«Los ojos se le salen de las órbitas, tiene la boca abierta y las alas desplegadas. Pues este es el aspecto que debe tener el ángel de la historia. Tiene el rostro vuelto al pasado. Donde aparece ante nosotros un encadenamiento de aconteceres, él ve una única catástrofe que incesantemente amontona escombros sobre escombros y los arroja a sus pies. Quisiera permanecer donde está, despertar a los muertos y recomponer lo destrozado. Pero desde el Paraíso sopla una tempestad que enreda sus alas, y es tan fuerte que el ángel ya no puede cerrarlas. Esta tempestad lo empuja sin cesar hacia el futuro, al cual vuelve la espalda mientras el cúmulo de escombros ante él crece hasta el cielo. Lo que llamamos progreso es esta tempestad».
Este fragmento con la imagen tan potente como desoladora del ángel aparece en Sobre el concepto de historia, un texto de Walter Benjamin escrito entre 1939 y 1940, poco antes de suicidarse tras verse frustrado su escape a través de España. Estábamos en plena Segunda Guerra Mundial y esta crítica a la idea de progreso sería adoptada por pensadores como Theodor Adorno y Max Horkheimer, máximos referentes de la conocida como Escuela de Frankfurt.
Algunos años más tarde, en 1949, el propio Adorno sería uno de los filósofos alemanes que volvería a su tierra natal después del exilio forzado en Estados Unidos para plantearse algunas preguntas: ¿Cómo pensar la liberación después de la liberación? ¿Cómo mostrar la salida hacia una vida de madurez responsable? ¿Cómo, después de la guerra, hablar de autodeterminación?
Esta serie de interrogantes no son casuales y se conectan con aquel fabuloso texto de Immanuel Kant, titulado ¿Qué es la ilustración? Allí aparece la definición de la Ilustración como el abandono de la minoría de edad. Corría el año 1784 y Kant consideraba que el espíritu ilustrado suponía librarse de todo tutelaje, en particular, el de la religión. «¡Atrévete a saber!» Era el momento de ser autónomos; era el momento de pensar por nosotros mismos.
Esta extensa introducción viene a cuento del nuevo libro del filósofo alemán Wolfram Eilenberger, Espíritus del presente. Los últimos años de la filosofía y el comienzo de una nueva Ilustración, editado por Taurus. Al igual que en el ampliamente celebrado Tiempo de Magos, Eilenberger elige a cuatro figuras de un período histórico del siglo XX, en este caso, aquel que va de 1948 a 1984. Además de Adorno, la lista se completa con Michel Foucault, Susan Sontag y Paul Feyerabend.
La tesis de Eilenberger es polémica porque elige a figuras que, de una u otra manera, sea por sus críticos, sea por sus seguidores, en la mayoría de los casos fueron ubicados como furibundos críticos de la modernidad y de la racionalidad universal que pregonaba la Ilustración. Sin embargo, por el contrario, para Eilenberger, los cuatro pensadores mencionados son un ejemplo ilustrado en el sentido kantiano, esto es, hombres y mujeres que en una época de enorme convulsión se atrevieron a pensar por sí mismos desafiando los cánones y «la inmadurez» del contexto histórico. Más que el contenido del, llamemos, paradigma Ilustrado, Eilenberger parece hacer más énfasis en aquello que la Ilustración prescribe desde lo actitudinal.
Decimos que la hipótesis es polémica porque, recordemos, Adorno junto a Horkheimer es quien, en Dialéctica de la Ilustración, allá por 1944, afirma:
«La deseada humanización de la humanidad había conducido a los campos de exterminio del Este, y la liberación de la información a través de los nuevos medios de comunicación a la manipulación de las masas. Por su parte, el progreso técnico, en lugar de proporcionar al proletariado un verdadero alivio en su vida laboral y cotidiana, había establecido nuevas formas de esclavitud en las cadenas de montaje. En lugar de introducir la paz en una prosperidad globalmente compartida, se idearon armas que hacían a la humanidad capaz de provocar su autoextinción planetaria».
Los valores de la modernidad habían llevado a Auschwitz; el ángel de la historia observa la barbarie detrás de la idea de progreso. Si alguien aprieta el botón rojo, desaparecemos. Y todo en nombre de la Razón. La crítica parece demoledora.
En la misma línea, Paul Feyerabend, en un inicio discípulo de Karl Popper, comienza un lento pero imperturbable camino de radicalización hacia una suerte de anarquismo metodológico. Frente al Círculo de Viena que hacia fines de la década del 20 buscaba los enunciados básicos capaces de describir la realidad objetiva tal cual es, y frente al propio falsacionismo de Popper con su método hipotético deductivo, Feyerabend toma el martillo nietzscheano para afirmar que no hay método universalmente válido ni hechos desnudos que están allí afuera esperando ser observados. Es más, lo que se consideraba «la Ciencia» no es más que un dispositivo de poder institucional impuesto por los intereses de cada época. Poco de la diosa razón guiándonos para salir de las tinieblas. El relativismo era radical.
En la misma línea, Foucault, con su arqueología de las ciencias humanas desnudaba que ya no hay posibilidad de narrar la historia, ni siquiera la historia de la modernidad o la de Occidente. Cada época tiene su a priori histórico, determinadas condiciones de posibilidad que se expresan en las instituciones y en el lenguaje, pero ya no hay lugar para los grandes relatos de la modernidad pues el propio «Hombre», objeto de las ciencias humanas, no es algo dado sino una creación de una cultura particular en un momento concreto de la historia.
El texto de Eilenberger se completa con la perspectiva de Susan Sontag, cuyas anécdotas muestran cómo determinadas vivencias determinan un tipo de pensamiento: desde un encuentro homosexual de jovencita que la llevó a abandonar su pasión por lo teorético para posarse en las experiencias de la corporalidad, pasando por su fervor por la fotografía y el cine donde filmó una película en la que los personajes poseían un lenguaje privado que les impedía comunicarse. Esto por no mencionar sus vínculos con el jet set y su libro acerca de las metáforas en torno a la enfermedad después de que le diagnosticaran un cáncer y poca chance de sobrevida; o los viajes, en los que hizo las veces de cronista, a Vietnam, en medio de la guerra, y a Cuba, para demostrarle a la izquierda americana que había «otra izquierda”»
Es de destacar el modo en que Eilenberger logra hilar los momentos, los autores y sus teorías, incluyendo todo en una lectura que por momento parece una novela con pasajes dramáticos como el «parricidio» realizado por los alumnos de Adorno en el contexto del fervor radicalizado y violento del año 68 y 69 en las universidades; o el precio que tuvo que pagar el propio Foucault quien, en pleno mayo francés, estaba en una estancia formativa en Túnez y ofrecía una filosofía que prefería diagnosticar antes que motivar la acción, para terminar, en los 80, hablando del «cuidado de sí», consigna bastante poco revolucionaria, por cierto. La lectura del libro es apasionante a la vez que enriquecedora. En todo caso, si de objeciones se tratara, una hipótesis tan controversial quizás hubiera merecido algo más de desarrollo y argumentación que, literalmente, dos párrafos en la última página, especialmente para el público no erudito. No obstante, Espíritus del presente, por esa particular combinación de ensayo filosófico profundo escrito al modo de una novela, seguramente se encuentre entre los libros más destacados de este 2025.
«Los ojos se le salen de las órbitas, tiene la boca abierta y las alas desplegadas. Pues este es el aspecto que debe tener el ángel
«Los ojos se le salen de las órbitas, tiene la boca abierta y las alas desplegadas. Pues este es el aspecto que debe tener el ángel de la historia. Tiene el rostro vuelto al pasado. Donde aparece ante nosotros un encadenamiento de aconteceres, él ve una única catástrofe que incesantemente amontona escombros sobre escombros y los arroja a sus pies. Quisiera permanecer donde está, despertar a los muertos y recomponer lo destrozado. Pero desde el Paraíso sopla una tempestad que enreda sus alas, y es tan fuerte que el ángel ya no puede cerrarlas. Esta tempestad lo empuja sin cesar hacia el futuro, al cual vuelve la espalda mientras el cúmulo de escombros ante él crece hasta el cielo. Lo que llamamos progreso es esta tempestad».
Este fragmento con la imagen tan potente como desoladora del ángel aparece en Sobre el concepto de historia, un texto de Walter Benjamin escrito entre 1939 y 1940, poco antes de suicidarse tras verse frustrado su escape a través de España. Estábamos en plena Segunda Guerra Mundial y esta crítica a la idea de progreso sería adoptada por pensadores como Theodor Adorno y Max Horkheimer, máximos referentes de la conocida como Escuela de Frankfurt.
Algunos años más tarde, en 1949, el propio Adorno sería uno de los filósofos alemanes que volvería a su tierra natal después del exilio forzado en Estados Unidos para plantearse algunas preguntas: ¿Cómo pensar la liberación después de la liberación? ¿Cómo mostrar la salida hacia una vida de madurez responsable? ¿Cómo, después de la guerra, hablar de autodeterminación?
Esta serie de interrogantes no son casuales y se conectan con aquel fabuloso texto de Immanuel Kant, titulado ¿Qué es la ilustración? Allí aparece la definición de la Ilustración como el abandono de la minoría de edad. Corría el año 1784 y Kant consideraba que el espíritu ilustrado suponía librarse de todo tutelaje, en particular, el de la religión. «¡Atrévete a saber!» Era el momento de ser autónomos; era el momento de pensar por nosotros mismos.
Esta extensa introducción viene a cuento del nuevo libro del filósofo alemán Wolfram Eilenberger, Espíritus del presente. Los últimos años de la filosofía y el comienzo de una nueva Ilustración, editado por Taurus. Al igual que en el ampliamente celebrado Tiempo de Magos, Eilenberger elige a cuatro figuras de un período histórico del siglo XX, en este caso, aquel que va de1948 a 1984. Además de Adorno, la lista se completa con Michel Foucault, Susan Sontag y Paul Feyerabend.
La tesis de Eilenberger es polémica porque elige a figuras que, de una u otra manera, sea por sus críticos, sea por sus seguidores, en la mayoría de los casos fueron ubicados como furibundos críticos de la modernidad y de la racionalidad universal que pregonaba la Ilustración. Sin embargo, por el contrario, para Eilenberger, los cuatro pensadores mencionados son un ejemplo ilustrado en el sentido kantiano, esto es, hombres y mujeres que en una época de enorme convulsión se atrevieron a pensar por sí mismos desafiando los cánones y «la inmadurez» del contexto histórico. Más que el contenido del, llamemos, paradigma Ilustrado, Eilenberger parece hacer más énfasis en aquello que la Ilustración prescribe desde lo actitudinal.
Decimos que la hipótesis es polémica porque, recordemos, Adorno junto a Horkheimer es quien, en Dialéctica de la Ilustración, allá por 1944, afirma:
«La deseada humanización de la humanidad había conducido a los campos de exterminio del Este, y la liberación de la información a través de los nuevos medios de comunicación a la manipulación de las masas. Por su parte, el progreso técnico, en lugar de proporcionar al proletariado un verdadero alivio en su vida laboral y cotidiana, había establecido nuevas formas de esclavitud en las cadenas de montaje. En lugar de introducir la paz en una prosperidad globalmente compartida, se idearon armas que hacían a la humanidad capaz de provocar su autoextinción planetaria».
Los valores de la modernidad habían llevado a Auschwitz; el ángel de la historia observa la barbarie detrás de la idea de progreso. Si alguien aprieta el botón rojo, desaparecemos. Y todo en nombre de la Razón. La crítica parece demoledora.
En la misma línea, Paul Feyerabend, en un inicio discípulo de Karl Popper, comienza un lento pero imperturbable camino de radicalización hacia una suerte de anarquismo metodológico. Frente al Círculo de Viena que hacia fines de la década del 20 buscaba los enunciados básicos capaces de describir la realidad objetiva tal cual es, y frente al propio falsacionismo de Popper con su método hipotético deductivo, Feyerabend toma el martillo nietzscheano para afirmar que no hay método universalmente válido ni hechos desnudos que están allí afuera esperando ser observados. Es más, lo que se consideraba «la Ciencia» no es más que un dispositivo de poder institucional impuesto por los intereses de cada época. Poco de la diosa razón guiándonos para salir de las tinieblas. El relativismo era radical.
En la misma línea, Foucault, con su arqueología de las ciencias humanas desnudaba que ya no hay posibilidad de narrar la historia, ni siquiera la historia de la modernidad o la de Occidente. Cada época tiene su a priori histórico, determinadas condiciones de posibilidad que se expresan en las instituciones y en el lenguaje, pero ya no hay lugar para los grandes relatos de la modernidad pues el propio «Hombre», objeto de las ciencias humanas, no es algo dado sino una creación de una cultura particular en un momento concreto de la historia.
El texto de Eilenberger se completa con la perspectiva de Susan Sontag, cuyas anécdotas muestran cómo determinadas vivencias determinan un tipo de pensamiento: desde un encuentro homosexual de jovencita que la llevó a abandonar su pasión por lo teorético para posarse en las experiencias de la corporalidad, pasando por su fervor por la fotografía y el cine donde filmó una película en la que los personajes poseían un lenguaje privado que les impedía comunicarse. Esto por no mencionar sus vínculos con el jet set y su libro acerca de las metáforas en torno a la enfermedad después de que le diagnosticaran un cáncer y poca chance de sobrevida; o los viajes, en los que hizo las veces de cronista, a Vietnam, en medio de la guerra, y a Cuba, para demostrarle a la izquierda americana que había «otra izquierda”»
Es de destacar el modo en que Eilenberger logra hilar los momentos, los autores y sus teorías, incluyendo todo en una lectura que por momento parece una novela con pasajes dramáticos como el «parricidio» realizado por los alumnos de Adorno en el contexto del fervor radicalizado y violento del año 68 y 69 en las universidades; o el precio que tuvo que pagar el propio Foucault quien, en pleno mayo francés, estaba en una estancia formativa en Túnez y ofrecía una filosofía que prefería diagnosticar antes que motivar la acción, para terminar, en los 80, hablando del «cuidado de sí», consigna bastante poco revolucionaria, por cierto. La lectura del libro es apasionante a la vez que enriquecedora. En todo caso, si de objeciones se tratara, una hipótesis tan controversial quizás hubiera merecido algo más de desarrollo y argumentación que, literalmente, dos párrafos en la última página, especialmente para el público no erudito. No obstante, Espíritus del presente, por esa particular combinación de ensayo filosófico profundo escrito al modo de una novela, seguramente se encuentre entre los libros más destacados de este 2025.
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