Fuimos a ver en familia la última exposición de fotos de Sebastião Salgado sobre la Amazonia unos días después de su muerte. Gustó lo mismo a adultos, jóvenes y niños. Como las grandes obras literarias, a cada uno le decía algo en parte similar y en parte distinto. Pensábamos pasar allí tres cuartos de hora, una hora como mucho. Estuvimos más de tres horas, fascinados por aquella colección de imágenes.
A principios de los años 90, Salgado fue uno de los primeros fotógrafos que me hicieron comprender que la fotografía puede ser un arte y no solo una técnica de representación visual. Fue en la Biblioteca Nacional de Madrid. Sus fotografías me deslumbraron. Tenían una clara intención social y política, pues retrataban a trabajadores de todas las partes del mundo en medio de labores penosas y a menudo peligrosas. En su arqueología de la era industrial, Salgado reivindicaba la dignidad y la nobleza de aquellos operarios explotados. Sus composiciones bebían de la pintura clásica y tenían una gran belleza plástica. Al mismo tiempo eran imágenes que contaban una historia, exponían una filosofía de la vida y del mundo, y excitaban el pensamiento del espectador.
La exposición sobre la Amazonia, que muchos han podido ver en distintas partes del mundo, tiene un planteamiento envolvente. Si te dejas llevar por la sucesión de imágenes, que recuerda al montaje de una película, y acunar por la música que las acompaña, al cabo de unos minutos entras en un estado de hipnosis. Hay algo irreal en esas fotos de una realidad lejana, sin carreteras ni puertos ni ciudades, sin coches, camiones o cemento.
Los paneles iniciales dan los datos básicos: la Amazonia ocupa un tercio de Sudamérica; el río Amazonas tiene mil cien afluentes, muchos de ellos con más de 1.500 kilómetros de longitud; por él fluye un 20% del agua dulce del planeta. Sus bosques y selvas absorben 2.000 millones de toneladas de dióxido de carbono al año, produciendo enormes cantidades de oxígeno y agua. Ese ciclo está en peligro por la deforestación que avanza y que pronto podría alcanzar un punto de no retorno en el que la selva se volvería sabana.
Volamos con Salgado en helicóptero y aparecen las vastas superficies de la selva amazónica. Vemos ríos que serpentean al atardecer entre nubes ligeras. A veces su curso tiende a la geometría y la abstracción, como manchas de plata fundida en el negro. Otras veces son caóticos, irreductibles a un esquema, caligrafías de una lengua perdida e incomprensible. Cada uno tiene su nombre: Cauaburi, Demini, río Negro, Maiá, Cuyuní, Jaú, Ituí, Jutaí, Juruá, Cuminapanema, Kiaré… Sus cursos son sorprendentes, poco funcionales para nuestra mirada utilitarista. Recorren grandes longitudes, avanzando, retrocediendo, con meandros muy cerrados que casi se tocan, para llegar a un punto no muy lejano. Entre los ríos a veces surgen grandes montañas brumosas, masas de roca que se elevan y caen en picado, como si las hubieran esculpido con un hacha, montañas con formas fabulosas y un fuerte carácter. Sus nombres, Curicuriari, Cabeça do Cachorro, Pico da Neblina, Aracá, Yaripo, Roraima, Urutanin, Imeri, Marauiá, Parima, Inajá, parecen designar a personajes mitológicos. También vemos cascadas en las que el agua se desborda por todas partes y sigue su camino como quiere, durante cientos de metros, hasta que explota en la roca formando una nube de espuma.
Un gigante antiguo y cansado
Hay amplísimos cielos y horizontes en parajes que parecen deshabitados. En esas fotos, la superficie de la Tierra es la una corteza de un árbol milenario, la piel arrugada de un gigante antiguo y cansado. Lo que aún da vida a ese gigante es el agua que la recorre, el agua que sube y vuela en grandes ríos que surcan el aire, y baja lentamente o con una fuerza brutal. También hay lagunas, producto de las crecidas que cubren grandes espacios con aguas que bajan desde los Andes. En ellas se reflejan cielos cubiertos de nubes blancas, con simetrías tan perfectas que no sabemos qué es el cielo y qué su reflejo, de bruma ascendente que oculta parte del paisaje, de nubes grises, grandes masas de formación vertical, y nubes negras que descargan un aguacero que parece una explosión atómica.
Ese punto de vista cenital me ha recordado al que recomendaba adoptar Séneca en las Cuestiones naturales, para redimensionar nuestra posición, considerar las cosas con mayor precisión, adquirir un conocimiento correcto de la naturaleza y aceptar el mundo como es, con su maravilla y su dolor. Como glosa Foucault en su curso sobre la hermenéutica del sujeto, al considerar las cosas desde lo alto, a gran distancia, nos percatamos de nuestra pequeñez, de la falta de importancia de lo que perseguimos, riquezas, placeres, fama, y aprendemos a despreciarlas, a liberarnos de las cadenas del yo, a comprender que somos puntos insignificantes en el espacio y el tiempo.
Viendo esos paisajes desiertos uno tiene la impresión de que el ser humano nunca podrá deshacer los grandes equilibrios de esas realidades físicas. Elevándose, Séneca y los estoicos querían reconocer la razón universal que rige el mundo. Nosotros solo vemos sinrazón. Tal vez hemos dejado de creer en el mundo. Los sistemas que nuestra especie ha creado y a los que servimos sin conseguir controlarlos, están alterando gravemente los equilibrios del antiguo sistema Tierra, creando las condiciones de una catástrofe. Vemos un mapa de la deforestación de la selva amazónica, «el pulmón del mundo», me recuerda mi hija de ocho años. Las zonas rojas representan ya un 17.25% de la selva. Los hombres pueden ser hormigas, pero son muchos, grande es su estulticia, grandes sus pasiones, su afán de lucro, su locura, pequeña su comprensión de los procesos, fina su capa de racionalidad, grande su capacidad de destrucción, su arrogancia, su incapacidad de huir un destino trágico, su tendencia a malograrlo todo.
Baja Salgado del cielo a la tierra, de una perspectiva distante a otra intermedia. Ahora tenemos la selva más cerca. Hay miles de árboles y palmeras que vemos en todo detalle, sus troncos retorcidos, las palmas rajadas, una alternancia infinita de luces y sombras. Se deja seducir por la vegetación, por las aves que surcan el cielo. Allí nada es tan plácido como parece. Es una constante lucha de vida y destrucción. Prima la vida, la profusión, lo lleno sobre lo vacío, incluso demasiado lleno. Pero a veces llegan tormentas brutales que en unos segundos tumban miles de árboles. El agua azota el follaje con violencia. La lluvia cae en grandes cortinas, con tanta fuerza que solo se distinguen formas difusas. Poco después se abre el cielo y el sol atraviesa las nubes con grandes haces, como una mano de luz, y abrasa esas mismas hojas.
Unidos a la naturaleza
Bajando todavía más, a ras del agua, aparecen unos seres humanos. Son siluetas negras a bordo de piraguas. Sus cabezas son puntos diminutos en la bruma. Hay calma y en esa calma la vida transcurre lentamente. Viven en pequeñas tribus, con un puñado de personas cada una: Waurá, Kuikuro, Kalapalo, Kamayurá, Awá-Guajá, Suruwahá, Yawalapiti, Asháninka, Yawanawá, Watoriki, Maturacá, Macuxi, Korubo, Kuikuro, Zo’é, Marubo… En cada tribu, todos se conocen. Los animales, las aves, los árboles, las plantas: todos forman parte de una gran familia. No saben lo que es la televisión, el teléfono móvil, el ordenador, el lavavajillas, un coche, un arma de fuego, las redes sociales. Muchos de ellos no han tenido contacto con la supuesta civilización occidental, que se está acercando a un paroxismo cuyas consecuencias no es difícil intuir. La primera vez que Gandhi visitó Europa, un periodista le preguntó: «Sr. Gandhi, ¿qué piensa usted de la civilización occidental?». «Pienso que sería una buena idea», respondió Gandhi.
La cita tal vez sea apócrifa, pero viendo las tribus que retrata Salgado no parece desencaminada. No tienen tantas comodidades como nosotros. No tienen los conocimientos que atesoramos, pero tampoco los necesitan. Saben mucho más de cosas más útiles. No acumulan grandes riquezas. Su vida es trabajosa, penosa. A veces pasan hambre, sufren enfermedades, se envenenan, son atacados por un jaguar, mueren jóvenes. Pero su malestar, consustancial a la vida, es diferente del nuestro, y lo tienen asumido. A su lado está la alegría, lanzándose al río, nadando, colgados de lianas, en la caza, en la pesca, en la lucha. Viven juntos, como un único cuerpo, unido a la naturaleza, en familias que son de verdad familias compuestas por personas que son de verdad personas. Al final del día se tumban en hamacas en la gran casa del poblado, la maloca, edificaciones grandes y ligeras, hechas de madera y paja, que un día quemarán para trasladarse a otro claro de la selva.
Nos acercamos todavía más a esos seres humanos. En los retratos individuales que Salgado les roba, diciéndonos el nombre propio de cada uno de ellos, tienen una mirada hermosa, intensamente humana, a veces melancólica, o soñadora, o exultante, nada que ver con la mirada turbia de nuestros congéneres atrapados en redes de comunicación que les vuelven zombis, muertos en vida, carne de cañón, de asador o parrilla, trabajadores, consumidores, peones del gran tablero de la economía global. Los seres humanos que retrata Salgado tienen una gran dignidad y entereza, una especie de orgullo de posar los pies sobre la tierra. Tienen pudor, también, un pudor que no es vergüenza del cuerpo. El cuerpo también lo tienen asumido. Saben que son un cuerpo. Se tocan, se quitan las pulgas, se abrazan y acarician. Nosotros tenemos vergüenza del cuerpo, pavor del contacto, creemos ser otra cosa, hace siglos que dejamos de aceptar lo que somos. Su pudor está en otra parte. Es de orden moral. Tiene que ver con la mirada, con la postura, inmóvil, hierática, elegante, natural y a la vez controlada, y con la timidez con la que se muestran al objetivo.
No son buenos salvajes
Todo lo contrario que los supuestos civilizados, que no saben estarse quietos y tienen cada vez menos capacidad de ocupar el espacio con cierto decoro. Con esos atavíos, decoraciones, plumas, injertos, dibujos, paja, cañas y juncos secos, lanzas, cerbatanas, arcos y flechas, o bajo grandes cielos, son hermosos, armoniosos, tienen la seguridad de pertenecer a algo. Su belleza no depende de la edad. Cada una de esas decoraciones es un símbolo que los conecta con la tierra, con el agua, con el aire. Su vida es un continuo ritual. Tienen un gran respeto por los elementos, por los animales que cazan, el pobre mono con el gesto helado, la sorpresa, el contratiempo de la muerte, atravesado por varias flechas, que el cazador lleva al hombro para asarlo en el poblado. Un gran respeto, también, por el fruto que cultivan y recogen. Son parte de la palmera, de la liana, del árbol sagrado, la ceiba que se eleva hacia el cielo y a cuyo pie descansan, aprovechando los recovecos de las raíces. Sus manos y sus pies están llenos de huellas de sus labores. No han dejado de ser naturales. No son buenos salvajes. Son lo que son. Salgado escribe: no necesitan destruir para producir lo que necesitan. Protegen su unidad con la naturaleza, limitan la separación, intentan mantenerse en equilibrio con ella.
Oímos hablar al jefe de una tribu. Es fascinante escucharlo, pero las imágenes ya nos lo han dicho todo. Visto lo visto… Que cada uno rellene esa expresión con su dosis de alienación y deshumanización. Visto lo visto, ¿qué nos puede quedar? Tal vez la tentación de existir, de viajar al Amazonas y perdernos en la selva. Entrar en contacto con una de esas tribus, injertarse en esa vida, saborear los mismos frutos y tumbarse en la hamaca al atardecer.
Referencias:
Lélia Wanick Salgado y Sebastião Salgado, Trabajadores: una arqueología de la era industrial, Taschen, 1993, reedición en 2024.
Lélia Wanick Salgado y Sebastião Salgado, Amazonia, Taschen, 2021.
Séneca, Cuestiones naturales, 2 volúmenes, traducción de Carmen Codoñer, CSIC, 1979.
Michel Foucault, La hermenéutica del sujeto, traducción de Horacio Pons, Akal, 2005.
Fuimos a ver en familia la última exposición de fotos de Sebastião Salgado sobre la Amazonia unos días después de su muerte. Gustó lo mismo a
Fuimos a ver en familia la última exposición de fotos de Sebastião Salgado sobre la Amazonia unos días después de su muerte. Gustó lo mismo a adultos, jóvenes y niños. Como las grandes obras literarias, a cada uno le decía algo en parte similar y en parte distinto. Pensábamos pasar allí tres cuartos de hora, una hora como mucho. Estuvimos más de tres horas, fascinados por aquella colección de imágenes.
A principios de los años 90, Salgado fue uno de los primeros fotógrafos que me hicieron comprender que la fotografía puede ser un arte y no solo una técnica de representación visual. Fue en la Biblioteca Nacional de Madrid. Sus fotografías me deslumbraron. Tenían una clara intención social y política, pues retrataban a trabajadores de todas las partes del mundo en medio de labores penosas y a menudo peligrosas. En su arqueología de la era industrial, Salgado reivindicaba la dignidad y la nobleza de aquellos operarios explotados. Sus composiciones bebían de la pintura clásica y tenían una gran belleza plástica. Al mismo tiempo eran imágenes que contaban una historia, exponían una filosofía de la vida y del mundo, y excitaban el pensamiento del espectador.
La exposición sobre la Amazonia, que muchos han podido ver en distintas partes del mundo, tiene un planteamiento envolvente. Si te dejas llevar por la sucesión de imágenes, que recuerda al montaje de una película, y acunar por la música que las acompaña, al cabo de unos minutos entras en un estado de hipnosis. Hay algo irreal en esas fotos de una realidad lejana, sin carreteras ni puertos ni ciudades, sin coches, camiones o cemento.
Los paneles iniciales dan los datos básicos: la Amazonia ocupa un tercio de Sudamérica; el río Amazonas tiene mil cien afluentes, muchos de ellos con más de 1.500 kilómetros de longitud; por él fluye un 20% del agua dulce del planeta. Sus bosques y selvas absorben 2.000 millones de toneladas de dióxido de carbono al año, produciendo enormes cantidades de oxígeno y agua. Ese ciclo está en peligro por la deforestación que avanza y que pronto podría alcanzar un punto de no retorno en el que la selva se volvería sabana.
Volamos con Salgado en helicóptero y aparecen las vastas superficies de la selva amazónica. Vemos ríos que serpentean al atardecer entre nubes ligeras. A veces su curso tiende a la geometría y la abstracción, como manchas de plata fundida en el negro. Otras veces son caóticos, irreductibles a un esquema, caligrafías de una lengua perdida e incomprensible. Cada uno tiene su nombre: Cauaburi, Demini, río Negro, Maiá, Cuyuní, Jaú, Ituí, Jutaí, Juruá, Cuminapanema, Kiaré… Sus cursos son sorprendentes, poco funcionales para nuestra mirada utilitarista. Recorren grandes longitudes, avanzando, retrocediendo, con meandros muy cerrados que casi se tocan, para llegar a un punto no muy lejano. Entre los ríos a veces surgen grandes montañas brumosas, masas de roca que se elevan y caen en picado, como si las hubieran esculpido con un hacha, montañas con formas fabulosas y un fuerte carácter. Sus nombres, Curicuriari, Cabeça do Cachorro, Pico da Neblina, Aracá, Yaripo, Roraima, Urutanin, Imeri, Marauiá, Parima, Inajá, parecen designar a personajes mitológicos. También vemos cascadas en las que el agua se desborda por todas partes y sigue su camino como quiere, durante cientos de metros, hasta que explota en la roca formando una nube de espuma.
Hay amplísimos cielos y horizontes en parajes que parecen deshabitados. En esas fotos, la superficie de la Tierra es la una corteza de un árbol milenario, la piel arrugada de un gigante antiguo y cansado. Lo que aún da vida a ese gigante es el agua que la recorre, el agua que sube y vuela en grandes ríos que surcan el aire, y baja lentamente o con una fuerza brutal. También hay lagunas, producto de las crecidas que cubren grandes espacios con aguas que bajan desde los Andes. En ellas se reflejan cielos cubiertos de nubes blancas, con simetrías tan perfectas que no sabemos qué es el cielo y qué su reflejo, de bruma ascendente que oculta parte del paisaje, de nubes grises, grandes masas de formación vertical, y nubes negras que descargan un aguacero que parece una explosión atómica.
Ese punto de vista cenital me ha recordado al que recomendaba adoptar Séneca en las Cuestiones naturales, para redimensionar nuestra posición, considerar las cosas con mayor precisión, adquirir un conocimiento correcto de la naturaleza y aceptar el mundo como es, con su maravilla y su dolor. Como glosa Foucault en su curso sobre la hermenéutica del sujeto, al considerar las cosas desde lo alto, a gran distancia, nos percatamos de nuestra pequeñez, de la falta de importancia de lo que perseguimos, riquezas, placeres, fama, y aprendemos a despreciarlas, a liberarnos de las cadenas del yo, a comprender que puntos insignificantes en el espacio y el tiempo.
Viendo esos paisajes desiertos uno tiene la impresión de que el ser humano nunca podrá deshacer los grandes equilibrios de esas realidades físicas. Elevándose, Séneca y los estoicos querían reconocer la razón universal que rige el mundo. Nosotros solo vemos sinrazón. Tal vez hemos dejado de creer en el mundo. Los sistemas que nuestra especie ha creado y a los que servimos sin conseguir controlarlos, están alterando gravemente los equilibrios del antiguo sistema Tierra, creando las condiciones de una catástrofe. Vemos un mapa de la deforestación de la selva amazónica, «el pulmón del mundo», me recuerda mi hija de ocho años. Las zonas rojas representan ya un 17.25% de la selva. Los hombres pueden ser hormigas, pero son muchos, grande es su estulticia, grandes sus pasiones, su afán de lucro, su locura, pequeña su comprensión de los procesos, fina su capa de racionalidad, grande su capacidad de destrucción, su arrogancia, su incapacidad de huir un destino trágico, su tendencia a malograrlo todo.
Baja Salgado del cielo a la tierra, de una perspectiva distante a otra intermedia. Ahora tenemos la selva más cerca. Hay miles de árboles y palmeras que vemos en todo detalle, sus troncos retorcidos, las palmas rajadas, una alternancia infinita de luces y sombras. Se deja seducir por la vegetación, por las aves que surcan el cielo. Allí nada es tan plácido como parece. Es una constante lucha de vida y destrucción. Prima la vida, la profusión, lo lleno sobre lo vacío, incluso demasiado lleno. Pero a veces llegan tormentas brutales que en unos segundos tumban miles de árboles. El agua azota el follaje con violencia. La lluvia cae en grandes cortinas, con tanta fuerza que solo se distinguen formas difusas. Poco después se abre el cielo y el sol atraviesa las nubes con grandes haces, como una mano de luz, y abrasa esas mismas hojas.
Bajando todavía más, a ras del agua, aparecen unos seres humanos. Son siluetas negras a bordo de piraguas. Sus cabezas son puntos diminutos en la bruma. Hay calma y en esa calma la vida transcurre lentamente. Viven en pequeñas tribus, con un puñado de personas cada una: Waurá, Kuikuro, Kalapalo, Kamayurá, Awá-Guajá, Suruwahá, Yawalapiti, Asháninka, Yawanawá, Watoriki, Maturacá, Macuxi, Korubo, Kuikuro, Zo’é, Marubo… En cada tribu, todos se conocen. Los animales, las aves, los árboles, las plantas: todos forman parte de una gran familia. No saben lo que es la televisión, el teléfono móvil, el ordenador, el lavavajillas, un coche, un arma de fuego, las redes sociales. Muchos de ellos no han tenido contacto con la supuesta civilización occidental, que se está acercando a un paroxismo cuyas consecuencias no es difícil intuir. La primera vez que Gandhi visitó Europa, un periodista le preguntó: «Sr. Gandhi, ¿qué piensa usted de la civilización occidental?». «Pienso que sería una buena idea», respondió Gandhi.
La cita tal vez sea apócrifa, pero viendo las tribus que retrata Salgado no parece desencaminada. No tienen tantas comodidades como nosotros. No tienen los conocimientos que atesoramos, pero tampoco los necesitan. Saben mucho más de cosas más útiles. No acumulan grandes riquezas. Su vida es trabajosa, penosa. A veces pasan hambre, sufren enfermedades, se envenenan, son atacados por un jaguar, mueren jóvenes. Pero su malestar, consustancial a la vida, es diferente del nuestro, y lo tienen asumido. A su lado está la alegría, lanzándose al río, nadando, colgados de lianas, en la caza, en la pesca, en la lucha. Viven juntos, como un único cuerpo, unido a la naturaleza, en familias que son de verdad familias compuestas por personas que son de verdad personas. Al final del día se tumban en hamacas en la gran casa del poblado, la maloca, edificaciones grandes y ligeras, hechas de madera y paja, que un día quemarán para trasladarse a otro claro de la selva.
Nos acercamos todavía más a esos seres humanos. En los retratos individuales que Salgado les roba, diciéndonos el nombre propio de cada uno de ellos, tienen una mirada hermosa, intensamente humana, a veces melancólica, o soñadora, o exultante, nada que ver con la mirada turbia de nuestros congéneres atrapados en redes de comunicación que les vuelven zombis, muertos en vida, carne de cañón, de asador o parrilla, trabajadores, consumidores, peones del gran tablero de la economía global. Los seres humanos que retrata Salgado tienen una gran dignidad y entereza, una especie de orgullo de posar los pies sobre la tierra. Tienen pudor, también, un pudor que no es vergüenza del cuerpo. El cuerpo también lo tienen asumido. Saben que son un cuerpo. Se tocan, se quitan las pulgas, se abrazan y acarician. Nosotros tenemos vergüenza del cuerpo, pavor del contacto, creemos ser otra cosa, hace siglos que dejamos de aceptar lo que somos. Su pudor está en otra parte. Es de orden moral. Tiene que ver con la mirada, con la postura, inmóvil, hierática, elegante, natural y a la vez controlada, y con la timidez con la que se muestran al objetivo.
Todo lo contrario que los supuestos civilizados, que no saben estarse quietos y tienen cada vez menos capacidad de ocupar el espacio con cierto decoro. Con esos atavíos, decoraciones, plumas, injertos, dibujos, paja, cañas y juncos secos, lanzas, cerbatanas, arcos y flechas, o bajo grandes cielos, son hermosos, armoniosos, tienen la seguridad de pertenecer a algo. Su belleza no depende de la edad. Cada una de esas decoraciones es un símbolo que los conecta con la tierra, con el agua, con el aire. Su vida es un continuo ritual. Tienen un gran respeto por los elementos, por los animales que cazan, el pobre mono con el gesto helado, la sorpresa, el contratiempo de la muerte, atravesado por varias flechas, que el cazador lleva al hombro para asarlo en el poblado. Un gran respeto, también, por el fruto que cultivan y recogen. Son parte de la palmera, de la liana, del árbol sagrado, la ceiba que se eleva hacia el cielo y a cuyo pie descansan, aprovechando los recovecos de las raíces. Sus manos y sus pies están llenos de huellas de sus labores. No han dejado de ser naturales. No son buenos salvajes. Son lo que son. Salgado escribe: no necesitan destruir para producir lo que necesitan. Protegen su unidad con la naturaleza, limitan la separación, intentan mantenerse en equilibrio con ella.
Oímos hablar al jefe de una tribu. Es fascinante escucharlo, pero las imágenes ya nos lo han dicho todo. Visto lo visto… Que cada uno rellene esa expresión con su dosis de alienación y deshumanización. Visto lo visto, ¿qué nos puede quedar? Tal vez la tentación de existir, de viajar al Amazonas y perdernos en la selva. Entrar en contacto con una de esas tribus, injertarse en esa vida, saborear los mismos frutos y tumbarse en la hamaca al atardecer.
Lélia Wanick Salgado y Sebastião Salgado, Trabajadores: una arqueología de la era industrial, Taschen, 1993, reedición en 2024.
Lélia Wanick Salgado y Sebastião Salgado, Amazonia, Taschen, 2021.
Séneca, Cuestiones naturales, 2 volúmenes, traducción de Carmen Codoñer, CSIC, 1979.
Michel Foucault, La hermenéutica del sujeto, traducción de Horacio Pons, Akal, 2005.
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