y Enrico Maria dal Pozzolo, profesor de la Università degli Studi di Verona, contextualizan esta disección del «universo propio» de Veronese en «un momento crítico para Venecia, cuando afloraban las tensiones religiosas y se evidenciaban los primeros síntomas de una decadencia económica y política que sus pinceles camuflaron con maestría, contribuyendo decisivamente a plasmar en imágenes el ‘mito de Venecia’ que ha llegado a nuestros días».
En ese contexto nada fácil prosperó Veronese. Como explicó Falomir en la presentación de la muestra, «tuvo un tremendo éxito en vida y, desde entonces, ininterrumpidamente hasta el siglo XX». La visión más marketiniana del arte, versión hollywoodiense, jugó entonces en su contra: «En las décadas finales del siglo XX, su fama quizá se haya visto un tanto opacada porque la suya fue una vida, por lo que sabemos, bastante feliz. No tuvo grandes contratiempos, no generó grandes rivalidades pese a vivir y trabajar en uno de los ambientes más competitivos de la historia de la pintura». Al contrario, como deja claro la muestra, Veronese tuvo una legión de seguidores tanto en vida como en siglos posteriores.
La muestra se divide en seis secciones cronológicas y temáticas. La primera, «De Verona a Venecia», es la más biográfica. El pintor aparece en su Verona natal, ciudad de rico pasado romano, pero imbuida del inevitable influjo veneciano, con Tiziano como gran estrella, además del aporte de artistas del centro de la península como Rafael y Parmigianino. En este ambiente, Veronese fue gestando un estilo propio caracterizado por la elegancia formal y compositiva y un colorido contrastado. En palabras de Falomir, «un mundo fácilmente reconocible: nos hablan de Veronés y enseguida lo asociamos a un tipo de composiciones como nos puede suceder con el Bosco o Rubens».

La segunda sección, «Maestoso teatro. Arquitectura y escenografía», crea ya el centro gravitatorio de la muestra. Cuadros de enormes dimensiones ilustran la pugna de gigantes en aquella Venecia mítica: El lavatorio de Tintoretto, por ejemplo, compite con la soberbia La cena en casa de Simón de Veronese. Este también mide su retrato a Daniele Barbaro con el equivalente al mismo personaje de nada menos que Tiziano, pero el protagonismo aquí lo acapara una forma de entender el espacio y narrar historias a partir de nociones teatrales y arquitectónicas de los maestros venecianos del momento. Una cita de André Chastel en la cartela del Disputa con los doctores en el templo sostiene que «los edificios de Paolo no son arquitecturas reales, sino teatrales, y por consiguiente simbólicas».
Tras el impacto de los grandes cuadros, la tercera sección propone un acercamiento más teórico a la inteligencia pictórica del maestro. Su capacidad para crear escenas inéditas a partir de expresiones personales y el empleo de materiales nuevos o el uso innovador de los tradicionales muestra la capacidad productiva de Veronese, que dirigió uno de los obradores más fecundos y de mayor calidad de la época. Algo posible gracias a un férreo control del proceso creativo y a una sabia distribución de funciones dentro del taller. En el bullicioso y extremadamente competitivo mercado veneciano, los clientes pedían trabajos que emularan otros anteriores, pero el genio conseguía aportar novedades tanto en el discurso narrativo como en el formato, la pincelada, la textura… La sala ofrece los análisis científicos de algunos de estos activos del pintor, e incluye un vídeo con la recreación del proceso creativo de la Magdalena penitente.
Precisamente la cuarta sección, «Alegoría y mitología» se centra en dos temáticas particularmente comerciales. Las élites, que constituían la cartera de clientes del momento, se solazaban con las estampas de las fábulas mitológicas, tan hermosas y sugerentes frente a la mayor rigidez de las religiosas, con las que demostraban su estatus mundano. En este mercado, Veronese se reveló como el único artista capaz de competir con Tiziano.
En contraste, la quinta sección afronta «El último Veronese». Incluso una vida feliz como la suya encuentra al final un momento más sombrío y dado a la reflexión. En la última década del pintor, las composiciones se tornan más inestables y de colorido más sombrío, la luz adquiere un nuevo valor, a menudo simbólico, y el paisaje cobra nuevo protagonismo. El genio barrunta así la llegada del Barroco.
A modo de epílogo, la sección «Haeredes Pauli y los admiradores de Veronese» muestra su fructífero legado. Con su presencia aún caliente, se produce un movimiento un tanto patético: sus familiares intentaron mantener el negocio durante una década con escaso éxito bajo la marca registrada «Haeredes Pauli». Afortunadamente, la genialidad de Veronese encontró pronto su correa de transmisión en pintores como El Greco, los Carracci y Pedro Pablo Rubens. Y su condición de «pintor de pintores» se prolongó hasta el siglo XX, con entusiastas admiradores como Velázquez, Tiépolo, Delacroix o Cezanne.
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