María Suárez, la esposa de Francisco Umbral, pasó su infancia y largas temporadas de la adolescencia en la hacienda más rica y pródiga de mi pueblo y el suyo: la casa Requejo, recientemente demolida tras décadas de abandono, y que se hallaba en la dehesa del mismo nombre, ubicada en uno de los valles del Esla. Los habitantes de la casa tenían fama de generosos y hospitalarios. Se contaba que en aquella casa, rodeada de bosques frondosos, siempre había comida para todos, y que si de pronto faltaba la carne bastaba con que dos criados salieran al robledal con escopetas y regresasen más pronto que tarde con un conejo o dos o tres.
Junto a María, también pasó largas temporadas en la hacienda Requejo su prima Josefina, que sería más tarde la esposa del filósofo Agustín García Calvo, del que fui discípulo en París. Hacia los sesenta años, Josefina, que vivía en Suiza, regresó a Zamora para morir, pues tenía un cáncer incurable. Por esa época me hallaba casualmente en la ciudad y la fui a ver. Me recibió en medio del salón, sentada regiamente en una silla como doña Urraca en su trono. Se acordaba de mí, de mis padres. Hablaba con gran elegancia y bellos ademanes, y me dejó hondamente impresionado la dignidad que mostraba ante la muerte.
María y Josefina eran las dos rubias, además de las más bellas de la región, según decía todo el mundo sin excepción. Parecían alemanas, o mejor: eran mujeres de herencia goda, bastante frecuente en la zona. En su mocedad, María seguía pasando temporadas en la hacienda Requejo, y Umbral iba a visitarla, haciendo gala de sacrificio, pues no era fácil llegar a aquella apartada y feliz comarca, llena de encinas y nogales como la Arcadia. Y en esa Arcadia, María y Francisco vivieron momentos de recogimiento, extrañamiento y dedicación. El flechazo venía de lejos y había acontecido una tarde de escolares agitados y cabellos al viento en la Acera de Recoletos de Valladolid, cuando María tenía 14 años.
Mis padres se acordaban de la boda de María y Francisco, y de la de Josefina y Agustín. No quiero decir que asistieran, quiero decir que tuvieron noticia de los dos eventos porque los cuatro formaban parte de la mitología del lugar y se hablaba de ellos con naturalidad y respeto, y a la vez como si fuesen gente de la familia, próxima y leal.
A principios de este siglo, estuve dos veces en la casa Requejo. La primera vez fue una tarde de un azul muy intenso; el arroyo que desembocaba en el Esla parecía una senda de plata muy refulgente, entre el verde oscuro de las encinas. Conseguí entrar en la casa por una ventana rota y caminé por sus ruinosas estancias y su escalera de madera, junto a la que solía dormir un tío mío que murió a los 103 años, y que de joven fue criado en la casa Requejo. La habitación de las primas estaba sin techo, o tenía por techo el azul sulfúrico del cielo. Quise llevarme la llave de la puerta principal para regalársela a María, pero era imposible despegarla de la cerradura. Me pareció cosa de magia y desistí de mi empeño. La segunda vez que la visité, tres años después, parecía aún más ruinosa y tenía okupas, que colgaban sus calcetines y sus calzoncillos en una cuerda tendida en el patio. Me dijeron que eran esquiladores rumanos y que ya sólo quedaban esquiladores en los países del Este. Los anteriores habían sido polacos, y también se habían albergado en la casa Requejo.
«Bastaba con concentrarse en esa casa, únicamente en ella, para ver las vicisitudes de los últimos tiempos»
Bastaba con concentrarse en esa casa, únicamente en ella, para ver las vicisitudes de los últimos tiempos. Primero veías los años cuarenta y cincuenta, de posguerra silenciosa y amores furtivos, cuando la casa parecía nueva y sólida. Luego los años de despoblación y emigración, cuando la casa se quedó vacía, y más tarde la globalización y la ocupación. Resultaba asombroso que sus últimos moradores viniesen de los países del Este.
La última vez que estuve en el lugar, la casa había desaparecido y se palpaba su ausencia en medio del encinar. Era como si hubiesen borrado un capítulo esencial de la historia de la dehesa y experimenté una brusca sensación de vacío.
Tuve varios sueños relacionados con el suceso. En el primero de ellos veía la casa Requejo desde una colina, y sus luces me comunicaban sensación de paz y seguridad. En el siguiente sueño me hallaba en la misma colina pero no veía la casa y pensaba que me había equivocado de lugar y de colina. Tenía ya preparado el equipaje para volver a Madrid cuando me acerqué de nuevo a la dehesa de la ausencia e imaginé la casa en su momento de máximo esplendor, cuando sus luces brillaban entre los árboles, y había caza para todos, y Francisco visitaba a María. En la dimensión espectral del deseo, la casa Requejo seguía en pie, dominando el encinar, exactamente igual que cuando fue el escenario del amor más verdadero de Umbral.
María Suárez, la esposa de Francisco Umbral, pasó su infancia y largas temporadas de la adolescencia en la hacienda más rica y pródiga de mi pueblo
María Suárez, la esposa de Francisco Umbral, pasó su infancia y largas temporadas de la adolescencia en la hacienda más rica y pródiga de mi pueblo y el suyo: la casa Requejo, recientemente demolida tras décadas de abandono, y que se hallaba en la dehesa del mismo nombre, ubicada en uno de los valles del Esla. Los habitantes de la casa tenían fama de generosos y hospitalarios. Se contaba que en aquella casa, rodeada de bosques frondosos, siempre había comida para todos, y que si de pronto faltaba la carne bastaba con que dos criados salieran al robledal con escopetas y regresasen más pronto que tarde con un conejo o dos o tres.
Junto a María, también pasó largas temporadas en la hacienda Requejo su prima Josefina, que sería más tarde la esposa del filósofo Agustín García Calvo, del que fui discípulo en París. Hacia los sesenta años, Josefina, que vivía en Suiza, regresó a Zamora para morir, pues tenía un cáncer incurable. Por esa época me hallaba casualmente en la ciudad y la fui a ver. Me recibió en medio del salón, sentada regiamente en una silla como doña Urraca en su trono. Se acordaba de mí, de mis padres. Hablaba con gran elegancia y bellos ademanes, y me dejó hondamente impresionado la dignidad que mostraba ante la muerte.
María y Josefina eran las dos rubias, además de las más bellas de la región, según decía todo el mundo sin excepción. Parecían alemanas, o mejor: eran mujeres de herencia goda, bastante frecuente en la zona. En su mocedad, María seguía pasando temporadas en la hacienda Requejo, y Umbral iba a visitarla, haciendo gala de sacrificio, pues no era fácil llegar a aquella apartada y feliz comarca, llena de encinas y nogales como la Arcadia. Y en esa Arcadia, María y Francisco vivieron momentos de recogimiento, extrañamiento y dedicación. El flechazo venía de lejos y había acontecido una tarde de escolares agitados y cabellos al viento en la Acera de Recoletos de Valladolid, cuando María tenía 14 años.
Mis padres se acordaban de la boda de María y Francisco, y de la de Josefina y Agustín. No quiero decir que asistieran, quiero decir que tuvieron noticia de los dos eventos porque los cuatro formaban parte de la mitología del lugar y se hablaba de ellos con naturalidad y respeto, y a la vez como si fuesen gente de la familia, próxima y leal.
A principios de este siglo, estuve dos veces en la casa Requejo. La primera vez fue una tarde de un azul muy intenso; el arroyo que desembocaba en el Esla parecía una senda de plata muy refulgente, entre el verde oscuro de las encinas. Conseguí entrar en la casa por una ventana rota y caminé por sus ruinosas estancias y su escalera de madera, junto a la que solía dormir un tío mío que murió a los 103 años, y que de joven fue criado en la casa Requejo. La habitación de las primas estaba sin techo, o tenía por techo el azul sulfúrico del cielo. Quise llevarme la llave de la puerta principal para regalársela a María, pero era imposible despegarla de la cerradura. Me pareció cosa de magia y desistí de mi empeño. La segunda vez que la visité, tres años después, parecía aún más ruinosa y tenía okupas, que colgaban sus calcetines y sus calzoncillos en una cuerda tendida en el patio. Me dijeron que eran esquiladores rumanos y que ya sólo quedaban esquiladores en los países del Este. Los anteriores habían sido polacos, y también se habían albergado en la casa Requejo.
«Bastaba con concentrarse en esa casa, únicamente en ella, para ver las vicisitudes de los últimos tiempos»
Bastaba con concentrarse en esa casa, únicamente en ella, para ver las vicisitudes de los últimos tiempos. Primero veías los años cuarenta y cincuenta, de posguerra silenciosa y amores furtivos, cuando la casa parecía nueva y sólida. Luego los años de despoblación y emigración, cuando la casa se quedó vacía, y más tarde la globalización y la ocupación. Resultaba asombroso que sus últimos moradores viniesen de los países del Este.
La última vez que estuve en el lugar, la casa había desaparecido y se palpaba su ausencia en medio del encinar. Era como si hubiesen borrado un capítulo esencial de la historia de la dehesa y experimenté una brusca sensación de vacío.
Tuve varios sueños relacionados con el suceso. En el primero de ellos veía la casa Requejo desde una colina, y sus luces me comunicaban sensación de paz y seguridad. En el siguiente sueño me hallaba en la misma colina pero no veía la casa y pensaba que me había equivocado de lugar y de colina. Tenía ya preparado el equipaje para volver a Madrid cuando me acerqué de nuevo a la dehesa de la ausencia e imaginé la casa en su momento de máximo esplendor, cuando sus luces brillaban entre los árboles, y había caza para todos, y Francisco visitaba a María. En la dimensión espectral del deseo, la casa Requejo seguía en pie, dominando el encinar, exactamente igual que cuando fue el escenario del amor más verdadero de Umbral.
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