Robert Kaplan y el mundo que viene: abandonen toda esperanza

El mundo actual cambia tan rápido que desborda nuestra capacidad de entenderlo. No acertamos a seguir su ritmo frenético. Para comprender la historia reciente y el mundo que nos rodea, no solo carecemos de la tradicional perspectiva histórica (que también), sino que nos faltan en primer término los más elementales instrumentos cognoscitivos: conceptos, valores, objetivos, visión de conjunto. Ampliando el famoso dictamen de Churchill sobre los Balcanes, podría decirse que nuestro tiempo produce más historia de la que podemos asimilar.

No pretendo fijar una especie de protesta retórica, como un brindis al sol. Ni, mucho menos, farfullar una excusatio non petita para diluir las sucesivas meteduras de pata en las que incurrimos al hacer estimaciones y prospectivas políticas. Solo busco subrayar los defectos habituales que siguen a ese estado de cosas. Por ejemplo, una sobrevaloración del presente en todos los órdenes, que conduce a aplicar categorías de hoy a contextos muy distintos del pasado. También, la frecuente tendencia a establecer analogías impropias o arriesgadas: así, comparaciones poco matizadas entre la situación actual y la crisis de los años treinta del siglo XX o el abuso de conceptos como fascismo y genocidio. Por último –sin agotar, por supuesto la lista–, la incapacidad para situar los acontecimientos en su dimensión histórica, distinguiendo lo accidental de las grandes tendencias subyacentes. Bien es verdad, me apresuro a reconocer, que es más fácil señalar estos yerros que evitar incurrir en ellos.

La capacidad para soslayar dichos errores e insuficiencias, hasta donde es posible, es lo que nos permite distinguir a los grandes analistas de los múltiples advenedizos o simples aficionados que se dejan llevar por las tentaciones del momento, el oportunismo y el sensacionalismo. Entre los primeros, el polifacético y veterano Robert Kaplan (Nueva York, 1952), se ha ganado una merecida fama como uno de los más agudos e influyentes intérpretes del tablero geopolítico mundial. Profesor de Seguridad Nacional y asesor del Departamento de Defensa de Estados Unidos, Kaplan es también autor de un importante puñado de ensayos políticos, en una línea de coherencia ideológica de la que no muchos pueden alardear en los tiempos que corren.

Esta última alusión que acabo de hacer no es casual, como habrán sospechado. Leyendo su último libro, Tierra baldía (RBA, traducción española de Mº Dolores Crispín), uno siente por momentos la tentación de decir que estamos ante el Kaplan más oscuro y pesimista, el que menos resquicios deja a la esperanza de un mundo mejor o, simplemente, más estable. Pero el lector avezado o quien haya seguido su trayectoria, debe acordarse del controvertido ensayo que publicó en The Atlantic en febrero de 1994, The Coming Anarchy (La anarquía que viene), cuyo título ya lo dice todo. Incluso su obra más conocida, La venganza de la geografía (edición original, 2012) se movía en una órbita parecida al deshacer el ingenuo optimismo de la globalización: la geografía importa… ¡y mucho! Y nos determina tanto que hasta cierto punto puede decirse que somos prisioneros de ella.

En esta ocasión Kaplan alude desde el propio título a la obra maestra de T. S. Eliot: The waste land. No es una evocación caprichosa. El poema de Eliot, publicado hace más de un siglo (1922) describe un mundo en descomposición con un tono sombrío y apesadumbrado. Podría considerarse la expresión poética del mismo espíritu que puede hallarse en la filosofía (toda la obra de Heidegger), en el ensayo (Oswald Spengler: La decadencia de Occidente) y en la narrativa (Alfred Döblin: Berlin Alexanderplatz), entre otras manifestaciones de la cultura del desánimo en el período de entreguerras. No es extraño que el epicentro del fenómeno estuviera en Alemania. Y por ello menos extraño aún es que Kaplan proyecte la sombra de Weimar sobre el mundo actual: «Weimar se hace global» es el expresivo título del primer capítulo. Con eso ya nos da bastantes pistas.

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Robert D. Kaplan

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Crisis permanente

Digo esto no ya solo porque Weimar represente el epítome de una sociedad descoyuntada y crispada, sino sobre todo por cómo terminó: la peor pesadilla concebible se hizo realidad. Hitler no surgió de la nada. Y la sombra del Tercer Reich es tan alargada que aún nos desazona. Retengamos pues los dos elementos, el paroxismo y su desenlace, y trasladémoslos al presente. Kaplan pergeña un mundo en crisis permanente (este es, de hecho, el acertado subtítulo de la edición española), aunque no se arriesga, para no caer en un mecanicismo determinista, a presagiar por fuerza un final apocalíptico. La historia, además, no se repite de modo tan simple. Pero su esbozo del presente no permite augurar nada bueno del futuro: como en el Dante, lasciate ogni speranza.

¿Por qué? Por muchas razones. La primera, porque el mundo más pequeño que nos depara la globalización no es mejor, ni más estable ni más seguro. Más bien todo lo contrario; ahora cada rincón del globo cuenta. Cada crisis regional se convierte en crisis global. Las costuras del orden internacional están sometidas a prueba de modo permanente. Kaplan repite: nadie está a salvo. Ahora cualquier cosa es posible. La fragilidad democrática ya no es cosa de países en vías de desarrollo, con precariedad institucional o conflictos étnicos. El virus del populismo y la autocracia, como una nueva pandemia, ha infectado a las que se ufanaban de ser democracias asentadas.

Ese discurso permite encuadrar a Kaplan en la órbita de ese ensayismo profundamente pesimista –sus críticos dicen que hasta alarmista– que ha generado ya una apreciable bibliografía: el clásico de Steven Levitsky y Daniel Ziblatt (Cómo mueren las democracias), varias obras de Timothy Snyder (entre ellas, El camino hacia la no libertad), otras tantas de Anne Applebaum (la última, Autocracia, S.A.), o las contribuciones de Gideon Rachman (La era de los líderes autoritarios) o John Gray (Los nuevos leviatanes), por citar tan solo obras que han interesado al gran público. Siendo todos ellos distintos entre sí, es obvio que coinciden en un punto fundamental, que también suscribe Kaplan: lejos de alumbrar un idílico fin de la historia, el final de la Guerra Fría y del mundo bipolar nos ha traído un mundo más perverso. Uso este adjetivo con toda la carga política –y hasta ética– que se le quiera atribuir.

Un mundo perverso

En efecto, en el libro de Kaplan esa perversión puede leerse en sus fundamentos antropológicos y filosóficos. El ensayista norteamericano vuelve sus ojos a los clásicos, empezando por Hobbes y Malthus, que no son mala carta de presentación. Sobre todo si se dirigen contra el nuevo optimismo ilustrado (léase por ejemplo alguien como Steven Pinker). El ser humano es violento, cruel, un depredador despiadado. Así ha sido desde que tenemos memoria. Nada indica que vaya a ser distinto. No es cierto «que haya disminuido el instinto violento en el hombre». Es cierto que la modernidad nos trae novedades pero no precisamente para bien. «El género humano es tan perverso como siempre, solo que la tecnología ha evolucionado». Esto significa que con el mismo impulso, los centenares o miles de víctimas del pasado se transforman ahora en millones.

Ese mundo tenebroso que esboza Kaplan es, en primer término, la consecuencia de su escasa fe en el progreso (del hombre individual y de la sociedad humana en su conjunto). En otras palabras, Kaplan termina siendo prisionero de una cierta rigidez analítica de tintes conservadores, que le lleva a desconfiar de la libertad y supeditarla al orden establecido, sea este el que fuere. Incluso un orden injusto: solo así puede entenderse la paradoja de defender casi de modo entusiasta a Deng Xiaoping (en contraposición al denostado Xi Jinping). Una defensa más paradójica aún si se toma en consideración la amenaza que, según el analista estadounidense, representa aún el legado del comunismo en nuestro mundo actual.

Con todo, lo peor de este no es tanto el legado ominoso del siglo XX como la nueva configuración de tres potencias declinantes (sí, para Kaplan, China es potencia menguante, como EEUU y Rusia) incapaces de imponer el orden en un tablero político cada vez más abigarrado y convulso. El caos será la regla y no la excepción y conllevará un sinfín de atrocidades que, aquí y ahora, nos resistimos a admitir y que ni siquiera nos atrevemos a imaginar.

 El mundo actual cambia tan rápido que desborda nuestra capacidad de entenderlo. No acertamos a seguir su ritmo frenético. Para comprender la historia reciente y el  

El mundo actual cambia tan rápido que desborda nuestra capacidad de entenderlo. No acertamos a seguir su ritmo frenético. Para comprender la historia reciente y el mundo que nos rodea, no solo carecemos de la tradicional perspectiva histórica (que también), sino que nos faltan en primer término los más elementales instrumentos cognoscitivos: conceptos, valores, objetivos, visión de conjunto. Ampliando el famoso dictamen de Churchill sobre los Balcanes, podría decirse que nuestro tiempo produce más historia de la que podemos asimilar.

No pretendo fijar una especie de protesta retórica, como un brindis al sol. Ni, mucho menos, farfullar una excusatio non petita para diluir las sucesivas meteduras de pata en las que incurrimos al hacer estimaciones y prospectivas políticas. Solo busco subrayar los defectos habituales que siguen a ese estado de cosas. Por ejemplo, una sobrevaloración del presente en todos los órdenes, que conduce a aplicar categorías de hoy a contextos muy distintos del pasado. También, la frecuente tendencia a establecer analogías impropias o arriesgadas: así, comparaciones poco matizadas entre la situación actual y la crisis de los años treinta del siglo XX o el abuso de conceptos como fascismo y genocidio. Por último –sin agotar, por supuesto la lista–, la incapacidad para situar los acontecimientos en su dimensión histórica, distinguiendo lo accidental de las grandes tendencias subyacentes. Bien es verdad, me apresuro a reconocer, que es más fácil señalar estos yerros que evitar incurrir en ellos.

La capacidad para soslayar dichos errores e insuficiencias, hasta donde es posible, es lo que nos permite distinguir a los grandes analistas de los múltiples advenedizos o simples aficionados que se dejan llevar por las tentaciones del momento, el oportunismo y el sensacionalismo. Entre los primeros, el polifacético y veterano Robert Kaplan (Nueva York, 1952), se ha ganado una merecida fama como uno de los más agudos e influyentes intérpretes del tablero geopolítico mundial. Profesor de Seguridad Nacional y asesor del Departamento de Defensa de Estados Unidos, Kaplan es también autor de un importante puñado de ensayos políticos, en una línea de coherencia ideológica de la que no muchos pueden alardear en los tiempos que corren.

Esta última alusión que acabo de hacer no es casual, como habrán sospechado. Leyendo su último libro, Tierra baldía (RBA, traducción española de Mº Dolores Crispín), uno siente por momentos la tentación de decir que estamos ante el Kaplan más oscuro y pesimista, el que menos resquicios deja a la esperanza de un mundo mejor o, simplemente, más estable. Pero el lector avezado o quien haya seguido su trayectoria, debe acordarse del controvertido ensayo que publicó en The Atlantic en febrero de 1994, The Coming Anarchy (La anarquía que viene), cuyo título ya lo dice todo. Incluso su obra más conocida, La venganza de la geografía (edición original, 2012) se movía en una órbita parecida al deshacer el ingenuo optimismo de la globalización: la geografía importa… ¡y mucho! Y nos determina tanto que hasta cierto punto puede decirse que somos prisioneros de ella.

En esta ocasión Kaplan alude desde el propio título a la obra maestra de T. S. Eliot: The waste land. No es una evocación caprichosa. El poema de Eliot, publicado hace más de un siglo (1922) describe un mundo en descomposición con un tono sombrío y apesadumbrado. Podría considerarse la expresión poética del mismo espíritu que puede hallarse en la filosofía (toda la obra de Heidegger), en el ensayo (Oswald Spengler: La decadencia de Occidente) y en la narrativa (Alfred Döblin: Berlin Alexanderplatz), entre otras manifestaciones de la cultura del desánimo en el período de entreguerras. No es extraño que el epicentro del fenómeno estuviera en Alemania. Y por ello menos extraño aún es que Kaplan proyecte la sombra de Weimar sobre el mundo actual: «Weimar se hace global» es el expresivo título del primer capítulo. Con eso ya nos da bastantes pistas.

Digo esto no ya solo porque Weimar represente el epítome de una sociedad descoyuntada y crispada, sino sobre todo por cómo terminó: la peor pesadilla concebible se hizo realidad. Hitler no surgió de la nada. Y la sombra del Tercer Reich es tan alargada que aún nos desazona. Retengamos pues los dos elementos, el paroxismo y su desenlace, y trasladémoslos al presente. Kaplan pergeña un mundo en crisis permanente (este es, de hecho, el acertado subtítulo de la edición española), aunque no se arriesga, para no caer en un mecanicismo determinista, a presagiar por fuerza un final apocalíptico. La historia, además, no se repite de modo tan simple. Pero su esbozo del presente no permite augurar nada bueno del futuro: como en el Dante, lasciate ogni speranza.

¿Por qué? Por muchas razones. La primera, porque el mundo más pequeño que nos depara la globalización no es mejor, ni más estable ni más seguro. Más bien todo lo contrario; ahora cada rincón del globo cuenta. Cada crisis regional se convierte en crisis global. Las costuras del orden internacional están sometidas a prueba de modo permanente. Kaplan repite: nadie está a salvo. Ahora cualquier cosa es posible. La fragilidad democrática ya no es cosa de países en vías de desarrollo, con precariedad institucional o conflictos étnicos. El virus del populismo y la autocracia, como una nueva pandemia, ha infectado a las que se ufanaban de ser democracias asentadas.

Ese discurso permite encuadrar a Kaplan en la órbita de ese ensayismo profundamente pesimista –sus críticos dicen que hasta alarmista– que ha generado ya una apreciable bibliografía: el clásico de Steven Levitsky y Daniel Ziblatt (Cómo mueren las democracias), varias obras de Timothy Snyder (entre ellas, El camino hacia la no libertad), otras tantas de Anne Applebaum (la última, Autocracia, S.A.), o las contribuciones de Gideon Rachman (La era de los líderes autoritarios) o John Gray (Los nuevos leviatanes), por citar tan solo obras que han interesado al gran público. Siendo todos ellos distintos entre sí, es obvio que coinciden en un punto fundamental, que también suscribe Kaplan: lejos de alumbrar un idílico fin de la historia, el final de la Guerra Fría y del mundo bipolar nos ha traído un mundo más perverso. Uso este adjetivo con toda la carga política –y hasta ética– que se le quiera atribuir.

En efecto, en el libro de Kaplan esa perversión puede leerse en sus fundamentos antropológicos y filosóficos. El ensayista norteamericano vuelve sus ojos a los clásicos, empezando por Hobbes y Malthus, que no son mala carta de presentación. Sobre todo si se dirigen contra el nuevo optimismo ilustrado (léase por ejemplo alguien como Steven Pinker). El ser humano es violento, cruel, un depredador despiadado. Así ha sido desde que tenemos memoria. Nada indica que vaya a ser distinto. No es cierto «que haya disminuido el instinto violento en el hombre». Es cierto que la modernidad nos trae novedades pero no precisamente para bien. «El género humano es tan perverso como siempre, solo que la tecnología ha evolucionado». Esto significa que con el mismo impulso, los centenares o miles de víctimas del pasado se transforman ahora en millones.

Ese mundo tenebroso que esboza Kaplan es, en primer término, la consecuencia de su escasa fe en el progreso (del hombre individual y de la sociedad humana en su conjunto). En otras palabras, Kaplan termina siendo prisionero de una cierta rigidez analítica de tintes conservadores, que le lleva a desconfiar de la libertad y supeditarla al orden establecido, sea este el que fuere. Incluso un orden injusto: solo así puede entenderse la paradoja de defender casi de modo entusiasta a Deng Xiaoping (en contraposición al denostado Xi Jinping). Una defensa más paradójica aún si se toma en consideración la amenaza que, según el analista estadounidense, representa aún el legado del comunismo en nuestro mundo actual.

Con todo, lo peor de este no es tanto el legado ominoso del siglo XX como la nueva configuración de tres potencias declinantes (sí, para Kaplan, China es potencia menguante, como EEUU y Rusia) incapaces de imponer el orden en un tablero político cada vez más abigarrado y convulso. El caos será la regla y no la excepción y conllevará un sinfín de atrocidades que, aquí y ahora, nos resistimos a admitir y que ni siquiera nos atrevemos a imaginar.

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