Don Fernando de Austria, llamado el Cardenal-infante por su doble condición de hijo del rey de España y príncipe de la Iglesia, fue enviado en 1634 por su hermano mayor Felipe IV como gobernador a Flandes.
Tenía que viajar hasta Bruselas desde Italia, donde había ejercido de gobernador de Milán, y hacerlo al frente de un escogido ejército, porque la parte protestante de los Países Bajos estaba en rebeldía desde tiempos de su abuelo, Felipe II.
Otra razón hacia necesario aquel séquito de 9.000 infantes y 3.000 caballos que acompañaba al Cardenal-infante, es que le protegiesen durante el azaroso viaje, porque el único camino posible, tras pasar los Alpes, era a través de Alemania, y Alemania estaba en guerra.
Los historiadores la han llamado Guerra de los Treinta Años, porque duró desde 1618 hasta 1648. Fue la última de las grandes guerras de religión entre católicos y protestantes, y enfrentó al emperador Fernando II de Habsburgo, primo de Felipe IV de España, contra una liga de estados protestantes del Imperio Germánico. Pero aquella querella interna, comenzada en Praga en 1618, se convertiría desde 1625 en un conflicto internacional, de hecho la primera guerra mundial, pues intervino toda Europa, desde Portugal a Rusia, e incluso Turquía.
Sucesivamente Dinamarca, Suecia y Francia serían los principales implicados del bando protestante, pese a que Francia era un país católico e incluso estaba gobernado por un cardenal, Richelieu, pero lo hizo por ir contra España, que fue la gran auxiliadora del bando católico. La devastación que provocó en Alemania un conflicto tan largo y con participantes tan poderosos se ha calculado que fue equivalente a un ataque con bombas atómicas.
En 1629 había empezado el llamado Periodo Sueco de la Guerra de los Treinta Años, caracterizado por el absoluto dominio del ejército sueco en la contienda. Suecia tenía todos los ases en su mano. Su rey, Gustavo II Adolfo, era un gran militar, su ejército era excelente, no estaba formado por mercenarios, sino por voluntarios movidos por su fe protestante, y la riqueza minera de Suecia había dado origen a una siderurgia que le permitía fabricar las mejores armas de Europa.
Esta supremacía de Suecia en la Guerra de los Treinta Años duraría hasta el 6 de septiembre de 1634, cuando se enfrentaron en Nördlingen con el Cardenal-infante. Durante largas horas los regimientos suecos, la flor y nata de la milicia europea, se estrellaron contra los tercios españoles del Cardenal-infante, sin lograr apoderarse de una «Montañuela» que era el punto clave de la batalla. Quince ataques lanzaron, y fueron inútiles. Al final el campo de Nördlingen era «una almadraba de atunes suecos», repleto de cuerpos bañados en sangre, según lo definió el autor de la novela picaresca La vida de Estebanillo González, que fue testigo de la batalla.
Nördlingen marcó el final del Periodo Sueco de la Guerra de los Treinta Años, y cuando el Cardenal-infante llegó a Flandes aureolado de ser el mejor capitán de Europa, Rubens reflejó su gloria en un impresionante retrato ecuestre, El Cardenal-infante en la batalla de Nördlingen. El cuadro fue comprado por su hermano Felipe IV, que lo tenía en su comedor privado del Alcázar Real, para recordar a don Fernando tras su muerte en campaña, en plena juventud. Esa pintura pasaría de la colección real al Museo del Prado en 1834, exactamente 200 años después de la famosa batalla.
El rey Gustavo II Adolfo solamente tuvo una hija, la princesa Cristina, pero decidió educarla como si fuese un hijo. No solamente le enseñó a cabalgar y a manejar las armas, como se esperaba de un rey guerrero como el de Suecia, sino que le dio la educación que en la época sólo recibían los príncipes varones, incluida la ciencia del gobierno de un reino.
Cristina se quedó huérfana a los seis años, pero el regente mantuvo el programa educativo diseñado por Gustavo II Adolfo. A los 16 años la princesa Cristina comenzó a asistir a los consejos de ministros, demostrando sus conocimientos de política y leyes, y a los 18 fue declarada mayor de edad y proclamada reina, asumiendo el poder con desparpajo. Su educación había forjado un carácter fuerte e independiente, y, en un mundo de hombres, decidió ser un hombre. Vestía ropa masculina, mostraba maneras viriles e incluso mantenía relaciones amorosas con alguna dama de la corte, sin que nadie se atreviese a frenarla, pese al puritanismo que dominaba a la sociedad sueca.
Además, la reina Cristina tenía una curiosidad intelectual insaciable. Hizo venir a Estocolmo al famoso filósofo francés Descartes para que le enseñase filosofía, y se rodeó de un parnaso cultural que hizo que fuese conocida como «la Minerva del Norte», en alusión a la diosa de la sabiduría.
En algún momento esa curiosidad, o su propia extravagancia, le hizo interesarse por el catolicismo, la religión de sus enemigos, los que habían matado a su padre. Ese hecho, tapado como toda su conducta escandalosa, fue conocido sin embargo por don Bernardino de Rebolledo, que bajo la tapadera de la embajada española en Dinamarca era el jefe del espionaje español en la Europa del Norte. Y don Bernardino trazó un plan.
En 1652, por primera vez en más de medio siglo, la corte de Estocolmo recibió a un embajador español, don Antonio Pimentel del Prado que, miren qué casualidad, era sobrino de don Bernardino Rebolledo. El flamante embajador estaba ya cerca de la cincuentena, pero era lo que se dice un hombre guapo, un ardiente español con toque siciliano (había nacido en Palermo) para quien fue fácil seducir a la reina Cristina. Ella era 22 años más joven que él, pero se enamoró apasionadamente del español, olvidándose de su lesbianismo.
Hubo un periodo de luna de miel no ya con don Antonio, sino con España, en el que la reina Cristina le envió a Felipe IV un retrato ecuestre suyo, inspirado en el de Carlos V en la batalla de Mühlberg, de Tiziano. Teniendo en cuenta que Mühlberg fue la gran victoria española sobre los protestantes, aquello era un mensaje en clave: «me quiero unir al bando católico».
La operación de seducción de la reina sueca por el embajador español tuvo un desenlace que fue el pasmo del mundo. En 1654 Cristina anunció que quería renunciar al trono y abdicó en un primo. Y a continuación desapareció. Toda Europa estaba atónita, ¿cómo podía desaparecer de pronto un monarca reinante? Pero aún fue más espectacular el desenlace, porque Cristina reapareció, vestida de hombre, en Flandes, en los dominios del rey de España, donde a continuación se bautizó en la fe católica.
Felipe IV había colocado el retrato de Cristina en la misma habitación donde tenía el de su hermano el Cardenal-infante. Cada noche el rey cenaba allí, y se complacía viendo aquellos dos retratos ecuestres de dos pintores que no se podían igualar, pues Rubens estaba muy por encima de Sébastien Bourdon que había pintado el de Cristina, pero que para Felipe IV representaban el alfa y el omega de su enfrentamiento con Suecia, las dos grandes victorias españolas, la batalla de Nördlingen y la deserción y cambio de religión de la reina Cristina.

Hace no mucho tiempo la reina Cristina tuvo otra reaparición, fue en el Museo del Prado. Su retrato ecuestre, que en tiempos pasados gozó de una sala propia, la Sala de Cristina de Suecia, abandonó el almacén donde llevaba recluido desde la nefasta ampliación del Museo del Prado. Fue colgado en otra víctima de esa reforma, el amplio vestíbulo que ha quedado sin función por el cierre al público de la antigua entrada principal, la puerta de Velázquez que da al Paseo del Prado.
Actualmente ese espacio se llama Sala de las Musas, porque la dirección tuvo la buena idea de exponer allí una colección de grandes estatuas romanas de las nueve Musas, adquiridas por Felipe V para los jardines de la Granja de San Ildefonso. ¿Y saben quien había sido la propietaria de esas esculturas? Cristina de Suecia, que incluso le puso a una que estaba descabezada su propia cabeza esculpida.
Era pues coherente colocar junto a las Musas el retrato ecuestre de Cristina. Pero es que ahora, Miguel Falomir, director del Prado, ha tenido la ocurrencia de exponer frente a Cristina al Cardenal-infante en Nördlingen, como hizo Felipe IV en su comedor privado.
El que escribe estas líneas tiene la sensación de que van encajando las piezas de un rompecabezas ad maiorem gloriam de la Historia de España. Ya sólo falta traer a este espacio los dos soberbios Dureros, Adán y Eva, que son lo mejor de la escasa obra de este pintor que tiene el Prado. Los suecos los saquearon en Alemania durante la Guerra de los Treinta Años, pero Cristina se los trajo a Felipe IV como el regalo que trae un invitado. Entonces estaría recreada una nueva Sala de Cristina de Suecia, y podríamos celebrarlo con un smorgasbord.
Don Fernando de Austria, llamado el Cardenal-infante por su doble condición de hijo del rey de España y príncipe de la Iglesia, fue enviado en 1634
Don Fernando de Austria, llamado el Cardenal-infante por su doble condición de hijo del rey de España y príncipe de la Iglesia, fue enviado en 1634 por su hermano mayor Felipe IV como gobernador a Flandes.
Tenía que viajar hasta Bruselas desde Italia, donde había ejercido de gobernador de Milán, y hacerlo al frente de un escogido ejército, porque la parte protestante de los Países Bajos estaba en rebeldía desde tiempos de su abuelo, Felipe II.
Otra razón hacia necesario aquel séquito de 9.000 infantes y 3.000 caballos que acompañaba al Cardenal-infante, es que le protegiesen durante el azaroso viaje, porque el único camino posible, tras pasar los Alpes, era a través de Alemania, y Alemania estaba en guerra.
Los historiadores la han llamado Guerra de los Treinta Años, porque duró desde 1618 hasta 1648. Fue la última de las grandes guerras de religión entre católicos y protestantes, y enfrentó al emperador Fernando II de Habsburgo, primo de Felipe IV de España, contra una liga de estados protestantes del Imperio Germánico. Pero aquella querella interna, comenzada en Praga en 1618, se convertiría desde 1625 en un conflicto internacional, de hecho la primera guerra mundial, pues intervino toda Europa, desde Portugal a Rusia, e incluso Turquía.
Sucesivamente Dinamarca, Suecia y Francia serían los principales implicados del bando protestante, pese a que Francia era un país católico e incluso estaba gobernado por un cardenal, Richelieu, pero lo hizo por ir contra España, que fue la gran auxiliadora del bando católico. La devastación que provocó en Alemania un conflicto tan largo y con participantes tan poderosos se ha calculado que fue equivalente a un ataque con bombas atómicas.
En 1629 había empezado el llamado Periodo Sueco de la Guerra de los Treinta Años, caracterizado por el absoluto dominio del ejército sueco en la contienda. Suecia tenía todos los ases en su mano. Su rey, Gustavo II Adolfo, era un gran militar, su ejército era excelente, no estaba formado por mercenarios, sino por voluntarios movidos por su fe protestante, y la riqueza minera de Suecia había dado origen a una siderurgia que le permitía fabricar las mejores armas de Europa.
Esta supremacía de Suecia en la Guerra de los Treinta Años duraría hasta el 6 de septiembre de 1634, cuando se enfrentaron en Nördlingen con el Cardenal-infante. Durante largas horas los regimientos suecos, la flor y nata de la milicia europea, se estrellaron contra los tercios españoles del Cardenal-infante, sin lograr apoderarse de una «Montañuela» que era el punto clave de la batalla. Quince ataques lanzaron, y fueron inútiles. Al final el campo de Nördlingen era «una almadraba de atunes suecos», repleto de cuerpos bañados en sangre, según lo definió el autor de la novela picaresca La vida de Estebanillo González, que fue testigo de la batalla.
Nördlingen marcó el final del Periodo Sueco de la Guerra de los Treinta Años, y cuando el Cardenal-infante llegó a Flandes aureolado de ser el mejor capitán de Europa, Rubens reflejó su gloria en un impresionante retrato ecuestre, El Cardenal-infante en la batalla de Nördlingen. El cuadro fue comprado por su hermano Felipe IV, que lo tenía en su comedor privado del Alcázar Real, para recordar a don Fernando tras su muerte en campaña, en plena juventud. Esa pintura pasaría de la colección real al Museo del Prado en 1834, exactamente 200 años después de la famosa batalla.
El rey Gustavo II Adolfo solamente tuvo una hija, la princesa Cristina, pero decidió educarla como si fuese un hijo. No solamente le enseñó a cabalgar y a manejar las armas, como se esperaba de un rey guerrero como el de Suecia, sino que le dio la educación que en la época sólo recibían los príncipes varones, incluida la ciencia del gobierno de un reino.
Cristina se quedó huérfana a los seis años, pero el regente mantuvo el programa educativo diseñado por Gustavo II Adolfo. A los 16 años la princesa Cristina comenzó a asistir a los consejos de ministros, demostrando sus conocimientos de política y leyes, y a los 18 fue declarada mayor de edad y proclamada reina, asumiendo el poder con desparpajo. Su educación había forjado un carácter fuerte e independiente, y, en un mundo de hombres, decidió ser un hombre. Vestía ropa masculina, mostraba maneras viriles e incluso mantenía relaciones amorosas con alguna dama de la corte, sin que nadie se atreviese a frenarla, pese al puritanismo que dominaba a la sociedad sueca.
Además, la reina Cristina tenía una curiosidad intelectual insaciable. Hizo venir a Estocolmo al famoso filósofo francés Descartes para que le enseñase filosofía, y se rodeó de un parnaso cultural que hizo que fuese conocida como «la Minerva del Norte», en alusión a la diosa de la sabiduría.
En algún momento esa curiosidad, o su propia extravagancia, le hizo interesarse por el catolicismo, la religión de sus enemigos, los que habían matado a su padre. Ese hecho, tapado como toda su conducta escandalosa, fue conocido sin embargo por don Bernardino de Rebolledo, que bajo la tapadera de la embajada española en Dinamarca era el jefe del espionaje español en la Europa del Norte. Y don Bernardino trazó un plan.
En 1652, por primera vez en más de medio siglo, la corte de Estocolmo recibió a un embajador español, don Antonio Pimentel del Prado que, miren qué casualidad, era sobrino de don Bernardino Rebolledo. El flamante embajador estaba ya cerca de la cincuentena, pero era lo que se dice un hombre guapo, un ardiente español con toque siciliano (había nacido en Palermo) para quien fue fácil seducir a la reina Cristina. Ella era 22 años más joven que él, pero se enamoró apasionadamente del español, olvidándose de su lesbianismo.
Hubo un periodo de luna de miel no ya con don Antonio, sino con España, en el que la reina Cristina le envió a Felipe IV un retrato ecuestre suyo, inspirado en el de Carlos V en la batalla de Mühlberg, de Tiziano. Teniendo en cuenta que Mühlberg fue la gran victoria española sobre los protestantes, aquello era un mensaje en clave: «me quiero unir al bando católico».
La operación de seducción de la reina sueca por el embajador español tuvo un desenlace que fue el pasmo del mundo. En 1654 Cristina anunció que quería renunciar al trono y abdicó en un primo. Y a continuación desapareció. Toda Europa estaba atónita, ¿cómo podía desaparecer de pronto un monarca reinante? Pero aún fue más espectacular el desenlace, porque Cristina reapareció, vestida de hombre, en Flandes, en los dominios del rey de España, donde a continuación se bautizó en la fe católica.
Felipe IV había colocado el retrato de Cristina en la misma habitación donde tenía el de su hermano el Cardenal-infante. Cada noche el rey cenaba allí, y se complacía viendo aquellos dos retratos ecuestres de dos pintores que no se podían igualar, pues Rubens estaba muy por encima de Sébastien Bourdon que había pintado el de Cristina, pero que para Felipe IV representaban el alfa y el omega de su enfrentamiento con Suecia, las dos grandes victorias españolas, la batalla de Nördlingen y la deserción y cambio de religión de la reina Cristina.

Hace no mucho tiempo la reina Cristina tuvo otra reaparición, fue en el Museo del Prado. Su retrato ecuestre, que en tiempos pasados gozó de una sala propia, la Sala de Cristina de Suecia, abandonó el almacén donde llevaba recluido desde la nefasta ampliación del Museo del Prado. Fue colgado en otra víctima de esa reforma, el amplio vestíbulo que ha quedado sin función por el cierre al público de la antigua entrada principal, la puerta de Velázquez que da al Paseo del Prado.
Actualmente ese espacio se llama Sala de las Musas, porque la dirección tuvo la buena idea de exponer allí una colección de grandes estatuas romanas de las nueve Musas, adquiridas por Felipe V para los jardines de la Granja de San Ildefonso. ¿Y saben quien había sido la propietaria de esas esculturas? Cristina de Suecia, que incluso le puso a una que estaba descabezada su propia cabeza esculpida.
Era pues coherente colocar junto a las Musas el retrato ecuestre de Cristina. Pero es que ahora, Miguel Falomir, director del Prado, ha tenido la ocurrencia de exponer frente a Cristina al Cardenal-infante en Nördlingen, como hizo Felipe IV en su comedor privado.
El que escribe estas líneas tiene la sensación de que van encajando las piezas de un rompecabezas ad maiorem gloriam de la Historia de España. Ya sólo falta traer a este espacio los dos soberbios Dureros, Adán y Eva, que son lo mejor de la escasa obra de este pintor que tiene el Prado. Los suecos los saquearon en Alemania durante la Guerra de los Treinta Años, pero Cristina se los trajo a Felipe IV como el regalo que trae un invitado. Entonces estaría recreada una nueva Sala de Cristina de Suecia, y podríamos celebrarlo con un smorgasbord.
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