¿Recuerdan al arquitecto Howard Roark? Le daba vida Gary Cooper en El manantial de King Vidor, estrenada en 1949. Representaba al genio creativo individualista e innovador, que no se doblega ante nadie. El personaje lo había creado seis años antes la filósofa y escritora Ayn Rand como protagonista de su novela del mismo título. Ella misma escribió el guion de la película, pese a lo cual no quedó nada contenta con el resultado.
La autora, que había conocido el bolchevismo en su Rusia natal, salió de la Unión Soviética vacunada de por vida contra el comunismo y desarrolló en Estados Unidos sus ideas en favor del egoísmo individual y el capitalismo libre de controles. Roark, inspirado libremente en el audaz Frank Lloyd Wright, era el estandarte de sus ideas, expresadas en el monólogo final. Es probable que se vuelva a hablar mucho de Ayn Rand, porque su polémico pensamiento es una de las fuentes de inspiración del libertarismo que representan figuras como Donald Trump o Milei.
Setenta y cinco años después de Howard Roark, llega ahora a las pantallas otro genio arquitectónico visionario que también se enfrenta a la incomprensión de las mentes adocenadas y se niega a ceder en nada que suponga rebajar sus ideales de excelencia rupturista. Se llama László Tóth, es de origen húngaro, le da vida un excepcional Adrien Brody y es el protagonista de The Brutalist, una de las películas más esperadas de la temporada.
Tóth, un personaje tan ficticio como Roark, representa sin embargo una realidad: la llegada a Estados Unidos durante la Segunda Guerra Mundial de eminencias europeas como Walter Gropius y Mies van der Rohe, que huían del nazismo. Su irrupción cambió para siempre la arquitectura norteamericana, introduciendo lo que se conoce como estilo internacional. Hay un consenso generalizado según el cual modernizaron el panorama arquitectónico de ese país, anclado –con alguna excepción como la de Frank Lloyd Wright– en el provincianismo. Solo una voz se opuso a ese consenso: Tom Wolfe en un libro inteligente, controvertido y con muy mala baba titulado ¿Quién teme a la Bauhaus feroz?
Como Gropius y Mies van der Rohe, también el ficticio Tóth proviene de la Bauhaus y ha tenido que huir de los nazis. Pero él llega al puerto de Nueva York en unas condiciones miserables, ha tenido que dejar atrás a su esposa y arrastra oscuros fantasmas y adicciones. A diferencias de sus colegas reales, que recibieron loas, encargos y puestos académicos, él las pasa canutas llevando una vida miserable de emigrante judío acogido con hostilidad en su país de adopción.
El revés del sueño americano
Hasta que un impetuoso millonario llamado Harrison Lee Van Buren –un también excepcional Guy Pearce– se encapricha de él y le encarga un proyecto faraónico: un edificio multiusos que deberá erigirse en lo alto de una colina. El magnate lo concibe como un homenaje a su madre recién fallecida (con la que tiene un vínculo similar al del Ciudadano Kane con su pasado), mientras que para Tóth el edificio de estética brutalista que proyecta también tiene un significado personal, pero de otra índole, que se revelará al final de la película.
A través de la confrontación entre estos dos personajes, la cinta aspira a ser un retrato del alma americana, con muchas más aristas y sombras que el que presentó en su día El manantial. The Brutalist habla de inmigración y difícil asimilación, del sueño americano y su reverso aniquilador, del choque entre el talento creador y el poder despótico del dinero, del arte frente al capitalismo avasallador…
Como el edificio que proyecta Tóth, la película es ambiciosa y descomunal. Sobrepasa las tres horas y media de metraje y se proyecta –evocando esplendores pasados– precedida de una obertura musical de cinco minutos y con un intermedio de un cuarto de hora. Además, se ha rodado en celuloide y en VistaVision, un formato ya en desuso, inventado por la Paramount en los años cincuenta. Sin embargo, pese a su impresionante factura con aires de superproducción, en realidad ha tenido un coste muy moderado de unos diez millones de dólares. Para que se hagan una idea: es menos de una décima parte de lo que se ha gastado Francis Ford Coppola en su Megalópolis.
Fuerza visual
The Brutalist es el tercer largometraje como director Brady Corbet (Scottslade, Arizona, 1988), que empezó en el cine como actor, a las órdenes de cineastas como Michael Haneke, Lars von Trier, Noah Naumbach y Ruben Östlund entre otros. A su arrebatadora fuerza visual contribuyen de manera muy relevante la fotografía de Lol Crawley y la banda sonora de Daniel Blumberg.
En estos tiempos en que muchas películas tienden a alargarse más de lo necesario –y no digamos ya las series de televisión–, las más de tres horas y media de The Brutalist están plenamente justificadas. El guion contiene algún desliz hacia la brocha gorda y la obviedad –por ejemplo, un episodio escabroso que sucede durante la espectacular secuencia de la visita a Carrara para elegir mármoles para el edificio en construcción–, pero son tantas las virtudes de esta cinta que se le perdonan con gusto las pocas torpezas.
El recorrido vital de László Tóth –con sus adicciones, tormentos, tendencias autodestructivas y genialidad que se niega a mercadear– es una epopeya americana, una indagación sobre las esencias virtuosas y los pecados originales del país. The Brutalist se sitúa en la estela de Ciudadano Kane de Welles, El padrino de Coppola, La puerta del cielo de Cimino y Pozos de ambición de Paul Thomas Anderson. Y como estos títulos, está destinada a perdurar.
¿Recuerdan al arquitecto Howard Roark? Le daba vida Gary Cooper en El manantial de King Vidor, estrenada en 1949. Representaba al genio creativo individualista e innovador,
¿Recuerdan al arquitecto Howard Roark? Le daba vida Gary Cooper en El manantial de King Vidor, estrenada en 1949. Representaba al genio creativo individualista e innovador, que no se doblega ante nadie. El personaje lo había creado seis años antes la filósofa y escritora Ayn Rand como protagonista de su novela del mismo título. Ella misma escribió el guion de la película, pese a lo cual no quedó nada contenta con el resultado.
La autora, que había conocido el bolchevismo en su Rusia natal, salió de la Unión Soviética vacunada de por vida contra el comunismo y desarrolló en Estados Unidos sus ideas en favor del egoísmo individual y el capitalismo libre de controles. Roark, inspirado libremente en el audaz Frank Lloyd Wright, era el estandarte de sus ideas, expresadas en el monólogo final. Es probable que se vuelva a hablar mucho de Ayn Rand, porque su polémico pensamiento es una de las fuentes de inspiración del libertarismo que representan figuras como Donald Trump o Milei.
Setenta y cinco años después de Howard Roark, llega ahora a las pantallas otro genio arquitectónico visionario que también se enfrenta a la incomprensión de las mentes adocenadas y se niega a ceder en nada que suponga rebajar sus ideales de excelencia rupturista. Se llama László Tóth, es de origen húngaro, le da vida un excepcional Adrien Brody y es el protagonista de The Brutalist, una de las películas más esperadas de la temporada.
Tóth, un personaje tan ficticio como Roark, representa sin embargo una realidad: la llegada a Estados Unidos durante la Segunda Guerra Mundial de eminencias europeas como Walter Gropius y Mies van der Rohe, que huían del nazismo. Su irrupción cambió para siempre la arquitectura norteamericana, introduciendo lo que se conoce como estilo internacional. Hay un consenso generalizado según el cual modernizaron el panorama arquitectónico de ese país, anclado –con alguna excepción como la de Frank Lloyd Wright– en el provincianismo. Solo una voz se opuso a ese consenso: Tom Wolfe en un libro inteligente, controvertido y con muy mala baba titulado ¿Quién teme a la Bauhaus feroz?
Como Gropius y Mies van der Rohe, también el ficticio Tóth proviene de la Bauhaus y ha tenido que huir de los nazis. Pero él llega al puerto de Nueva York en unas condiciones miserables, ha tenido que dejar atrás a su esposa y arrastra oscuros fantasmas y adicciones. A diferencias de sus colegas reales, que recibieron loas, encargos y puestos académicos, él las pasa canutas llevando una vida miserable de emigrante judío acogido con hostilidad en su país de adopción.
Hasta que un impetuoso millonario llamado Harrison Lee Van Buren –un también excepcional Guy Pearce– se encapricha de él y le encarga un proyecto faraónico: un edificio multiusos que deberá erigirse en lo alto de una colina. El magnate lo concibe como un homenaje a su madre recién fallecida (con la que tiene un vínculo similar al del Ciudadano Kane con su pasado), mientras que para Tóth el edificio de estética brutalista que proyecta también tiene un significado personal, pero de otra índole, que se revelará al final de la película.
A través de la confrontación entre estos dos personajes, la cinta aspira a ser un retrato del alma americana, con muchas más aristas y sombras que el que presentó en su día El manantial. The Brutalist habla de inmigración y difícil asimilación, del sueño americano y su reverso aniquilador, del choque entre el talento creador y el poder despótico del dinero, del arte frente al capitalismo avasallador…
Como el edificio que proyecta Tóth, la película es ambiciosa y descomunal. Sobrepasa las tres horas y media de metraje y se proyecta –evocando esplendores pasados– precedida de una obertura musical de cinco minutos y con un intermedio de un cuarto de hora. Además, se ha rodado en celuloide y en VistaVision, un formato ya en desuso, inventado por la Paramount en los años cincuenta. Sin embargo, pese a su impresionante factura con aires de superproducción, en realidad ha tenido un coste muy moderado de unos diez millones de dólares. Para que se hagan una idea: es menos de una décima parte de lo que se ha gastado Francis Ford Coppola en su Megalópolis.
The Brutalist es el tercer largometraje como director Brady Corbet (Scottslade, Arizona, 1988), que empezó en el cine como actor, a las órdenes de cineastas como Michael Haneke, Lars von Trier, Noah Naumbach y Ruben Östlund entre otros. A su arrebatadora fuerza visual contribuyen de manera muy relevante la fotografía de Lol Crawley y la banda sonora de Daniel Blumberg.
En estos tiempos en que muchas películas tienden a alargarse más de lo necesario –y no digamos ya las series de televisión–, las más de tres horas y media de The Brutalist están plenamente justificadas. El guion contiene algún desliz hacia la brocha gorda y la obviedad –por ejemplo, un episodio escabroso que sucede durante la espectacular secuencia de la visita a Carrara para elegir mármoles para el edificio en construcción–, pero son tantas las virtudes de esta cinta que se le perdonan con gusto las pocas torpezas.
El recorrido vital de László Tóth –con sus adicciones, tormentos, tendencias autodestructivas y genialidad que se niega a mercadear– es una epopeya americana, una indagación sobre las esencias virtuosas y los pecados originales del país. The Brutalist se sitúa en la estela de Ciudadano Kane de Welles, El padrino de Coppola, La puerta del cielo de Cimino y Pozos de ambición de Paul Thomas Anderson. Y como estos títulos, está destinada a perdurar.
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