‘Tardes de soledad’, esencia, mito y verdad de la tauromaquia

Un toro en el campo en mitad de la noche. Vemos su mirada, oímos su respiración. Sentimos, casi podemos palpar, su presencia. Así arranca Tardes de soledad, el documental sobre la tauromaquia de Albert Serra, centrado en la figura del diestro Andrés Roca Rey. Esta secuencia inicial es un primer atisbo de las intenciones del director: atrapa algo ancestral, misterioso, mágico, y nos sitúa en un territorio difuso entre la realidad y el mito fuera del tiempo.

¿Estamos ante una película taurina o antitaurina? Ambos bandos enfrentados podrán encontrar en ella argumentos para apuntalar sus posicionamientos. Ensalza el arte de la lidia, dirán unos. Muestra en toda su crudeza su brutalidad, argumentarán otros. Sin embargo, el cineasta no ha construido su película en función de la polémica política en torno a la tauromaquia. Por ello, abordarla desde la óptica de este debate desvía la atención sobre lo relevante: estamos una aproximación hipnótica –aunque a los poco amantes del cine de Serra sus dos horas se les harán largas y hasta soporíferas– a la esencia del toreo. Con toda su belleza y toda su violencia.

Lo que estimula al director a rodar este documental centrado en la tauromaquia es la anomalía que supone su pervivencia en una sociedad contemporánea que tiende a ocultar, diluir y banalizar la realidad de la muerte. La tauromaquia la ritualiza y la exhibe sin ambages. La aproximación de Albert Serra no es ni sociológica, ni folclórica, ni moralista, ni política. Su mirada es antropológica. Hay algo atávico en la tauromaquia. Y la película busca plasmar la esencia del toreo, sin juicios morales, ni posicionamientos ideológicos, ni asomo de vocación didáctica. El cineasta prescinde de cualquier recurso explicativo: ni voz en off, ni entrevistas. No juzga, muestra.

Tres son los escenarios que se van alternando en la pantalla: el torero frente al toro en el ruedo, el diestro en la soledad de la habitación del hotel antes y después de la corrida, y la cuadrilla en la furgoneta que los traslada desde o hasta la plaza. Apenas hay diálogos. Todo se centra en los gestos, las miradas. No muestra la película al público. Lo excluye sistemáticamente del plano, reduciéndolo a un fondo sonoro casi abstracto de vítores, pitos y aplausos. Es una decisión de puesta en escena cinematográfica muy consciente. De este modo toda la atención se concentra en lo esencial: la danza pagana entre el toro y el torero, el ritual casi sagrado de tentar a la muerte y matar a la bestia. Vemos con un detalle inusitado los gestos retadores del diestro, el miedo y la osadía en su rostro, que se transmuta en una expresión extática.

Vemos la violencia súbita de varias cogidas. Y vemos la agonía del toro. Sin elipsis, sin embellecimiento mediante trucos como la cámara lenta, sin la trampa de ángulos de cámara que diluyan la primaria crudeza del momento.

Prodigioso ejercicio de cine

Somos testigos de cómo se desploma, cómo boquea, cómo se le vidrian los ojos y se rinde a la muerte este ser sin capacidad de concebir la idea misma de lo que significa la muerte. Es en la captación de estos instantes sublimes –tal como entendían el término los románticos, como la suma de belleza y terror que nos sobrecoge– donde reside la fuerza de la película.

Serra siempre ha trabajado en sus largometrajes de ficción con el azar. Le gusta desconcertar a sus actores –profesionales o sin experiencia alguna– para lograr reacciones inesperadas. Aquí el azar adquiere una dimensión distinta, total. Porque no hay modo de prever qué sucederá en la plaza cuando se empieza a rodar. Se han acumulado horas y horas de filmación con el objetivo de capturar la magia repentina e imprevista que puede surgir en cualquier momento de la corrida, o el absurdo con un punto de comicidad de algunas conversaciones de la cuadrilla, o los gestos del torero en el milimétrico ritual de vestirse con el traje de luces. La película la atrapa todo eso y es por encima de todo un ejercicio cinematográfico prodigioso, tanto en el uso de la cámara –con encuadres de gran plasticidad– como del sonido.

Filmar hoy en España un documental sobre la tauromaquia es ya de entrada un gesto provocador. Pero la verdadera provocación de la película reside en el modo en que está concebida y rodada. Albert Serra no es un cineasta al uso, del montón. Sus películas pueden deslumbrar o irritar, pero jamás dejan indiferente. Su objetivo siempre ha sido incomodar al espectador, sacarlo de su zona de confort y obligarlo a ver con otros ojos, a fijarse en otras cosas, a pensar en otra dirección. Lo consigue plenamente en esta cinta que busca atrapar la verdad esencial de la tauromaquia. ¿Escandalizará a los animalistas, incomodará a nuestro pijoprogre ministro de Cultura, aburrirá a los taurinos de pura cepa? Nada de esto es en realidad muy relevante. Lo importante es que estamos ante una película ambiciosa, radical, asombrosa.

 Un toro en el campo en mitad de la noche. Vemos su mirada, oímos su respiración. Sentimos, casi podemos palpar, su presencia. Así arranca Tardes de  

Un toro en el campo en mitad de la noche. Vemos su mirada, oímos su respiración. Sentimos, casi podemos palpar, su presencia. Así arranca Tardes de soledad, el documental sobre la tauromaquia de Albert Serra, centrado en la figura del diestro Andrés Roca Rey. Esta secuencia inicial es un primer atisbo de las intenciones del director: atrapa algo ancestral, misterioso, mágico, y nos sitúa en un territorio difuso entre la realidad y el mito fuera del tiempo.

¿Estamos ante una película taurina o antitaurina? Ambos bandos enfrentados podrán encontrar en ella argumentos para apuntalar sus posicionamientos. Ensalza el arte de la lidia, dirán unos. Muestra en toda su crudeza su brutalidad, argumentarán otros. Sin embargo, el cineasta no ha construido su película en función de la polémica política en torno a la tauromaquia. Por ello, abordarla desde la óptica de este debate desvía la atención sobre lo relevante: estamos una aproximación hipnótica –aunque a los poco amantes del cine de Serra sus dos horas se les harán largas y hasta soporíferas– a la esencia del toreo. Con toda su belleza y toda su violencia.

Lo que estimula al director a rodar este documental centrado en la tauromaquia es la anomalía que supone su pervivencia en una sociedad contemporánea que tiende a ocultar, diluir y banalizar la realidad de la muerte. La tauromaquia la ritualiza y la exhibe sin ambages. La aproximación de Albert Serra no es ni sociológica, ni folclórica, ni moralista, ni política. Su mirada es antropológica. Hay algo atávico en la tauromaquia. Y la película busca plasmar la esencia del toreo, sin juicios morales, ni posicionamientos ideológicos, ni asomo de vocación didáctica. El cineasta prescinde de cualquier recurso explicativo: ni voz en off, ni entrevistas. No juzga, muestra.

Tres son los escenarios que se van alternando en la pantalla: el torero frente al toro en el ruedo, el diestro en la soledad de la habitación del hotel antes y después de la corrida, y la cuadrilla en la furgoneta que los traslada desde o hasta la plaza. Apenas hay diálogos. Todo se centra en los gestos, las miradas. No muestra la película al público. Lo excluye sistemáticamente del plano, reduciéndolo a un fondo sonoro casi abstracto de vítores, pitos y aplausos. Es una decisión de puesta en escena cinematográfica muy consciente. De este modo toda la atención se concentra en lo esencial: la danza pagana entre el toro y el torero, el ritual casi sagrado de tentar a la muerte y matar a la bestia. Vemos con un detalle inusitado los gestos retadores del diestro, el miedo y la osadía en su rostro, que se transmuta en una expresión extática.

Vemos la violencia súbita de varias cogidas. Y vemos la agonía del toro. Sin elipsis, sin embellecimiento mediante trucos como la cámara lenta, sin la trampa de ángulos de cámara que diluyan la primaria crudeza del momento.

Somos testigos de cómo se desploma, cómo boquea, cómo se le vidrian los ojos y se rinde a la muerte este ser sin capacidad de concebir la idea misma de lo que significa la muerte. Es en la captación de estos instantes sublimes –tal como entendían el término los románticos, como la suma de belleza y terror que nos sobrecoge– donde reside la fuerza de la película.

Serra siempre ha trabajado en sus largometrajes de ficción con el azar. Le gusta desconcertar a sus actores –profesionales o sin experiencia alguna– para lograr reacciones inesperadas. Aquí el azar adquiere una dimensión distinta, total. Porque no hay modo de prever qué sucederá en la plaza cuando se empieza a rodar. Se han acumulado horas y horas de filmación con el objetivo de capturar la magia repentina e imprevista que puede surgir en cualquier momento de la corrida, o el absurdo con un punto de comicidad de algunas conversaciones de la cuadrilla, o los gestos del torero en el milimétrico ritual de vestirse con el traje de luces. La película la atrapa todo eso y es por encima de todo un ejercicio cinematográfico prodigioso, tanto en el uso de la cámara –con encuadres de gran plasticidad– como del sonido.

Filmar hoy en España un documental sobre la tauromaquia es ya de entrada un gesto provocador. Pero la verdadera provocación de la película reside en el modo en que está concebida y rodada. Albert Serra no es un cineasta al uso, del montón. Sus películas pueden deslumbrar o irritar, pero jamás dejan indiferente. Su objetivo siempre ha sido incomodar al espectador, sacarlo de su zona de confort y obligarlo a ver con otros ojos, a fijarse en otras cosas, a pensar en otra dirección. Lo consigue plenamente en esta cinta que busca atrapar la verdad esencial de la tauromaquia. ¿Escandalizará a los animalistas, incomodará a nuestro pijoprogre ministro de Cultura, aburrirá a los taurinos de pura cepa? Nada de esto es en realidad muy relevante. Lo importante es que estamos ante una película ambiciosa, radical, asombrosa.

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