Este artículo ha sido publicado originalmente en la revista ‘Cuadernos FAES de pensamiento político’. Si quiere leer otros textos parecidos o saber más sobre esa publicación, puede visitar su página web.
Según relató él mismo en la Carta al padre, la manera en la que Kafka vivió y experimentó su condición judía no fue siempre la misma. A lo largo de su vida y hasta 1917, año en que redactó la Carta, había ido adoptando –dijo allí– al menos «tres posiciones» respecto del judaísmo.
Aunque las llamó así, posiciones, el autor podría haber hablado perfectamente de fases o etapas, puesto que, tal como luego fue revelando en el mismo texto, cada una de ellas se había dado en un distinto momento de su vida: la primera, en la infancia; la segunda, en la adolescencia y primera juventud; y la tercera, en su edad adulta, aquella desde la que, precisamente, estaba dirigiéndose a su padre con el objetivo, expresado al final ya del escrito, de «darnos a ambos un poco de sosiego y hacernos más fáciles la vida y la muerte».
A la hora de describir sus primeras vivencias del judaísmo, las de la infancia, Kafka lo hizo en términos exclusivamente religiosos. Recordó, en concreto, los «reproches» que de niño se hacía a sí mismo por no cumplir con las obligaciones de un judío practicante: ir con frecuencia a la sinagoga, ayunar, etc. Y evocó también el «sentimiento de culpa» que esto le provocaba, en especial porque, tal como lo vivía por entonces, la creencia de estar pecando afectaba no solo a sus relaciones con Dios, sino también y sobre todo al vínculo con su padre, que era de quien había recibido directamente el mandato religioso –y con quien, por ese motivo, creía encontrarse siempre en falta–.
Tal como Kafka lo veía, lo transmitido por el padre no había sido un auténtico judaísmo, sino lo que llamó en la Carta «una especie de religiosidad judía»: una serie de «insignificancias», añadió, que los dos llevaban a cabo «en nombre del judaísmo»
En la segunda fase de su judaísmo, la de la adolescencia y primera juventud, el autor debió de desprenderse de ese infantil sentimiento de culpa, puesto que, según contó en la Carta, tomó la drástica decisión de «deshacerse» del judaísmo de su infancia. En el momento de escribir el texto, Kafka atribuyó esa decisión a la conciencia, adquirida progresivamente, de que lo recibido de su padre en la infancia no había sido sino un «simulacro de judaísmo». Aludía así al relajamiento de la práctica religiosa que, por entonces, caracterizaba ya a la mayoría de los judíos de Praga, una comunidad en general poco ortodoxa, bastante liberal y, en consecuencia, también bastante laxa a la hora de seguir las tradiciones y rituales religiosos. En el caso de Hermann Kafka, por ejemplo, todo se reducía –según explicó el escritor– a asistir «cuatro días al año al templo» (en referencia, seguramente, a las cuatro grandes festividades judías) y despachar «pacientemente las oraciones como una formalidad», demostrando así que estaba «más cerca de los indiferentes que de los que lo tomaban en serio». En cuanto a la vida religiosa en el hogar, todo había sido «aún más penoso», puesto que –siguió contando Kafka– únicamente se celebraba «la primera velada de Pascua» (en referencia al Séder de Pesah).
Tal como Kafka lo veía desde la perspectiva ya de la edad adulta, lo así transmitido por el padre no había sido, por consiguiente, un auténtico judaísmo, sino lo que llamó en la Carta «una especie de religiosidad judía»: una serie de «insignificancias», añadió, que los dos llevaban a cabo «en nombre del judaísmo». El autor cerró por eso el relato de sus vivencias judías infantiles refiriéndose, en tono despectivo, al «material espiritual» que le fue legado y atribuyendo a esta concreta herencia esa resolución, tomada en la adolescencia, de alejarse por completo del único judaísmo que hasta entonces conocía. Por decirlo en sus propias palabras: «Lo que yo no entendía es qué otra cosa mejor se podía hacer con ese material que deshacerse de él lo antes posible».
En la segunda fase de sus relaciones con el judaísmo, Kafka se deshizo del material religioso que su padre le había legado, pero sin sustituirlo todavía por ninguna otra manera de entender y vivir la condición judía, como podía serlo la representada por el sionismo
Si hubiera que caracterizar con una sola palabra esta segunda fase de su judaísmo, la de la etapa adolescente y juvenil, la más adecuada sería, por tanto, la de alejamiento o fuga. El escritor pasó muchos años, todos los de su etapa de estudiante de enseñanza secundaria y universitaria, dándole la espalda a la tradición religiosa que había heredado de sus padres y viviendo así lo que Marthe Robert llamó «un largo período de asimilación». El principal testimonio a este respecto lo habría dado uno de sus amigos de infancia, el también judío Hugo Bergmann, quien describió al escritor por aquellos años completamente inmerso en «una atmósfera atea o panteísta», hasta el punto de que –contó– trataba, incluso, de apartarlo a él de la fe. Los hechos narrados por Bergmann han quedado documentados también en una anotación de los Diarios, donde el propio Kafka evocó así sus juveniles discusiones con el amigo: «Recuerdo que en mis tiempos de Instituto disputaba a menudo (…) con Bergmann sobre Dios y la posibilidad de su existencia».
Los debates con el amigo no versaron solo, sin embargo, sobre asuntos teológicos. Gracias también a Bergmann conocemos las que fueron las primeras posiciones de Kafka respecto de otros temas asimismo judíos, pero de carácter más político que religioso. Mientras que Kafka se consideraba «socialista» (hay datos también de su simpatía por el anarquismo), Bergmann tomó en 1898 la decisión de abrazar la novedosa causa del sionismo, convirtiéndose así en uno de los miembros fundadores de la que, con el tiempo, iba a ser una de las principales asociaciones sionistas del Imperio austrohúngaro, la Bar Kochba, así llamada en homenaje al líder de la última revuelta de los judíos contra Roma. La reacción de Kafka a esta noticia se encuentra documentada en una carta del amigo, en la que este se quejaba de que hubiera hecho «mofa» de su sionismo y se mostraba extrañado ante el hecho de que «tú, quien (…) fuiste mi compañero de clase durante tanto tiempo, no comprendes mi sionismo». Se ve, pues, que, en la segunda fase de sus relaciones con el judaísmo, Kafka se deshizo del material religioso que su padre le había legado, pero sin sustituirlo todavía por ninguna otra manera de entender y vivir la condición judía, como podía serlo la representada por el sionismo.
La tercera fase de su evolución consistió, ciertamente, en un acercamiento o regreso al judaísmo, si bien no a aquel que su padre le había legado, sino a otro muy distinto, en el que un judío tan tradicional como Hermann Kafka no pudo reconocerse
Sin embargo, cuando escribió la Carta al padre, con la edad de treinta y seis años, el autor estaba muy lejos de sentirse satisfecho de estos episodios juveniles. Si se los recordó a su padre no fue para ufanarse de ellos, sino más bien para explicarlos y justificarlos a la manera kafkiana, es decir, exactamente igual que lo habría hecho un culpable. De ahí que, como ya he dicho, lo atribuyese todo a la «poca consistencia» del «simulacro de judaísmo» que aquel le había legado en la infancia. Si se mira bien, el autor no se estaba quejando ahora de que le hubiera legado la herencia judía (como si siguiera considerándola una rémora, algo de lo que solo cupiera deshacerse), sino de que no se la hubiera transmitido mejor, de que no le hubiera proporcionado un «material espiritual» más rico, un auténtico y verdadero judaísmo que él hubiera podido estar interesado en conservar. De hecho, en cierto momento del texto llegó incluso a sugerir que todo podría haber sido distinto si el judaísmo del padre hubiera sido «más intenso», en cuyo caso él habría podido recibir quizás un ejemplo «más convincente» y haber actuado –se entiende– de otro modo.
En cualquier caso, y a diferencia de lo que había ocurrido en el período de la adolescencia, las observaciones de la Carta no estaban destinadas ya a culpar al padre por lo ocurrido. En el momento de redactar esas páginas, Kafka había llegado a ser muy consciente de que ese simulacro de judaísmo que había vivido en su infancia no era algo de lo que su progenitor hubiera sido el directo responsable, ni algo que solo le hubiera afectado a él en tanto que hijo del contradictorio y autoritario Hermann Kafka. Desde la perspectiva que le habían abierto ciertas lecturas, realizadas en edad adulta, el escritor inscribió lo sucedido dentro de un fenómeno colectivo o generacional que, más allá de los Kafka, había caracterizado a «una gran parte de la generación judía de la transición, esa generación que emigró del campo, donde el ambiente era todavía relativamente religioso, a la ciudad». Tal como él lo describió, el caso de su padre había sido el de un judío que, después de haber vivido su infancia y juventud en un ambiente tradicional, el de una «pequeña comunidad rural, semejante a un gueto», se había trasladado a la ciudad trayéndose consigo «algo de judaísmo», que luego, en la ciudad y durante el servicio militar, «se fue perdiendo un poco». Habían sido, por tanto, las circunstancias de la vida de su padre, comunes a muchos judíos de la época, las que derivaron en esa laxa religiosidad que con tan poco éxito trató de transmitirle a su hijo.
Si Kafka pudo ser tan comprensivo con las limitaciones de su padre fue porque, cuando escribió estas líneas, llevaba ya bastantes años viviendo la tercera y última fase de sus relaciones con el judaísmo: aquella en la que, dicho por él mismo, empezó a ver las cosas «con otros ojos». El cambio debió de ser tan evidente que, hasta el padre, que no supo valorarlo como él habría deseado, sí fue al menos capaz de percibirlo. Ocurrió así cuando, según se cuenta en la Carta, tuvo la «impresión» de que su hijo había empezado a dedicarse «más a los temas judíos». Lo así detectado por el padre no fue, sin embargo, una mera impresión, sino algo muy real, que el propio Kafka certificó al referirse, unas líneas más abajo, a «mi nuevo judaísmo». Se dio, sin embargo, la paradoja de que este movimiento, lejos de complacer al padre, dio lugar a nuevos desencuentros: «El judaísmo –le recordó en la Carta– se te hizo odioso, los escritores judíos, ilegibles, te ‘repugnaban’». Aunque incomprensible a primera vista, la reacción del padre tuvo una poderosa razón de ser: según deja ver la fórmula de «nuevo judaísmo» elegida por el propio Kafka, la tercera posición o fase de su evolución consistió, ciertamente, en un acercamiento o regreso al judaísmo, si bien no a aquel que su padre le había legado, sino a otro muy distinto, en el que un judío tan tradicional como Hermann Kafka no pudo, por consiguiente, reconocerse. Tal como el propio autor resumió, el enojo del padre obedeció a que, visto desde su perspectiva, «sólo era auténtico el judaísmo que me habías mostrado en la infancia, y que fuera de él no había nada».
Kafka no llegó nunca a afiliarse a la Bar Kochba y ni tan siquiera gustaba de aplicarse a sí mismo el calificativo de «sionista», decisiones ambas que cabría atribuir al lógico deseo de preservar su independencia de escritor respecto de cualquier sistema cerrado de pensamiento
Acerca de este «nuevo judaísmo» de Kafka, que él mismo contrapuso al de su infancia (el viejo judaísmo de esa generación de transición a la que su padre pertenecía), no se dice nada más en la Carta. Tal como allí se lo presenta, habría consistido en un nuevo interés por los temas judíos y por ciertos escritores judíos que su padre juzgó ininteligibles. Para saber algo más hay que recurrir, por tanto, a otros textos testimoniales. Destaco en primer lugar una anotación de los Diarios, de fecha 24 de diciembre de 1911, que el autor realizó con ocasión del Berit-Milá (la circuncisión) de su primer sobrino. En esa celebración familiar Kafka tuvo ocasión de presenciar otra vez algo muy parecido a lo que luego, en la Carta al padre, iba a reprocharle a su progenitor: la «indiferencia” de los asistentes al ritual al que estaban asistiendo, que presenciaron –escribió– «aburridos o soñando, sin entender absolutamente nada de la plegaria». Pero en los Diarios esta observación fue, además, el detonante de la siguiente reflexión sobre el futuro del «judaísmo europeo occidental»:
«He visto ante mí el judaísmo europeo occidental implicado en una transición evidente y de imprevisibles consecuencias, que no preocupa a los inmediatamente afectados, los cuales, como auténticas personas de transición, aceptan lo que les viene impuesto. Estas formas religiosas, llegadas a su definitivo final, tenían, en su práctica de hoy, un carácter tan indiscutible y meramente histórico, que sólo parecía necesario un brevísimo espacio de tiempo, dentro de esa misma mañana, para interesar históricamente a los presentes con relatos sobre la anticuada costumbre primitiva de la circuncisión y sus plegarias semicantadas».
El autor estaba hablando aquí acerca del proceso de secularización que afectaba a toda la sociedad occidental y, por tanto, también a la parte judía de esa sociedad, que, según lo veía él, se encontraba expuesta por este motivo a unas «imprevisibles consecuencias». Dichas consecuencias, que no parecían preocupar a los «inmediatamente afectados», pero sí a él, quedaban aclaradas en la segunda parte del texto, donde Kafka expresó de forma bastante taxativa su convicción de que las «formas religiosas» de la vida judía habían llegado «a su definitivo final» y de que, en consecuencia, incluso el ritual del Berit-Milá estaba destinado a convertirse en algo del pasado, provisto sólo, si acaso, de interés histórico: una suerte, pues, de resto arqueológico del judaísmo.
La importancia de este pasaje reside en que el diagnóstico de Kafka coincidía punto por punto con el que, desde finales del siglo XIX, venían realizando algunos de los más importantes ideólogos e intelectuales judíos del este de Europa, a quienes se tiene, precisamente, por los fundadores y promotores de lo que con el tiempo iba a ser conocido como nacionalismo judío o sionismo. Tal como narra Georges Bensoussan en su monumental Histoire intellectuelle et politique du sionisme, todos esos intelectuales habían alertado ya, en efecto, de las graves consecuencias que el proceso de secularización iba a tener en el concreto caso del judaísmo. Y el motivo era el siguiente: mientras que el resto de los pueblos europeos poseía no solo una identidad religiosa, sino también una identidad nacional (eran cristianos, pero también franceses, ingleses, germanos, etc.), el pueblo judío había basado su identidad, durante muchos siglos, casi exclusivamente en el hecho religioso. Por efecto del exilio y de la diáspora, se había definido a sí mismo como el pueblo del Libro, de manera que, según solía decirse, la Torah era su única patria, la patria que siempre llevaba consigo. En el caso del judaísmo, entonces, el proceso de secularización, al poner en riesgo a la religión, amenazaba la existencia misma del pueblo judío, que, a diferencia del resto de los pueblos europeos, parecía condenado a desaparecer junto con sus formas religiosas de vida. Y de ahí la necesidad, sentida como urgente por muchos de esos intelectuales judíos, de reivindicar y recuperar la perdida identidad nacional, que, apoyada otra vez en la posesión de una cultura propia (integrada por todos los textos judíos, religiosos o no), una lengua propia (hebreo o yiddish) y, de ser posible, un suelo propio (Eretz Israel), podría garantizar su supervivencia más allá de lo que pudiera ocurrir con las creencias religiosas –y también, por supuesto, de lo que deparase esa otra y terrible amenaza que representaba el creciente antisemitismo–.
Kafka no llegó nunca a afiliarse a la Bar Kochba y ni tan siquiera gustaba de aplicarse a sí mismo el calificativo de «sionista», decisiones ambas que cabría atribuir al lógico deseo de preservar su independencia de escritor respecto de cualquier sistema cerrado de pensamiento. Pero, a pesar de estas reservas y cautelas, son muchos los textos que, tanto en su obra testimonial como en la de ficción, ponen de manifiesto el parentesco entre lo que él llamó «mi nuevo judaísmo» y el proyecto sionista que acaba de describirse. Especialmente elocuente a este respecto es una anotación de los Diarios, del 6 de enero de 1912, en la que dijo haber asistido a las representaciones de una compañía judía de teatro, la dirigida por Yischak Löwy, con el único propósito de ilustrarse y «progresar en mi torpe judaísmo». Por las fechas en las que dio comienzo la tercera posición o fase de su judaísmo, a la que aquí he dado el nombre de regreso, el autor estaba haciendo, pues, un denodado esfuerzo por dejar de ser lo que había sido hasta entonces, a saber, un judío occidental asimilado (de lengua y educación exclusivamente germanas), para convertirse en un nuevo judío, provisto de una cultura judía. Entre las actuaciones que Kafka llevó a cabo para adquirir esa cultura de la que no se sentía poseedor, cabe destacar la de leer a «escritores judíos», los mismos a los que su padre encontraba ilegibles; la de escuchar, junto a Max Brod, las conferencias que organizaba la Bar Kochba; y la de asistir al teatro en yiddish que se representaba en el café Savoy, donde también tuvo ocasión de oír, en boca del propio Yischak Löwy, algunos pasajes de las obras de Scholem Aleijem, Rosenfeld y Bialik, los tres escritores en yiddish que representaban lo mejor de la nueva literatura nacional judía. Dentro de este mismo proyecto de inmersión cultural habría que inscribir también su nuevo interés, documentado asimismo a partir de 1911-1912, por las dos lenguas del judaísmo: el yiddish, al que dedicó una conferencia; y el hebreo, que trató de aprender, en especial en los últimos momentos de su vida, cuando la jubilación le permitió dedicar más tiempo al estudio.
Kafka no se limitó a ser, sin embargo, lo que se conoce como un sionista cultural. De su interés por la parte más política del proyecto, la referida a la posible construcción de una patria judía en Palestina, hay muchos testimonios (los de Max Brod, Gustav Janouch y Dora Dymant, entre otros) y también muchos documentos, entre ellos los de sus primeras cartas a Felice, que versaron sobre la «promesa» que ella le había hecho, la tarde en la que se conocieron en casa de Max Brod, de «acompañarle el próximo año en un viaje a Palestina». Me centraré aquí, sin embargo, en una anotación de los Diarios de carácter más literario. Con fecha 26 de marzo de 1911 y, por tanto, en los inicios de su nuevo judaísmo, Kafka escribió allí una suerte de reseña crítica de una novela de Max Brod titulada Las judías, que arrancaba señalando una importante diferencia entre ella y la mayoría de «las narraciones europeas occidentales» protagonizadas por judíos (que incluían a «grupos de judíos», dijo literalmente). Los lectores de este tipo de novelas –explicó a continuación– estaban «acostumbrados a buscar y encontrar inmediatamente la solución de la cuestión judía por debajo o por encima de lo narrado”, pero, en el caso de Las judías, esa solución no solo no aparecía, sino que ni siquiera se conjeturaba, lo que, en opinión de Kafka, obedecía al hecho de que los únicos personajes que se ocupaban de esta cuestión estuvieran «muy alejados del centro neurálgico del relato» (eran, hay que entender, personajes secundarios). Y el escritor, de quien siempre se dice que fue menos sionista que Brod, juzgó esta diferencia «un defecto de la narración», tanto más –dijo en un sentido ya abiertamente político– “por cuanto que hoy, desde la existencia del sionismo, las posibilidades de solución se ordenan con tanta claridad en torno al problema judío, que al escritor le habría bastado con dar unos pasos para hallar una solución acorde con su relato».
Se ve, pues, que, a las alturas de marzo de 1911, la actitud de Kafka hacia el sionismo no era ya en modo alguno la misma que tanto había molestado a su amigo Hugo Bergmann en 1902. Lejos de burlarse aquí del reciente sionismo de Brod, que acababa de afiliarse a la Bar Kochba, el escritor parecía más bien reprocharle que no hubiera sido lo suficientemente sionista, que no se hubiera atrevido a cerrar su novela con alguna de las soluciones que la existencia del sionismo permitía contemplar. Lamentablemente, Kafka no explicó cuál habría debido ser, en su opinión, la solución más «acorde» con este concreto relato, pero la anotación prueba que, en el momento de su regreso al judaísmo –coincidente con aquel en que empezó a escribir–, no solo estaba muy interesado en la literatura escrita y protagonizada por judíos, sino también en su mayor o menor conexión con las propuestas sionistas. No puede sorprender, por tanto, que esas inquietudes, tanto las judías en general como las sionistas en particular, se plasmasen en su propia obra narrativa, donde, si bien es verdad que hay muy pocos relatos de temática explícitamente judía (Sobre el teatro judío y En la sinagoga, básicamente), son bastantes más, en cambio, los que la abordan de manera metafórica o simbólica. Situaciones típicas de la vida judía en Europa se representan, sobre todo, en sus dos grandes novelas, El proceso y El castillo, pero también en distintos relatos cortos como Informe para una Academia, Investigaciones de un perro y Chacales y árabes, este último ambientado incluso en la Palestina bajo dominio británico.
Tal como el enojo de su padre traslucía, el regreso de Kafka al judaísmo no se produjo, pues, por vía religiosa, a manera de teshuvá (retorno por arrepentimiento), sino por vía secular, a través de los textos y escritores profanos que, por entonces, empezaban a integrar el corpus de la moderna literatura judía. Y el autor lo hizo así, además, a partir de un entendimiento de la identidad judía muy distinto al de la generación de su padre y mucho más próximo al que se defendía por entonces en los círculos nacionalistas y sionistas. Pues, en efecto, y con independencia del nombre que se diese a sí mismo, el nuevo judaísmo de Kafka se originó en la premisa, propia del nacionalismo judío, de que el judaísmo no se reducía a una religión, sino que era también y sobre todo un pueblo, cuya cultura y personalidad había que tratar por eso de preservar y mantener incluso en medio del moderno e imparable desencantamiento del mundo.
Este artículo ha sido publicado originalmente en la revista ‘Cuadernos FAES de pensamiento político’. Si quiere leer otros textos parecidos o saber más sobre esa publicación, puede visitar su página web.
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Según relató él mismo en la Carta al padre, la manera en la que Kafka vivió y experimentó su condición judía no fue siempre la misma. A lo largo de su vida y hasta 1917, año en que redactó la Carta, había ido adoptando –dijo allí– al menos «tres posiciones» respecto del judaísmo.
Aunque las llamó así, posiciones, el autor podría haber hablado perfectamente de fases o etapas, puesto que, tal como luego fue revelando en el mismo texto, cada una de ellas se había dado en un distinto momento de su vida: la primera, en la infancia; la segunda, en la adolescencia y primera juventud; y la tercera, en su edad adulta, aquella desde la que, precisamente, estaba dirigiéndose a su padre con el objetivo, expresado al final ya del escrito, de «darnos a ambos un poco de sosiego y hacernos más fáciles la vida y la muerte».
A la hora de describir sus primeras vivencias del judaísmo, las de la infancia, Kafka lo hizo en términos exclusivamente religiosos. Recordó, en concreto, los «reproches» que de niño se hacía a sí mismo por no cumplir con las obligaciones de un judío practicante: ir con frecuencia a la sinagoga, ayunar, etc. Y evocó también el «sentimiento de culpa» que esto le provocaba, en especial porque, tal como lo vivía por entonces, la creencia de estar pecando afectaba no solo a sus relaciones con Dios, sino también y sobre todo al vínculo con su padre, que era de quien había recibido directamente el mandato religioso –y con quien, por ese motivo, creía encontrarse siempre en falta–.
Tal como Kafka lo veía, lo transmitido por el padre no había sido un auténtico judaísmo, sino lo que llamó en la Carta «una especie de religiosidad judía»: una serie de «insignificancias», añadió, que los dos llevaban a cabo «en nombre del judaísmo»
En la segunda fase de su judaísmo, la de la adolescencia y primera juventud, el autor debió de desprenderse de ese infantil sentimiento de culpa, puesto que, según contó en la Carta, tomó la drástica decisión de «deshacerse» del judaísmo de su infancia. En el momento de escribir el texto, Kafka atribuyó esa decisión a la conciencia, adquirida progresivamente, de que lo recibido de su padre en la infancia no había sido sino un «simulacro de judaísmo». Aludía así al relajamiento de la práctica religiosa que, por entonces, caracterizaba ya a la mayoría de los judíos de Praga, una comunidad en general poco ortodoxa, bastante liberal y, en consecuencia, también bastante laxa a la hora de seguir las tradiciones y rituales religiosos. En el caso de Hermann Kafka, por ejemplo, todo se reducía –según explicó el escritor– a asistir «cuatro días al año al templo» (en referencia, seguramente, a las cuatro grandes festividades judías) y despachar «pacientemente las oraciones como una formalidad», demostrando así que estaba «más cerca de los indiferentes que de los que lo tomaban en serio». En cuanto a la vida religiosa en el hogar, todo había sido «aún más penoso», puesto que –siguió contando Kafka– únicamente se celebraba «la primera velada de Pascua» (en referencia al Séder de Pesah).
Tal como Kafka lo veía desde la perspectiva ya de la edad adulta, lo así transmitido por el padre no había sido, por consiguiente, un auténtico judaísmo, sino lo que llamó en la Carta «una especie de religiosidad judía»: una serie de «insignificancias», añadió, que los dos llevaban a cabo «en nombre del judaísmo». El autor cerró por eso el relato de sus vivencias judías infantiles refiriéndose, en tono despectivo, al «material espiritual» que le fue legado y atribuyendo a esta concreta herencia esa resolución, tomada en la adolescencia, de alejarse por completo del único judaísmo que hasta entonces conocía. Por decirlo en sus propias palabras: «Lo que yo no entendía es qué otra cosa mejor se podía hacer con ese material que deshacerse de él lo antes posible».
En la segunda fase de sus relaciones con el judaísmo, Kafka se deshizo del material religioso que su padre le había legado, pero sin sustituirlo todavía por ninguna otra manera de entender y vivir la condición judía, como podía serlo la representada por el sionismo
Si hubiera que caracterizar con una sola palabra esta segunda fase de su judaísmo, la de la etapa adolescente y juvenil, la más adecuada sería, por tanto, la de alejamiento o fuga. El escritor pasó muchos años, todos los de su etapa de estudiante de enseñanza secundaria y universitaria, dándole la espalda a la tradición religiosa que había heredado de sus padres y viviendo así lo que Marthe Robert llamó «un largo período de asimilación». El principal testimonio a este respecto lo habría dado uno de sus amigos de infancia, el también judío Hugo Bergmann, quien describió al escritor por aquellos años completamente inmerso en «una atmósfera atea o panteísta», hasta el punto de que –contó– trataba, incluso, de apartarlo a él de la fe. Los hechos narrados por Bergmann han quedado documentados también en una anotación de los Diarios, donde el propio Kafka evocó así sus juveniles discusiones con el amigo: «Recuerdo que en mis tiempos de Instituto disputaba a menudo (…) con Bergmann sobre Dios y la posibilidad de su existencia».
Los debates con el amigo no versaron solo, sin embargo, sobre asuntos teológicos. Gracias también a Bergmann conocemos las que fueron las primeras posiciones de Kafka respecto de otros temas asimismo judíos, pero de carácter más político que religioso. Mientras que Kafka se consideraba «socialista» (hay datos también de su simpatía por el anarquismo), Bergmann tomó en 1898 la decisión de abrazar la novedosa causa del sionismo, convirtiéndose así en uno de los miembros fundadores de la que, con el tiempo, iba a ser una de las principales asociaciones sionistas del Imperio austrohúngaro, la Bar Kochba, así llamada en homenaje al líder de la última revuelta de los judíos contra Roma. La reacción de Kafka a esta noticia se encuentra documentada en una carta del amigo, en la que este se quejaba de que hubiera hecho «mofa» de su sionismo y se mostraba extrañado ante el hecho de que «tú, quien (…) fuiste mi compañero de clase durante tanto tiempo, no comprendes mi sionismo». Se ve, pues, que, en la segunda fase de sus relaciones con el judaísmo, Kafka se deshizo del material religioso que su padre le había legado, pero sin sustituirlo todavía por ninguna otra manera de entender y vivir la condición judía, como podía serlo la representada por el sionismo.
La tercera fase de su evolución consistió, ciertamente, en un acercamiento o regreso al judaísmo, si bien no a aquel que su padre le había legado, sino a otro muy distinto, en el que un judío tan tradicional como Hermann Kafka no pudo reconocerse
Sin embargo, cuando escribió la Carta al padre, con la edad de treinta y seis años, el autor estaba muy lejos de sentirse satisfecho de estos episodios juveniles. Si se los recordó a su padre no fue para ufanarse de ellos, sino más bien para explicarlos y justificarlos a la manera kafkiana, es decir, exactamente igual que lo habría hecho un culpable. De ahí que, como ya he dicho, lo atribuyese todo a la «poca consistencia» del «simulacro de judaísmo» que aquel le había legado en la infancia. Si se mira bien, el autor no se estaba quejando ahora de que le hubiera legado la herencia judía (como si siguiera considerándola una rémora, algo de lo que solo cupiera deshacerse), sino de que no se la hubiera transmitido mejor, de que no le hubiera proporcionado un «material espiritual» más rico, un auténtico y verdadero judaísmo que él hubiera podido estar interesado en conservar. De hecho, en cierto momento del texto llegó incluso a sugerir que todo podría haber sido distinto si el judaísmo del padre hubiera sido «más intenso», en cuyo caso él habría podido recibir quizás un ejemplo «más convincente» y haber actuado –se entiende– de otro modo.
En cualquier caso, y a diferencia de lo que había ocurrido en el período de la adolescencia, las observaciones de la Carta no estaban destinadas ya a culpar al padre por lo ocurrido. En el momento de redactar esas páginas, Kafka había llegado a ser muy consciente de que ese simulacro de judaísmo que había vivido en su infancia no era algo de lo que su progenitor hubiera sido el directo responsable, ni algo que solo le hubiera afectado a él en tanto que hijo del contradictorio y autoritario Hermann Kafka. Desde la perspectiva que le habían abierto ciertas lecturas, realizadas en edad adulta, el escritor inscribió lo sucedido dentro de un fenómeno colectivo o generacional que, más allá de los Kafka, había caracterizado a «una gran parte de la generación judía de la transición, esa generación que emigró del campo, donde el ambiente era todavía relativamente religioso, a la ciudad». Tal como él lo describió, el caso de su padre había sido el de un judío que, después de haber vivido su infancia y juventud en un ambiente tradicional, el de una «pequeña comunidad rural, semejante a un gueto», se había trasladado a la ciudad trayéndose consigo «algo de judaísmo», que luego, en la ciudad y durante el servicio militar, «se fue perdiendo un poco». Habían sido, por tanto, las circunstancias de la vida de su padre, comunes a muchos judíos de la época, las que derivaron en esa laxa religiosidad que con tan poco éxito trató de transmitirle a su hijo.
Si Kafka pudo ser tan comprensivo con las limitaciones de su padre fue porque, cuando escribió estas líneas, llevaba ya bastantes años viviendo la tercera y última fase de sus relaciones con el judaísmo: aquella en la que, dicho por él mismo, empezó a ver las cosas «con otros ojos». El cambio debió de ser tan evidente que, hasta el padre, que no supo valorarlo como él habría deseado, sí fue al menos capaz de percibirlo. Ocurrió así cuando, según se cuenta en la Carta, tuvo la «impresión» de que su hijo había empezado a dedicarse «más a los temas judíos». Lo así detectado por el padre no fue, sin embargo, una mera impresión, sino algo muy real, que el propio Kafka certificó al referirse, unas líneas más abajo, a «mi nuevo judaísmo». Se dio, sin embargo, la paradoja de que este movimiento, lejos de complacer al padre, dio lugar a nuevos desencuentros: «El judaísmo –le recordó en la Carta– se te hizo odioso, los escritores judíos, ilegibles, te ‘repugnaban’». Aunque incomprensible a primera vista, la reacción del padre tuvo una poderosa razón de ser: según deja ver la fórmula de «nuevo judaísmo» elegida por el propio Kafka, la tercera posición o fase de su evolución consistió, ciertamente, en un acercamiento o regreso al judaísmo, si bien no a aquel que su padre le había legado, sino a otro muy distinto, en el que un judío tan tradicional como Hermann Kafka no pudo, por consiguiente, reconocerse. Tal como el propio autor resumió, el enojo del padre obedeció a que, visto desde su perspectiva, «sólo era auténtico el judaísmo que me habías mostrado en la infancia, y que fuera de él no había nada».
Kafka no llegó nunca a afiliarse a la Bar Kochba y ni tan siquiera gustaba de aplicarse a sí mismo el calificativo de «sionista», decisiones ambas que cabría atribuir al lógico deseo de preservar su independencia de escritor respecto de cualquier sistema cerrado de pensamiento
Acerca de este «nuevo judaísmo» de Kafka, que él mismo contrapuso al de su infancia (el viejo judaísmo de esa generación de transición a la que su padre pertenecía), no se dice nada más en la Carta. Tal como allí se lo presenta, habría consistido en un nuevo interés por los temas judíos y por ciertos escritores judíos que su padre juzgó ininteligibles. Para saber algo más hay que recurrir, por tanto, a otros textos testimoniales. Destaco en primer lugar una anotación de los Diarios, de fecha 24 de diciembre de 1911, que el autor realizó con ocasión del Berit-Milá (la circuncisión) de su primer sobrino. En esa celebración familiar Kafka tuvo ocasión de presenciar otra vez algo muy parecido a lo que luego, en la Carta al padre, iba a reprocharle a su progenitor: la «indiferencia” de los asistentes al ritual al que estaban asistiendo, que presenciaron –escribió– «aburridos o soñando, sin entender absolutamente nada de la plegaria». Pero en los Diarios esta observación fue, además, el detonante de la siguiente reflexión sobre el futuro del «judaísmo europeo occidental»:
«He visto ante mí el judaísmo europeo occidental implicado en una transición evidente y de imprevisibles consecuencias, que no preocupa a los inmediatamente afectados, los cuales, como auténticas personas de transición, aceptan lo que les viene impuesto. Estas formas religiosas, llegadas a su definitivo final, tenían, en su práctica de hoy, un carácter tan indiscutible y meramente histórico, que sólo parecía necesario un brevísimo espacio de tiempo, dentro de esa misma mañana, para interesar históricamente a los presentes con relatos sobre la anticuada costumbre primitiva de la circuncisión y sus plegarias semicantadas».
El autor estaba hablando aquí acerca del proceso de secularización que afectaba a toda la sociedad occidental y, por tanto, también a la parte judía de esa sociedad, que, según lo veía él, se encontraba expuesta por este motivo a unas «imprevisibles consecuencias». Dichas consecuencias, que no parecían preocupar a los «inmediatamente afectados», pero sí a él, quedaban aclaradas en la segunda parte del texto, donde Kafka expresó de forma bastante taxativa su convicción de que las «formas religiosas» de la vida judía habían llegado «a su definitivo final» y de que, en consecuencia, incluso el ritual del Berit-Milá estaba destinado a convertirse en algo del pasado, provisto sólo, si acaso, de interés histórico: una suerte, pues, de resto arqueológico del judaísmo.
La importancia de este pasaje reside en que el diagnóstico de Kafka coincidía punto por punto con el que, desde finales del siglo XIX, venían realizando algunos de los más importantes ideólogos e intelectuales judíos del este de Europa, a quienes se tiene, precisamente, por los fundadores y promotores de lo que con el tiempo iba a ser conocido como nacionalismo judío o sionismo. Tal como narra Georges Bensoussan en su monumental Histoire intellectuelle et politique du sionisme, todos esos intelectuales habían alertado ya, en efecto, de las graves consecuencias que el proceso de secularización iba a tener en el concreto caso del judaísmo. Y el motivo era el siguiente: mientras que el resto de los pueblos europeos poseía no solo una identidad religiosa, sino también una identidad nacional (eran cristianos, pero también franceses, ingleses, germanos, etc.), el pueblo judío había basado su identidad, durante muchos siglos, casi exclusivamente en el hecho religioso. Por efecto del exilio y de la diáspora, se había definido a sí mismo como el pueblo del Libro, de manera que, según solía decirse, la Torah era su única patria, la patria que siempre llevaba consigo. En el caso del judaísmo, entonces, el proceso de secularización, al poner en riesgo a la religión, amenazaba la existencia misma del pueblo judío, que, a diferencia del resto de los pueblos europeos, parecía condenado a desaparecer junto con sus formas religiosas de vida. Y de ahí la necesidad, sentida como urgente por muchos de esos intelectuales judíos, de reivindicar y recuperar la perdida identidad nacional, que, apoyada otra vez en la posesión de una cultura propia (integrada por todos los textos judíos, religiosos o no), una lengua propia (hebreo o yiddish) y, de ser posible, un suelo propio (Eretz Israel), podría garantizar su supervivencia más allá de lo que pudiera ocurrir con las creencias religiosas –y también, por supuesto, de lo que deparase esa otra y terrible amenaza que representaba el creciente antisemitismo–.
Kafka no llegó nunca a afiliarse a la Bar Kochba y ni tan siquiera gustaba de aplicarse a sí mismo el calificativo de «sionista», decisiones ambas que cabría atribuir al lógico deseo de preservar su independencia de escritor respecto de cualquier sistema cerrado de pensamiento. Pero, a pesar de estas reservas y cautelas, son muchos los textos que, tanto en su obra testimonial como en la de ficción, ponen de manifiesto el parentesco entre lo que él llamó «mi nuevo judaísmo» y el proyecto sionista que acaba de describirse. Especialmente elocuente a este respecto es una anotación de los Diarios, del 6 de enero de 1912, en la que dijo haber asistido a las representaciones de una compañía judía de teatro, la dirigida por Yischak Löwy, con el único propósito de ilustrarse y «progresar en mi torpe judaísmo». Por las fechas en las que dio comienzo la tercera posición o fase de su judaísmo, a la que aquí he dado el nombre de regreso, el autor estaba haciendo, pues, un denodado esfuerzo por dejar de ser lo que había sido hasta entonces, a saber, un judío occidental asimilado (de lengua y educación exclusivamente germanas), para convertirse en un nuevo judío, provisto de una cultura judía. Entre las actuaciones que Kafka llevó a cabo para adquirir esa cultura de la que no se sentía poseedor, cabe destacar la de leer a «escritores judíos», los mismos a los que su padre encontraba ilegibles; la de escuchar, junto a Max Brod, las conferencias que organizaba la Bar Kochba; y la de asistir al teatro en yiddish que se representaba en el café Savoy, donde también tuvo ocasión de oír, en boca del propio Yischak Löwy, algunos pasajes de las obras de Scholem Aleijem, Rosenfeld y Bialik, los tres escritores en yiddish que representaban lo mejor de la nueva literatura nacional judía. Dentro de este mismo proyecto de inmersión cultural habría que inscribir también su nuevo interés, documentado asimismo a partir de 1911-1912, por las dos lenguas del judaísmo: el yiddish, al que dedicó una conferencia; y el hebreo, que trató de aprender, en especial en los últimos momentos de su vida, cuando la jubilación le permitió dedicar más tiempo al estudio.
Kafka no se limitó a ser, sin embargo, lo que se conoce como un sionista cultural. De su interés por la parte más política del proyecto, la referida a la posible construcción de una patria judía en Palestina, hay muchos testimonios (los de Max Brod, Gustav Janouch y Dora Dymant, entre otros) y también muchos documentos, entre ellos los de sus primeras cartas a Felice, que versaron sobre la «promesa» que ella le había hecho, la tarde en la que se conocieron en casa de Max Brod, de «acompañarle el próximo año en un viaje a Palestina». Me centraré aquí, sin embargo, en una anotación de los Diarios de carácter más literario. Con fecha 26 de marzo de 1911 y, por tanto, en los inicios de su nuevo judaísmo, Kafka escribió allí una suerte de reseña crítica de una novela de Max Brod titulada Las judías, que arrancaba señalando una importante diferencia entre ella y la mayoría de «las narraciones europeas occidentales» protagonizadas por judíos (que incluían a «grupos de judíos», dijo literalmente). Los lectores de este tipo de novelas –explicó a continuación– estaban «acostumbrados a buscar y encontrar inmediatamente la solución de la cuestión judía por debajo o por encima de lo narrado”, pero, en el caso de Las judías, esa solución no solo no aparecía, sino que ni siquiera se conjeturaba, lo que, en opinión de Kafka, obedecía al hecho de que los únicos personajes que se ocupaban de esta cuestión estuvieran «muy alejados del centro neurálgico del relato» (eran, hay que entender, personajes secundarios). Y el escritor, de quien siempre se dice que fue menos sionista que Brod, juzgó esta diferencia «un defecto de la narración», tanto más –dijo en un sentido ya abiertamente político– “por cuanto que hoy, desde la existencia del sionismo, las posibilidades de solución se ordenan con tanta claridad en torno al problema judío, que al escritor le habría bastado con dar unos pasos para hallar una solución acorde con su relato».
Se ve, pues, que, a las alturas de marzo de 1911, la actitud de Kafka hacia el sionismo no era ya en modo alguno la misma que tanto había molestado a su amigo Hugo Bergmann en 1902. Lejos de burlarse aquí del reciente sionismo de Brod, que acababa de afiliarse a la Bar Kochba, el escritor parecía más bien reprocharle que no hubiera sido lo suficientemente sionista, que no se hubiera atrevido a cerrar su novela con alguna de las soluciones que la existencia del sionismo permitía contemplar. Lamentablemente, Kafka no explicó cuál habría debido ser, en su opinión, la solución más «acorde» con este concreto relato, pero la anotación prueba que, en el momento de su regreso al judaísmo –coincidente con aquel en que empezó a escribir–, no solo estaba muy interesado en la literatura escrita y protagonizada por judíos, sino también en su mayor o menor conexión con las propuestas sionistas. No puede sorprender, por tanto, que esas inquietudes, tanto las judías en general como las sionistas en particular, se plasmasen en su propia obra narrativa, donde, si bien es verdad que hay muy pocos relatos de temática explícitamente judía (Sobre el teatro judío y En la sinagoga, básicamente), son bastantes más, en cambio, los que la abordan de manera metafórica o simbólica. Situaciones típicas de la vida judía en Europa se representan, sobre todo, en sus dos grandes novelas, El proceso y El castillo, pero también en distintos relatos cortos como Informe para una Academia, Investigaciones de un perro y Chacales y árabes, este último ambientado incluso en la Palestina bajo dominio británico.
Tal como el enojo de su padre traslucía, el regreso de Kafka al judaísmo no se produjo, pues, por vía religiosa, a manera de teshuvá (retorno por arrepentimiento), sino por vía secular, a través de los textos y escritores profanos que, por entonces, empezaban a integrar el corpus de la moderna literatura judía. Y el autor lo hizo así, además, a partir de un entendimiento de la identidad judía muy distinto al de la generación de su padre y mucho más próximo al que se defendía por entonces en los círculos nacionalistas y sionistas. Pues, en efecto, y con independencia del nombre que se diese a sí mismo, el nuevo judaísmo de Kafka se originó en la premisa, propia del nacionalismo judío, de que el judaísmo no se reducía a una religión, sino que era también y sobre todo un pueblo, cuya cultura y personalidad había que tratar por eso de preservar y mantener incluso en medio del moderno e imparable desencantamiento del mundo.
Este artículo ha sido publicado originalmente en la revista ‘Cuadernos FAES de pensamiento político’. Si quiere leer otros textos parecidos o saber más sobre esa publicación, puede visitar su página web.
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