Múnich 72: estaban destinadas a ser las olimpiadas de la concordia y el buen rollito, en las que los alemanes demostrarían al mundo que las hitlerianas olimpiadas de Berlín 36 y todo el horror que vino después formaban parte de un pasado ya enterrado. Sin embargo, el 5 de septiembre todo se torció cuando un comando terrorista palestino de la organización Septiembre Negro secuestró a varios atletas y entrenadores de la delegación israelí en sus habitaciones de la villa olímpica. Que en suelo alemán se atentara contra deportistas judíos ya era una pesadilla para las autoridades, porque despertaba siniestros fantasmas. Pero es que además la policía mostró un nivel de ineptitud mayúsculo y el intento de liberar a los rehenes todavía vivos en un aeropuerto militar acabó en masacre. Resultado: 11 atletas israelíes y un policía asesinados y cuatro terroristas muertos.
El tema ha sido abordado por el cine en varias ocasiones, desde ángulos diversos. La primera fue la apañada 21 horas en Múnich, con William Holden y Franco Nero, realizada en 1976 con aires de cine de acción. En 2005 Steven Spielberg abordó en Múnich, uno de sus grandes títulos, las consecuencias del atentado y la metódica e implacable eliminación de los responsables por parte del Mosad, con un trasfondo de reflexión ética sobre la justicia y la venganza. Hay también varios documentales que abordan la dimensión más política, entre los que destaca Un día de septiembre de Kevin Macdonald, que ganó el Oscar en esta categoría en el año 2000.
Llega ahora a los cines Septiembre 5, producción europea de Paramount, dirigida por el suizo Tim Fehlbaum. Plantea un nuevo enfoque muy sugestivo, centrándose en los periodistas que cubrieron en directo aquel ataque terrorista que mantuvo al mundo en vilo. El estudio que ocupaba el equipo de deportes desplazado por la cadena estadounidense ABC estaba muy cerca de donde se produjo el secuestro. Los habían enviado allí para cubrir los eventos olímpicos y celebrar los triunfos del héroe americano del momento: el nadador plusmarquista Mark Spitz. Pero cuando en la madrugada del 5 de septiembre se oyeron en la villa olímpica lo que parecían disparos, empezó a intuirse que el acontecimiento deportivo del año iba a convertirse en otra cosa.
Todo el mundo sabe cómo acabó aquello y sin embargo la película agarra al espectador desde el primer minuto y no lo suelta hasta el final. Porque lo que cuenta no es tanto el secuestro y su trágica conclusión –que aparecen solo a través de las imágenes televisivas y las conversaciones telefónicas– como los sucesivos desafíos a los que se vieron enfrentados aquellos periodistas. Se suceden los retos y los dilemas. De entrada, desde la sede de la cadena quieren apartar al equipo de deportes y que sean reporteros más bregados en estos asuntos los que tomen el relevo, pero resulta que quienes están a dos pasos de un suceso histórico son los de deportes. Después llega el dilema ético resultante de estar retransmitiendo el secuestro en directo: ¿qué pasa si asesinan a un rehén? ¿Eso se puede mostrar al mundo entero? ¿Se debe hacer? Y por último llegan dos pifias que no desvelaré para no incurrir en espóiler pero que plantean más dudas éticas sobre qué límites no debe traspasar el periodismo.
Antes de la era digital
Hay además en la película otro aspecto muy jugoso: muestra la era previa al mundo digital, la del periodismo analógico, que parece ya del paleolítico. Lo refleja muy bien: hay que pelearse por los horarios del satélite, compartido con otras cadenas; hay que desplazar unas cámaras enormes y muy pesadas; hay que colocar a mano y filmar los titulitos que aparecen en pantalla; hay que revelar las escenas grabadas con cámara de cine, y cuando un informador se ha desplazado al lugar de los hechos –el aeropuerto de la masacre final– hay que buscar una cabina telefónica para contar lo sucedido.
La acción se desarrolla en su práctica totalidad en el interior de un estudio de televisión estrecho y no muy iluminado. El uso de una cámara en continuo movimiento contribuye a mantener la tensión y a crear un ritmo vibrante en la narración. La cinta juega muy bien las cartas de los mejores thrillers periodísticos y en algunos momentos entrecruza a los actores con imágenes en los monitores de los presentadores reales que estaban retransmitiendo todo aquello, lo cual añade verismo. Los intérpretes –Peter Sarsgaard, John Magaro y Ben Chaplin– se muestran muy eficaces y metidos en todo momento en sus papeles de periodistas bajo presión. Y la única presencia femenina –Leonie Benesch– también derrocha intensidad. Su personaje, la traductora alemana que trabaja para los americanos, sirve también para dar unas pinceladas sobre la situación laboral femenina en aquellos años, en los que a la traductora la podían mandar a por los cafés en plan chica para todo.
Fue justamente en la década de los setenta cuando se produjo el mayor hito del periodismo moderno, convertido en mito para futuras generaciones: el caso Watergate, destapado por Bernstein y Woodward, los dos reporteros del Washington Post, cuyas informaciones forzaron a dimitir a un presidente. ¿Qué joven periodista no ha soñado con emular esa gesta, que tuvo su gran película: Todos los hombres del presidente? Al lado de eso, lo sucedido en las olimpiadas de Múnich puede parecer menos relevante. Pero es historia de la televisión: fue la primera vez que se transmitía en directo a todo el mundo un secuestro terrorista. Septiembre 5 logra plasmar la tensión y los dilemas que tuvieron que afrontar aquellos informadores deportivos reconvertidos en reporteros en primera línea. Además, consigue mantenerte clavado en la butaca durante una hora y media trepidante. ¿Qué más se puede pedir?
Múnich 72: estaban destinadas a ser las olimpiadas de la concordia y el buen rollito, en las que los alemanes demostrarían al mundo que las hitlerianas
Múnich 72: estaban destinadas a ser las olimpiadas de la concordia y el buen rollito, en las que los alemanes demostrarían al mundo que las hitlerianas olimpiadas de Berlín 36 y todo el horror que vino después formaban parte de un pasado ya enterrado. Sin embargo, el 5 de septiembre todo se torció cuando un comando terrorista palestino de la organización Septiembre Negro secuestró a varios atletas y entrenadores de la delegación israelí en sus habitaciones de la villa olímpica. Que en suelo alemán se atentara contra deportistas judíos ya era una pesadilla para las autoridades, porque despertaba siniestros fantasmas. Pero es que además la policía mostró un nivel de ineptitud mayúsculo y el intento de liberar a los rehenes todavía vivos en un aeropuerto militar acabó en masacre. Resultado: 11 atletas israelíes y un policía asesinados y cuatro terroristas muertos.
El tema ha sido abordado por el cine en varias ocasiones, desde ángulos diversos. La primera fue la apañada 21 horas en Múnich, con William Holden y Franco Nero, realizada en 1976 con aires de cine de acción. En 2005 Steven Spielberg abordó en Múnich, uno de sus grandes títulos, las consecuencias del atentado y la metódica e implacable eliminación de los responsables por parte del Mosad, con un trasfondo de reflexión ética sobre la justicia y la venganza. Hay también varios documentales que abordan la dimensión más política, entre los que destaca Un día de septiembre de Kevin Macdonald, que ganó el Oscar en esta categoría en el año 2000.
Llega ahora a los cines Septiembre 5, producción europea de Paramount, dirigida por el suizo Tim Fehlbaum. Plantea un nuevo enfoque muy sugestivo, centrándose en los periodistas que cubrieron en directo aquel ataque terrorista que mantuvo al mundo en vilo. El estudio que ocupaba el equipo de deportes desplazado por la cadena estadounidense ABC estaba muy cerca de donde se produjo el secuestro. Los habían enviado allí para cubrir los eventos olímpicos y celebrar los triunfos del héroe americano del momento: el nadador plusmarquista Mark Spitz. Pero cuando en la madrugada del 5 de septiembre se oyeron en la villa olímpica lo que parecían disparos, empezó a intuirse que el acontecimiento deportivo del año iba a convertirse en otra cosa.
Todo el mundo sabe cómo acabó aquello y sin embargo la película agarra al espectador desde el primer minuto y no lo suelta hasta el final. Porque lo que cuenta no es tanto el secuestro y su trágica conclusión –que aparecen solo a través de las imágenes televisivas y las conversaciones telefónicas– como los sucesivos desafíos a los que se vieron enfrentados aquellos periodistas. Se suceden los retos y los dilemas. De entrada, desde la sede de la cadena quieren apartar al equipo de deportes y que sean reporteros más bregados en estos asuntos los que tomen el relevo, pero resulta que quienes están a dos pasos de un suceso histórico son los de deportes. Después llega el dilema ético resultante de estar retransmitiendo el secuestro en directo: ¿qué pasa si asesinan a un rehén? ¿Eso se puede mostrar al mundo entero? ¿Se debe hacer? Y por último llegan dos pifias que no desvelaré para no incurrir en espóiler pero que plantean más dudas éticas sobre qué límites no debe traspasar el periodismo.
Hay además en la película otro aspecto muy jugoso: muestra la era previa al mundo digital, la del periodismo analógico, que parece ya del paleolítico. Lo refleja muy bien: hay que pelearse por los horarios del satélite, compartido con otras cadenas; hay que desplazar unas cámaras enormes y muy pesadas; hay que colocar a mano y filmar los titulitos que aparecen en pantalla; hay que revelar las escenas grabadas con cámara de cine, y cuando un informador se ha desplazado al lugar de los hechos –el aeropuerto de la masacre final– hay que buscar una cabina telefónica para contar lo sucedido.
La acción se desarrolla en su práctica totalidad en el interior de un estudio de televisión estrecho y no muy iluminado. El uso de una cámara en continuo movimiento contribuye a mantener la tensión y a crear un ritmo vibrante en la narración. La cinta juega muy bien las cartas de los mejores thrillers periodísticos y en algunos momentos entrecruza a los actores con imágenes en los monitores de los presentadores reales que estaban retransmitiendo todo aquello, lo cual añade verismo. Los intérpretes –Peter Sarsgaard, John Magaro y Ben Chaplin– se muestran muy eficaces y metidos en todo momento en sus papeles de periodistas bajo presión. Y la única presencia femenina –Leonie Benesch– también derrocha intensidad. Su personaje, la traductora alemana que trabaja para los americanos, sirve también para dar unas pinceladas sobre la situación laboral femenina en aquellos años, en los que a la traductora la podían mandar a por los cafés en plan chica para todo.
Fue justamente en la década de los setenta cuando se produjo el mayor hito del periodismo moderno, convertido en mito para futuras generaciones: el caso Watergate, destapado por Bernstein y Woodward, los dos reporteros del Washington Post, cuyas informaciones forzaron a dimitir a un presidente. ¿Qué joven periodista no ha soñado con emular esa gesta, que tuvo su gran película: Todos los hombres del presidente? Al lado de eso, lo sucedido en las olimpiadas de Múnich puede parecer menos relevante. Pero es historia de la televisión: fue la primera vez que se transmitía en directo a todo el mundo un secuestro terrorista. Septiembre 5 logra plasmar la tensión y los dilemas que tuvieron que afrontar aquellos informadores deportivos reconvertidos en reporteros en primera línea. Además, consigue mantenerte clavado en la butaca durante una hora y media trepidante. ¿Qué más se puede pedir?
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