Una inmigración feliz

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 La desnuda crónica de una inmigración mezclada de huida y afirmación es el relato íntimo que ofrece el escritor Boris Izaguirre con origen en su Caracas natal y perdido y destino en su Madrid triunfal  

Boris Izaguirre, colaborador en ‘Inmigración con otros ojos’, el número de noviembre de la revista ‘TintaLibre’
Boris Izaguirre, colaborador en ‘Inmigración con otros ojos’, el número de noviembre de la revista ‘TintaLibre’

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No escapé de Venezuela amenazado o perseguido. Simplemente, sentía que mi país de origen no era el futuro. Una intuición egocéntrica me sirvió de impulso para conseguir alejarme de allí. Sucedió en febrero de 1992, exactamente en la madrugada del 4 de febrero, la fecha del primer golpe de estado de Hugo Chávez contra el gobierno de Carlos Andrés Pérez. La asonada militar se inició a las doce de la medianoche cuando yo regresaba de una juerga con amigos. Después de fumar un porro de fin de fiesta, empezamos a ver asombrados a paracaidistas descendiendo sobre la autopista del este de la ciudad, pusimos “raining men” en el cd. ¡Claro que pensamos que la marihuana hacía efecto! Más que temer por la democracia, luchamos por evitar que nos detuvieran por consumir sustancias ilegales. No fue hasta el amanecer que nos dimos cuenta de que el colocón era bastante mayor. Mi madre apareció, con su vaporosa ropa de cama, advirtiéndonos: “Ustedes no saben lo que es un golpe de Estado. Y este es uno, de verdad”, soltó con toda la autoridad de su edad y atuendo. Mis padres sobrevivieron a la dictadura de Marcos Pérez Jiménez, abatida en 1958 por una revuelta popular. Yo había nacido y crecido en democracia.

Para mí era algo inédito pero concluyente. Miré el cielo azul de Caracas, igual de lindo y hollywoodiense que todos los días, pero esta vez, nada se movía. Parecía paralizado, como un espejo instantes antes de partirse en pedazos. Me encontré incapaz de hacer nada con esos pedazos rotos. No sabría por dónde empezar a recogerlos. Entendí que era una alerta. Tenía que buscar una salida.

De alguna manera ya lo había intentado antes. Viajando a visitar a mi hermano en Londres, descubriendo todo sobre mí mismo y las bondades de soñar despierto en South Kensington, un año antes de que Diana se casara con el príncipe Carlos. Y también la precoz libertad de los primeros ochenta en el mundo queer. Al regresar a Caracas me sentí atrapado, pero encontré los mimbres para escribir una columna publicada en El Nacional (donde mi padre era el crítico de cine), explorando el laberinto social de mi ciudad y los gustos de mi generación, la primera crecida en democracia. Con esa columna tuve mi primer encuentro con la notoriedad y supe que avanzaríamos juntos. Al final, descubrí que tenía otra razón más para querer salir de Venezuela. Sabía escribir, sabía provocar. Me estaba desperdiciando en mi país.

Muchas personas no emigran por estas razones. Es un proceso, una decisión más tortuosa. Pero en mi caso, todo se unió. Aquel golpe de Estado de Chávez contra la República fracasó, el propio comandante apareció en la televisión reconociéndolo y agregando el ahora mítico “Por ahora”. Pero mi decisión cobró impulso. Ese impulso que los inmigrantes asumimos, venga de la desesperación económica, de una persecución, de una indefensión de los derechos humanos o de una inusitada hambre de éxito.

Una empresa de producción audiovisual CTV, en Santiago de Compostela y dirigida por un inmigrante palestino, Ghaleb Jaber, me había tanteado profesionalmente en Buenos Aires, donde escribía una telenovela, Inolvidable (que, de lo mismo, solo tuvo el título), reapareció milagrosamente en Caracas y me agarré a ese clavo ardiente. Jaber me contrató para desarrollar una telenovela basada en una popular novela costumbrista La casa de la Parra para la TVG. Así, legalmente amparado, tuve mi primera tarjeta de residencia b. El proceso de pasar de esa b minúscula a la C mayúscula es la odisea que inician y, a veces, superan miles de inmigrantes hasta alcanzar la nacionalidad plena. Mi proceso duró casi seis años, del 93 hasta el 99. En todo ese tiempo, días, noches y meses, me iba a dormir agradecido de mi suerte, pero siempre sospechando que mi alegría era compartida con la pena, la soledad, el fracaso de otros.

La primera vez que me llamaron sudaca fue duro, pero de inmediato recordé que a los españoles inmigrantes en nuestros países latinoamericanos se les generaliza con gallego y pensé que era un insulto en doble sentido. Eso también es la inmigración. Un aprendizaje tanto para el que se instala como para el oriundo.

La primera vez que me llamaron sudaca fue duro, pero de inmediato recordé que a los españoles inmigrantes en nuestros países latinoamericanos se les generaliza con gallego y pensé que era un insulto en doble sentido. Eso también es la inmigración. Un aprendizaje tanto para el que se instala como para el oriundo. No siempre sabemos recibir a la inmigración. Pienso que, si lo viéramos como una integración, tendríamos menos problemas y agobios con esta realidad, que está cambiando el mundo. Desde ese momento en que me descubrí sudaca, sentí que estaba en una campaña, una batalla que podría ser fructífera. Además, sudaca y gallego lo éramos Rubén y yo. Eso también me hizo decidir prosperar en mi relación con Rubén. ¡Bingo! Fue un acierto, sin él todo habría sido distinto.

¿Cómo fue ese viaje?

Es el propósito de este artículo contarlo. Una mañana, Rubén lo reconoció: nos sentíamos cómodos caminando juntos. Tener un compañero de viaje facilitó mucho las cosas. Escapar, inmigrar (que no son lo mismo, pero en mí se confunden), dejaba de ser una aventura en solitario. Y así nos fuimos a Madrid, a una capital que nos reunía después de unos meses separados. Yo fui adelante, como hacen muchos padres de familia, por ejemplo, entre México y Estados Unidos. O Marruecos y España.

Mi llegada a Madrid coincidió con el Oscar otorgado a Belle Epoque: entré en la capital durante una fiesta, que, como muchas otras, asumí como propia, como de recepción. No estuve tan equivocado porque Madrid era una fiesta. Tan peligrosa como seductora. Hospitalaria, sí, pero siempre topabas con alguien que te preguntaba ese “¿De dónde eres? “, que por repetitivo se vuelve amenazante. Yo nunca hago la pregunta, por más curiosidad que me despierte el acento. Aprendí a responder sin traslucir que me quemaba por dentro. Y descubrí que ofrecer una cara amable, no evadir respuestas, cambiaba la percepción ante el inmigrante. Dejaba de resultar menos enemigo. Y avanzaba en mi decisión de integrarme.

Tenía varias sumas en esa cesta. No era español, era blanco y gracioso, era gay, no me escondía ni tampoco a mi pluma. Y eso ofrecía autenticidad, algo que descubrí muy valorado entre los que me rodeaban. Como Lucia Bosé, que me animaba a mostrar mi frondoso plumaje para diferenciarme.

Claro que, la mía no es la historia de un inmigrante normal. Tuve suerte, tuve intuición, tuve ojo, tuve amor. Y entendí que todas esas cosas trabajan en conjunto. Como amigo de los Bosé fui rara avis, pero no me corté ni un pelo. Ni una pluma. Gemma Nierga me descubrió hablando del ¡Hola! como si fuera el centro del universo de sabiduría compartida entre América y Europa. Me fichó para su programa de radio “La Ventana”, en 1997. Un día le preguntaron de dónde había sacado a ese actor, que hablaba con acento sudaca y decía que tenía novio en vez de novia. Gemma les respondió que no era un actor, que existía, era una persona. Y esa persona se materializó en un programa de televisión en directo, llamado Moros y Cristianos. Entré como un escritor de culebrones y salí transformado en Boris, nuevo fenómeno mediático.

Hay varias fronteras en mi inmigración. Venezuela y España, desde luego. Pero en España se ampliaron a Galicia, Barcelona y Madrid, tres ciudades que conozco, las tres igual de receptivas y ampliadoras. No existe una sola España y entenderlo físicamente, multiplicó mis propias fronteras. Y mi percepción del país.

La televisión fue un universo. La última frontera. Me dio todas las herramientas que me faltaban para la integración. Primero con la telenovela, un monstruo bicéfalo. Era lengua y género. Sí, un género profundamente latinoamericano, aunque su madre y padre, el melodrama, sea europeo y hollywoodiense. Una vez alguien me dijo en Corazón Negro, el bar de Paola Dominguín que fue mi refugio durante unos meses: “¿Para qué dices que las escribes?”. Lo hacía porque me diferenciaba. Igual que mi pluma, que tanto irritó a los colectivos gays y a los círculos católicos, cuando la empleé como trofeo y escudo protector desde la misma televisión. Ya no guionista sino al frente de las cámaras. Es “tu personaje”, me decían también. Se equivocaban. Vociferar, lo reconozco, aquello que traía a esta cultura creía que era mi deber. Y esa responsabilidad devino en un camino, una proyección. Era una estrella, lo que pensaba que era de nacimiento, pero que no se hizo realidad hasta integrarme en otro país, en otra cultura a la que como inmigrante, llegué casi despojado de antecedentes.

No me refiero a antecedentes penales sino a llegar sin pasado visible. Es un hecho unificador entre todos los inmigrantes y que se manifiesta en esa invisibilidad que tienes que asumir mientras te legalizas. Es una supervivencia, que yo la vi como una sucesión de pruebas similares a la escalada de letras que vas consiguiendo en esa tarjeta de residencia que, en España, al cabo de cambiar de letra, se convierte en nacionalidad.

Con la distancia, creo que esa falta de antecedentes, el crearme una familia propia, lejos de la que me había criado, me dio la libertad de expresarme sin tener que dar muchas explicaciones. Por eso fue tan liberador desnudarme en Crónicas Marcianas, por ejemplo, y descubrir que desde ese programa y La Ventana podía ofrecer todos los rangos de mi idea de comunicar. Un cocktail, Inmigrante, escritor, gay, vedette.

Con la distancia, creo que esa falta de antecedentes, el crearme una familia propia, lejos de la que me había criado, me dio la libertad de expresarme sin tener que dar muchas explicaciones. Por eso fue tan liberador desnudarme en Crónicas Marcianas, por ejemplo, y descubrir que desde ese programa y La Ventana podía ofrecer todos los rangos de mi idea de comunicar. Un cocktail, Inmigrante, escritor, gay, vedette.

Muchas veces me han parado en la calle para agradecerme “lo que has hecho para que mis padres me acepten como gay”. No tantas lo hacen como figura integradora, a excepción de los venezolanos, que son miles porque mi país y su actual régimen han provocado el éxodo de más de siete millones de venezolanos. Ellos me llaman “orgullo venezolano”. Siento esa etiqueta como un viaje personal, el final feliz de mi historia como inmigrante. ¡Cuan distinta habría sido mi vida si en 1992 no hubiera decidido hacer el viaje a la inversa! Me hubiera perdido, entre otras cosas, desfilar junto a mis amigos Leopoldo Alas y Chacho en la primera manifestación gay de Madrid en 1994.

Fuimos 150 personas esa vez. Al cabo de 10 años nos convertimos en un millón. Y pasamos de gritar eslóganes como “En los balcones también hay maricones” a “Madrid capital Gay”. Recuerdo las caras de emoción y exaltación de muchos otros sudacas gays que, como yo, descubrían en Madrid una ciudad donde podías ser como eras. Más que aceptado, te fundías con ella, sus calles, sus peligros, sus salones, como si fuera una madre incestuosa y protectora. Desde entonces mi existencia como inmigrante está unida a mi sexualidad. Las dos se retroalimentan.

Recuerdo las caras de emoción y exaltación de muchos otros sudacas gays que, como yo, descubrían en Madrid una ciudad donde podías ser como eras. Más que aceptado, te fundías con ella, sus calles, sus peligros, sus salones, como si fuera una madre incestuosa y protectora. Desde entonces mi existencia como inmigrante está unida a mi sexualidad. Las dos se retroalimentan.

Acabo de participar en un festival literario en el Instituto Cervantes de Los Ángeles junto a otros escritores latinoamericanos donde pude confitar lo integrador de la comunidad LGTBIQ+Ñ. No dejan de agregarse letras que simbolizan personas y diferencias. Constaté que mi homosexualidad es también una inmigración. He nacido en una familia, un entorno, una sociedad mayoritariamente heterosexual y a través de mi diferencia he construido una identidad. Me alegra vivir en un siglo donde se conquistan espacios que estaban bloqueados. Así como podemos defender la igualdad femenina, la lucha contra el edadismo, la inmigración como fuerza transformadora de la sociedad o las atrocidades del colonialismo, también podemos defender el aporte que ofrecemos los que nos trasladamos de esas antiguas colonias a los países desarrollados.

Mi historia feliz de inmigración me ha enseñado que no somos nunca una sola cosa. Somos hombre y mujer, persona y personaje. Caraqueño y madrileño. Transeúnte y vehículo. Símbolo y paradoja. De aquí y de allí. Agradezco, todos los días, estar en todas esas partes y permanecer entero y acompañado.

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