‘True crimes’ de risa: al filo de la realidad, hasta la cocina del humor

Que uno puede tomarse en serio hasta los detalles más insignificantes, lo comprobamos cada día en el supermercado. Marujos e infantas revisando el aguacate como si fuese la fruta prohibida o zutanos que al pescadero no le piden el pescado limpio, sino hecho sashimi. Y lo mismo a la inversa. Hay quien hace de la gravedad una canción de los Parchís. Véase el humor de médicos en los hospitales, capaz de ser tan negro como para exigir cursos de nihilismo avanzado. A tenor de esto, va de cajón la pluralidad de opciones que nos brinda la realidad para hacer de lo macabro un entretenimiento y de lo simple un poema épico. Pero hay un punto, entre lo tibio y lo morboso, que puede recalar en ambas orillas. Y ese vaso comunicante es: el humor.

El género del true crime, convertido en la sustitución doméstica de los parques temáticos, las salas del terror o cualquier expresión de tensión vivida desde una zona de confort, ha ido experimentando una subida ininterrumpida. Por lo general, el formato serie en plataforma ha sido el medio escogido para estirar, como un intestino, las explicaciones de los morbosos pormenores de estas dementes atrocidades, que vienen a resolver la pulsión sanguinaria de los «hombres unidimensionales», como diría Marcuse, del mundo de hoy.

Desde los super específicos y documentales: Los hijos de Sam: Un descenso a los infiernos (Netflix), los de casos nacionales, como Los juicios de Gabriel Fernández (Netflix), Lo que la verdad esconde: El caso Asunta (Prime Video) o El caso Sancho (HBO Max), hasta la actual sensación de Netflix: Monstruos: La historia de Lyle y Erik Menendez (Netflix), que precede a otra versión ficcionada de la historia de Jeffrey Dahmer -no se puede volver a ver al actor Evan Peters igual-. Todo un formato con el que hacer salivar a las masas hambrientas de malos malísimos de la vida real, ahora que la lija de la corrección va puliendo nuestra cotidianidad.

Risas ante la adversidad

Pero no todo el true crime tiene por qué caer en la casquería narrativa. Hay miradas hitchcockianas capaces de desplazarse algunos pasos lejos de las uñas mordidas, los padrastros mutilados y la angustia palpitando en el pecho. Para comenzar, veamos un par de producciones que han empleado, desde la ficción, el formato del true crime para edificar la forma de contar la historia, sin naufragar en un melodrama plastiquero a través de la ironía y la risa nerviosa.

Citando una muy reciente, tenemos la singular Bodkin (Netflix). Ambientada en un pintoresco pueblo irlandés, la trama sigue a tres podcasters -esto ya tiende a la parodia- que investigan la misteriosa desaparición de tres personas. Un elenco dinámico con Will Forte, Siobhán Cullen y Robyn Cara, hace de esta ficción un ejemplo de cómo meter géneros distintos, incluso antagónicos, en una coctelera y sacar un mejunje de lo más potable. Lo cual no resta la aparición de piscolabis inesperados bastante mal-rolleros, lo que mantiene este true crime ficticio en un limbo entre el humor y la tirantez del género original.

Imagen promocional de la serie Bodin. | Netflix

Por otro lado, tenemos la ya algo apolillada (más de un lustro es una Edad en la era de la inmediatez) American Vandal (Netflix). En 2017, esta serie llamó la atención por su gamberra propuesta de llevar al formato true crime documental una ficción sobre un manojo de penes grafiteados en varios coches de un instituto yanqui. Parodiando el escabroso auge del género -confirmado en estos años-, la serie sigue a Peter Maldonado (Tyler Alvarez) y Sam Ecklund (Griffin Gluck), los lozanos conductores del morning show del instituto Hanover. Ambos pájaros deciden convertirse en unos Sherlock de los pasillos hormonados para desentrañar el caso de su compañero Dylan Maxwell (Jimmy Tatro), al que han expulsado por haber, supuestamente, realizado las veintisiete pintadas fálicas. Casi una exposición de Arco.

He aquí el punto de partida que nos interesa. El que verdaderamente se hace cargo de la babeada internacional por conocer hasta las flatulencias descargadas por los asesinos en los instantes previos a la salvajada, y la hace reversible, pasando del espanto a la comedia. Un poco como el final de Los productores, pero premeditado desde el principio. Vamos, que si Mel Brooks fuera más joven (aunque a sus 98 años seguir respirando ya es estar en forma), se ponía a ello.

Ponce y ‘Medina: el estafador de famosos’

Pero todo este recorrido nos lleva al sumun del frote entre géneros. Al verdadero true crime de comedia. Una chapita que pueden colgar orgullosos Jorge Ponce y Javier Valera, creadores de Medina: el estafador de famosos (Amazon Prime), que resulta igual de antagónica y peligrosa. ¿Cómo hacer que, desde la realidad material, desde el testimonio efectivo sobre actos ilegales, se pueda poner en marcha un true crime destinado al humor? El chascarrillo, salvo contadas excepciones, no suele ser plato de buen gusto en velatorios de personas desmembradas, ni en oficinas policiales, o periodísticas, destinadas a la investigación de los hechos. En estas que Ponce y Valera, cuando pensaron en Antonio Medina, debieron de sentir las bombillas sobre sus cabezas cortocircuitar hasta la explosión. Pero, ¿quién es el tal Antonio Medina? Todo nace de una simple anécdota.

La historia da yuyu. Para no dormir, que diría Chicho Ibáñez Obrador. Un día, andando Ponce por la calle, el tal Medina se le acercó y le dijo: «¿Te acuerdas de mí? Soy Antonio Medina, trabajaba de cámara en El Terrat». Entonces Ponce hizo lo que todos. Dar largas, confundiendo realidad y ficción, hasta culminar con la asertividad del recuerdo recién desbloqueado. Entonces fue cuando Ponce, temerario zagal, le preguntó: «¿y tú cómo estás?». La respuesta, para mear y no echar gota, fue un relato en el que Antonio Medina le narró cómo su hija había quedado paralítica tras ser agredida por unos neonazis, quienes la vieron caminando de la mano con su novia. Finalmente, un Jorge Ponce compungido y agobiado por humana empatía ante la terrible historia, no tuvo más remedio que rendirse a ayudar a Medina económicamente, cuando este le vino con la cantinela de la precariedad ligada al infortunio familiar. Una vez los bolsillos ligeramente más pesados, el tal Antonio Medina se fue. ¿Nunca más se supo de él? Para nada. El mismo modus operandi sirvió para sablear a Buenafuente, Berto, Ernesto Sevilla o Carlos Areces. En otras versiones, Medina contaba que la niña sufría de una enfermedad rara y costosa de tratar.

Lo pasmoso del asunto es que, por un lado, sí, efectivamente, es una estafa. Es decir, hay un delito. Por otro, se trata de una marrullería contra famosos, hecha además con la oscura gracia de parir un relato sórdido en el que caen como moscas las fachas públicas patrias. Vamos, que nadie va a llorar que a un famoso de la tele le soplen 20 euros, por muy chabacana y borde que resulte la forma de lograrlo. Y aquí es donde entra el ingenio de sus creadores, pues sin parecer que la historia pueda dar para mucho -metacomedia hay a porrillo-, se alarga durante cinco capítulos con payasadas, rencillas internas y un constante buffet de ironía respecto a los clichés de la crónica negra como las simulaciones, las investigaciones circulares y los intentos delirantes, claramente infructuosos, de lograr respuestas. 

En resumen, Medina: el estafador de famosos ha logrado lo que parecía imposible. Un verdadero true crime que abreve más en los lagos del humor que en los pantanos de la tragedia. Y, por si fuera poco, lo consigue de una forma tan inteligente, que me impide dar excesivos detalles pues, aunque no lo parezca, hay giros en la trama lo suficientemente importantes como para hacer del destripe una faena. Sea como fuere, esto demuestra que desde la ficción, e incluso desde la realidad tangible, el drama puede digerirse con ese «buen humor» del que hablaban los griegos, donde todas las «bilis» (negra: tristeza, roja: cólera, amarilla: amarga, transparente: pasividad) se equilibran, dejándonos un buen sabor de boca. Que, visto lo visto a nuestro alrededor, buena falta nos hace…

 Que uno puede tomarse en serio hasta los detalles más insignificantes, lo comprobamos cada día en el supermercado. Marujos e infantas revisando el aguacate como si  

Que uno puede tomarse en serio hasta los detalles más insignificantes, lo comprobamos cada día en el supermercado. Marujos e infantas revisando el aguacate como si fuese la fruta prohibida o zutanos que al pescadero no le piden el pescado limpio, sino hecho sashimi. Y lo mismo a la inversa. Hay quien hace de la gravedad una canción de los Parchís. Véase el humor de médicos en los hospitales, capaz de ser tan negro como para exigir cursos de nihilismo avanzado. A tenor de esto, va de cajón la pluralidad de opciones que nos brinda la realidad para hacer de lo macabro un entretenimiento y de lo simple un poema épico. Pero hay un punto, entre lo tibio y lo morboso, que puede recalar en ambas orillas. Y ese vaso comunicante es: el humor.

El género del true crime, convertido en la sustitución doméstica de los parques temáticos, las salas del terror o cualquier expresión de tensión vivida desde una zona de confort, ha ido experimentando una subida ininterrumpida. Por lo general, el formato serie en plataforma ha sido el medio escogido para estirar, como un intestino, las explicaciones de los morbosos pormenores de estas dementes atrocidades, que vienen a resolver la pulsión sanguinaria de los «hombres unidimensionales», como diría Marcuse, del mundo de hoy.

Desde los super específicos y documentales: Los hijos de Sam: Un descenso a los infiernos (Netflix), los de casos nacionales, como Los juicios de Gabriel Fernández (Netflix), Lo que la verdad esconde: El caso Asunta (Prime Video) o El caso Sancho (HBO Max), hasta la actual sensación de Netflix: Monstruos: La historia de Lyle y Erik Menendez (Netflix), que precede a otra versión ficcionada de la historia de Jeffrey Dahmer -no se puede volver a ver al actor Evan Peters igual-. Todo un formato con el que hacer salivar a las masas hambrientas de malos malísimos de la vida real, ahora que la lija de la corrección va puliendo nuestra cotidianidad.

Pero no todo el true crime tiene por qué caer en la casquería narrativa. Hay miradas hitchcockianas capaces de desplazarse algunos pasos lejos de las uñas mordidas, los padrastros mutilados y la angustia palpitando en el pecho. Para comenzar, veamos un par de producciones que han empleado, desde la ficción, el formato del true crime para edificar la forma de contar la historia, sin naufragar en un melodrama plastiquero a través de la ironía y la risa nerviosa.

Citando una muy reciente, tenemos la singular Bodkin (Netflix). Ambientada en un pintoresco pueblo irlandés, la trama sigue a tres podcasters -esto ya tiende a la parodia- que investigan la misteriosa desaparición de tres personas. Un elenco dinámico con Will Forte, Siobhán Cullen y Robyn Cara, hace de esta ficción un ejemplo de cómo meter géneros distintos, incluso antagónicos, en una coctelera y sacar un mejunje de lo más potable. Lo cual no resta la aparición de piscolabis inesperados bastante mal-rolleros, lo que mantiene este true crime ficticio en un limbo entre el humor y la tirantez del género original.

Imagen promocional de la serie Bodin. | Netflix

Por otro lado, tenemos la ya algo apolillada (más de un lustro es una Edad en la era de la inmediatez) American Vandal (Netflix). En 2017, esta serie llamó la atención por su gamberra propuesta de llevar al formato true crime documental una ficción sobre un manojo de penes grafiteados en varios coches de un instituto yanqui. Parodiando el escabroso auge del género -confirmado en estos años-, la serie sigue a Peter Maldonado (Tyler Alvarez) y Sam Ecklund (Griffin Gluck), los lozanos conductores del morning show del instituto Hanover. Ambos pájaros deciden convertirse en unos Sherlock de los pasillos hormonados para desentrañar el caso de su compañero Dylan Maxwell (Jimmy Tatro), al que han expulsado por haber, supuestamente, realizado las veintisiete pintadas fálicas. Casi una exposición de Arco.

He aquí el punto de partida que nos interesa. El que verdaderamente se hace cargo de la babeada internacional por conocer hasta las flatulencias descargadas por los asesinos en los instantes previos a la salvajada, y la hace reversible, pasando del espanto a la comedia. Un poco como el final de Los productores, pero premeditado desde el principio. Vamos, que si Mel Brooks fuera más joven (aunque a sus 98 años seguir respirando ya es estar en forma), se ponía a ello.

Pero todo este recorrido nos lleva al sumun del frote entre géneros. Al verdadero true crime de comedia. Una chapita que pueden colgar orgullosos Jorge Ponce y Javier Valera, creadores de Medina: el estafador de famosos (Amazon Prime), que resulta igual de antagónica y peligrosa. ¿Cómo hacer que, desde la realidad material, desde el testimonio efectivo sobre actos ilegales, se pueda poner en marcha un true crime destinado al humor? El chascarrillo, salvo contadas excepciones, no suele ser plato de buen gusto en velatorios de personas desmembradas, ni en oficinas policiales, o periodísticas, destinadas a la investigación de los hechos. En estas que Ponce y Valera, cuando pensaron en Antonio Medina, debieron de sentir las bombillas sobre sus cabezas cortocircuitar hasta la explosión. Pero, ¿quién es el tal Antonio Medina? Todo nace de una simple anécdota.

La historia da yuyu. Para no dormir, que diría Chicho Ibáñez Obrador. Un día, andando Ponce por la calle, el tal Medina se le acercó y le dijo: «¿Te acuerdas de mí? Soy Antonio Medina, trabajaba de cámara en El Terrat». Entonces Ponce hizo lo que todos. Dar largas, confundiendo realidad y ficción, hasta culminar con la asertividad del recuerdo recién desbloqueado. Entonces fue cuando Ponce, temerario zagal, le preguntó: «¿y tú cómo estás?». La respuesta, para mear y no echar gota, fue un relato en el que Antonio Medina le narró cómo su hija había quedado paralítica tras ser agredida por unos neonazis, quienes la vieron caminando de la mano con su novia. Finalmente, un Jorge Ponce compungido y agobiado por humana empatía ante la terrible historia, no tuvo más remedio que rendirse a ayudar a Medina económicamente, cuando este le vino con la cantinela de la precariedad ligada al infortunio familiar. Una vez los bolsillos ligeramente más pesados, el tal Antonio Medina se fue. ¿Nunca más se supo de él? Para nada. El mismo modus operandi sirvió para sablear a Buenafuente, Berto, Ernesto Sevilla o Carlos Areces. En otras versiones, Medina contaba que la niña sufría de una enfermedad rara y costosa de tratar.

Lo pasmoso del asunto es que, por un lado, sí, efectivamente, es una estafa. Es decir, hay un delito. Por otro, se trata de una marrullería contra famosos, hecha además con la oscura gracia de parir un relato sórdido en el que caen como moscas las fachas públicas patrias. Vamos, que nadie va a llorar que a un famoso de la tele le soplen 20 euros, por muy chabacana y borde que resulte la forma de lograrlo. Y aquí es donde entra el ingenio de sus creadores, pues sin parecer que la historia pueda dar para mucho -metacomedia hay a porrillo-, se alarga durante cinco capítulos con payasadas, rencillas internas y un constante buffet de ironía respecto a los clichés de la crónica negra como las simulaciones, las investigaciones circulares y los intentos delirantes, claramente infructuosos, de lograr respuestas. 

En resumen, Medina: el estafador de famosos ha logrado lo que parecía imposible. Un verdadero true crime que abreve más en los lagos del humor que en los pantanos de la tragedia. Y, por si fuera poco, lo consigue de una forma tan inteligente, que me impide dar excesivos detalles pues, aunque no lo parezca, hay giros en la trama lo suficientemente importantes como para hacer del destripe una faena. Sea como fuere, esto demuestra que desde la ficción, e incluso desde la realidad tangible, el drama puede digerirse con ese «buen humor» del que hablaban los griegos, donde todas las «bilis» (negra: tristeza, roja: cólera, amarilla: amarga, transparente: pasividad) se equilibran, dejándonos un buen sabor de boca. Que, visto lo visto a nuestro alrededor, buena falta nos hace…

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