‘Una quinta portuguesa’: reinventarse bajo una nueva identidad

«Fue a por tabaco y no volvió», dice la frase hecha para referirse a alguien que desaparece sin dejar rastro. Sin tabaco por medio, es la experiencia que vive el protagonista de Una quinta portuguesa de Avelina Prat. Fernando (Manolo Solo), un profesor de geografía madrileño, vuelve a casa después del trabajo y su mujer, Milena, de origen serbio, no está. Ha dejado el móvil y ninguna nota. Pasan los días y sigue sin aparecer. Nadie la ha visto. Él acude a la policía. Lo único que pueden decirle es que tienen constancia de que ha salido de España y ha cruzado la frontera de Serbia. No pueden hacer nada, porque todo indica que su marcha ha sido voluntaria. Él no entiende nada.

Con estos ingredientes se puede armar un thriller: que si mafias, que si el pasado de la guerra de los Balcanes que vuelve a emerger años después, que si una manipuladora que se ha casado por interés con un panoli y le ha vaciado las cuentas… Pero no, la película no va por ahí.

Creado el misterio, lo que hace es centrarse en el apesadumbrado y perplejo profesor, que decide marcharse unos días de Madrid, porque el piso en el que vivía con su mujer se le cae encima. Se va a Portugal, a un pueblo de la costa fuera de temporada. Allí conoce a un español que se gana la vida como jardinero y que le cuenta que al día siguiente se marcha a trabajar en una quinta del interior. Pero al día siguiente lo fulmina un ataque al corazón y el profesor decide suplantarlo. Toma su nombre y se presenta en la quinta como el nuevo jardinero, al que la propietaria no le ha visto nunca la cara. Deja atrás el pasado en Madrid y se lanza a la aventura de vivir la vida de otro.

La propietaria (Maria de Medeiros) también tiene sus secretos y de vez en cuando desaparece y regresa con unas copas de más. A su manera, también ella se ha reinventado, porque creció en la colonia de Angola y, cuando se vio obligada a regresar a la patria tras la descolonización, no sabía muy bien quién era. ¿Una africana blanca o una portuguesa que se sentía extranjera en Portugal? Con estos ingredientes se podría haber hecho una cinta política sobre los males del colonialismo o sacarse de la manga alguna historia retorcida sobre culpas del pasado… Pero de nuevo no, la película no va por ahí.

Toda la parte central de Una quinta portuguesa va construyendo la relación entre el falso jardinero y la enigmática dueña de la casa. Pero no se esperen un tórrido romance, ni un chantaje al desvelarse la suplantación de identidad. De nuevo, la película no va por ahí. El profesor devenido jardinero y la portuguesa criada en Angola son personas que no acaban de encontrar su lugar en el mundo y se refugian en la quinta. La Portugal interior como un remanso de paz, como un paraíso perdido. La quinta tiene algo de escenario detenido en el tiempo y un halo fantasmagórico que asoma en las de partidas de cartas nocturnas con los viejos amigos de la colonia, casi espectros del pasado.

Cocción lenta

Una quinta portuguesa es una película de cocción lenta, que impacientará a los impacientes por su parsimonia y sus meandros. Tiene el mérito de evitar lo trillado, de aventurarse con una narrativa que no lo da todo masticado ni pretende explicarlo todo. Sus personajes tienen secretos, pero no son turbios, sino buenas personas que quieren dejar atrás su pasado. Reinventarse desde cero, para crearse otra vida, para construirse otra identidad, para ser otro. En algún momento me ha recordado a ese cuento extraordinario y perturbador de Nathaniel Hawthorne titulado Wakefield, en el que un hombre desaparece de su casa durante años para espiar escondido desde la casa de enfrente una vida que ya no es la suya.

La película tiene una última parte –una suerte de tercer acto– en la que el protagonista regresa a Madrid cuando descubre alarmado que en su piso está viviendo una mujer bajo el nombre de su esposa desaparecida. No les cuento más para no incurrir en espóiler, pero no se esperen un golpe de efecto de thriller, porque la historia de este tercer personaje sirve para sumar un nuevo ángulo al tema de las losas del pasado y la posibilidad de crearse una nueva vida. Es un giro final que cierra muy bien la historia, aunque hay en este tramo algunos detalles que bordean lo inverosímil. 

Una quinta portuguesa es un largometraje con misterios, pero sin crímenes; con suplantadores de identidad, pero sin criminales. Maneja algunos recursos del policiaco para crear tensión dramática, pero es una obra intimista sobre los anhelos humanos. El profesor de geografía, experto en cartografía, les dice a sus alumnos al inicio de la cinta: «El mundo es demasiado grande, demasiado complejo, demasiado caótico, y cuando lo dibujas en un mapa lo ordenas». Los personajes de esta película tratan de dibujar un nuevo mapa para sus vidas.

 «Fue a por tabaco y no volvió», dice la frase hecha para referirse a alguien que desaparece sin dejar rastro. Sin tabaco por medio, es la  

«Fue a por tabaco y no volvió», dice la frase hecha para referirse a alguien que desaparece sin dejar rastro. Sin tabaco por medio, es la experiencia que vive el protagonista de Una quinta portuguesa de Avelina Prat. Fernando (Manolo Solo), un profesor de geografía madrileño, vuelve a casa después del trabajo y su mujer, Milena, de origen serbio, no está. Ha dejado el móvil y ninguna nota. Pasan los días y sigue sin aparecer. Nadie la ha visto. Él acude a la policía. Lo único que pueden decirle es que tienen constancia de que ha salido de España y ha cruzado la frontera de Serbia. No pueden hacer nada, porque todo indica que su marcha ha sido voluntaria. Él no entiende nada.

Con estos ingredientes se puede armar un thriller: que si mafias, que si el pasado de la guerra de los Balcanes que vuelve a emerger años después, que si una manipuladora que se ha casado por interés con un panoli y le ha vaciado las cuentas… Pero no, la película no va por ahí.

Creado el misterio, lo que hace es centrarse en el apesadumbrado y perplejo profesor, que decide marcharse unos días de Madrid, porque el piso en el que vivía con su mujer se le cae encima. Se va a Portugal, a un pueblo de la costa fuera de temporada. Allí conoce a un español que se gana la vida como jardinero y que le cuenta que al día siguiente se marcha a trabajar en una quinta del interior. Pero al día siguiente lo fulmina un ataque al corazón y el profesor decide suplantarlo. Toma su nombre y se presenta en la quinta como el nuevo jardinero, al que la propietaria no le ha visto nunca la cara. Deja atrás el pasado en Madrid y se lanza a la aventura de vivir la vida de otro.

La propietaria (Maria de Medeiros) también tiene sus secretos y de vez en cuando desaparece y regresa con unas copas de más. A su manera, también ella se ha reinventado, porque creció en la colonia de Angola y, cuando se vio obligada a regresar a la patria tras la descolonización, no sabía muy bien quién era. ¿Una africana blanca o una portuguesa que se sentía extranjera en Portugal? Con estos ingredientes se podría haber hecho una cinta política sobre los males del colonialismo o sacarse de la manga alguna historia retorcida sobre culpas del pasado… Pero de nuevo no, la película no va por ahí.

Toda la parte central de Una quinta portuguesa va construyendo la relación entre el falso jardinero y la enigmática dueña de la casa. Pero no se esperen un tórrido romance, ni un chantaje al desvelarse la suplantación de identidad. De nuevo, la película no va por ahí. El profesor devenido jardinero y la portuguesa criada en Angola son personas que no acaban de encontrar su lugar en el mundo y se refugian en la quinta. La Portugal interior como un remanso de paz, como un paraíso perdido. La quinta tiene algo de escenario detenido en el tiempo y un halo fantasmagórico que asoma en las de partidas de cartas nocturnas con los viejos amigos de la colonia, casi espectros del pasado.

Una quinta portuguesa es una película de cocción lenta, que impacientará a los impacientes por su parsimonia y sus meandros. Tiene el mérito de evitar lo trillado, de aventurarse con una narrativa que no lo da todo masticado ni pretende explicarlo todo. Sus personajes tienen secretos, pero no son turbios, sino buenas personas que quieren dejar atrás su pasado. Reinventarse desde cero, para crearse otra vida, para construirse otra identidad, para ser otro. En algún momento me ha recordado a ese cuento extraordinario y perturbador de Nathaniel Hawthorne titulado Wakefield, en el que un hombre desaparece de su casa durante años para espiar escondido desde la casa de enfrente una vida que ya no es la suya.

La película tiene una última parte –una suerte de tercer acto– en la que el protagonista regresa a Madrid cuando descubre alarmado que en su piso está viviendo una mujer bajo el nombre de su esposa desaparecida. No les cuento más para no incurrir en espóiler, pero no se esperen un golpe de efecto de thriller, porque la historia de este tercer personaje sirve para sumar un nuevo ángulo al tema de las losas del pasado y la posibilidad de crearse una nueva vida. Es un giro final que cierra muy bien la historia, aunque hay en este tramo algunos detalles que bordean lo inverosímil. 

Una quinta portuguesa es un largometraje con misterios, pero sin crímenes; con suplantadores de identidad, pero sin criminales. Maneja algunos recursos del policiaco para crear tensión dramática, pero es una obra intimista sobre los anhelos humanos. El profesor de geografía, experto en cartografía, les dice a sus alumnos al inicio de la cinta: «El mundo es demasiado grande, demasiado complejo, demasiado caótico, y cuando lo dibujas en un mapa lo ordenas». Los personajes de esta película tratan de dibujar un nuevo mapa para sus vidas.

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