‘The New Yorker’: las memorias de una leyenda

Con una tirada inicial de 15.000 ejemplares, la revista The New Yorker salió a la calle el 21 de febrero de 1925. Fundada por Harold W. Ross, que por aquel entonces contaba con 32 años, y sostenida económicamente gracias al apoyo de Raoul Fleischmann y varios socios más, se proponía «aportar conocimiento sin pedantería» e irónicamente el claim interno con el que se trabajaba en la redacción en aquel primer momento era el de «la revista para gente que no sabe leer». Así, y aunque ahora nos parezca paradójico, The New Yorker comenzó con muy mal pie: se buscaba el chiste frívolo, pueblerino, una ligereza casi inculta, «y una urbanidad intramuros demasiado autoconsciente», cuenta el escritor y dibujante James Thurber.

Con ello, la revista que acabaría siendo, con el paso de los años, símbolo del carácter neoyorquino y emblema de la ciudad, sin embargo, estuvo a punto de desaparecer en su primer año de vida. Los inversores habían decidido durante un almuerzo ejecutivo en Nueva York cargarse el proyecto, pero a la tarde, en la boda de Franklin Pierce Adams (un conocido columnista y humorista que trabajó para el Evening Mail y el Herald Tribune) y gracias a la esperanza del champán y los bailes (eran los felices años veinte), decidieron darle una segunda oportunidad. En ese momento, The New Yorker había pasado de tirar 15.000 ejemplares a imprimir 2.700 copias por semana; y amenazaba ruina.

Un pequeño e inexperto equipo, con Harold W. Ross a la cabeza, se afanaba en sacar aquello adelante. Su gran problema entonces eran los escritores: la mayoría estaban en Hollywood o en París, y los que pululaban por Nueva York no estaban dispuestos a aceptar las ínfimas tarifas del semanario. Además, los escritores que contribuían a la revista en aquella primera época lo hacían con ligereza, como si fuera una broma, pensaban que la revista no era más que un capricho pasajero de Fleischmann y el resto de inversores, por lo que casi contribuían más por bondad que por trabajo (en el resto de las revistas se pagaban en aquella época tarifas altísimas). Por poner un ejemplo: en el primer año de la revista, la célebre escritora Dorothy Parker solo aportó una pieza y dos poemas. Y algo parecido sucedió con el escritor Ring Lardner, cuyos relatos cortos de carácter social fueron celebrado por Hemingway o Virginia Woolf, quien solo envió una pieza a The New Yorker durante ese primer año de vida.

Todavía faltaba un tiempo para que la revista diera la gloria (y prestara su espacio) a escritores de la talla de J.D. Salinger, John Cheever o Truman Capote (irónicamente, en 1927, se publicó la única pieza con la que Hemingway contribuiría a la revista: una breve parodia de la autobiografía de Frank Harris; aunque claro, en ese momento Hemingway no era sino uno más de los escritores que pululaban por allí, el Nobel no se lo darían hasta 1954).

En esos primeros años, fue principalmente la sección The talk of the town, los perfiles de personajes neoyorquinos, los que contribuyeron a mantener el barco a flote e insuflaron el suficiente aire para que esa mezcla de literatura y periodismo por la que es hoy reconocida la revista se fuera afianzando.

Excéntrico y malhumorado

Harold W. Ross venía de haber sido editor de Stars and Stripes, una revista militar, en París, entre 1917 y 1919, aunque sus comienzos fueron como reportero en el Tribune de Salt Lake City con 14 años. De ahí paso al Appeal, de Marysville (California), al Union de Sacramento, el Star and Herald de Panamá, el Item de Nueva Orleans, el Journal de Atlanta y el Call de San Francisco. Vaya, que antes de los 25 años ya había escrito para siete periódicos.

Ross era un buen editor, pero no tenía el instinto ni la preparación de un hombre de negocios. Por eso necesitaba a alguien que pusiese un poco de orden, que supiera dónde y qué hacía la gente, y aquí es donde entra James Thurber y la idea del «Escritorio Central», autor de Mi vida con Ross, las memorias del fundador de The New Yorker y que tienen su origen en un encargo de Charles Morton, editor del Atlantic Monthly. Preguntada sobre el interés del libro para el público español, nos cuenta Ruby Fernández, responsable de comunicación de Libros Walden, que Ross «es un personaje realmente interesante: excéntrico, ingenuo, malhablado, malhumorado y mal lector, con apenas educación formal pero con un ojo para la edición que sigue siendo aplaudido décadas después». 

James Thurber entra en escena en febrero de 1927, que es cuando se incorpora a la revista; tenía 32 años. «Necesito un hombre que consiga que este lugar funcione como una empresa, que esté al tanto de las cosas, que descubra dónde está la gente», le pone como encargo Ross, convirtiéndole en el responsable de ese escritorio central que dominaba la redacción. Por el encargo le paga cien dólares por semana. Sin embargo, el deseo de Ross era más una alucinación que algo real, y pronto se vio con Thurber –y se vería mucho después con otros periodistas–, que ese ejecutivo ideal que controle todo y con el que soñaba Harold W. Ross no era más que una quimera; un imposible. Donde sí consiguió Ross ese nivel de precisión «que a veces bordeaba lo exagerado» fue en el departamento de verificación de la revista que era –y sigue siendo– legendario.

Ross era un editor visionario y pragmático, y no soñaba con conseguir poder o fortuna personal. Su sueño era la perfección. Se sentaba detrás de su escritorio revisando un manuscrito y ponía mala cara mientras lo leía, «como si éste fuera atacarle», nos confiesa Thurber. Así, esta misma determinación, esta obsesión por construir una publicación perfecta, le llevó a contratar y despedir a mucha gente (aunque Ross no tenía agallas de hacerlo personalmente y se lo encargaba a su secretaria; solo lo tuvo que hacer una vez: fue el caso del poeta y dramaturgo Scudder Middleton, que fue editor de la revista por un periodo breve en los años treinta). Thurber, no obstante, consiguió afianzar su espacio en la revista (aunque dejaría de ser ese ejecutivo quimérico para convertirse en dibujante y escritor) y no fue despedido, y por eso es un testigo de lujo del primer cuarto de siglo de vida de The New Yorker y es lo que nos cuenta en Mis años con Ross.

«Estoy casado con esta revista»

Vale la pena contar el momento que afianzó la amistad de Thurber con Ross porque nos da una imagen muy cabal del editor de la célebre revista. Sucede que ese verano en el que Thurber entra en la revista se marcha de vacaciones a Columbus y se lleva consigo un terrier escocés que desapareció allí. Tuvo que poner anuncios en el periódico y contar con la colaboración de la policía local. Por esta razón se demoró dos días, hasta que lo encontró. A su vuelta a la oficina y al final de la tarde, acabada ya la jornada laboral, Ross –quien le había evitado todo el día– le llama a su despacho. Y le dice lo siguiente: «Tengo entendido que has alargado tus vacaciones por buscar un perro. Me parece algo digno de una nenita». Acto seguido Thurber le reta a pelear y le dice que se puede meter su revista por el mismísimo… ya sabéis. Ross, que odiaba las escenas, la violencia física y las amenazas distendió la tirantez con un chiste, «dando inicio a una profunda amistad fuera del maquillaje de la oficina».

En ese momento, tras una cena en Tony´s (un famoso restaurante italiano ubicado en el 59 de la 52 Oeste), Harold Ross le confiesa a Thurber que «estoy casado con esta revista. Es en lo único que pienso. Una vez conocí un perro que me gustó, un pastor alemán, cuando era niño. Pero no me gustan demasiado los perros, y juro por Dios que nunca publicaré una sección sobre perros […] Ya publico una columna sobre moda femenina y nunca pensé que lo haría».

Así era Ross: misógino (la presencia cercana de cualquier mujer le cohibía y le ponía incómodo), un hombre obsesionado por la improductividad de sus empleados cuando estaban enfermos, un hombre lleno de prejuicios que encasillaba rápida y erróneamente a la gente y que andaba siempre al borde de un ataque de nervios.

Obsesivo y obstinado, le gustaba blasfemar y las palabras malsonantes. Pero en su cabeza solo había una cosa, un solo proyecto, una sola revista: The New Yorker. Mandó insonorizar su despacho y construir un baño al lado, para no tener que saludar a nadie. Se esforzaba siempre por pasar desapercibido y le gustaba llegar a la oficina sin que nadie le saludara ni reconociera. Llevaba cambio en monedas en el bolsillo para no tener que perder el tiempo con los taxis, siempre había un cartón de Camel en el cajón de su mesa (de ello se ocupaba su secretaria), se obstinaba en buscar y escanear símbolos fálicos en los dibujos (temía que sus dibujantes le engañaran) y era también pacato (y algo paleto): llamaba «enfermedad social» a las enfermedades sexuales.

Sin cultura literaria

Era fuertemente aprensivo, nada efusivo y le importaban un bledo los problemas de los demás, pero iba siempre sermoneando a todo el mundo. Apenas hablaba de la política nacional y sobre la internacional no sabía nada. Solo le interesaba la filosofía de Herbert Spencer, de quien citaba aquella frase que dice que «un genio puede hacer fácilmente lo que nadie más logra hacer». Era bastante ignorante sobre la producción literaria contemporánea norteamericana y así ni le intimidaba ni le impresionaba escritor alguno (los consideraba «mecanismos temperamentales, capaces de las conductas más extrañas»); le asustaba la introspección y era un hombre perpetuamente insatisfecho.

Harold W. Ross era un tipo de editor de los que ya no existen, rodeado de diccionarios, que odiaba dejar de trabajar y tener que tratar con los asuntos del mundo exterior. Un hombre que, pese a sus propias limitaciones literarias y artísticas, tuvo el don mágico «para rodearse de los mejores talentos americanos». De hecho, tenía un miedo horrible a ser confundido con un connoisseur, un esteta o un erudito. Era tal su voluntad de no escapar del trabajo que el día en que su mujer le confesó que iba a ser padre y tuvo que marcharse de la oficina, nada más llegar a casa llamó a un obstetra. Este, al llegar a la casa, temiendo un parto inminente, le recriminó que igual era un poco pronto. A lo que Ross, genio y figura, le contestó que «Por Dios, no lo sabía. Pensaba que en estos casos había que actuar con rapidez».

A este respeto, el editor de Libros Walden, Manuel Moreno sentencia sobre Harold W. Ross que «es cuanto menos chocante ver cómo se mezcla el humor con la seriedad del compromiso editorial en una misma persona. Aunque también te digo que hoy día, creo que, si tuviésemos un jefe como Ross, saldríamos corriendo de esa redacción, pero era el encanto de toda esta locura».

 Con una tirada inicial de 15.000 ejemplares, la revista The New Yorker salió a la calle el 21 de febrero de 1925. Fundada por Harold W.  

Con una tirada inicial de 15.000 ejemplares, la revista The New Yorker salió a la calle el 21 de febrero de 1925. Fundada por Harold W. Ross, que por aquel entonces contaba con 32 años, y sostenida económicamente gracias al apoyo de Raoul Fleischmann y varios socios más, se proponía «aportar conocimiento sin pedantería» e irónicamente el claim interno con el que se trabajaba en la redacción en aquel primer momento era el de «la revista para gente que no sabe leer». Así, y aunque ahora nos parezca paradójico, The New Yorker comenzó con muy mal pie: se buscaba el chiste frívolo, pueblerino, una ligereza casi inculta, «y una urbanidad intramuros demasiado autoconsciente», cuenta el escritor y dibujante James Thurber.

Con ello, la revista que acabaría siendo, con el paso de los años, símbolo del carácter neoyorquino y emblema de la ciudad, sin embargo, estuvo a punto de desaparecer en su primer año de vida. Los inversores habían decidido durante un almuerzo ejecutivo en Nueva York cargarse el proyecto, pero a la tarde, en la boda de Franklin Pierce Adams (un conocido columnista y humorista que trabajó para el Evening Mail y el Herald Tribune) y gracias a la esperanza del champán y los bailes (eran los felices años veinte), decidieron darle una segunda oportunidad. En ese momento, The New Yorker había pasado de tirar 15.000 ejemplares a imprimir 2.700 copias por semana; y amenazaba ruina.

Un pequeño e inexperto equipo, con Harold W. Ross a la cabeza, se afanaba en sacar aquello adelante. Su gran problema entonces eran los escritores: la mayoría estaban en Hollywood o en París, y los que pululaban por Nueva York no estaban dispuestos a aceptar las ínfimas tarifas del semanario. Además, los escritores que contribuían a la revista en aquella primera época lo hacían con ligereza, como si fuera una broma, pensaban que la revista no era más que un capricho pasajero de Fleischmann y el resto de inversores, por lo que casi contribuían más por bondad que por trabajo (en el resto de las revistas se pagaban en aquella época tarifas altísimas). Por poner un ejemplo: en el primer año de la revista, la célebre escritora Dorothy Parker solo aportó una pieza y dos poemas. Y algo parecido sucedió con el escritor Ring Lardner, cuyos relatos cortos de carácter social fueron celebrado por Hemingway o Virginia Woolf, quien solo envió una pieza a The New Yorker durante ese primer año de vida.

Todavía faltaba un tiempo para que la revista diera la gloria (y prestara su espacio) a escritores de la talla de J.D. Salinger, John Cheever o Truman Capote (irónicamente, en 1927, se publicó la única pieza con la que Hemingway contribuiría a la revista: una breve parodia de la autobiografía de Frank Harris; aunque claro, en ese momento Hemingway no era sino uno más de los escritores que pululaban por allí, el Nobel no se lo darían hasta 1954).

En esos primeros años, fue principalmente la sección The talk of the town, los perfiles de personajes neoyorquinos, los que contribuyeron a mantener el barco a flote e insuflaron el suficiente aire para que esa mezcla de literatura y periodismo por la que es hoy reconocida la revista se fuera afianzando.

Harold W. Ross venía de haber sido editor de Stars and Stripes, una revista militar, en París, entre 1917 y 1919, aunque sus comienzos fueron como reportero en el Tribune de Salt Lake City con 14 años. De ahí paso al Appeal, de Marysville (California), al Union de Sacramento, el Star and Herald de Panamá, el Item de Nueva Orleans, el Journal de Atlanta y el Call de San Francisco. Vaya, que antes de los 25 años ya había escrito para siete periódicos.

Ross era un buen editor, pero no tenía el instinto ni la preparación de un hombre de negocios. Por eso necesitaba a alguien que pusiese un poco de orden, que supiera dónde y qué hacía la gente, y aquí es donde entra James Thurber y la idea del «Escritorio Central», autor de Mi vida con Ross, las memorias del fundador de The New Yorker y que tienen su origen en un encargo de Charles Morton, editor del Atlantic Monthly. Preguntada sobre el interés del libro para el público español, nos cuenta Ruby Fernández, responsable de comunicación de Libros Walden, que Ross «es un personaje realmente interesante: excéntrico, ingenuo, malhablado, malhumorado y mal lector, con apenas educación formal pero con un ojo para la edición que sigue siendo aplaudido décadas después». 

James Thurber entra en escena en febrero de 1927, que es cuando se incorpora a la revista; tenía 32 años. «Necesito un hombre que consiga que este lugar funcione como una empresa, que esté al tanto de las cosas, que descubra dónde está la gente», le pone como encargo Ross, convirtiéndole en el responsable de ese escritorio central que dominaba la redacción. Por el encargo le paga cien dólares por semana. Sin embargo, el deseo de Ross era más una alucinación que algo real, y pronto se vio con Thurber –y se vería mucho después con otros periodistas–, que ese ejecutivo ideal que controle todo y con el que soñaba Harold W. Ross no era más que una quimera; un imposible. Donde sí consiguió Ross ese nivel de precisión «que a veces bordeaba lo exagerado» fue en el departamento de verificación de la revista que era –y sigue siendo– legendario.

Ross era un editor visionario y pragmático, y no soñaba con conseguir poder o fortuna personal. Su sueño era la perfección. Se sentaba detrás de su escritorio revisando un manuscrito y ponía mala cara mientras lo leía, «como si éste fuera atacarle», nos confiesa Thurber. Así, esta misma determinación, esta obsesión por construir una publicación perfecta, le llevó a contratar y despedir a mucha gente (aunque Ross no tenía agallas de hacerlo personalmente y se lo encargaba a su secretaria; solo lo tuvo que hacer una vez: fue el caso del poeta y dramaturgo Scudder Middleton, que fue editor de la revista por un periodo breve en los años treinta). Thurber, no obstante, consiguió afianzar su espacio en la revista (aunque dejaría de ser ese ejecutivo quimérico para convertirse en dibujante y escritor) y no fue despedido, y por eso es un testigo de lujo del primer cuarto de siglo de vida de The New Yorkery es lo que nos cuenta en Mis años con Ross.

Vale la pena contar el momento que afianzó la amistad de Thurber con Ross porque nos da una imagen muy cabal del editor de la célebre revista. Sucede que ese verano en el que Thurber entra en la revista se marcha de vacaciones a Columbus y se lleva consigo un terrier escocés que desapareció allí. Tuvo que poner anuncios en el periódico y contar con la colaboración de la policía local. Por esta razón se demoró dos días, hasta que lo encontró. A su vuelta a la oficina y al final de la tarde, acabada ya la jornada laboral, Ross –quien le había evitado todo el día– le llama a su despacho. Y le dice lo siguiente: «Tengo entendido que has alargado tus vacaciones por buscar un perro. Me parece algo digno de una nenita». Acto seguido Thurber le reta a pelear y le dice que se puede meter su revista por el mismísimo… ya sabéis. Ross, que odiaba las escenas, la violencia física y las amenazas distendió la tirantez con un chiste, «dando inicio a una profunda amistad fuera del maquillaje de la oficina».

En ese momento, tras una cena en Tony´s (un famoso restaurante italiano ubicado en el 59 de la 52 Oeste), Harold Ross le confiesa a Thurber que «estoy casado con esta revista. Es en lo único que pienso. Una vez conocí un perro que me gustó, un pastor alemán, cuando era niño. Pero no me gustan demasiado los perros, y juro por Dios que nunca publicaré una sección sobre perros […] Ya publico una columna sobre moda femenina y nunca pensé que lo haría».

Así era Ross: misógino (la presencia cercana de cualquier mujer le cohibía y le ponía incómodo), un hombre obsesionado por la improductividad de sus empleados cuando estaban enfermos, un hombre lleno de prejuicios que encasillaba rápida y erróneamente a la gente y que andaba siempre al borde de un ataque de nervios.

Obsesivo y obstinado, le gustaba blasfemar y las palabras malsonantes. Pero en su cabeza solo había una cosa, un solo proyecto, una sola revista: The New Yorker. Mandó insonorizar su despacho y construir un baño al lado, para no tener que saludar a nadie. Se esforzaba siempre por pasar desapercibido y le gustaba llegar a la oficina sin que nadie le saludara ni reconociera. Llevaba cambio en monedas en el bolsillo para no tener que perder el tiempo con los taxis, siempre había un cartón de Camel en el cajón de su mesa (de ello se ocupaba su secretaria), se obstinaba en buscar y escanear símbolos fálicos en los dibujos (temía que sus dibujantes le engañaran) y era también pacato (y algo paleto): llamaba «enfermedad social» a las enfermedades sexuales.

Era fuertemente aprensivo, nada efusivo y le importaban un bledo los problemas de los demás, pero iba siempre sermoneando a todo el mundo. Apenas hablaba de la política nacional y sobre la internacional no sabía nada. Solo le interesaba la filosofía de Herbert Spencer, de quien citaba aquella frase que dice que «un genio puede hacer fácilmente lo que nadie más logra hacer». Era bastante ignorante sobre la producción literaria contemporánea norteamericana y así ni le intimidaba ni le impresionaba escritor alguno (los consideraba «mecanismos temperamentales, capaces de las conductas más extrañas»); le asustaba la introspección y era un hombre perpetuamente insatisfecho.

Harold W. Ross era un tipo de editor de los que ya no existen, rodeado de diccionarios, que odiaba dejar de trabajar y tener que tratar con los asuntos del mundo exterior. Un hombre que, pese a sus propias limitaciones literarias y artísticas, tuvo el don mágico «para rodearse de los mejores talentos americanos». De hecho, tenía un miedo horrible a ser confundido con un connoisseur, un esteta o un erudito. Era tal su voluntad de no escapar del trabajo que el día en que su mujer le confesó que iba a ser padre y tuvo que marcharse de la oficina, nada más llegar a casa llamó a un obstetra. Este, al llegar a la casa, temiendo un parto inminente, le recriminó que igual era un poco pronto. A lo que Ross, genio y figura, le contestó que «Por Dios, no lo sabía. Pensaba que en estos casos había que actuar con rapidez».

A este respeto, el editor de Libros Walden, Manuel Moreno sentencia sobre Harold W. Ross que «es cuanto menos chocante ver cómo se mezcla el humor con la seriedad del compromiso editorial en una misma persona. Aunque también te digo que hoy día, creo que, si tuviésemos un jefe como Ross, saldríamos corriendo de esa redacción, pero era el encanto de toda esta locura».

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