Hace décadas, cuando uno se ponía sterniano o saturnino, por mal de amores o simple tedio de vivir, un remedio socorrido era cambiar de aires, poner espacio de por medio, salir al encuentro de lo nuevo. Esos viajes sentimentales del pasado son cada vez más difíciles en estos tiempos de turismo de masas y compañías de bajo coste (todo parece haberse vuelto de bajo coste, últimamente) en los que la gente solo se mueve para reencontrar lo mismo una y otra vez. Con paciencia y curiosidad, uno puede descubrir algo distinto. Tal vez podría hacerlo sin salir de casa.
El taxista que nos llevó del aeropuerto al hotel declaró que la situación económica de Italia era «culpa del euro». Con el euro, Alemania había «humillado a Italia», reduciéndola a la mitad. Le pregunté qué interés podría tener Alemania en que a Italia le vaya mal. No me respondió y dijo que Putin tenía toda la razón con lo de Ucrania. No la había invadido, pues siempre había sido rusa y debía permanecer en la esfera de influencia rusa. La culpa era de Occidente, que se había metido donde no debía. Chinos y rusos hacían bien en defender sus culturas contra las ínfulas imperialistas de Twitter, Facebook y Google. Yo le dije que los ucranianos deberían poder decidir su futuro y le recordé que en otros tiempos Italia vivió bajo un régimen fascista que había contribuido a la destrucción de Europa, con millones de muertos. El taxista me dijo que el fascismo también había traído cosas buenas a Italia: las escuelas públicas, los trenes puntuales, etc. Para él, los alemanes obligaron a Italia a entrar en guerra. De otro modo la habrían invadido. Le recordé que una mayoría de italianos apoyó a Mussolini y quiso la guerra. Le pregunté si preferiría vivir en Rusia o China, sin libertad. ¿Esta vida mía te parece libertad?, me contestó. (Eso me hizo pensar. ¿Qué ideas tendría yo si estuviera en su posición?) Pero eres libre de ir y venir, pensar, decir lo que piensas, y allí no podrías, le dije. Es posible, replicó, pero Putin es un soldado, ha visto morir a sus compañeros y no habría empezado la guerra si no tuviera razones suficientes. ¿No es más bien un criminal, sugerí, que no ha dudado en cargarse a sus oponentes por los medios más expeditivos, algo que no sucede en Occidente? Se ha hecho, se hace y se hará, dijo él. Yo no veo a Trump, a pesar de sus muchos defectos, asesinar a sus contrincantes, le dije. Tiempo al tiempo, dijo. En todo caso, añadí, Putin se ha metido en un lío del que no sabe salir, lo que no parece buena idea. Los demás tampoco saben, dijo él. De repente frenó. Habíamos llegado al hotel. Se despidió tan amable. Por la noche no conseguía conciliar el sueño y pasé varias horas preguntándome cuántas personas comparten esas ideas y si ese número no es ya tan grande que el amplio consenso de la posguerra en Europa, sobre ciertos valores y estructuras políticas, se está resquebrajando a pasos agigantados.
No hay que hablar con los taxistas, me dice un amigo otro día cuando le cuento esa conversación. Al contrario, digo yo, hablar con ellos es fundamental para tomar el pulso a la sociedad.
En Turín di largos paseos admirando la arquitectura y parándome en las librerías de viejo de los soportales de via Po. Hay libros que salen a nuestro encuentro como si nos buscaran. Allí encontré una copia destartalada de uno que venía al pelo: Psicologia di massa del fascismo, de Wilhelm Reich. No quería leerlo únicamente por razones históricas, sino porque la constelación fascista o autoritaria está otra vez a las puertas de la polis, si no está ya dentro como aquel caballo de madera. Reich acabó muy mal. En la última fase de su vida en Estados Unidos, tras huir como judío y marxista de la Alemania nazi, se dedicaba a vender «acumuladores de orgón», supuesta fuerza vital universal, prometiendo una cura milagrosa para el cáncer. Por esos productos sin base científica fue acusado de estafa a gran escala y murió de un infarto, a la espera de juicio, en la prisión federal de Lewisburg. En ese libro hay de todo. De cualquier persona se puede aprender algo, solía decirme Luis Cencillo. Uno nunca es tan tonto como para equivocarse siempre ni tan listo como para no hacerlo nunca. De Reich me quedo con su análisis de la irracionalidad de las masas, rasgo que a menudo predomina en la política, cuando los sentimientos se imponen a la razón. Hoy las masas, de las que casi no se habla, son más viscerales que nunca por los estropicios que la tecnología está haciendo en las conciencias (lo que queda de ellas). Me interesa también lo que dice Reich sobre la relación entre la política autoritaria y el modelo patriarcal de familia (dictadores clonados, como muñecas rusas, repartidos por los distintos niveles y esferas de la sociedad), que empieza coartando apetitos y deseos y acaba produciendo seres seriados, disciplinados, con miedo a la libertad, consumidores perfectos, acríticos, dóciles a las distintas manifestaciones del poder. También lo que dice sobre la paradójica internacionalización de los movimientos autoritarios de un nacionalismo extremo. Nada la impide, sucedió hace casi un siglo y vuelve a ocurrir. Y sus páginas sobre las razones profundas, de orden psicológico, por las que el régimen soviético también derivó hacia un sistema totalitario y criminal. Esas razones tienen que ver con la estructuración psíquica sumamente problemática de la humanidad, su búsqueda de barreras, de líderes, de mitologías postizas, en un continuo parcheo, para ir tirando. Como siempre, somos fuertes en sintomatología pero ineptos en terapia. Los remedios de Reich… no están claros y creo que no funcionarían. ¿Es posible escapar de lo que llama «la peste psíquica» y de las catástrofes que produce una y otra vez?
Había demasiados turistas en Turín y lo único que podía visitarse sin largas colas era el museo de antropología criminal «Cesare Lombroso». Allí estaba expuesta su colección de cráneos, máscaras mortuorias, cuerpos del delito, ropa y objetos de prisioneros, y los aparatos que Lombroso usaba para medir cráneos, respuestas reflejas, morfología del rostro, etc. Todos los cráneos estaban serrados a la misma altura para examinar el cerebro y la estructura ósea. Las máscaras de cera en que se congelaba el último rictus tenían etiquetas con el nombre y apellido del criminal y el tipo de delito cometido: omicida, stupratore, ladro, etc. Entre las armas, me llamaron la atención dos crucifijos que escondían puñales y que solían usar bandidos disfrazados de frailes o monjas para entrar en las casas pidiendo limosna y luego desvalijarlas. Una noche, analizando el cráneo de un asesino, Lombroso descubrió una tercera cavidad anómala entre las correspondientes a los dos hemisferios del cerebelo y tuvo una iluminación: esa tercera cavidad era un atavismo que explicaba la personalidad criminal. El «hombre delincuente» (título de su monumental tratado en cuatro volúmenes) sería un criminal nato, sin libre arbitrio ni responsabilidad. Liberada de atavismos, la humanidad podría existir sin crimen ni cárceles. Las críticas a la tesis de Lombroso llovieron, especialmente desde Francia, donde los expertos veían en la criminalidad un fenómeno social que se explicaba por las condiciones socioeconómicas y la educación (cuya influencia tampoco negaba Lombroso). Otra línea de investigación del inquieto Lombroso es la relación entre genio y locura, donde veía rasgos comunes, como si emergieran del mismo magma. En 1897 el sabio italiano aprovechó un congreso científico en Moscú para visitar a Tolstoi, uno de los objetos de su estudio. Un librito narra ese encuentro en Yásnaia Poliana (Paolo Mazzarello, Il genio e il alienista, Bollati Boringhieri, 2005). En su diario, Tolstoi escribió: «Ha venido Lombroso. Es un viejecito ingenuo y limitado». No logró sacar nada de Tolstoi. Se diría que fue el novelista quien noqueó al italiano, rematándolo con unas páginas de la novela Resurrección, publicada dos años después de la visita. Con el tiempo, las teorías de Lombroso fueron desacreditadas por la ciencia. ¿Qué pensarán dentro de cien años de la ciencia que tanto deslumbra hoy?
En Bolonia, una mañana fui a visitar el museo Morandi. Me cuesta apreciar la pintura. Me pasa lo mismo con la danza. Hay algo en ellas que no me llega, salvo en raros casos. En cambio, la escritura, la música y el cine me emocionan con más facilidad. Pero aquella mañana varias obras de Morandi, sobre todo sus grabados, acuarelas, sus flores y algunos paisajes del campo y del patio de su casa, con el olivo que plantó él mismo, me emocionaron hasta las lágrimas. ¿Por qué? ¿Qué me conmovió tanto? Tal vez la vibración secreta e íntima de esas imágenes, algo que habían captado y transmitido de la tristeza y fragilidad de las cosas, lo que los japoneses llaman mono no aware, y que resuena con mi propio sentir. Lo ha reflejado bien Coradino Vega en Una vida tranquila (Galaxia Gutenberg, 2021), libro amable que glosa poéticamente, con lirismo contenido, las vidas y obras paralelas de Morandi, Mompou y Jane Kenyon. Los textos que acompañaban algunas de las imágenes de la exposición provenían de un estudio de Francesco Arcangeli. Me parecieron hermosos y profundos, un acompañamiento poético que multiplicaba su efecto. Lo busqué pero estaba agotado. Me enteré de que era un libro maldito. Morandi renegó de él y rompió su amistad con Arcangeli. El crítico entró en una grave depresión, inseguro de su valía, y pasó varias semanas ingresado en un sanatorio. Fue publicado en 1964, sin imágenes, con varias omisiones y alteraciones debidas a la oposición de Morandi. Mi sospecha: la reacción del pintor pudo ser un bloqueo psicológico ante una interpretación que había dado en el clavo, un clavo que Morandi no podía reconocer, ni siquiera a sí mismo. Pero ¿qué era ese secreto que Arcangeli había visto y no debía ser revelado? ¿Tal vez los excesos genealógicos, de contextualización, para un Morandi que quería permanecer aislado, único, como si la mera idea de tener un parentesco con alguien le resultara insultante? ¿O las intuiciones psicológicas de Arcangeli, como cuando escribe que uno de sus bodegones transmite tristeza, «la tristeza de seguir estando solo, irremediablemente solo, en la esquina de una casa, que es la suya»? En 1961, en uno de sus pocos viajes, Morandi fue a Milán para revisar unas estampas y lo invitaron a ir a un concierto de Thelonious Monk, mi pianista predilecto. El pintor quedó tan entusiasmado por lo que vio y oyó que aquella misma noche le escribió una carta a Monk en la que se refería a sus dedos agitándose como varillas sobre las teclas. La digitación de Monk no era nada ortodoxa. A veces parecía aporrear el piano como si fuera un instrumento de percusión. Tal vez Morandi la relacionaba con la agitación de su buril de grabador sobre una plancha de metal. También Mondrian, otro gran formalista que tiene algo que ver con Morandi (no en vano sus apellidos son anagramas casi perfectos), fue a escuchar a Monk al Minton’s Playhouse de Nueva York. Hay cierta afinidad entre esas búsquedas visuales y sonoras. Morandi dijo: «No hay nada más abstracto que el mundo visible». Monk habría podido decir algo así sobre su música, pero se limitaba a tocar. En una entrevista le preguntan por su arte. Monk, que está como ido, pasa de todo.
Me habría gustado quedarme en las salas de la exposición, respirando pausadamente, vibrando entre los grabados y las acuarelas, sin pensar en los problemas del mundo y de mi vida, pero ya me estaban llamando. Se acercaba la hora de comer. Otro día visité la casa en la que Morandi había vivido con sus hermanas en via Fondazza, una calle modesta situada en un extremo del casco viejo de Bolonia. Habían tirado casi todos los muros e instalado vitrinas que dejaban ver la reconstrucción de su antiguo estudio y parte del comedor como en un escaparate. Allí estaban amontonados los objetos de Morandi. Faltaba su espíritu, que habitaba más bien en la escalera oscura y polvorienta, y en el olivo que sigue creciendo en el patio.
Hace décadas, cuando uno se ponía sterniano o saturnino, por mal de amores o simple tedio de vivir, un remedio socorrido era cambiar de aires, poner
Hace décadas, cuando uno se ponía sterniano o saturnino, por mal de amores o simple tedio de vivir, un remedio socorrido era cambiar de aires, poner espacio de por medio, salir al encuentro de lo nuevo. Esos viajes sentimentales del pasado son cada vez más difíciles en estos tiempos de turismo de masas y compañías de bajo coste (todo parece haberse vuelto de bajo coste, últimamente) en los que la gente solo se mueve para reencontrar lo mismo una y otra vez. Con paciencia y curiosidad, uno puede descubrir algo distinto. Tal vez podría hacerlo sin salir de casa.
El taxista que nos llevó del aeropuerto al hotel declaró que la situación económica de Italia era «culpa del euro». Con el euro, Alemania había «humillado a Italia», reduciéndola a la mitad. Le pregunté qué interés podría tener Alemania en que a Italia le vaya mal. No me respondió y dijo que Putin tenía toda la razón con lo de Ucrania. No la había invadido, pues siempre había sido rusa y debía permanecer en la esfera de influencia rusa. La culpa era de Occidente, que se había metido donde no debía. Chinos y rusos hacían bien en defender sus culturas contra las ínfulas imperialistas de Twitter, Facebook y Google. Yo le dije que los ucranianos deberían poder decidir su futuro y le recordé que en otros tiempos Italia vivió bajo un régimen fascista que había contribuido a la destrucción de Europa, con millones de muertos. El taxista me dijo que el fascismo también había traído cosas buenas a Italia: las escuelas públicas, los trenes puntuales, etc. Para él, los alemanes obligaron a Italia a entrar en guerra. De otro modo la habrían invadido. Le recordé que una mayoría de italianos apoyó a Mussolini y quiso la guerra. Le pregunté si preferiría vivir en Rusia o China, sin libertad. ¿Esta vida mía te parece libertad?, me contestó. (Eso me hizo pensar. ¿Qué ideas tendría yo si estuviera en su posición?) Pero eres libre de ir y venir, pensar, decir lo que piensas, y allí no podrías, le dije. Es posible, replicó, pero Putin es un soldado, ha visto morir a sus compañeros y no habría empezado la guerra si no tuviera razones suficientes. ¿No es más bien un criminal, sugerí, que no ha dudado en cargarse a sus oponentes por los medios más expeditivos, algo que no sucede en Occidente? Se ha hecho, se hace y se hará, dijo él. Yo no veo a Trump, a pesar de sus muchos defectos, asesinar a sus contrincantes, le dije. Tiempo al tiempo, dijo. En todo caso, añadí, Putin se ha metido en un lío del que no sabe salir, lo que no parece buena idea. Los demás tampoco saben, dijo él. De repente frenó. Habíamos llegado al hotel. Se despidió tan amable. Por la noche no conseguía conciliar el sueño y pasé varias horas preguntándome cuántas personas comparten esas ideas y si ese número no es ya tan grande que el amplio consenso de la posguerra en Europa, sobre ciertos valores y estructuras políticas, se está resquebrajando a pasos agigantados.
No hay que hablar con los taxistas, me dice un amigo otro día cuando le cuento esa conversación. Al contrario, digo yo, hablar con ellos es fundamental para tomar el pulso a la sociedad.
En Turín di largos paseos admirando la arquitectura y parándome en las librerías de viejo de los soportales de via Po. Hay libros que salen a nuestro encuentro como si nos buscaran. Allí encontré una copia destartalada de uno que venía al pelo: Psicologia di massa del fascismo, de Wilhelm Reich. No quería leerlo únicamente por razones históricas, sino porque la constelación fascista o autoritaria está otra vez a las puertas de la polis, si no está ya dentro como aquel caballo de madera. Reich acabó muy mal. En la última fase de su vida en Estados Unidos, tras huir como judío y marxista de la Alemania nazi, se dedicaba a vender «acumuladores de orgón», supuesta fuerza vital universal, prometiendo una cura milagrosa para el cáncer. Por esos productos sin base científica fue acusado de estafa a gran escala y murió de un infarto, a la espera de juicio, en la prisión federal de Lewisburg. En ese libro hay de todo. De cualquier persona se puede aprender algo, solía decirme Luis Cencillo. Uno nunca es tan tonto como para equivocarse siempre ni tan listo como para no hacerlo nunca. De Reich me quedo con su análisis de la irracionalidad de las masas, rasgo que a menudo predomina en la política, cuando los sentimientos se imponen a la razón. Hoy las masas, de las que casi no se habla, son más viscerales que nunca por los estropicios que la tecnología está haciendo en las conciencias (lo que queda de ellas). Me interesa también lo que dice Reich sobre la relación entre la política autoritaria y el modelo patriarcal de familia (dictadores clonados, como muñecas rusas, repartidos por los distintos niveles y esferas de la sociedad), que empieza coartando apetitos y deseos y acaba produciendo seres seriados, disciplinados, con miedo a la libertad, consumidores perfectos, acríticos, dóciles a las distintas manifestaciones del poder. También lo que dice sobre la paradójica internacionalización de los movimientos autoritarios de un nacionalismo extremo. Nada la impide, sucedió hace casi un siglo y vuelve a ocurrir. Y sus páginas sobre las razones profundas, de orden psicológico, por las que el régimen soviético también derivó hacia un sistema totalitario y criminal. Esas razones tienen que ver con la estructuración psíquica sumamente problemática de la humanidad, su búsqueda de barreras, de líderes, de mitologías postizas, en un continuo parcheo, para ir tirando. Como siempre, somos fuertes en sintomatología peroineptos en terapia. Los remedios de Reich… no están claros y creo que no funcionarían. ¿Es posible escapar de lo que llama «la peste psíquica» y de las catástrofes que produce una y otra vez?
Había demasiados turistas en Turín y lo único que podía visitarse sin largas colas era el museo de antropología criminal «Cesare Lombroso». Allí estaba expuesta su colección de cráneos, máscaras mortuorias, cuerpos del delito, ropa y objetos de prisioneros, y los aparatos que Lombroso usaba para medir cráneos, respuestas reflejas, morfología del rostro, etc. Todos los cráneos estaban serrados a la misma altura para examinar el cerebro y la estructura ósea. Las máscaras de cera en que se congelaba el último rictus tenían etiquetas con el nombre y apellido del criminal y el tipo de delito cometido: omicida, stupratore, ladro, etc. Entre las armas, me llamaron la atención dos crucifijos que escondían puñales y que solían usar bandidos disfrazados de frailes o monjas para entrar en las casas pidiendo limosna y luego desvalijarlas. Una noche, analizando el cráneo de un asesino, Lombroso descubrió una tercera cavidad anómala entre las correspondientes a los dos hemisferios del cerebelo y tuvo una iluminación: esa tercera cavidad era un atavismo que explicaba la personalidad criminal. El «hombre delincuente» (título de su monumental tratado en cuatro volúmenes) sería un criminal nato, sin libre arbitrio ni responsabilidad. Liberada de atavismos, la humanidad podría existir sin crimen ni cárceles. Las críticas a la tesis de Lombroso llovieron, especialmente desde Francia, donde los expertos veían en la criminalidad un fenómeno social que se explicaba por las condiciones socioeconómicas y la educación (cuya influencia tampoco negaba Lombroso). Otra línea de investigación del inquieto Lombroso es la relación entre genio y locura, donde veía rasgos comunes, como si emergieran del mismo magma. En 1897 el sabio italiano aprovechó un congreso científico en Moscú para visitar a Tolstoi, uno de los objetos de su estudio. Un librito narra ese encuentro en Yásnaia Poliana (Paolo Mazzarello, Il genio e il alienista, Bollati Boringhieri, 2005). En su diario, Tolstoi escribió: «Ha venido Lombroso. Es un viejecito ingenuo y limitado». No logró sacar nada de Tolstoi. Se diría que fue el novelista quien noqueó al italiano, rematándolo con unas páginas de la novela Resurrección, publicada dos años después de la visita. Con el tiempo, las teorías de Lombroso fueron desacreditadas por la ciencia. ¿Qué pensarán dentro de cien años de la ciencia que tanto deslumbra hoy?
En Bolonia, una mañana fui a visitar el museo Morandi. Me cuesta apreciar la pintura. Me pasa lo mismo con la danza. Hay algo en ellas que no me llega, salvo en raros casos. En cambio, la escritura, la música y el cine me emocionan con más facilidad. Pero aquella mañana varias obras de Morandi, sobre todo sus grabados, acuarelas, sus flores y algunos paisajes del campo y del patio de su casa, con el olivo que plantó él mismo, me emocionaron hasta las lágrimas. ¿Por qué? ¿Qué me conmovió tanto? Tal vez la vibración secreta e íntima de esas imágenes, algo que habían captado y transmitido de la tristeza y fragilidad de las cosas, lo que los japoneses llaman mono no aware, y que resuena con mi propio sentir. Lo ha reflejado bien Coradino Vega en Una vida tranquila (Galaxia Gutenberg, 2021), libro amable que glosa poéticamente, con lirismo contenido, las vidas y obras paralelas de Morandi, Mompou y Jane Kenyon. Los textos que acompañaban algunas de las imágenes de la exposición provenían de un estudio de Francesco Arcangeli. Me parecieron hermosos y profundos, un acompañamiento poético que multiplicaba su efecto. Lo busqué pero estaba agotado. Me enteré de que era un libro maldito. Morandi renegó de él y rompió su amistad con Arcangeli. El crítico entró en una grave depresión, inseguro de su valía, y pasó varias semanas ingresado en un sanatorio. Fue publicado en 1964, sin imágenes, con varias omisiones y alteraciones debidas a la oposición de Morandi. Mi sospecha: la reacción del pintor pudo ser un bloqueo psicológico ante una interpretación que había dado en el clavo, un clavo que Morandi no podía reconocer, ni siquiera a sí mismo. Pero ¿qué era ese secreto que Arcangeli había visto y no debía ser revelado? ¿Tal vez los excesos genealógicos, de contextualización, para un Morandi que quería permanecer aislado, único, como si la mera idea de tener un parentesco con alguien le resultara insultante? ¿O las intuiciones psicológicas de Arcangeli, como cuando escribe que uno de sus bodegones transmite tristeza, «la tristeza de seguir estando solo, irremediablemente solo, en la esquina de una casa, que es la suya»? En 1961, en uno de sus pocos viajes, Morandi fue a Milán para revisar unas estampas y lo invitaron a ir a un concierto de Thelonious Monk, mi pianista predilecto. El pintor quedó tan entusiasmado por lo que vio y oyó que aquella misma noche le escribió una carta a Monk en la que se refería a sus dedos agitándose como varillas sobre las teclas. La digitación de Monk no era nada ortodoxa. A veces parecía aporrear el piano como si fuera un instrumento de percusión. Tal vez Morandi la relacionaba con la agitación de su buril de grabador sobre una plancha de metal. También Mondrian, otro gran formalista que tiene algo que ver con Morandi (no en vano sus apellidos son anagramas casi perfectos), fue a escuchar a Monk al Minton’s Playhouse de Nueva York. Hay cierta afinidad entre esas búsquedas visuales y sonoras. Morandi dijo: «No hay nada más abstracto que el mundo visible». Monk habría podido decir algo así sobre su música, pero se limitaba a tocar. En una entrevista le preguntan por su arte. Monk, que está como ido, pasa de todo.
Me habría gustado quedarme en las salas de la exposición, respirando pausadamente, vibrando entre los grabados y las acuarelas, sin pensar en los problemas del mundo y de mi vida, pero ya me estaban llamando. Se acercaba la hora de comer. Otro día visité la casa en la que Morandi había vivido con sus hermanas en via Fondazza, una calle modesta situada en un extremo del casco viejo de Bolonia. Habían tirado casi todos los muros e instalado vitrinas que dejaban ver la reconstrucción de su antiguo estudio y parte del comedor como en un escaparate. Allí estaban amontonados los objetos de Morandi. Faltaba su espíritu, que habitaba más bien en la escalera oscura y polvorienta, y en el olivo que sigue creciendo en el patio.
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