Simon Gray: memorias de un viejo gruñón

Un día que Simon Gray visitó en el hospital a su padre ya en las últimas se lo encontró muy alterado porque le habían quitado el tabaco. Fue a hablar con la enfermera y mantuvo con ella el siguiente diálogo: «Verá –me dijo–, creemos que el tabaco fue la causa más probable de su enfermedad». «Pero me dice usted que se está muriendo…» «Sí, me confirmó, se estaba muriendo». «Entonces, ¿por qué no le dejan fumar?» «Porque es perjudicial para su salud». «Pero si se está muriendo…» «Porque fumaba». «¿Qué importa que fumara o no a estas alturas?» «Importa porque no debería fumar».

La situación descrita es interesante, por un lado, como constatación arqueológica e inaudita de que hubo un tiempo en que en las habitaciones de los hospitales los pacientes podían fumar sin tener que esconderse demasiado. Pero sobre todo por su vena absurda, de diálogo de besugos, ilustrativa de la rigidez y de la tontería humana. Esto segundo ya no es arqueológico, se da en todas las épocas y parece ser consustancial a la especie. La escena pertenece a Diarios de un fumador (Gatopardo Ediciones) de Simon Gray (1936-2008), un autor apenas conocido en España, pero que tuvo una carrera muy prolífica en su Inglaterra natal.

Escribió algunas novelas, pero fue sobre todo conocido como dramaturgo. Escribió más de 40 obras de teatro, no solo para los escenarios, sino también para la radio y la televisión. Gray pertenece a la brillante generación de dramaturgos británicos –la de Alan Bennett, Dennis Potter, Tom Stoppard y Harold Pinter– nacidos en los años treinta y que se diversificaron escribiendo para medios como los mencionados y también trabajaron como guionista de cine, aunque en el caso de Gray, en esto último no se prodigó.

Su obra más celebrada es Butley, ácida mirada sobre el hundimiento de un profesor universitario. Fue la primera de sus piezas que dirigió en el teatro su amigo Harold Pinter –sin duda, el dramaturgo más importante de esta generación– y el mismo Pinter realizó una versión filmada, protagonizada –al igual que en el escenario– por Alan Bates (pueden verla en Filmin). Pinter dirigió un total diez obras de Gray, la última de ellas Old Masters, centrada en el encuentro entre el experto y autentificador de obras de arte renacentista Bernard Berenson –al que se acusó de cobrar por autentificar pinturas que no eran auténticas– y el legendario marchante Joseph Duveen.

Harold Pinter es un personaje que aparece mucho en estos Diarios de un fumador. En las primeras páginas le cuenta a su amigo Gray que le han diagnosticado un cáncer de esófago y a lo largo del libro el lector va teniendo puntuales noticias de sus altibajos. Otro amigo del autor, el periodista y biógrafo Ian Hamilton, acaba de morir del mismo mal, y al final del libro el propio Gray anuncia que también a él le han detectado un tumor. Por si hiciera falta más drama: se habla además de penurias económicas, recuerdos infantiles no precisamente gratos que hacen referencia tanto a unos padres no muy cariñosos como a acosos y abusos sufridos en la escuela. Y para colmo el autor no para de referirse a su decrepitud de la vejez. Con este panorama, parecería que lo más sensato es abstenerse de leer este libro para no acabar deprimido. Y, sin embargo, es un texto repleto de ingenio, agudezas y sarcasmos. El humor que destila es lo que hace que su lectura sea recomendable.

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Diarios de un fumador
Simon Gray

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Obras autobiográficas

Gray ya había tanteado este registro entre el diario y las memorias en algunos libros notables como Fat Chance (inédito en castellano), que cuenta el desaguisado que vivió cuando, a los tres días del estreno en el West End de su obra Cell Mates (sobre el espía George Blake), a su protagonista, Stephen Fry le dio una pájara y se largó sin avisar a nadie a Brujas para poner tierra por medio.

Sin embargo, es en sus últimos años de vida cuando Gray se puso a escribir obras autobiográficas de manera frenética. Diarios de un fumador, que arranca cuando cumple los 66, es el primero de lo que acabaría siendo una trilogía, a la que se añadiría póstumamente una coda. El interés de sus andanzas de escritor decrépito que ya no goza del éxito y el dinero de antaño lo dan la agudeza y la mala baba de su mirada, muchas veces centrada en sí mismo.

Hay en estas páginas pinceladas sobre vacas sagradas del teatro británico como Richard Eyre y Sam Mendes, aquí conocidos por su faceta de directores de cine, pero que son figuras muy relevantes de los escenarios londinenses de las últimas décadas. Y cuenta también el autor una aparición en un festival literario en Canadá y otras peripecias en el mundillo cultural. Sin embargo, lo más jugoso son sus reflexiones o desparrames mentales con teorías peregrinas como la relación de las hemorroides que sufría Gary Cooper cuando rodó Solo ante el peligro y el éxito de la película, porque influyeron en el modo en que caminaba y que tanto impactó en la pantalla.

También destacan las escenas cotidianas a las que saca punta. Entre ellas, una estancia veraniega en la costa de Liguria con su mujer, durante las que les pasa de todo: desde que la comida del hotel es un asco –lo cual, tratándose de Italia, es anatema–, hasta que el anciano que ocupa la habitación contigua muere de forma súbita. Gray evoca otras vacaciones que pasaron en el mismo lugar muchos años atrás, cuando era joven y la vida parecía más luminosa. Ahora se ha convertido en «un inglés con la cara colorada y el cuerpo blanco e hinchado», y se muestra «rebosante de envidia y resentimiento, ojalá fuera joven, ojalá fuera italiano y ojalá el agua no estuviera tan fría». Sí, la vida a veces puede ser un asco, pero con unas gotas de humor resulta más llevadera. Y reírse de sí mismo, como hace Gray en estos diarios de viejo cascarrabias, es un buen mecanismo de autodefensa.

 Un día que Simon Gray visitó en el hospital a su padre ya en las últimas se lo encontró muy alterado porque le habían quitado el  

Un día que Simon Gray visitó en el hospital a su padre ya en las últimas se lo encontró muy alterado porque le habían quitado el tabaco. Fue a hablar con la enfermera y mantuvo con ella el siguiente diálogo: «Verá –me dijo–, creemos que el tabaco fue la causa más probable de su enfermedad». «Pero me dice usted que se está muriendo…» «Sí, me confirmó, se estaba muriendo». «Entonces, ¿por qué no le dejan fumar?» «Porque es perjudicial para su salud». «Pero si se está muriendo…» «Porque fumaba». «¿Qué importa que fumara o no a estas alturas?» «Importa porque no debería fumar».

La situación descrita es interesante, por un lado, como constatación arqueológica e inaudita de que hubo un tiempo en que en las habitaciones de los hospitales los pacientes podían fumar sin tener que esconderse demasiado. Pero sobre todo por su vena absurda, de diálogo de besugos, ilustrativa de la rigidez y de la tontería humana. Esto segundo ya no es arqueológico, se da en todas las épocas y parece ser consustancial a la especie. La escena pertenece a Diarios de un fumador (Gatopardo Ediciones) de Simon Gray (1936-2008), un autor apenas conocido en España, pero que tuvo una carrera muy prolífica en su Inglaterra natal.

Escribió algunas novelas, pero fue sobre todo conocido como dramaturgo. Escribió más de 40 obras de teatro, no solo para los escenarios, sino también para la radio y la televisión. Gray pertenece a la brillante generación de dramaturgos británicos –la de Alan Bennett, Dennis Potter, Tom Stoppard y Harold Pinter– nacidos en los años treinta y que se diversificaron escribiendo para medios como los mencionados y también trabajaron como guionista de cine, aunque en el caso de Gray, en esto último no se prodigó.

Su obra más celebrada es Butley, ácida mirada sobre el hundimiento de un profesor universitario. Fue la primera de sus piezas que dirigió en el teatro su amigo Harold Pinter –sin duda, el dramaturgo más importante de esta generación– y el mismo Pinter realizó una versión filmada, protagonizada –al igual que en el escenario– por Alan Bates (pueden verla en Filmin). Pinter dirigió un total diez obras de Gray, la última de ellas Old Masters, centrada en el encuentro entre el experto y autentificador de obras de arte renacentista Bernard Berenson –al que se acusó de cobrar por autentificar pinturas que no eran auténticas– y el legendario marchante Joseph Duveen.

Harold Pinter es un personaje que aparece mucho en estos Diarios de un fumador. En las primeras páginas le cuenta a su amigo Gray que le han diagnosticado un cáncer de esófago y a lo largo del libro el lector va teniendo puntuales noticias de sus altibajos. Otro amigo del autor, el periodista y biógrafo Ian Hamilton, acaba de morir del mismo mal, y al final del libro el propio Gray anuncia que también a él le han detectado un tumor. Por si hiciera falta más drama: se habla además de penurias económicas, recuerdos infantiles no precisamente gratos que hacen referencia tanto a unos padres no muy cariñosos como a acosos y abusos sufridos en la escuela. Y para colmo el autor no para de referirse a su decrepitud de la vejez. Con este panorama, parecería que lo más sensato es abstenerse de leer este libro para no acabar deprimido. Y, sin embargo, es un texto repleto de ingenio, agudezas y sarcasmos. El humor que destila es lo que hace que su lectura sea recomendable.

Gray ya había tanteado este registro entre el diario y las memorias en algunos libros notables como Fat Chance (inédito en castellano), que cuenta el desaguisado que vivió cuando, a los tres días del estreno en el West End de su obra Cell Mates (sobre el espía George Blake), a su protagonista, Stephen Fry le dio una pájara y se largó sin avisar a nadie a Brujas para poner tierra por medio.

Sin embargo, es en sus últimos años de vida cuando Gray se puso a escribir obras autobiográficas de manera frenética. Diarios de un fumador, que arranca cuando cumple los 66, es el primero de lo que acabaría siendo una trilogía, a la que se añadiría póstumamente una coda. El interés de sus andanzas de escritor decrépito que ya no goza del éxito y el dinero de antaño lo dan la agudeza y la mala baba de su mirada, muchas veces centrada en sí mismo.

Hay en estas páginas pinceladas sobre vacas sagradas del teatro británico como Richard Eyre y Sam Mendes, aquí conocidos por su faceta de directores de cine, pero que son figuras muy relevantes de los escenarios londinenses de las últimas décadas. Y cuenta también el autor una aparición en un festival literario en Canadá y otras peripecias en el mundillo cultural. Sin embargo, lo más jugoso son sus reflexiones o desparrames mentales con teorías peregrinas como la relación de las hemorroides que sufría Gary Cooper cuando rodó Solo ante el peligro y el éxito de la película, porque influyeron en el modo en que caminaba y que tanto impactó en la pantalla.

También destacan las escenas cotidianas a las que saca punta. Entre ellas, una estancia veraniega en la costa de Liguria con su mujer, durante las que les pasa de todo: desde que la comida del hotel es un asco –lo cual, tratándose de Italia, es anatema–, hasta que el anciano que ocupa la habitación contigua muere de forma súbita. Gray evoca otras vacaciones que pasaron en el mismo lugar muchos años atrás, cuando era joven y la vida parecía más luminosa. Ahora se ha convertido en «un inglés con la cara colorada y el cuerpo blanco e hinchado», y se muestra «rebosante de envidia y resentimiento, ojalá fuera joven, ojalá fuera italiano y ojalá el agua no estuviera tan fría». Sí, la vida a veces puede ser un asco, pero con unas gotas de humor resulta más llevadera. Y reírse de sí mismo, como hace Gray en estos diarios de viejo cascarrabias, es un buen mecanismo de autodefensa.

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