¿Por qué los hombres se han lanzado a escribir de paternidad?

Todos lo hacían, todos tenían hijos, y ya está. Por tanto, no era algo de lo que se hablara en exceso ni se consideraba relevante en literatura. Los hijos tenían un lugar semejante al que ocupaban en la vida: una especie de vida autónoma. Si se indaga, son pocas las obras que celebran al vástago: a bote pronto, vienen a la cabeza Mortal y rosa, obra maestra de Umbral escrita al calor de la muerte del hijo; o los tiernos versos del Ismaelillo de José Martí: «Hijo: Espantado de todo me refugio en ti. Tengo fe en el mejoramiento humano, en la vida futura, en la utilidad de la virtud, y en ti», escribe en el prólogo al poemario.

El hijo, en la literatura clásica, no nace propiamente como personaje hasta que ya tiene conciencia, madurez y poder de decisión y entonces aparece como complemento o enemigo del padre. Ahí están sobre todo los rusos: Padres e hijos, Los hermanos Karamazov… Los niños quedaban tradicionalmente a cargo de la mujer que también solía ocupar esta parcela de la vida privada en la escritura. 

Sin embargo, tanto la decadencia de la paternidad –convertida más en excepción que en norma: solo un 20% de varones de 40 años tiene hijos– como la homologación de roles frente a los hijos, han hecho que los hombres se lancen a escribir sobre este ámbito. En la última década, los escritores han colonizado la paternidad y la han retratado desde distintos frentes: la celebración del hijo, el redescubrimiento de la figura paterna, las sutilezas del embarazo y también la nostalgia de no tenerlos. De los hijos se escribe, también de su ausencia.

Eduardo Laporte (Pamplona, 1979) es el último en decir algo al respecto y desde una perspectiva inusual, «el territorio prácticamente inexplorado de la no-paternidad», según reza la contraportada de la editorial Sr. Scott. La vida suspendida es una novela de autoficción y un libro de duelo por una vida menuda que no ha llegado a concretarse. «Estoy ligado a la literatura de duelo desde que, por desgracia, vi morir a mis padres en el mismo año 2000 y escribí sobre ello en Luz de noviembre, por la tarde», confiesa Laporte a THE OBJECTIVE.

Aquella obra, más que autoficción, entraba en la categoría de autobiografía. «Ofrecía al lector un pacto de lectura claro: lo que cuento pasó así. Lo narro desde mi subjetividad, pero no altero los hechos. En La vida suspendida he querido usar más herramientas narrativas, colándome en los terrenos de la autoficción, para poder, paradójicamente, llegar más lejos y expresarme mejor. En ocasiones, la fidelidad total a los hechos, esa que practica Annie Ernaux en sus obras, puede ser una limitación».

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La vida suspendida
Eduardo Laporte

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Laporte cree que tal vez ha llegado el momento de que los hombres hablen de sus paternidades: «Tras el bum de libros sobre maternidad, tema que se ha abordado ya desde muchos puntos de vista, tiene su lógica que los hombres se abran ahora a compartir su propia experiencia de la paternidad e indagar sobre el hecho de ser (o no) padres. En el pasado quizá se daba por supuesto, como algo natural. Es positivo que se vea ahora desde la extrañeza algo en el fondo tan extraño y asombroso como crear una nueva vida. Hemos desautomatizado la mirada y eso es sano».

La cantidad de libros sobre el tema del hijo en los últimos años hablan de una clara tendencia: Alejandro Zambra y su Literatura infantil, un libro escrito «en estado de apego», dice; Andrés Neuman con Pequeño hablante; Sergio del Molino y el duelo por la muerte de su hijo en La hora violeta; Alberto Olmos con Irene y el aire, que narra el embarazo desde el punto de vista masculino, Sergio C. Fanjul y su El padre del fuego, en el que narra los dos primeros años de su hija. 

Son obras escritas en la última década que implican puntos de vista inéditos o poco explorados, con la marca distintiva del hombre. «Obviamente, la cuestión biológica y el distinto rol que corresponde a cada sexo hacen que hombres y mujeres tengan características distintas al hablar de esta cuestión» –señala Laporte–. «Me gustó en el libro de Alberto Olmos, Irene y el aire, la denuncia del papel de hombre-florero que se le asignaba al varón en todo el proceso de acompañar a la madre en el parto. También la posición que ocupa el padre tras la llegada del nuevo hijo, un poco de actor secundario, de jarrón chino. No sé si existe la depresión postparto en los hombres, pero algo de desubicación puede darse. En mi caso, no lo sé, porque no he sido padre y en La vida suspendida la desazón viene, precisamente, por el hecho de haber decidido no serlo». 

Si se mira con una perspectiva amplia, el siglo XXI es un tiempo de redescubrimiento de la esfera privada en el escritor. Eso incluye los espacios que tradicionalmente delegaban en las mujeres: la casa, la familia, la madre, los hijos. Mientras que las escritoras han salido hacia afuera, reivindicando su lugar en el mundo, ellos se han ido plegando hacia dentro. La autoficción ha tenido un papel preponderante en los relatos generacionales. Hay quien opina que el género está en declive después de años de enorme auge. Eduardo Laporte cree, en cambio, que «goza de buena salud a pesar de los enemigos que tiene. Es cierto que hay una autoficción blandengue, digamos, que es aquella que se mantiene demasiado fiel a una realidad a la que simplemente se le cambian los nombres, y otra autoficción que sirve, en efecto, para acceder a otra dimensión a partir de unos hechos reales que sirven de apoyo. Esa sería la autoficción buena. La poesía, sin ir más lejos, no deja de ser autoficción».

La vida suspendida es un testimonio desgarrador, entre la nostalgia y el remordimiento, la duda por los caminos que se toman y los que quedan inexplorados, que ofrece una mirada masculina a un sentimiento –la añoranza del hijo no tenido– que hasta ahora solo conocíamos en su vertiente femenina.   

 Todos lo hacían, todos tenían hijos, y ya está. Por tanto, no era algo de lo que se hablara en exceso ni se consideraba relevante en  

Todos lo hacían, todos tenían hijos, y ya está. Por tanto, no era algo de lo que se hablara en exceso ni se consideraba relevante en literatura. Los hijos tenían un lugar semejante al que ocupaban en la vida: una especie de vida autónoma. Si se indaga, son pocas las obras que celebran al vástago: a bote pronto, vienen a la cabeza Mortal y rosa, obra maestra de Umbral escrita al calor de la muerte del hijo; o los tiernos versos del Ismaelillo de José Martí: «Hijo: Espantado de todo me refugio en ti. Tengo fe en el mejoramiento humano, en la vida futura, en la utilidad de la virtud, y en ti», escribe en el prólogo al poemario.

El hijo, en la literatura clásica, no nace propiamente como personaje hasta que ya tiene conciencia, madurez y poder de decisión y entonces aparece como complemento o enemigo del padre. Ahí están sobre todo los rusos: Padres e hijos, Los hermanos Karamazov… Los niños quedaban tradicionalmente a cargo de la mujer que también solía ocupar esta parcela de la vida privada en la escritura. 

Sin embargo, tanto la decadencia de la paternidad –convertida más en excepción que en norma: solo un 20% de varones de 40 años tiene hijos– como la homologación de roles frente a los hijos, han hecho que los hombres se lancen a escribir sobre este ámbito. En la última década, los escritores han colonizado la paternidad y la han retratado desde distintos frentes: la celebración del hijo, el redescubrimiento de la figura paterna, las sutilezas del embarazo y también la nostalgia de no tenerlos. De los hijos se escribe, también de su ausencia.

Eduardo Laporte (Pamplona, 1979) es el último en decir algo al respecto y desde una perspectiva inusual, «el territorio prácticamente inexplorado de la no-paternidad», según reza la contraportada de la editorial Sr. Scott. La vida suspendida es una novela de autoficción y un libro de duelo por una vida menuda que no ha llegado a concretarse. «Estoy ligado a la literatura de duelo desde que, por desgracia, vi morir a mis padres en el mismo año 2000 y escribí sobre ello en Luz de noviembre, por la tarde», confiesa Laporte a THE OBJECTIVE.

Aquella obra, más que autoficción, entraba en la categoría de autobiografía. «Ofrecía al lector un pacto de lectura claro: lo que cuento pasó así. Lo narro desde mi subjetividad, pero no altero los hechos. En La vida suspendida he querido usar más herramientas narrativas, colándome en los terrenos de la autoficción, para poder, paradójicamente, llegar más lejos y expresarme mejor. En ocasiones, la fidelidad total a los hechos, esa que practica Annie Ernaux en sus obras, puede ser una limitación».

Laporte cree que tal vez ha llegado el momento de que los hombres hablen de sus paternidades: «Tras el bum de libros sobre maternidad, tema que se ha abordado ya desde muchos puntos de vista, tiene su lógica que los hombres se abran ahora a compartir su propia experiencia de la paternidad e indagar sobre el hecho de ser (o no) padres. En el pasado quizá se daba por supuesto, como algo natural. Es positivo que se vea ahora desde la extrañeza algo en el fondo tan extraño y asombroso como crear una nueva vida. Hemos desautomatizado la mirada y eso es sano».

La cantidad de libros sobre el tema del hijo en los últimos años hablan de una clara tendencia: Alejandro Zambra y su Literatura infantil, un libro escrito «en estado de apego», dice; Andrés Neuman con Pequeño hablante; Sergio del Molino y el duelo por la muerte de su hijo en La hora violeta; Alberto Olmos con Irene y el aire, que narra el embarazo desde el punto de vista masculino, Sergio C. Fanjul y su El padre del fuego, en el que narra los dos primeros años de su hija. 

Son obras escritas en la última década que implican puntos de vista inéditos o poco explorados, con la marca distintiva del hombre. «Obviamente, la cuestión biológica y el distinto rol que corresponde a cada sexo hacen que hombres y mujeres tengan características distintas al hablar de esta cuestión» –señala Laporte–. «Me gustó en el libro de Alberto Olmos, Irene y el aire, la denuncia del papel de hombre-florero que se le asignaba al varón en todo el proceso de acompañar a la madre en el parto. También la posición que ocupa el padre tras la llegada del nuevo hijo, un poco de actor secundario, de jarrón chino. No sé si existe la depresión postparto en los hombres, pero algo de desubicación puede darse. En mi caso, no lo sé, porque no he sido padre y en La vida suspendida la desazón viene, precisamente, por el hecho de haber decidido no serlo». 

Si se mira con una perspectiva amplia, el siglo XXI es un tiempo de redescubrimiento de la esfera privada en el escritor. Eso incluye los espacios que tradicionalmente delegaban en las mujeres: la casa, la familia, la madre, los hijos. Mientras que las escritoras han salido hacia afuera, reivindicando su lugar en el mundo, ellos se han ido plegando hacia dentro. La autoficción ha tenido un papel preponderante en los relatos generacionales. Hay quien opina que el género está en declive después de años de enorme auge. Eduardo Laporte cree, en cambio, que «goza de buena salud a pesar de los enemigos que tiene. Es cierto que hay una autoficción blandengue, digamos, que es aquella que se mantiene demasiado fiel a una realidad a la que simplemente se le cambian los nombres, y otra autoficción que sirve, en efecto, para acceder a otra dimensión a partir de unos hechos reales que sirven de apoyo. Esa sería la autoficción buena. La poesía, sin ir más lejos, no deja de ser autoficción».

La vida suspendida es un testimonio desgarrador, entre la nostalgia y el remordimiento, la duda por los caminos que se toman y los que quedan inexplorados, que ofrece una mirada masculina a un sentimiento –la añoranza del hijo no tenido– que hasta ahora solo conocíamos en su vertiente femenina.   

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