Era una de esas escenas que en un futuro no muy lejano mejor podrán representar nuestro desquiciado presente. Donald Trump viaja a Nueva Orleans, a la final de la Super Bowl. Escucha atento lo que dice el piloto del avión presidencial. «Por primera vez en la historia estamos sobrevolando el recientemente renombrado Golfo de América». Con golfo se refiere al Golfo de México, y con América, claro está, solo a Estados Unidos.
La performance que rodea todo ello es muy actual, aunque el fondo es tan antiguo como el mundo. Trump exhibe su poder nombrando o renombrando los lugares que recorre, como aquellos conquistadores que gustaban de poner nombre a todo lo que veían, aunque no lo comprendieran, aunque ya tuvieran uno.
Denominar es dominar. Solo el tiempo fija el nombre de las cosas, que va decantándose lentamente hasta depositarse, casi democráticamente, en el fondo común del lenguaje y de la costumbre. Por eso renombrar, decretar un nuevo significado, es siempre un acto de poder y profanación. Hasta en eso, sobre todo en eso, nuestro tiempo ha sabido romper el consenso de las cosas.
Por supuesto, los nombres de las calles, de las ciudades, los accidentes geográficos, los símbolos que se erigen y se derriban, están sometidos siempre al albur de los tiempos. Pero su cambio solía ser más resultado de un nuevo estado de las cosas y no un intento deliberado de dividir constantemente a las sociedades.
Claro, si durante décadas una serie de corrientes nos han estado convenciendo de que la política es solo práctica discursiva, de que el lenguaje ha de ser sometido a los intereses de cualquier porfía, de que la historia no es sino memoria, al servicio por tanto del presente, o de que el derecho es un instrumento de transformación social, si todo ello es así, nada impedía que otro llegara e hiciera lo mismo en sentido contrario. Eso es Trump, la venganza naranja y reaccionaria que la posmodernidad se toma sobre sí misma.
«La diferencia entre Trump y AMLO no es ideológica sino de grado, Trump tiene poder y a Google Maps»
Dicho de otra manera, Trump, al renombrar un millón y medio de kilómetros cuadrados de costas y océano, no ha hecho nada que otros gobiernos no llevaran haciendo décadas. Empezando por Andrés Manuel López Obrador, quien ya mostró su intención de cambiar el nombre del otro gran golfo mexicano, el que baña el Mar de Cortés, nombre tan bello como hoy inapropiado. «¡Qué Mar de Cortés ni qué nada!», exclamaría en 2023, proponiendo en su lugar el de «Mar de California» (aunque puestos a comparar, Esplandián, protagonista de Las sergas de Esplandián, de donde viene la denominación California, podría ser tan colonialista o más que Cortés, pero de esto López Obrador seguramente no sabía nada). La diferencia entre Trump y AMLO, en definitiva, no es ideológica –en ese plano, pienso yo, ambos son indistinguibles– la diferencia es de grado, Trump tiene poder y a Google Maps.
En Estados Unidos, el cambio de nombre de Golfo de México a de América ha supuesto un motivo de orgullo para muchos partidarios de Trump. En México, ha provocado multitud de bromas y memes.
Dan igual los taínos, caribes, mayas o los mexicas, quienes pensaron que por ahí volvería su dios Quetzalcóatl, da igual Colón o Cabeza de Vaca, dan igual los millones de esclavos que fueron llevados a trabajar a las plantaciones de azúcar, que allí muriera por la patria José Martí, o que a sus costas durante varios siglos no dejaran de recalar migrantes, minorías o refugiados de todo el mundo, como los de la Guerra Civil española, da igual porque todo ello, historia, geografía o lenguaje, se han convertido en simple munición para las pequeñas batallas culturales del presente.
La anécdota es conocida. A Georges Clemenceau le preguntaron una vez cómo se recordaría en el futuro la Primera Guerra Mundial. El viejo político francés respondió que no había manera de saberlo, pero, afirmó, «lo que seguro nadie dirá es que Bélgica invadió Alemania». Bien, pues nuestro presente ya es ese tiempo en el que Bélgica invadió Alemania, en el que Zelenski es el dictador que inició una terrible guerra, y en el que el Golfo de México, por el solo capricho de un político pueril, pasó a llamarse Golfo de América.
Era una de esas escenas que en un futuro no muy lejano mejor podrán representar nuestro desquiciado presente. Donald Trump viaja a Nueva Orleans, a la
Era una de esas escenas que en un futuro no muy lejano mejor podrán representar nuestro desquiciado presente. Donald Trump viaja a Nueva Orleans, a la final de la Super Bowl. Escucha atento lo que dice el piloto del avión presidencial. «Por primera vez en la historia estamos sobrevolando el recientemente renombrado Golfo de América». Con golfo se refiere al Golfo de México, y con América, claro está, solo a Estados Unidos.
La performance que rodea todo ello es muy actual, aunque el fondo es tan antiguo como el mundo. Trump exhibe su poder nombrando o renombrando los lugares que recorre, como aquellos conquistadores que gustaban de poner nombre a todo lo que veían, aunque no lo comprendieran, aunque ya tuvieran uno.
Denominar es dominar. Solo el tiempo fija el nombre de las cosas, que va decantándose lentamente hasta depositarse, casi democráticamente, en el fondo común del lenguaje y de la costumbre. Por eso renombrar, decretar un nuevo significado, es siempre un acto de poder y profanación. Hasta en eso, sobre todo en eso, nuestro tiempo ha sabido romper el consenso de las cosas.
Por supuesto, los nombres de las calles, de las ciudades, los accidentes geográficos, los símbolos que se erigen y se derriban, están sometidos siempre al albur de los tiempos. Pero su cambio solía ser más resultado de un nuevo estado de las cosas y no un intento deliberado de dividir constantemente a las sociedades.
Claro, si durante décadas una serie de corrientes nos han estado convenciendo de que la política es solo práctica discursiva, de que el lenguaje ha de ser sometido a los intereses de cualquier porfía, de que la historia no es sino memoria, al servicio por tanto del presente, o de que el derecho es un instrumento de transformación social, si todo ello es así, nada impedía que otro llegara e hiciera lo mismo en sentido contrario. Eso es Trump, la venganza naranja y reaccionaria que la posmodernidad se toma sobre sí misma.
«La diferencia entre Trump y AMLO no es ideológica sino de grado, Trump tiene poder y a Google Maps»
Dicho de otra manera, Trump, al renombrar un millón y medio de kilómetros cuadrados de costas y océano, no ha hecho nada que otros gobiernos no llevaran haciendo décadas. Empezando por Andrés Manuel López Obrador, quien ya mostró su intención de cambiar el nombre del otro gran golfo mexicano, el que baña el Mar de Cortés, nombre tan bello como hoy inapropiado. «¡Qué Mar de Cortés ni qué nada!», exclamaría en 2023, proponiendo en su lugar el de «Mar de California» (aunque puestos a comparar, Esplandián, protagonista de Las sergas de Esplandián, de donde viene la denominación California, podría ser tan colonialista o más que Cortés, pero de esto López Obrador seguramente no sabía nada). La diferencia entre Trump y AMLO, en definitiva, no es ideológica –en ese plano, pienso yo, ambos son indistinguibles– la diferencia es de grado, Trump tiene poder y a Google Maps.
En Estados Unidos, el cambio de nombre de Golfo de México a de América ha supuesto un motivo de orgullo para muchos partidarios de Trump. En México, ha provocado multitud de bromas y memes.
Dan igual los taínos, caribes, mayas o los mexicas, quienes pensaron que por ahí volvería su dios Quetzalcóatl, da igual Colón o Cabeza de Vaca, dan igual los millones de esclavos que fueron llevados a trabajar a las plantaciones de azúcar, que allí muriera por la patria José Martí, o que a sus costas durante varios siglos no dejaran de recalar migrantes, minorías o refugiados de todo el mundo, como los de la Guerra Civil española, da igual porque todo ello, historia, geografía o lenguaje, se han convertido en simple munición para las pequeñas batallas culturales del presente.
La anécdota es conocida. A Georges Clemenceau le preguntaron una vez cómo se recordaría en el futuro la Primera Guerra Mundial. El viejo político francés respondió que no había manera de saberlo, pero, afirmó, «lo que seguro nadie dirá es que Bélgica invadió Alemania». Bien, pues nuestro presente ya es ese tiempo en el que Bélgica invadió Alemania, en el que Zelenski es el dictador que inició una terrible guerra, y en el que el Golfo de México, por el solo capricho de un político pueril, pasó a llamarse Golfo de América.
Noticias de Cultura: Última hora de hoy en THE OBJECTIVE