Desde que dejé los Astérix y los Súper López, hará ya casi treinta años, apenas he leído tebeos, ni cómics, ni novelas gráficas, pero lo hago por cautela, por si acaso: quiero decir que me resisto a buscar y leer novelas gráficas… por si me gustan. Eso sería una calamidad, ya que no tengo ni tiempo para leerlas, ni dinero para comprarlas, ni espacio para guardarlas, de modo que lo que se impone es centrarme en mis cosas y no dedicar a las viñetas el tiempo (siempre insuficiente) que debo guardar para la literatura en español.
Pero hace unas semanas me llegó Una casa en La Ciudad (Lumen), de Ilu Ros, y hace unos días me puse a mirarlo y a leerlo, y enseguida quedé embelesado con su fuerza. Yo no sé nada de todo esto, de modo que no me voy a permitir opinar sobre la calidad de los dibujos, el uso de los colores, o las posibles influencias de otros artistas en este proyecto de Ros, pero sí puedo decir que aquí hay una autobiografía muy especial o, mejor, una memoir, ya que no hay un repaso a toda la vida de la autora sino que, muy específicamente, se centra en los ocho agridulces años (más penosos que felices) en los que vivió en Londres.
Ilu Ros llego allí con mil euros, un novio titubeante y no demasiada ilusión. Sólo un mes, todo lo anterior se había esfumado, y comenzó un desencanto que más o menos ya traía de su pueblo, en Murcia, una falta de optimismo curtida en la falta de oportunidades en España y en la falta de ingenuidad o de sueños ante lo que pudiera encontrar en La Ciudad, que es como se alude siempre a Londres (ese «laberinto roto», como inolvidablemente dijo Borges en «El Aleph»).
Primera constatación: los cómics no se pueden subrayar, algo que para mí, gran consumidor de lapiceros, se hace difícil. Pero no había modo de subrayar palabras sin intervenir en los dibujos y, por tanto, afearlos. Sólo he podido corregir un error de concordancia en la página 124 y… Un momento: segunda constatación, no menos inquietante: los cómics no se pueden citar. Y, de hecho, en este caso sería especialmente difícil, ya que muchas páginas (como la recién citada, sin ir más lejos) están sin numerar. Sólo lo están algunas de las 360, supongo que aquellas en las que los colores no lo impiden, o cuando los numeritos al pie no rompan ese microclima especial que exige cada página.
Hay una especie de prólogo piscinero en el que Ros, supongo, quiere avisarnos de dos cosas: 1) que es una persona algo dispersa, desobediente no tanto por rebeldía como por despiste; y 2) que le gusta llegar al fondo de las cosas a ver qué puede encontrar y agarrar por ahí. A partir de ese momento, este testimonio autobiográfico se estructura a partir de los seis días (del «viernes» de la ida al «wednesday» de la vuelta) que, tres años después de haber regresado a España, pasa Ros en Londres, no por nostalgia sino por necesidad de pensarse, de entender quién fue ella en aquellos ocho años de precariedad, trabajos mal pagados, pisos multi-compartidos, experiencias más bien decepcionantes y consuelo en las conversaciones con amigos.
Todos hemos tenido amigos o primas que se han ido a Londres a aprender inglés, lavar platos y colarse en conciertos, y casi todos cuentan algo parecido a esto, una experiencia estimulante y dura a la vez, necesaria pero difícil. Pero nadie lo había contado así, que yo sepa, y supongo que si Ros no nombra en ningún momento el nombre de Londres es porque tal vez esa experiencia particular sólo puede darse de este exacto modo en esa ciudad, pero que, por otra parte, no es de eso de lo que se quiere hablar. Una casa en La Ciudad no es un libro sobre Londres, sino sobre su autora, y, sin embargo, nos implica. En este caso, mejor el autorretrato que el viaje, mejor la aventura interior que la urbana.
Ilu Ros lo consigue mezclando narrativa más o menos lineal con la interpolación de sueños (tremendos el del smoothie o el del zorro), recuerdos, conversaciones con sus padres, fotografías compradas en Portobello, tramos más abstractos y subjetivos que son al cómic lo que a una novela serían los monólogos interiores, o citas de las lecturas que hacía, desde Virgina Woolf a Lewis Carroll, así como la reproducción del poema más conocido de Roberto Juarroz…
Creo que éste es uno de esos libros con los que si autora se queda a gusto, liberada de algo pendiente, algo con lo que sabía que tenía que hacer algo, pero sin saber qué. A falta del desarrollo de una obra concreta durante esos ocho años, pues se hace, a toro pasado (pero con experiencias, conversaciones y materiales de ese tiempo), un libro estupendo sobre esa propia derrota, esa propia confusión, ese mar de dudas.
Y discúlpenme, por favor, pero la intimidad era esto: no contar con pelos y señales lo que se hace en el baño o en las camas, que más o menos será semejante en muchos casos, sino contar las deplorables condiciones laborales que llegaron a aceptarse, o que se ha tenido que pedir dinero a los padres, o que se roba cuando se puede papel higiénico para ahorrar unas libras. Eso es más osado y excepcional que cualquier otra confidencia (aunque lo cierto es que también «vemos» a Ilu Ros en este libro sentada en la taza del váter o desnuda ante los alumnos de Bellas Artes).
El título es una paradoja que me parece que se lanza con una sonrisa, pues en realidad esa casa, como cabía esperar, no llegó nunca. Jamás se tuvo una casa allí, ni siquiera alquilada, sino, como mucho, la famosa habitación propia, aunque esta fuera minúscula, ruidosa y agobiante. Con toda esa pequeña amargura y esa gran incertidumbre Ros ha creado una obra duradera, significativa y locuaz. Un libro donde una mujer agota su juventud tratando de saber quién es y qué quiere hacer con su vida mientras los maledicentes hablan, opinan y juzgan con expresiones y palabras de color mostaza.
Desde que dejé los Astérix y los Súper López, hará ya casi treinta años, apenas he leído tebeos, ni cómics, ni novelas gráficas, pero lo hago
Desde que dejé los Astérix y los Súper López, hará ya casi treinta años, apenas he leído tebeos, ni cómics, ni novelas gráficas, pero lo hago por cautela, por si acaso: quiero decir que me resisto a buscar y leer novelas gráficas… por si me gustan. Eso sería una calamidad, ya que no tengo ni tiempo para leerlas, ni dinero para comprarlas, ni espacio para guardarlas, de modo que lo que se impone es centrarme en mis cosas y no dedicar a las viñetas el tiempo (siempre insuficiente) que debo guardar para la literatura en español.
Pero hace unas semanas me llegó Una casa en La Ciudad (Lumen), de Ilu Ros, y hace unos días me puse a mirarlo y a leerlo, y enseguida quedé embelesado con su fuerza. Yo no sé nada de todo esto, de modo que no me voy a permitir opinar sobre la calidad de los dibujos, el uso de los colores, o las posibles influencias de otros artistas en este proyecto de Ros, pero sí puedo decir que aquí hay una autobiografía muy especial o, mejor, una memoir, ya que no hay un repaso a toda la vida de la autora sino que, muy específicamente, se centra en los ocho agridulces años (más penosos que felices) en los que vivió en Londres.
Ilu Ros llego allí con mil euros, un novio titubeante y no demasiada ilusión. Sólo un mes, todo lo anterior se había esfumado, y comenzó un desencanto que más o menos ya traía de su pueblo, en Murcia, una falta de optimismo curtida en la falta de oportunidades en España y en la falta de ingenuidad o de sueños ante lo que pudiera encontrar en La Ciudad, que es como se alude siempre a Londres (ese «laberinto roto», como inolvidablemente dijo Borges en «El Aleph»).
Primera constatación: los cómics no se pueden subrayar, algo que para mí, gran consumidor de lapiceros, se hace difícil. Pero no había modo de subrayar palabras sin intervenir en los dibujos y, por tanto, afearlos. Sólo he podido corregir un error de concordancia en la página 124 y… Un momento: segunda constatación, no menos inquietante: los cómics no se pueden citar. Y, de hecho, en este caso sería especialmente difícil, ya que muchas páginas (como la recién citada, sin ir más lejos) están sin numerar. Sólo lo están algunas de las 360, supongo que aquellas en las que los colores no lo impiden, o cuando los numeritos al pie no rompan ese microclima especial que exige cada página.
Hay una especie de prólogo piscinero en el que Ros, supongo, quiere avisarnos de dos cosas: 1) que es una persona algo dispersa, desobediente no tanto por rebeldía como por despiste; y 2) que le gusta llegar al fondo de las cosas a ver qué puede encontrar y agarrar por ahí. A partir de ese momento, este testimonio autobiográfico se estructura a partir de los seis días (del «viernes» de la ida al «wednesday» de la vuelta) que, tres años después de haber regresado a España, pasa Ros en Londres, no por nostalgia sino por necesidad de pensarse, de entender quién fue ella en aquellos ocho años de precariedad, trabajos mal pagados, pisos multi-compartidos, experiencias más bien decepcionantes y consuelo en las conversaciones con amigos.
Todos hemos tenido amigos o primas que se han ido a Londres a aprender inglés, lavar platos y colarse en conciertos, y casi todos cuentan algo parecido a esto, una experiencia estimulante y dura a la vez, necesaria pero difícil. Pero nadie lo había contado así, que yo sepa, y supongo que si Ros no nombra en ningún momento el nombre de Londres es porque tal vez esa experiencia particular sólo puede darse de este exacto modo en esa ciudad, pero que, por otra parte, no es de eso de lo que se quiere hablar. Una casa en La Ciudad no es un libro sobre Londres, sino sobre su autora, y, sin embargo, nos implica. En este caso, mejor el autorretrato que el viaje, mejor la aventura interior que la urbana.
Ilu Ros lo consigue mezclando narrativa más o menos lineal con la interpolación de sueños (tremendos el del smoothie o el del zorro), recuerdos, conversaciones con sus padres, fotografías compradas en Portobello, tramos más abstractos y subjetivos que son al cómic lo que a una novela serían los monólogos interiores, o citas de las lecturas que hacía, desde Virgina Woolf a Lewis Carroll, así como la reproducción del poema más conocido de Roberto Juarroz…
Creo que éste es uno de esos libros con los que si autora se queda a gusto, liberada de algo pendiente, algo con lo que sabía que tenía que hacer algo, pero sin saber qué. A falta del desarrollo de una obra concreta durante esos ocho años, pues se hace, a toro pasado (pero con experiencias, conversaciones y materiales de ese tiempo), un libro estupendo sobre esa propia derrota, esa propia confusión, ese mar de dudas.
Y discúlpenme, por favor, pero la intimidad era esto: no contar con pelos y señales lo que se hace en el baño o en las camas, que más o menos será semejante en muchos casos, sino contar las deplorables condiciones laborales que llegaron a aceptarse, o que se ha tenido que pedir dinero a los padres, o que se roba cuando se puede papel higiénico para ahorrar unas libras. Eso es más osado y excepcional que cualquier otra confidencia (aunque lo cierto es que también «vemos» a Ilu Ros en este libro sentada en la taza del váter o desnuda ante los alumnos de Bellas Artes).
El título es una paradoja que me parece que se lanza con una sonrisa, pues en realidad esa casa, como cabía esperar, no llegó nunca. Jamás se tuvo una casa allí, ni siquiera alquilada, sino, como mucho, la famosa habitación propia, aunque esta fuera minúscula, ruidosa y agobiante. Con toda esa pequeña amargura y esa gran incertidumbre Ros ha creado una obra duradera, significativa y locuaz. Un libro donde una mujer agota su juventud tratando de saber quién es y qué quiere hacer con su vida mientras los maledicentes hablan, opinan y juzgan con expresiones y palabras de color mostaza.
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