Petros Márkaris investiga el asesinato de las humanidades

Petros Márkaris (Estambul, 1937) ha encontrado en el crimen un portavoz de la vida cotidiana. Kostas Jaritos, un policía sencillo y enamorado de su trabajo que narra en presente y desde una primera persona completamente despojada de pretensiones, se limita a sujetarle el megáfono. Y los lectores y la crítica se lo agradecen: la serie que protagoniza le ha valido a su autor premios como el Negra y Criminal, el Point du Polar Européen o el Pepe Carvalho de 2012.

La ira de los humillados (Tusquets) continúa la senda con Jaritos recién nombrado director de Seguridad del Ática. El ministro de Protección al Ciudadano que lo nombró ha pasado el testigo a otro menos propicio, víctima de sus propias inseguridades. Márkaris demuestra su conocimiento de los intestinos gubernamentales sin aspavientos: no hay grandes tramas ni conspiraciones, sino trámites farragosos e intereses políticos que fatigan a los investigadores. Los políticos «[s]ueñan con lo que harán en cuanto aterricen, con cómo organizarán las cosas. Los problemas empiezan cuando comienza el descenso y culminan con el aterrizaje en el sillón».

La descripción de estos trámites, muy divulgativos por su realismo alérgico a la espectacularidad, atraviesa toda la novela, pero en seguida cede el protagonismo a la investigación, tanto al desenvolvimiento de su proceso como a su contenido. Lo primero sigue la pauta fundamental de Márkaris. Claro, escueto y rápido, con recapitulaciones cuando son necesarias. Todo de este estilo: «Consulto el reloj. Ya son las dos y el equipo de Homicidios todavía no ha aparecido. Espero que lleguen antes de que me marche para acudir a la reunión, por si pueden aportar información adicional. Estoy convencido de que lo que nos ha revelado la mujer de Rokkos no le gustará nada al ministro».

Las reflexiones sobre el contenido de lo investigado, breves y a veces algo estereotipadas, se deducen de los hechos. En medio de una de tantas revueltas estudiantiles en la universidad de Atenas aparece asesinado un profesor de la Facultad de Economía. Las sospechas de que el crimen expresa una cuestión ideológica se confirmarán con nuevos sucesos que obligarán a Jaritos a desenredar una cada vez más espesa trama.

Lo hará con su desarmante humildad y sentido común. Una vez establecido que el terreno de juego es el laberinto de intereses de la enseñanza, reconoce: «Soy jefe de seguridad, pero nunca fui a la universidad y no sé cómo funciona». Inmediatamente, llega al rescate la eficacia de su equipo, reforzada por la confianza en y de su jefe: «A lo mejor se lo puedo explicar yo, que estudié Derecho — interviene Antigoni».

Jaritos se deja ayudar, pero también aprovecha la ignorancia para aportar una mirada virgen. Como su compatriota Sócrates, sabe que no sabe, y no tiene problemas, por ejemplo, en acudir al diccionario para profundizar el significado de dos términos que damos por sentados: la economía y la tecnología. Porque pronto se descubre que el fondo de los crímenes tiene que ver con la sensación de postergación y desprecio que sufren los alumnos de humanidades.

Dinero y saber

Una manifestación ilustra el conflicto: «Dos de los que llevan pancartas levantan la suya más alto para que se pueda leer la consigna con claridad: la educación es una inversión, pero no es un negocio.

—¿Qué educación, nenazas? Estudiáis historia y filosofía y vais por ahí como frikis —les grita uno del grupo opuesto.

—La fortuna no regala el dinero a los ricos, se lo presta [Cita de Bión de Borístenes, filósofo cínico de la Grecia Antigua]— contesta otro del primer grupo. Y un tercero añade:

—En nombre del dinero se han cometido muchos y viles crímenes [Cita de Platón].

—Esperad, que pronto lo que estudiáis irá a la basura, porque nosotros lo generaremos con la inteligencia artificial— grita uno del grupo menos numeroso.

—El saber es la única propiedad imperecedera [Isócrates]— contesta otro.

—¡Hablad en griego para que os entendamos, pringados!»

No todo el mundo se limita a exponer su punto de vista, y la posición de la Policía es delicada: «Si dejamos que todos esos anarcos y alborotadores actúen a sus anchas para no tensar la cuerda, acabarán destrozando las facultades. Si mandamos a la policía, como hicimos ayer, despertaremos sus instintos antiautoritarios y correremos el riesgo de resucitar la resistencia de la Politécnica. Y ve a explicarle todo esto al nuevo ministro, que piensa que la presencia de la policía es la varita mágica que vence la violencia».

Queda pronto descartada la posibilidad de los asesinatos, perfectamente planeados y ejecutados, sean fruto de la exaltación de unos alborotadores. Más bien marcan la temperatura que está alcanzando el termómetro de los cambios sociales. «El ministro de Economía me dijo que el crimen se ha cometido en el momento menos adecuado. Las inversiones extranjeras están aumentando exponencialmente y este aumento es nuestra única esperanza de mantener a flote la economía del país en medio de la guerra de Ucrania y sus consecuencias. El ministro de Educación, por otra parte, me dijo que el asesinato de Rodakis ha ocurrido durante la reestructuración del sistema educativo y el fomento de las disciplinas relacionadas con la economía y la tecnología, para así poder cubrir los puestos de trabajo que crearán las empresas que se establezcan en Grecia».

Tensión de fondo

Conforme avanza en la investigación, Jaritos se encuentra con el rastro de una creciente tensión de fondo: «Desde el bullying en el instituto y los exámenes de acceso a la universidad hasta la startup», el caso «es una historia de competitividad, envidia y destrucción». Su día a día muestra una alternativa posible, con la comida como símbolo de familia, sencillez, serenidad: «Desde que nació nuestro nieto, los días que no voy a verlo al terminar mi jornada laboral, Adrianí trae a casa mi ración de la cena que ha preparado para la familia de mi hija, junto con noticias del pequeño».

Jaritos atraviesa Atenas a bordo de su Seat, a veces con una fiambrera a cuestas, para ejercer de inopinado superhéroe. Es un hombre de orden, ama su trabajo y llega a sus propios conclusiones, pero no dogmatiza. Su discurso es su forma de vivir, capaz de desarmar prejuicios. En la fiesta de inauguración de un refugio para inmigrantes, alguien dice: «El descubrimiento para mí, hombre de izquierdas, fue que puede nacer el compañerismo entre enemigos irreconciliables, como lo son, para los de izquierdas, los policías, cuando este enemigo irreconciliable ofrece su apoyo». Y él reflexiona: «Es la primera vez que he oído esta opinión sobre la reconciliación y, además, de boca de un comunista. Si pudiera contestarle, le diría que los contrarios se atraen mutuamente. Es lo que nunca entendería mi padre, el oficial de carabineros guiado por el odio».

Frente a la extrema competencia por el poder y la gloria, un tipo humilde opone el verdadero sentido de la vida: «Media hora más tarde Adrianí me avisa de que la cena está lista. Me invade la curiosidad, pero me quedo petrificado en la puerta. No puedo apartar la vista de los calabacines fritos y el satziki encima de la mesa».

 Petros Márkaris (Estambul, 1937) ha encontrado en el crimen un portavoz de la vida cotidiana. Kostas Jaritos, un policía sencillo y enamorado de su trabajo que  

Petros Márkaris (Estambul, 1937) ha encontrado en el crimen un portavoz de la vida cotidiana. Kostas Jaritos, un policía sencillo y enamorado de su trabajo que narra en presente y desde una primera persona completamente despojada de pretensiones, se limita a sujetarle el megáfono. Y los lectores y la crítica se lo agradecen: la serie que protagoniza le ha valido a su autor premios como el Negra y Criminal, el Point du Polar Européen o el Pepe Carvalho de 2012.

La ira de los humillados (Tusquets) continúa la senda con Jaritos recién nombrado director de Seguridad del Ática. El ministro de Protección al Ciudadano que lo nombró ha pasado el testigo a otro menos propicio, víctima de sus propias inseguridades. Márkaris demuestra su conocimiento de los intestinos gubernamentales sin aspavientos: no hay grandes tramas ni conspiraciones, sino trámites farragosos e intereses políticos que fatigan a los investigadores. Los políticos «[s]ueñan con lo que harán en cuanto aterricen, con cómo organizarán las cosas. Los problemas empiezan cuando comienza el descenso y culminan con el aterrizaje en el sillón».

La descripción de estos trámites, muy divulgativos por su realismo alérgico a la espectacularidad, atraviesa toda la novela, pero en seguida cede el protagonismo a la investigación, tanto al desenvolvimiento de su proceso como a su contenido. Lo primero sigue la pauta fundamental de Márkaris. Claro, escueto y rápido, con recapitulaciones cuando son necesarias. Todo de este estilo: «Consulto el reloj. Ya son las dos y el equipo de Homicidios todavía no ha aparecido. Espero que lleguen antes de que me marche para acudir a la reunión, por si pueden aportar información adicional. Estoy convencido de que lo que nos ha revelado la mujer de Rokkos no le gustará nada al ministro».

Las reflexiones sobre el contenido de lo investigado, breves y a veces algo estereotipadas, se deducen de los hechos. En medio de una de tantas revueltas estudiantiles en la universidad de Atenas aparece asesinado un profesor de la Facultad de Economía. Las sospechas de que el crimen expresa una cuestión ideológica se confirmarán con nuevos sucesos que obligarán a Jaritos a desenredar una cada vez más espesa trama.

Lo hará con su desarmante humildad y sentido común. Una vez establecido que el terreno de juego es el laberinto de intereses de la enseñanza, reconoce: «Soy jefe de seguridad, pero nunca fui a la universidad y no sé cómo funciona». Inmediatamente, llega al rescate la eficacia de su equipo, reforzada por la confianza en y de su jefe: «A lo mejor se lo puedo explicar yo, que estudié Derecho — interviene Antigoni».

Jaritos se deja ayudar, pero también aprovecha la ignorancia para aportar una mirada virgen. Como su compatriota Sócrates, sabe que no sabe, y no tiene problemas, por ejemplo, en acudir al diccionario para profundizar el significado de dos términos que damos por sentados: la economía y la tecnología. Porque pronto se descubre que el fondo de los crímenes tiene que ver con la sensación de postergación y desprecio que sufren los alumnos de humanidades.

Una manifestación ilustra el conflicto: «Dos de los que llevan pancartas levantan la suya más alto para que se pueda leer la consigna con claridad: la educación es una inversión, pero no es un negocio.

—¿Qué educación, nenazas? Estudiáis historia y filosofía y vais por ahí como frikis —les grita uno del grupo opuesto.

—La fortuna no regala el dinero a los ricos, se lo presta [Cita de Bión de Borístenes, filósofo cínico de la Grecia Antigua]— contesta otro del primer grupo. Y un tercero añade:

—En nombre del dinero se han cometido muchos y viles crímenes [Cita de Platón].

—Esperad, que pronto lo que estudiáis irá a la basura, porque nosotros lo generaremos con la inteligencia artificial— grita uno del grupo menos numeroso.

—El saber es la única propiedad imperecedera [Isócrates]— contesta otro.

—¡Hablad en griego para que os entendamos, pringados!»

No todo el mundo se limita a exponer su punto de vista, y la posición de la Policía es delicada: «Si dejamos que todos esos anarcos y alborotadores actúen a sus anchas para no tensar la cuerda, acabarán destrozando las facultades. Si mandamos a la policía, como hicimos ayer, despertaremos sus instintos antiautoritarios y correremos el riesgo de resucitar la resistencia de la Politécnica. Y ve a explicarle todo esto al nuevo ministro, que piensa que la presencia de la policía es la varita mágica que vence la violencia».

Queda pronto descartada la posibilidad de los asesinatos, perfectamente planeados y ejecutados, sean fruto de la exaltación de unos alborotadores. Más bien marcan la temperatura que está alcanzando el termómetro de los cambios sociales. «El ministro de Economía me dijo que el crimen se ha cometido en el momento menos adecuado. Las inversiones extranjeras están aumentando exponencialmente y este aumento es nuestra única esperanza de mantener a flote la economía del país en medio de la guerra de Ucrania y sus consecuencias. El ministro de Educación, por otra parte, me dijo que el asesinato de Rodakis ha ocurrido durante la reestructuración del sistema educativo y el fomento de las disciplinas relacionadas con la economía y la tecnología, para así poder cubrir los puestos de trabajo que crearán las empresas que se establezcan en Grecia».

Conforme avanza en la investigación, Jaritos se encuentra con el rastro de una creciente tensión de fondo: «Desde el bullying en el instituto y los exámenes de acceso a la universidad hasta la startup», el caso «es una historia de competitividad, envidia y destrucción». Su día a día muestra una alternativa posible, con la comida como símbolo de familia, sencillez, serenidad: «Desde que nació nuestro nieto, los días que no voy a verlo al terminar mi jornada laboral, Adrianí trae a casa mi ración de la cena que ha preparado para la familia de mi hija, junto con noticias del pequeño».

Jaritos atraviesa Atenas a bordo de su Seat, a veces con una fiambrera a cuestas, para ejercer de inopinado superhéroe. Es un hombre de orden, ama su trabajo y llega a sus propios conclusiones, pero no dogmatiza. Su discurso es su forma de vivir, capaz de desarmar prejuicios. En la fiesta de inauguración de un refugio para inmigrantes, alguien dice: «El descubrimiento para mí, hombre de izquierdas, fue que puede nacer el compañerismo entre enemigos irreconciliables, como lo son, para los de izquierdas, los policías, cuando este enemigo irreconciliable ofrece su apoyo». Y él reflexiona: «Es la primera vez que he oído esta opinión sobre la reconciliación y, además, de boca de un comunista. Si pudiera contestarle, le diría que los contrarios se atraen mutuamente. Es lo que nunca entendería mi padre, el oficial de carabineros guiado por el odio».

Frente a la extrema competencia por el poder y la gloria, un tipo humilde opone el verdadero sentido de la vida: «Media hora más tarde Adrianí me avisa de que la cena está lista. Me invade la curiosidad, pero me quedo petrificado en la puerta. No puedo apartar la vista de los calabacines fritos y el satziki encima de la mesa».

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