‘Twin Peaks’: resiste y vencerás

La verdad sea dicha: David Lynch (1946-2025) es un director de nicho. Entiéndase como tal un creador alejado de esa cultura superficial tan en boga gracias a plataformas como Netflix o HBO donde la narrativa deja paso al copiar y pegar. Bajo esta premisa, al espectador hay que atiborrarlo en lugar de nutrirlo. En ese matiz reside la diferencia entre el entretenimiento y la estimulación. 

De entre todas las obras de Lynch, y hay varias épicas (Carretera perdida, El Hombre Elefante, Mulholland Drive), quizás la más imperfecta sea también la mejor. Al igual que otra serie gloriosa (Deadwood), Twin Peaks se despliega al descompás. Las dos primeras temporadas, compuestas por 30 capítulos, se emiten entre 1990 y 1992, pero la tercera y última (18 entregas) se estrena en 2017. Además de desvelar la implacable aspereza con que el tiempo trata a los humanos, ese lapso de 25 años permite observar la evolución de un cineasta que pasa de orquestar una trama atropellada y repleta de lagunas a plasmar un rocoso ejercicio de suspense, surrealismo y humor sin grietas ni fisuras. 

Cuando uno se enfrenta a la ultrarresistencia de una serie de 48 capítulos condensados en tres fases es habitual encariñarse con algunos de los personajes. Lynch es un buen retratista (también cámara en mano, merece la pena echarle un vistazo a Nudes, su libro fotográfico) y lo demuestra desde la base del personaje principal (el agente especial del FBI Dale Cooper) hasta la periferia de decenas de secundarios. El magnate tramposete Benjamin Horne, el flemático agente Hawk, la dulce y peleona Lucy Moran o la industriosa Nadine Hurley construyen un Monte Rushmore en la memoria del espectador. 

Sobre todo en su versión más juvenil, a David Lynch y al coguionista Mark Frost se les achacarán algunas incoherencias, pero nunca jamás la falta de imaginación. Partiendo del asesinato de Laura Palmer, atribuible a cualquiera de los malhechores que pululan por el planeta Tierra, la historia se adentra en el farragoso terreno de lo sobrenatural, aunque el tándem pulirá poco a poco la estructura que finalmente descuella como un iceberg en la tercera temporada. En esencia, y sin fastidiar a quien quiera ver la serie, Twin Peaks describe dos universos paralelos: en uno, los polis beben café americano y comen donuts; los chavales se enamoran y traicionan; y a ambos lados de la frontera con Canadá trapichean los peores elementos de la sociedad. En el otro borbotea la Logia Negra –lo más oscuro del alma– y aletea la Logia Blanca –representante espiritual de la bondad–. De los eléctricos y humeantes cruces entre la vida real y la Logia Negra surge el mejor minutaje de Lynch como director, cargado de viscosidad, penumbra, vileza y, pese a todo, esperanza. 

Es inevitable trazar un paralelismo dentro del desdoblamiento. Quien accede a la Logia Negra a través del vórtice formado en la espesura de un bosque norteamericano corre el riesgo de regresar al plano cotidiano transformado en un ser maligno, tal y como ocurre cuando un hombre toca poder. El gallardo candidato ocupa de repente un asiento, y luego otro, y con cada cambio de asiento crece su influencia hasta alcanzar la corona absoluta, un adjetivo que sirve de raíz a un sistema de gobierno (absolutismo). Igual que ocurre en Twin Peaks, quien cae en la trampa ya no es fiel a sí mismo, o a los restos de bondad que algún día albergó; ese ser recauchutado sólo entiende y ama las tinieblas. Los demás (los otros) dejan de percibirse como personas para identificarse con obstáculos. Y un obstáculo se aparta o se destruye. 

Sólo David Cronenberg y Lars Von Trier esculpen algo parecido a la talla en madera, sesos y éter que Lynch presentó en sociedad durante 54 años de carrera. Y ninguna obra expresa como Twin Peaks las debilidades y fortalezas de este último. La serie evoluciona como evolucionaría una existencia tocada por la ausencia del infortunio: pasa de la inconsistencia adolescente a la sabiduría del crepúsculo y lo hace, en este caso, sin alejarse ni un milímetro de la vis experimental que fue marca de la casa. Si siente que la noche se le alarga entre las chapuzas y amalgamas del streaming, he aquí una prueba de resistencia con final feliz.

 La verdad sea dicha: David Lynch (1946-2025) es un director de nicho. Entiéndase como tal un creador alejado de esa cultura superficial tan en boga gracias  

La verdad sea dicha: David Lynch (1946-2025) es un director de nicho. Entiéndase como tal un creador alejado de esa cultura superficial tan en boga gracias a plataformas como Netflix o HBO donde la narrativa deja paso al copiar y pegar. Bajo esta premisa, al espectador hay que atiborrarlo en lugar de nutrirlo. En ese matiz reside la diferencia entre el entretenimiento y la estimulación. 

De entre todas las obras de Lynch, y hay varias épicas (Carretera perdida, El Hombre Elefante, Mulholland Drive), quizás la más imperfecta sea también la mejor. Al igual que otra serie gloriosa (Deadwood), Twin Peaks se despliega al descompás. Las dos primeras temporadas, compuestas por 30 capítulos, se emiten entre 1990 y 1992, pero la tercera y última (18 entregas) se estrena en 2017. Además de desvelar la implacable aspereza con que el tiempo trata a los humanos, ese lapso de 25 años permite observar la evolución de un cineasta que pasa de orquestar una trama atropellada y repleta de lagunas a plasmar un rocoso ejercicio de suspense, surrealismo y humor sin grietas ni fisuras. 

Cuando uno se enfrenta a la ultrarresistencia de una serie de 48 capítulos condensados en tres fases es habitual encariñarse con algunos de los personajes. Lynch es un buen retratista (también cámara en mano, merece la pena echarle un vistazo a Nudes, su libro fotográfico) y lo demuestra desde la base del personaje principal (el agente especial del FBI Dale Cooper) hasta la periferia de decenas de secundarios. El magnate tramposete Benjamin Horne, el flemático agente Hawk, la dulce y peleona Lucy Moran o la industriosa Nadine Hurley construyen un Monte Rushmore en la memoria del espectador. 

Sobre todo en su versión más juvenil, a David Lynch y al coguionista Mark Frost se les achacarán algunas incoherencias, pero nunca jamás la falta de imaginación. Partiendo del asesinato de Laura Palmer, atribuible a cualquiera de los malhechores que pululan por el planeta Tierra, la historia se adentra en el farragoso terreno de lo sobrenatural, aunque el tándem pulirá poco a poco la estructura que finalmente descuella como un iceberg en la tercera temporada. En esencia, y sin fastidiar a quien quiera ver la serie, Twin Peaks describe dos universos paralelos: en uno, los polis beben café americano y comen donuts; los chavales se enamoran y traicionan; y a ambos lados de la frontera con Canadá trapichean los peores elementos de la sociedad. En el otro borbotea la Logia Negra –lo más oscuro del alma– y aletea la Logia Blanca –representante espiritual de la bondad–. De los eléctricos y humeantes cruces entre la vida real y la Logia Negra surge el mejor minutaje de Lynch como director, cargado de viscosidad, penumbra, vileza y, pese a todo, esperanza. 

Es inevitable trazar un paralelismo dentro del desdoblamiento. Quien accede a la Logia Negra a través del vórtice formado en la espesura de un bosque norteamericano corre el riesgo de regresar al plano cotidiano transformado en un ser maligno, tal y como ocurre cuando un hombre toca poder. El gallardo candidato ocupa de repente un asiento, y luego otro, y con cada cambio de asiento crece su influencia hasta alcanzar la corona absoluta, un adjetivo que sirve de raíz a un sistema de gobierno (absolutismo). Igual que ocurre en Twin Peaks, quien cae en la trampa ya no es fiel a sí mismo, o a los restos de bondad que algún día albergó; ese ser recauchutado sólo entiende y ama las tinieblas. Los demás (los otros) dejan de percibirse como personas para identificarse con obstáculos. Y un obstáculo se aparta o se destruye. 

Sólo David Cronenberg y Lars Von Trier esculpen algo parecido a la talla en madera, sesos y éter que Lynch presentó en sociedad durante 54 años de carrera. Y ninguna obra expresa como Twin Peaks las debilidades y fortalezas de este último. La serie evoluciona como evolucionaría una existencia tocada por la ausencia del infortunio: pasa de la inconsistencia adolescente a la sabiduría del crepúsculo y lo hace, en este caso, sin alejarse ni un milímetro de la vis experimental que fue marca de la casa. Si siente que la noche se le alarga entre las chapuzas y amalgamas del streaming, he aquí una prueba de resistencia con final feliz.

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