Al final de sus magistrales Norton Lectures, impartidas en Harvard en 1973, Leonard Bernstein profetizó que a la música le esperaba una «gran era de eclecticismo». Reinaba aún en aquella época el maniqueísmo estético que había caracterizado al siglo, con la rígida y absurda división entre tonales y reaccionarios y atonales y progresistas, Schoenberg contra Stravinsky, según Adorno. Unos y otros se miraban con recelo e incluso con desprecio mientras los mejores compositores aprovechaban la riqueza de uno y otro mundo sin reparar en taxonomías espurias. Ya Charles Ives había dicho que no entendía por qué no se podía ser tonal y atonal al mismo tiempo. En una de sus lecciones, Bernstein había demostrado incluso que Alban Berg, en su maravilloso Concierto para violín (1935), había rebasado los límites del dodecafonismo creando un lenguaje más dúctil que el de su maestro Schoenberg. Y el propio Bernstein había puesto en práctica en su obra una parecida transgresión, mezclando elementos dodecafónicos y tradicionales en su tercera sinfonía o en su Misa.
El siglo XX nos ha legado un universo musical de una riqueza asombrosa, como defendió Alex Ross en El ruido eterno (2007), pero al mismo tiempo ha dejado en vía muerta los intentos cerriles de ceñirse al dodecafonismo o la tonalidad como si nada más hubiera ocurrido. En música, el conceptualismo tocó fondo con John Cage y de ahí tuvo que volver a su deber expresivo. Por otra parte, la música desafía las negaciones que se han asumido en las artes plásticas. El conocido statement de Joseph Beauys según el cual «todos somos artistas» no sirve para un arte que exige estudio y preparación y que además solo puede ejecutarse mediante un intérprete. Es evidente que no todos podemos ser músicos, aunque al mismo tiempo la música sea el arte más universal, el lenguaje primigenio.
La reflexión viene a cuento por el caso del joven compositor español Francisco Coll (Valencia, 1985), uno de los talentos más fascinantes que han surgido en Europa en las últimas décadas. Formado en su ciudad natal, en Madrid y luego en la Guildhall School of Music de Londres, fue también alumno de Thomas Adès, que lo considera su discípulo predilecto. Su obra es justamente el mejor ejemplo de ese eclecticismo del que hablaba Bernstein y que en sus composiciones se ha materializado de un modo genuino, arriesgado y feliz. Se trata de una música llena de invención, perfectamente enraizada y a la vez emancipada, amplia, tensa, difícil y al mismo tiempo generosa y atenta. Su estilo no descarta ninguna de las lecciones aprendidas a lo largo de toda la historia de la música, tanto en su registro más exigente como en el más popular. En una misma partitura, Coll es capaz de pasar del pasaje más rompedor al apunte más clásico, sin que las transiciones suenen forzadas, integrándolo todo en un mismo aliento.
Cantos (2017), para cuarteto de cuerdas, constituye por ejemplo una bella meditación sobre la voz humana a través de la música instrumental. Aunque su primera obra maestra rotunda probablemente fue su Concierto para violín (2019), donde el compositor demostró un asombroso dominio de sus recursos, dueño ya de una escritura propia, siempre al filo del precipicio, haciendo del juego entre lo tonal y lo atonal un idioma nuevo, indistinto y capaz sondear nuestro tiempo. Ante una partitura así, el oído no tiene que agarrarse a ninguna formulación preconcebida ni aceptar ningún dogma teórico, sino simplemente abrirse a un universo acústico rico en tensiones, pero también liberado de cualquier relato previo. El violín avanza solo por un páramo con lejanas explosiones de percusión y viento, a veces retorciéndose en una melodía angustiada y otra descomponiéndose en una serie de gritos geométricos.
Ahora acaba de publicarse Francisco Coll: A Portrait (Challenge Classics), un disco antológico que permite hacerse una idea precisa de su evolución estilística. Interpretado por el grupo The New European Ensemble que dirige Tito Muñoz, el álbum se abre con Piedras (2010), una pieza para dieciséis instrumentos, muestra de su vertiente más arriesgada, rítmica y humorística, aunque también contiene un grave pasaje meditativo central. Su grado de invención era ya aquí pasmoso, en la estela de los espectralistas. Le sigue la serie «…de voz aceitunada«, dividida en cuatro partes e inspirada en la oda de Lorca a Salvador Dalí («Oh Salvador Dalí de voz aceitunada»).
El eclecticismo que profetizó Bernstein adquiere en estas páginas una especie de estado de gracia. Los pizzicati se traban con un eco de guitarra mientras la viola y la flauta completan la secuencia. En el encantador tercer movimiento, el embrujo del flamenco se apodera de la composición con una dulzura inesperada, no exenta de amenazas. El juego entre la viola y la guitarra parece reproducir el contrapunto entre voz humana y solista. La pieza se cierra con una especie de scherzo de aristas afiladas, de nuevo un alarde de sentido rítmico.
Aunque quizá la mejor pieza sea Taleas oblicuas (2023), un concierto para oboe y catorce instrumentos, en forma de rondó, de una belleza difícil de definir. Coll tiene una especial habilidad para pasar de los pasajes más rítmicos y delirantes a los más líricos e introspectivos, un ensamblaje que aquí se resuelve con una inaudita felicidad. El oboísta Christopher Bouwman borda la variedad de tonos, acompañado por una percusión que a ratos recuerda al zapateado. Pero pronto el oboe vuelve a su monólogo, abriéndose paso por un espacio de sonidos goteantes, a ratos desgarrador, otras veces lírico y finalmente acompasado con las estridencias del ambiente.
El disco se completa con una estupenda pieza para piano –Three pieces after Turia (2021), magníficamente interpretada por Małgorzata Walentynowicz y que constituye una especie de continuación de su propio concierto para guitarra también titulado con el nombre del río en el que se inspira– y Liquid symmetries (2014), una composición para quince instrumentos basada en la idea de modernidad líquida de Zygmunt Bauman.
Quien quiera, en definitiva, saber cómo se está conformando el mejor arte del siglo XXI no puede perderse a este joven compositor que, en los albores de su madurez, promete darnos experiencias aún más intensas y ayudarnos a salir del cul-de-sac de la vanguardia del siglo pasado, enseñándonos a oír nuestro propio presente.
Enlaces recomendados:
Aquí el disco antológico, Fracisco Coll: A Portrait:
Aquí el disco con su Concierto para violín:
Y aquí un video de Cantos, su cuarteto para cuerda:
Al final de sus magistrales Norton Lectures, impartidas en Harvard en 1973, Leonard Bernstein profetizó que a la música le esperaba una «gran era de eclecticismo».
Al final de sus magistrales Norton Lectures, impartidas en Harvard en 1973, Leonard Bernstein profetizó que a la música le esperaba una «gran era de eclecticismo». Reinaba aún en aquella época el maniqueísmo estético que había caracterizado al siglo, con la rígida y absurda división entre tonales y reaccionarios y atonales y progresistas, Schoenberg contra Stravinsky, según Adorno. Unos y otros se miraban con recelo e incluso con desprecio mientras los mejores compositores aprovechaban la riqueza de uno y otro mundo sin reparar en taxonomías espurias. Ya Charles Ives había dicho que no entendía por qué no se podía ser tonal y atonal al mismo tiempo. En una de sus lecciones, Bernstein había demostrado incluso que Alban Berg, en su maravilloso Concierto para violín (1935), había rebasado los límites del dodecafonismo creando un lenguaje más dúctil que el de su maestro Schoenberg. Y el propio Bernstein había puesto en práctica en su obra una parecida transgresión, mezclando elementos dodecafónicos y tradicionales en su tercera sinfonía o en su Misa.
El siglo XX nos ha legado un universo musical de una riqueza asombrosa, como defendió Alex Ross en El ruido eterno (2007), pero al mismo tiempo ha dejado en vía muerta los intentos cerriles de ceñirse al dodecafonismo o la tonalidad como si nada más hubiera ocurrido. En música, el conceptualismo tocó fondo con John Cage y de ahí tuvo que volver a su deber expresivo. Por otra parte, la música desafía las negaciones que se han asumido en las artes plásticas. El conocido statement de Joseph Beauys según el cual «todos somos artistas» no sirve para un arte que exige estudio y preparación y que además solo puede ejecutarse mediante un intérprete. Es evidente que no todos podemos ser músicos, aunque al mismo tiempo la música sea el arte más universal, el lenguaje primigenio.
La reflexión viene a cuento por el caso del joven compositor español Francisco Coll (Valencia, 1985), uno de los talentos más fascinantes que han surgido en Europa en las últimas décadas. Formado en su ciudad natal, en Madrid y luego en la Guildhall School of Music de Londres, fue también alumno de Thomas Adès, que lo considera su discípulo predilecto. Su obra es justamente el mejor ejemplo de ese eclecticismo del que hablaba Bernstein y que en sus composiciones se ha materializado de un modo genuino, arriesgado y feliz. Se trata de una música llena de invención, perfectamente enraizada y a la vez emancipada, amplia, tensa, difícil y al mismo tiempo generosa y atenta. Su estilo no descarta ninguna de las lecciones aprendidas a lo largo de toda la historia de la música, tanto en su registro más exigente como en el más popular. En una misma partitura, Coll es capaz de pasar del pasaje más rompedor al apunte más clásico, sin que las transiciones suenen forzadas, integrándolo todo en un mismo aliento.
Cantos (2017), para cuarteto de cuerdas, constituye por ejemplo una bella meditación sobre la voz humana a través de la música instrumental. Aunque su primera obra maestra rotunda probablemente fue su Concierto para violín (2019), donde el compositor demostró un asombroso dominio de sus recursos, dueño ya de una escritura propia, siempre al filo del precipicio, haciendo del juego entre lo tonal y lo atonal un idioma nuevo, indistinto y capaz sondear nuestro tiempo. Ante una partitura así, el oído no tiene que agarrarse a ninguna formulación preconcebida ni aceptar ningún dogma teórico, sino simplemente abrirse a un universo acústico rico en tensiones, pero también liberado de cualquier relato previo. El violín avanza solo por un páramo con lejanas explosiones de percusión y viento, a veces retorciéndose en una melodía angustiada y otra descomponiéndose en una serie de gritos geométricos.
Ahora acaba de publicarse Francisco Coll: A Portrait (Challenge Classics), un disco antológico que permite hacerse una idea precisa de su evolución estilística. Interpretado por el grupo The New European Ensemble que dirige Tito Muñoz, el álbum se abre con Piedras (2010), una pieza para dieciséis instrumentos, muestra de su vertiente más arriesgada, rítmica y humorística, aunque también contiene un grave pasaje meditativo central. Su grado de invención era ya aquí pasmoso, en la estela de los espectralistas. Le sigue la serie «…de voz aceitunada«, dividida en cuatro partes e inspirada en la oda de Lorca a Salvador Dalí («Oh Salvador Dalí de voz aceitunada»).
El eclecticismo que profetizó Bernstein adquiere en estas páginas una especie de estado de gracia. Los pizzicati se traban con un eco de guitarra mientras la viola y la flauta completan la secuencia. En el encantador tercer movimiento, el embrujo del flamenco se apodera de la composición con una dulzura inesperada, no exenta de amenazas. El juego entre la viola y la guitarra parece reproducir el contrapunto entre voz humana y solista. La pieza se cierra con una especie de scherzo de aristas afiladas, de nuevo un alarde de sentido rítmico.
Aunque quizá la mejor pieza sea Taleas oblicuas (2023), un concierto para oboe y catorce instrumentos, en forma de rondó, de una belleza difícil de definir. Coll tiene una especial habilidad para pasar de los pasajes más rítmicos y delirantes a los más líricos e introspectivos, un ensamblaje que aquí se resuelve con una inaudita felicidad. El oboísta Christopher Bouwman borda la variedad de tonos, acompañado por una percusión que a ratos recuerda al zapateado. Pero pronto el oboe vuelve a su monólogo, abriéndose paso por un espacio de sonidos goteantes, a ratos desgarrador, otras veces lírico y finalmente acompasado con las estridencias del ambiente.
El disco se completa con una estupenda pieza para piano –Three pieces after Turia (2021), magníficamente interpretada por Małgorzata Walentynowicz y que constituye una especie de continuación de su propio concierto para guitarra también titulado con el nombre del río en el que se inspira– y Liquid symmetries (2014), una composición para quince instrumentos basada en la idea de modernidad líquida de Zygmunt Bauman.
Quien quiera, en definitiva, saber cómo se está conformando el mejor arte del siglo XXI no puede perderse a este joven compositor que, en los albores de su madurez, promete darnos experiencias aún más intensas y ayudarnos a salir del cul-de-sac de la vanguardia del siglo pasado, enseñándonos a oír nuestro propio presente.
Enlaces recomendados:
Aquí el disco antológico, Fracisco Coll: A Portrait:
Aquí el disco con su Concierto para violín:
Y aquí un video de Cantos, su cuarteto para cuerda:
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